Tiempo de lectura: 16 min.

Internet cambiará la vida de la gente porque la era de las audiencias mediáticas pasivas ha pasado a la historia, o está a punto de pasar.
[E. Rogers, 1986:31/R. Davis, 1999:10]

El eterno mito de una comunidad de ciudadanos en permanente diálogo global y directo dispone ya de los instrumentos técnicos con los que Edevenir en práctica. Desde la asamblea de unos pocos convocados con la periodicidad que los desplazamientos a caballo o en diligencia permitieran, el ejercicio de la democracia deliberativa fue pasando por las vicisitudes que los medios convencionales de comunicación masiva y los mecanismos regulatorios de la teoría política fueron generando. En todas esas etapas precedentes, la democracia y su comunicación política acabaron resignadamente por entenderse como una transacción desigual y sincopada entre esferas separadas: las minoritarias y exclusivistas, por una parte, de los poderes constitucionales y sus satélites (diputados, Administración, partidos políticos…), y por otra, la genérica y difusa amalgama de los ciudadanos de a pie, simbolizados, y hasta cierto punto condensados, en la denominada «opinión pública». En medio de ambas esferas, los medios y profesionales de la información periodística ejercerían de puentes o revulsivos críticos para los trasvases recíprocos o la observación distanciada entre los habitantes de ambos territorios.

La democracia así «mediada» y mediatizada constituyó la tónica hasta ahora, y la expresión de su máxima devaluación vino de la mano de la era de la televisión. En consecuencia, el mito de un dinámico y pleno pluralismo democrático tuvo que sustituirse por apellidos más resignados, tales como «democracia de masas», «democracia espectáculo» o «videodemocracia», finalmente. Un epiléptico ataque de finisecularidad nos podría llevar a pensar que todo eso acabara de desaparecer en explosión megatónica; surgiendo, por el encanto de la esquina doblada hacia el nuevo milenio, otra realidad política virginalmente ignota, diáfana y de distinta belleza. No es de extrañar, en refutación de dicho delirio, que las innovaciones de las páginas webs, los chats electorales y los medios digitales, recién incorporadas por nuestros partidos y candidatos, simplemente hayan sido adoptadas e interpretadas como nuevas modas de publicidad o propaganda política, cuya eficacia incluso importaría menos que el halo frivolo de juvenil progresismo que reportarían. Se trataría, sin más, en macluhiana perspectiva, de nuevas prolongaciones de las anteriores extensiones tecnológicas del mono (y la mona) demoparlantes. Todos esos webs, sites, usenets o chats de contenido político, denominados provocadoramente así para despertar mayor asombro, han capturado la atención de los periodistas y se han incorporado al repertorio de los asesores de imagen y los recursos políticos parafernales, con el innegable propósito de continuar, por otros medios, el tradicional objetivo de la escenificación política para espectadores incautos.

Pero tras ese primer aluvión de prácticas electrónicas, todavía dependientes del eco mediático convencional, hay todo un vendaval de transformaciones que pueden ir colándose a través de la brecha abierta e imposible ya de cerrarse. La nueva era de la ciberpolítica está teniendo en las campañas electorales en Internet un primer escaparate. Pero tanto sus contenidos actuales como su escasa diversidad de aplicaciones presentes podrían parecemos un juego de niños a la vuelta de muy pocos años. Incluso hoy -y cada vez en más países-, la ciberpolítica ofrece ya una amplitud de formas que, de manera sucinta, voy a intentar reseñar.

EL «CIBERRASTREO»1 PERSONAL DE NOTICIAS (SURFING)

Los periódicos de edición diaria en la red son ya un recurso cotidiano, apenas imaginable cuando en 1990 el San José Mercury News primero, y el USA Today algo más tarde, empezaron a colocar de manera experimental parte de sus textos en formato electrónico. Tanto en el caso estadounidense como en el resto de países, incluido España, la novedad del formato cibernético ha atravesado varias etapas a gran velocidad. Al principio sólo ofrecían un resumen o la portada de su contenido; después han ido aproximándose a la reproducción del contenido completo de su edición en papel, y están pasando ya a explotar el valor añadido de documentos de ampliación, bancos de textos o plataformas de diálogo entre los lectores y el medio. Todo lo que, en definitiva, la nueva tecnología facilita para convertir la experiencia del seguimiento de la actualidad en una actividad tan personal y diferenciada como las diversas expectativas, niveles culturales y tiempo disponible que cada miembro de la audiencia demande.

