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I. UNA ECONOMÍA EN TRANSFORMACIÓN

Dos décadas es un periodo largo para una economía como la española, que ha experimentado cambios muy importantes y sostenidos en el tiempo. La evolución de la economía en estos años ha estado sometida, como es lógico, a fluctuaciones cíclicas. Pero hay que destacar que nuestro país, se ha acercado en este periodo al nivel de vida de otras naciones europeas más prósperas y ha desarrollado una economía con éxitos indudables… pero también con puntos débiles importantes -como un gran déficit exterior, una baja productividad y un peso excesivo del sector de la construcción en el PIB- que hacen que nuestra crisis sea hoy peor que las que sufren otros países de la zona euro.

Al mismo tiempo su política económica se ha visto condicionada por cambios, que pocas veces se presentan en un país con tanta rapidez. En estos años, en efecto, España ha entrado en la Unión Europea y en su Unión Monetaria, y ha desarrollado un modelo cuasi federal que -para bien o para mal- condiciona la economía de nuestro sector público.

II. ECONOMÍA E INSTITUCIONES

Uno de los factores que explican el crecimiento de la economía española en las dos últimas décadas ha sido un funcionamiento aceptable de las instituciones, a pesar de algunas deficiencias, que se han venido agravando en lo súltimos años. La Constitución de 1978 ha desempeñado un papel positivo en este diseño institucional; tal vez no tanto por lo que dice como por lo que ha permitido llevar a cabo. Un economista que lea los artículos de la Constitución que se refieren más directamente a la actividad económica puede, en efecto, no experimentar especial entusiasmo por lo que allí encuentra. Por citar sólo un ejemplo, el artículo 38, en el que se establece el principio de libertad de empresa en una economía de mercado, para pasar a someterlo a continuación a las exigencias de la economía general y en su caso de la planificación, no es precisamente un ejemplo de claridad en la definición de un modelo económico. Con la Constitución en la mano, por tanto, se podrían haber adoptado medidas muy perjudiciales. Afortunadamente esto no ha sido así. Pero no cabe, desde luego, hacer demasiados elogios de la Constitución como garante de la economía de mercado. Y puede argumentarse además, que ha sido utilizada a menudo para justificar el fuerte crecimiento que el sector público ha tenido en nuestro país en estos años.

Un rasgo relevante de la economía de nuestro páis en este periodo ha sido, en efecto, el crecimiento experimentado por el sector público y la presión fiscal. En la década de 1980 y primeros años de la de 1990 España pasó de ser un país con relativamente bajo gasto público, en el que se pagaban relativamente pocos impuestos y en el que la deuda pública tenía unas dimensiones muy pequeñas, a convertirse en una nación «europea» con una elevada presión fiscal, un aumento muy significativo de la deuda y un crecimiento del peso del sector público en la economía que tiene pocos precedentes en la historia económica del mundo occidental. En aquellos años nuestros gobernantes contemplaban con admiración el hecho de que Francia, Holanda o Alemania tuvieran sectores públicos mucho más grandes que el nuestro. Y, en el colmo de la ingenuidad, más de uno llegó a afirmar que, si el objetivo era alcanzar un nivel de vida similar al de estas naciones, nuestros impuestos y nuestro sector público deberían ser cada vez más parecidos a los suyos.

Ha transcurrido ya bastante tiempo desde entonces y hoy, cuando la Unión Europea ha conseguido llevar a cabo la mayor ampliación de su ya medio siglo de historia, puede ser útil observar la forma en la que los nuevos países miembros se han enfrentado al mismo problema que se nos presentó a nosotros hace ya más de veinte años. Son muchos los nuevos Estados miembros y sus formas de entender los problemas fiscales, naturalmente, muy diversas. Pero resulta interesante comprobar que no todos han caído en el simplismo de intentar elevar su gasto público o sus impuestos para tratar de parecerse un poco más a Francia o a Alemania.