Pero desde el punto de vista de la transformación de la vida política de las democracias hay un rasgo todavía mucho más potente en la nueva situación de la mediación periodística. Se viene insistiendo hasta la saciedad en los nefastos efectos de la «globalización», en cómo la «nueva economía» facilita y propende a las macroconcentraciones corporativas, donde unos pocos «tiburones» habrán devorado a muy corto plazo todo vestigio de pluralidad, diversidad o localismo. En el campo de los medios se asiste, en efecto, a la expansión de unas pocas «arañas mediáticas» que van rodeando con su «tela» a buena parte de los pequeños negocios de la información.

cemyr1.jpg

Sin embargo, tal visión pesimista se asienta, como casi toda visión apocalíptica, en un presupuesto miope e idílico respecto al pasado. Parte de dar por sentado que la multitud empresarial anterior conllevaba una pluralidad, libertad y variedad de recepción en los lectores de prensa y audiencias audiovisuales. Cuando, bien al contrario, la realidad solía consistir en infinidad de pequeños mercados controlados en régimen de oligopolio por unos cuantos caciques locales. En un Estado como el español podía haber más de cien empresas diferentes de información periodística. Pero a la hora de la verdad, el lector local siempre se limitó al estrecho margen de un par de cabeceras locales y a lo sumo otras tres o cuatro de los diarios nacionales (en realidad sólo los madrileños). En la radio y la televisión sucedía algo incluso peor, donde grandes extensiones rurales quedaban a merced de alguna emisora con repetidores en exclusiva para llegar a esa zona. Internet ha puesto patas arriba esa situación y un ciudadano de Cádiz, por ejemplo, puede confeccionarse cada día su peculiar menú informativo echando un vistazo -también- a un diario catalán, un par de europeos e incluso cualquier sudamericano. Lo global, además, no sólo no acaba con lo local, sino que -como Manuel Castells entre otros ha sabido captar- se contrapone y enfrenta a nuevas formas vigorosas de acción comunicativa particulares y minoritarias. En el terreno periodístico o informativo, la sencillez de creación de «páginas electrónicas» pone al alcance de la mano de cualquier ciudadano crítico o colectivo social políticamente motivado, un instrumento de difusión mundial. La vieja idea, otra vez de Marshall MacLuhan, de que la fotocopiadora situaba en plano de igualdad al pequeño activista con el gobierno todopoderoso, es realmente ahora cuando se hace tangible gracias a Internet. Es evidente que sin los presupuestos de publicidad de los grandes grupos multimedia, el pequeño órgano de denuncia de una asociación de ciudadanos no podrá competir con el eco de un New York Times, pero disfrutando ambos de la misma capacidad tecnológica, hay tan sólo que esperar a comprobar cómo el «boca a boca electrónico» acaba haciendo milagros, para desesperación, por ejemplo, de los convocantes de la conferencia de Seattle.

LOBBIES ELECTRÓNICOS

En consonancia con lo anterior, y en una dimensión mucho más transformadora políticamente que la mera disponibilidad de una variedad planetaria de productos periodísticos industrial/profesionales, la política virtual se abre a la participación de activistas sociales y políticos de todo signo, que pueden o bien captar la atención de cibernavegantes dispersos, pero temáticamente sensibilizados, o bien ejercer una acción estratégicamente planificada de «lobby electrónico» ante las instituciones y grupos políticos convencionales.

Académicos como Richard Davis (1999) y Sara Bentivegna (1999), especializados en la indagación sobre las iniciativas de algunos de estos pioneros, han recopilado significativas evidencias de cómo algunos ciudadanos, hasta poco antes característicos de la bóvida quietud de la sociedad de consumo, han creado, tras un cataclismo personal, movimientos de presión política en la red. Candy Lightner, por ejemplo, fundó el MADD (Mothers Against Drunk Driving) tras morir atropellado su hijo.

Éste y otros muchos ejemplos demuestran, en mi opinión, dos cosas. En primer lugar, que la capilaridad comunicante de Internet está facilitando un cierto grado de eficacia en la acción política de nuevos grupos y movimientos, que nunca antes pudieron soñar con competir con los grandes partidos e instituciones. La agilidad del agrupamiento virtual se revela como recurso de calidad superior, en ocasiones, frente a la lentitud parsimoniosa de los grupos políticos convencionales. ¿Acabarán desapareciendo los partidos ante la mayor contundencia social y política de estas nuevas formas de «guerrilla virtual» ? En segundo lugar, se pone de manifiesto que la baja motivación de los electores posmodernos para intervenir más activamente en sus asuntos públicos, no sólo tiene causas atribuibles al atontamiento televisivo y consumista, sino que hunde sus raíces en las formas de vida cotidiana que el desplazamiento por las grandes ciudades, la organización del trabajo y hasta los problemas que el nuevo tipo de familia unicelular y agobiada obligan a adoptar. ¿Quién dispone de tiempo para acudir a la sede de un partido, ejercer activamente una militancia, reunirse en asociaciones de vecinos, etc.? La diferenciación social parecía haber acabado con la comunidad. Pero vuelve a aflorar toda una larga serie de cultivos de la vida asociativa, que los consumidores contemporáneos parecían definitivamente haber olvidado como tentación viable -aunque virtual-, y a cambio de un esfuerzo personal mínimo, desde la pantalla de ordenador del cuarto de estar.

CIBERACCESO AL PARLAMENTO, FOROS POLÍTICOS Y LA ADMINISTRACIÓN

Las vías sencillas y asequibles para devolver a los ciudadanos una participación democrática intensa y extensa alcanzan incluso al diálogo directo entre representantes y representados. El viejo ideal democrático de que el delegado mantuviera un fluido contacto con los electores de su circunscripción, mediante el mantenimiento operativo de una oficina local permanente, se ha convertido en muchos países en una enmohecida posibilidad de presentación de correspondencia en las sedes locales de los partidos. En cambio, el correo electrónico y la página electrónica del propio Congreso o Senado, donde aparecen públicamente reflejadas dichas direcciones (no en todos los países y no de forma generalizada dentro de un mismo Parlamento), permiten visualizar – invitando a utilizar- la forma más dinámica y bidireccional del diálogo entre quienes representan y quienes se supone que son representados. Aún es pronto para evaluar el nivel y sentido de uso que se impondrán para esta nueva herramienta, pero de nuevo la conciencia cívica de la gente de a pie puede verse incentivada ante la sola posibilidad de pedir aclaraciones o realizar propuestas mediante un mecanismo electrónico de conexión inmediata y sin obstáculos físicos engorrosos. Puede que la lógica institucional lleve a «filtrar» y «atemperar» estas nuevas puertas entreabiertas, pero los ciudadanos más críticos y los propios especialistas de la teoría democrática tendrán aún mucho que decir y reivindicar en defensa de una herramienta que apunta como pocas hacia la cercanía real entre el público y las Cámaras.

Los foros políticos en la red son el complemento y el respaldo de esa primera comunicación política a veces necesaria, pero también a menudo demasiado ineficaz por individualizada. Los foros de «ciberdebate» han surgido en ocasiones desde los propios parlamentos -como fue el caso en la anterior legislatura española de la comisión de Internet del Senado, o el proyecto «Democracia.web» del Parlamento Autonómico de Cataluña, mantenido a su vez mediante la colaboración de algunas entidades privadas-, y su incremento en el caso español parece confirmarse, como demuestra el anuncio de constitución dentro del Senado de una plataforma de este tipo para cada una de las comisiones instauradas para la nueva legislatura. Pero en ocasiones también consisten en «listas de distribución» o «grupos de noticias» que de manera privada, aunque asociativa, diversos conjuntos de personas ponen en marcha para contactar con otros ciudadanos e intercambiar entre ellos ámbitos de preocupación política e ideológica.