III. ESPAÑA EN LA UNIÓN EUROPEA

La Constitución de 1978 permitió a España, entre otras cosas, alcanzar un grado de integración económica internacional, que habría sido muy difícil, si no imposible, de conseguir con un sistema político autoritario. Por citar sólo el hecho más relevante, el ingreso de nuestro país en la Unión Europea no habría tenido lugar si no se hubiera asentado antes la democracia en España. Y esta integración ha tenido unos efectos económicos de gran relevancia, ya que no sólo abrió nuevos mercados a nuestras empresas y elevó su nivel de eficiencia, sino que, además, forzó a llevar acabo reformas, que habrían sido difíciles de acometer sin la presión institucional exterior, por más que hubieran sido igualmente necesarias.

El éxito principal de la Unión Europea ha sido, sin duda, la creación de un mercado único, que ha contribuido de forma importante al desarrollo económico de los países miembros. Sus elementos principales son la unión aduanera y el libre movimiento de los factores de producción; pero la integración ha tenido también efectos muy relevantes en el marco institucional de cada una de las economías nacionales. Para nuestro país, los cambios inducidos tienen un doble origen. En primer lugar, la situación de España ha mejorado porque, aunque la Unión Europea no tiene como rasgo más característico un nivel de regulación reducido, la economía española, antes de la integración, estaba sometida a un grado de regulación aún superior. Pero hay que mencionar también un segundo elemento relevante: la existencia de un mercado común en el que los Estados miembros conservan la mayor parte de las competencias en el diseño de sus instituciones permite que se desarrolle una competencia institucional que limita la capacidad de los gobiernos para llevar a cabo determinadas políticas ineficientes.

Y no es éste el único aspecto en el que la Unión Europea reduce la capacidad de acción independiente de los gobiernos. Por razones diferentes, la unión monetaria desempeña un papel similar. En efecto, algunos de los cambios institucionales más importantes que ha experimentado la economía española como consecuencia de su permanencia en la Unión Europea derivan de la creación de la moneda única. ésta supone una doble limitación para la política económica nacional. Por una parte, los Estados han perdido su capacidad para realizar una política monetaria independiente, ya que el Banco Central Europeo es la institución que está a cargo de la política monetaria de la zona euro. Por otra, la posibilidad de llevar a cabo una política fiscal discrecional ha quedado muy reducida como consecuencia del Pacto de Estabilidad, que, en nuestro país, se ha visto reforzado, además, por normas internas de equilibrio presupuestario. En pocas palabras, los gobiernos de los Estados miembros se ataron las manos en su día para llevar a cabo políticas anticíclicas en el sentido keynesiano tradicional.

Cuestión distinta es si esta estrategia está diseñada para durar en el tiempo o si, abandonada en los momentos actuales a causa de la crisis económica, será o no recuperada realmente en el futuro, cuando la situación económica mejore. Si se fracasara en este empeño, habría que reconocer el final del pacto de estabilidad y, con él, el de toda una forma de entender la política económica, basada en el reconocimiento de las limitaciones que tiene el sector público para estabilizar la economía utilizando la política fiscal. Algunos considerarán este cambio como un verdadero desastre. Otros, en cambio, mostrarán su satisfacción y, tal vez, dirán parafraseando a Keynes que, por fin, hemos nos hemos librado de una «bárbara reliquia».

IV. LA POLÍTICA ECONÓMICA EN EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

La asunción de competencias por parte de las comunidades autónomas españolas en el campo de la economía ha sido muy rápida, especialmente en lo que se refiere al gasto público. De hecho la estructura del gasto en nuestro país es especial en el contexto internacional porque el porcentaje del gasto público que controla la Administración Central es más reducido que el de otros países de larga tradición federal, como los Estados Unidos o Alemania. Y, dado que el nivel de gasto de las Administraciones locales es relativamente bajo en España, resulta que el peso fundamental del gasto público recae en las comunidades autónomas. Si excluimos los gastos financieros y los de Seguridad Social, las comunidades autónomas controlan hoy más gasto que el Estado y las Administraciones locales juntas. Por otra parte, las Autonomías han emprendido un camino peligroso en el que la Administración Central parece que estaba ya de vuelta hace algún tiempo: la creación de un sector público empresarial, que ha llevado a hablar a algunos economistas de un nuevo sector público empresarial e incluso de la reconstitución del INI en las comunidades autónomas.