La propia Administración, en toda su prolija red de ministerios y secciones departamentales, ha empezado a abrirse a la imagen de innovación cibernética que proporcionan las páginas de información electrónica y la posibilidad de rellenar impresos o realizar consultas vía Internet. Los funcionarios públicos y sus dirigentes puede que estén viviendo una etapa similar a la atribuida al inicio de este artículo a las maquinarias electorales, en el sentido de buscar simplemente un maquillaje cibernáutico con el que emular formalmente a otras Administraciones y entidades privadas. Pero pronto la nueva cercanía experimentada por los ciudadanos empezará a hacer notar a estos la enorme distancia antidemocrática que todavía existe entre lo que las nuevas tecnologías podrían ayudar a conocer y lo poco que las Administraciones de muchos países como el nuestro están dispuestas a revelar respecto a sus procedimientos internos, sus criterios de resolución de trámites o sus bases de datos. Todavía en España prima la vieja concepción política del Estado como custodio exclusivo e invigilable de los datos y expedientes de todos los individuos, que habrán de confiar ciegamente en el benéfico proteccionismo de los arcana imperii, para salvaguardar así la privacidad e intimidad de cada ciudadano.

Otras sociedades, con mucha más experiencia democrática y tecnológica, hace tiempo que han comprendido que si los documentos públicos, digitalmente almacenados y procesados, constituyen en sí mismos un enorme poder y conocimiento sobre todos nosotros, ese poder no puede convertirse en el privilegio de actuación inmoderada de los burócratas y de la élite política que los dirige. Mientras la teoría política popular parece aún estancada en España en la defensa a ultranza de un principio de privacidad e intimidad, que confiere a la Administración el supremo derecho de negar cualquier acceso informativo incómodo, en otras sociedades los ciudadanos ya comprenden y practican otra interpretación bien distinta de los principios democráticos: aquélla según la cual lo que se denomina «público» es de todo el público, y su revelación o acceso informativo no puede quedar al arbitrio de unos funcionarios, habitualmente orientados a evitar que cualquier irregularidad interna, abuso de poder y favoritismo administrativo puedan salir a la luz.

Si bien la coartada usualmente esgrimida apela al celo protector de la intimidad de los datos de los individuos administrados, el nuevo avance democrático denuncia esas prácticas y sus coincidentes legislaciones-mordaza en la «protección de datos», como intentos, en realidad, de borrar el peligroso ejercicio de la fiscalización directa por los propios ciudadanos. Las páginas electrónicas de la Administración en gran medida sólo son todavía una fachada de diseño publicitario. Pero tras las leves indicaciones de tantos departamentos, archivos, negociados, etc., el usuario va a empezar a aprender a toda velocidad cómo seguirle el rastro a su expediente, se asombrará de por qué le está vedado averiguar qué méritos o características reúnen los depositarios de los restantes expedientes en competencia con el suyo, y la curiosidad frustrada mediante tanta apelación a la privacidad (¿de los funcionarios y sus intereses seguramente privados?) puede ponerles en la pista de reclamar otra práctica de libre flujo por las autopistas de la información administrativamente cegadas.

«CIBERCAMPAÑAS» Y «SITIOS VIRTUALES» DE LOS PARTIDOS

En 1996, al acabar el primer debate presidencial entre Clinton y Dole, éste hizo algo que -según narra Richard Davis (1999, p. 85)- nunca nadie había hecho antes: anunció la dirección de la página electrónica de su candidatura. Esa misma campaña presidencial fue ya testigo del despliegue de toda una batería de comunicación «net-electoral»: las páginas oficiales de los dos principales partidos y candidatos, otras páginas de simpatizantes y afiliados para apoyar y recaudar fondos para sus líderes, la creación de foros de discusión y análisis de asociaciones educativas por «una actividad electoral inteligente» y hasta la aparición, en fin, de nuevas «net-empresas» de rastreo informativo sobre datos políticos, para prensa, universidades y grupos interesados, que periodistas de investigación autónomos (como Dwight Morris, ex director de proyectos especiales del Los Angeles Times, con su «Politics Now»>) lanzaron al mercado de los cibernautas.

La variedad de recursos de campaña electoral en Internet ha crecido a un ritmo frenético, no sólo en términos cuantitativos, sino también cualitativos. Y así, la innovación más espectacular de las campañas celebradas en diferentes países en los últimos cuatro años ha sido la proliferación de las charlas en la red, en tiempo real, con los candidatos. Si bien había sido antes, el 13 de enero de 1994, cuando el Vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, se convertía en el primer político de un gobierno que celebraba una cibercharla de este tipo con ciudadanos.

A las puertas del tramo final de la campaña presidencial de 2000 en Estados Unidos, la maduración del nuevo soporte electrónico de la actividad electoral se utiliza ya para una amplia variedad de cometidos. Dichas páginas proporcionan, por ejemplo, noticias sobre las ruedas de prensa e intervenciones públicas de los candidatos; extractos de sus intervenciones en las cámaras legislativas federales o estatales -cuando han ocupado ya dichos cargos-, sus votos particulares a las diferentes proposiciones de ley, etc.; biografías personales y galerías fotográficas de su recorrido público; vídeos electorales y grabaciones sonoras de discursos; solicitudes y formularios para recabar fondos y tramitarlos directamente desde la pantalla; correo electrónico para enviar mensajes al candidato o al partido; material de refuerzo y entretenimiento para los simpatizantes, como salvapantallas con emblemas del partido o fotos del candidato; y finalmente -cómo no, en un entorno de intensa utilización de la publicidad negativa agresiva mediante anuncios televisivos-, todo tipo de parodias, chistes o información de ataque contra los candidatos contrarios.

Las estrategias de ataque electoral en la red han ido alcanzando una sofisticación cada vez mayor. En ocasiones, el contenido negativo no aparece en la página oficial del partido o candidato, para mantener así una imagen de «caballerosidad» y distanciamiento respecto a las «malas artes». Pero son las páginas de grupos de simpatizantes -cuya dirección puede venir anunciada en el «sitio» del candidato- las que se ocupan del juego sucio. Las acciones de «ciberataque» llegan al extremo de crear falsas páginas del político o partido adversario -habiendo reservado previamente «dominios» con la reserva legal a partir del nombre del contrincante-, en las que el visitante internáutico va a encontrar, para su sorpresa, todo tipo de descalificaciones y rechiflas. Un ejemplo ya célebre de dicho recurso fue la aparición, en la campaña estadounidense de 1996, de una falsa página del republicano radical Pat Buchanan, en la que sus atacantes habían reproducido el diseño de la página oficial de ese político, pero con la única «variante» de la inserción en lugar bien notorio de la bandera nazi.

Por lo que se refiere a España, la primera eclosión notable de campaña electoral en la red fue la desplegada durante la convocatoria de comicios autonómicos catalanes, en octubre de 1999. En esa ocasión empezó a destacar la originalidad y uso «a la americana» mostrados por el candidato del partido socialista, Maragall, y «grupos de simpatizantes» del mismo, que crearon sus propias páginas de respaldo a aquél (con grandes dosis de sátira contra sus adversarios). Los medios periodísticos convencionales empezaron a hacerse eco informativo de esta nueva actividad entrando a cumplir -aunque todavía de forma muy leve- la función involuntaria de servir de amplificación del mensaje expresamente diseñado por los equipos electorales de los partidos. Con la llegada de la campaña para las elecciones generales celebradas el pasado marzo, no sólo todos los grandes partidos y bastantes de los pequeños crearon su propio dispositivo de alimentación y mantenimiento de su «cibercampaña», sino que asistimos también a la aparición de «páginas personales» de algunos líderes, como elemento añadido a la página general del partido y en claro proceso de intensificación del personalismo presidencialista, que modifica de forma encubierta el sentido de un sistema regulado como parlamentarista.