El resultado de este gran proceso de descentralización económica es complejo, y tiene aspectos positivos y negativos. Entre los negativos, he mencionado ya algunos, como el crecimiento del sector público autonómico, y una mayor intervención de los gobiernos autonómicos en la economía, que ha llevado tanto a empresarios como a economistas a hablar de un serio peligro de ruptura de la unidad de mercado. Pero hay que llamar también la atención sobre aspectos positivos de la descentralización de la política económica, y señalar que no todas las medidas particulares de las autonomías rompen la unidad del mercado.

Una de las cosas que hemos aprendido en España en los últimos años es que la competencia fiscal entre comunidades autónomas funciona. Y esto es muy positivo. No sólo para quienes aplican medidas que favorecen a sus ciudadanos, sino también para los residentes en otras regiones, cuyos gobiernos autónomos nunca hubieran aplicado tales medidas. Si comunidades como Madrid o Valencia no hubieran reformado los impuestos de sucesiones y donaciones, no se habrían producido las reformas -más tímidas- de otras comunidades en este campo. Si Madrid no hubiera plantado la eliminación del impuesto sobre el patrimonio, el Estado no lo habría suprimido.

El gasto público, en un modelo federal, debería estar estrechamente relacionado con la presión fiscal que soportan los contribuyentes en cada una de las administraciones subcentrales. Y esto significa, necesariamente, que ni los impuestos ni los gastos pueden ser iguales en todas ellas. Se afirma, a veces, que todos los españoles deben disponer de iguales servicios públicos al margen de la comunidad autónoma en la que vivan. Esta idea, sin embargo, constituye un ataque frontal a un principio básico del federalismo fiscal. Éste se fundamenta en la posibilidad de elección entre diversas combinaciones de gastos e ingresos públicos en cada una de las haciendas subnacionales. La idea de que todo el mundo pague los mismos impuestos y reciba los mismos servicios iría, por tanto, en contra de la autonomía en materia fiscal que se ha establecido en España.

Mucho menos se ha hablado en nuestro país de competencia regulatoria; pero es un tema que va a cobrar importancia creciente con el paso del tiempo. Creo que, en la situación en la que nos encontramos, no estaría de más que nos fijáramos cómo se plantean estas cuestiones de competencia regulatoria en economías como la norteamericana o la de la Unión Europea. Por citar sólo un par de ejemplos. ¿Rompería la unidad de mercado el hecho de que una comunidad autónoma estableciera un salario mínimo superior o inferior al de otra? ¿Rompe el mercado norteamericano el hecho de que el estado de Delaware tenga un derecho de sociedades y unos tribunales mercantiles que hacen que muchas grandes empresas se acojan a estas instituciones? O ¿es malo que muchas empresas alemanas se estén hoy domiciliando en Londres a causa de la mayor flexibilidad del derecho de sociedades inglés en comparación con el alemán? La clave no es que las regulaciones en Madrid, Andalucía o Cataluña sean diferentes, sino el hecho de que se permita a los agentes económicos elegir entre modelos institucionales alternativos. El problema de la unidad de mercado surge cuando los gobiernos intentan impedir la competencia, no cuando diseñan instituciones que fomenten la actividad económica en un marco de libre movilidad de los agentes económicos.

V. MIRANDO AL FUTURO

A lo largo de los últimos veinte años la economía española ha dado pasos muy importantes para consolidar una posición destacada entre los países desarrollados. Pero las cosas han cambiado en los últimos tiempos. De ser un caso de éxito, que se ponía como ejemplo a otros países, hemos pasado a convertirnos en el enfermo de Europa, en la última de las grandes economías del continente que saldrá de la recesión. Sería un error, sin embargo, caer en esa poco recomendable costumbre española que consiste en pasar bruscamente del optimismo a la depresión colectiva.

La mayoría de los economistas coinciden en señalar que la situación de nuestra economía es mala y que la política del gobierno va a hacer más difícil que España salga de la crisis. Pero todos los problemas económicos tienen arreglo si se adoptan las medidas adecuadas y se permite que los mercados funcionen. Nuestro país ha avanzado en muchos campos. Pero tiene muchas cuestiones pendientes que resolver, desde las dimensiones y la estructura de su sector público hasta el modelo regulatorio y unas normas laborales ineficientes y obsoletas. No son problemas fáciles. Pero son estas cuestiones las que van a condicionar el futuro de nuestra economía.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.