Por lo que respecta al juego de acaparar «dominios» legales con los nombres de los candidatos adversarios, nuestros últimos comicios fueron también testigo de todo tipo de triquiñuelas, como quedó reflejado en las falsas páginas «Aznar.com» o «Jalmunia.com», entre otras. Los medios periodísticos, por su parte, descubrieron definitivamente el filón de novedades noticiosas de la actividad de los partidos en Internet y aunque se centraron más en las curiosidades, a medida que la campaña avanzaba dedicaron cada vez más espacio a la plataforma internáutica, haciéndose muy presente así, ante el gran público, que existe ya una paralela campaña virtual, cada vez con mayor pujanza.

Más allá de una descripción más minuciosa de campañas concretas, parece oportuno fijarse en las previsiones de fondo que sobre la transformación de la comunicación electoral surgen de la experiencia acumulada en diversos países. Entre las optimistas, algunos anuncian la quiebra de la tiranía de la «mediocracia», donde los gestos puramente escénicos y la limitación de los argumentos a espectaculares «bocadillos declarativos» de diez segundos, son la tónica de la llamada «videopolítica». Hay también quienes pronostican una nivelación de recursos para captar la atención pública entre los partidos o candidatos ricos (o mayoritarios) y los pobres (o minoritarios), pues el bajo coste de la nueva herramienta y su flexibilidad de uso podrían facilitar la realización de campañas de notable incidencia, con una drástica reducción de gastos en viajes, encuentros con periodistas y otros montajes escénicos. La interactividad entre candidatos y electores podría generar también un nuevo enriquecimiento de la comunicación electoral, con fórmulas como la empleada por el Partido Popular en su sitio electrónico de la pasada campaña, con foros de recepción de mensajes de cualquier ciudadano y con acceso público a los contenidos así recogidos. Finalmente, frente a quienes recuerdan que las cifras de usuarios de Internet, o bien son aún ridículas -como sucede en España-, o bien se orientan masivamente hacia contenidos alejados de la política, los pronosticadores de un mayor protagonismo de la plataforma virtual de las elecciones señalan el efecto multiplicador que los medios convencionales están teniendo y seguirán incrementando, en la medida que toda una serie de polémicas y actuaciones novedosas en la red obligue a los periodistas, cada vez más, a dirigir su atención hacia la nueva fuente.

Los escépticos, en cambio, señalan la escasa atención o respuesta que el ciudadano de a pie dispensa ahora y supuestamente seguirá concediendo en el futuro a esta otra plataforma electoral. Insisten en que los visitadores de las páginas de cada partido o candidato son casi siempre acólitos o simpatizantes del propio grupo, por lo que sólo cabe esperar una función de refuerzo en un sector asimismo minoritario de los previamente convencidos. Respecto a la supuesta contribución de esta modalidad al abaratamiento de las campañas o a la reducción de las diferencias entre partidos grandes y pequeños, los escépticos señalan que, sin reducir el resto del capítulo de gastos, sólo servirán para incorporar uno más, aunque este último resulte pequeño. Finalmente, las notables diferencias entre los grandes partidos y los marginales también se advierten en la comparación entre las flamantes, extensas y permanentemente renovadas páginas electrónicas de los grandes grupos, y las puramente presenciales y de escasa calidad formal y mínimo contenido de los pequeños.

Por extraño que parezca, ambas posturas aciertan en sus diagnósticos y convergen en un dictamen que, por encima de los aspectos contradictorios, descubre el indudable «valor añadido» que convertirá la campaña internáutica en un instrumento de profunda transformación de la concepción y desarrollo de las futuras campañas electorales de las democracias. Qué duda cabe que el principal motivo por el que todos los grupos políticos se apuntan a utilizar la nueva herramienta radica en la positiva imagen de modernidad, inmediatez, progresismo y cercanía democrática que refleja. No disponer de presencia en la red equivaldría, por contraste con los demás competidores, a ser considerado trasnochado y miope frente a los nuevos tiempos. Por ello, la mera presencia en Internet actúa como refuerzo secundario de una buena imagen ante los periodistas, quienes agradecerán además el nuevo filón informativo y el servicio rápido de complemento documental que de esta manera obtienen.

cemyr2.jpg

Las «ciberpáginas» electorales sirven, en efecto, para facilitar información adicional y más detallada sobre propuestas, declaraciones, análisis políticos, etc., no sólo para esos pocos ciudadanos muy involucrados, sino para los propios periodistas que, sobre todo en el caso de los medios locales, no siempre disponen de las plantillas y recursos suficientes para acudir a todos los puntos de interés electoral. A partir de aquí, los candidatos y partidos empiezan a descubrir también que el recorte y reducción de sus declaraciones, conforme a las limitaciones de tiempo y espacio del tratamiento mediático convencional, pueden ser superadas en una nueva forma de contacto amplio y sin intermediarios con los ciudadanos. Nuevas vías para la recaudación de fondos en la medida que así lo permita en España la futura ley sobre financiación de partidos-, e incluso el descubrimiento de un nuevo recurso para pulsar con celeridad y economía las reacciones de los electores… Todas estas novedades hacen suponer que, a medio plazo, se habrá producido un profundo cambio en la mentalidad de los políticos y de los sectores más influyentes de los ciudadanos.

El principal «efecto Internet» de las campañas no se refiere, en consecuencia, a si dichos mensajes pueden conquistar o hacer perder muchas intenciones de voto -cuestión esta que, en términos de influencia directa, apenas afectará a los resultados, por el momento-. Estas cibercampañas no van a prevalecer o sustituir -en bastante tiempo- a los recursos tradicionales de la publicidad política o la presencia televisiva, pero un uso inteligente de la «ciberpolítica» puede incidir indirectamente en todo el proceso y revelarse como pieza clave del marketing electoral, en consonancia con una nueva forma de entender la comunicación política global de las democracias del siglo XXI. Como ha advertido Richard Davis (1999, p. 120): «Esta nueva tecnología no revolucionará el resultado electoral, pero sí cambiará la forma de hacer campañas».

A lo largo de la Historia todas las tecnologías de la información-comunicación verdaderamente innovadoras (escritura, imprenta, transmisión de ondas…) han transformado de raíz la actividad y los procesos sociales, no sólo en los aspectos materiales, sino mucho más incluso en las formas y resultados del pensamiento y la representación simbólica. Si bien los enormes cambios introducidos han requerido de un prolongado tiempo para revelar su significado completo. Bastante tiempo después de la aparición de la imprenta, por ejemplo, algunos de los más reputados pensadores de la época seguían considerando el invento de Gutenberg como un artilugio de importancia secundaria. Es el caso de Thomas Hobbes, quien en su Leviathan, escrito en 1651, sostenía que «la invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no es gran cosa si la comparamos con la invención de las Letras (escritura alfabética)», tal y como recuerdan DeFleur y Ball-Rokeach (ed. 1993, p. 300). Estos mismos autores comentan que tal miopía, característica de muchos grandes pensadores enfrentados a las radicales innovaciones de su tiempo, se debe a un acercamiento a las nuevas realidades desde una base intelectual anclada en el pasado.

En lo que atañe a la teoría política y a las formas que podrá adoptar la vida democrática futura, los horizontes hacia los que apuntan estos nuevos ensayos de comunicación política interactiva, global e inmediata, apenas empiezan a insinuar sus más potentes consecuencias.

NOTA

1 • En diversos momentos voy a proponer neologismos que, sin perder la evocación de los términos originales en inglés, intentan superar la mecánica invasión del castellano por expresiones carentes de la menor naturalización a nuestra lengua.

Catedrático de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid