Tiempo de lectura: 14 min.

El periodismo atraviesa quizá su peor momento a escala global, justo cuando la globalización del tráfico de mensajes parece más incuestionable. Por nefasta paradoja, la sociedad de la información podría lograrse a cambio de una sociedad sin periodismo, lo que significa sin conciencia de sus propias desgracias, de los factores que las causan y de las vías para superarlas.

El deterioro del periodismo es paralelo a la pérdida de audiencia de los medios clásicos, cada vez más presionados por nuevas formas de comunicación digital, de ‘prensa gratuita’ y hasta del espontáneo ‘periodismo ciudadano’. La desaparición de la vieja prensa, que algún experto ha vaticinado para el 2044, no debiera preocuparnos demasiado si es sólo el soporte del papel lo que se esfuma. La verdadera amenaza es que desaparezca el propio PERIODISMO.

No es una conjetura apocalíptica. Su desaparición depende más del abandono de sus fundamentos profesionales que de factores en realidad secundarios, como la competencia, otras fórmulas de negocio o el avance de las tecnologías. El principal enemigo del periodismo puede ser su distorsionada práctica actual, fagocitada por el infoentretenimiento y la agitación propagandística; desvaríos quizá inevitables en la etapa de Hipermodernidad en la que parecemos adentrarnos.

Bill Kovach, uno de los periodistas con perspectiva intelectual más reconocida, se preguntaba en 1999 si el futuro del periodismo estaría fuera del propio periodismo. Se refería a la reducción del ejercicio comprometido y riguroso de la investigación periodística sobre los abusos e irregularidades institucionales y sociales. Dicha práctica se sustituía paulatinamente por sucedáneos superficiales y entretenidos, de mayor rendimiento comercial y carentes de conflicto para las empresas, adecuados al simplismo y al relativismo de la cultura post/hipermoderna y al consumismo letárgico de las audiencias contemporáneas.

El periodismo auténtico resistiría, por contra, al amparo de la filantropía de fundaciones y movimientos cívicos externos, como The Center for Public Integrity (apellidado “Investigative Journalism in the Public Interest”) y The Fund for Investigative Journalism. Se trata de fundaciones que financian y publican en sus webs, investigaciones periodísticas que los medios convencionales no acogen por falta de recursos o entreguismo. Estas experiencias resultan periféricas frente a la acaparadora atención de la corriente mediática principal, pero su vitalidad permite mantener aún ciertas esperanzas.

 El horizonte de un “periodismo sin ánimo de lucro”

El “periodismo sin ánimo de lucro”  es una reciente etiqueta bajo la que se encuadran algunas de esas experiencias, como la del Minnpost de Minneapolis y The Voice of San Diego. Dichas cabeceras corresponden a periódicos digitales sostenidos por donantes individuales y fundaciones. Intentan garantizar a un puñado de profesionales la dedicación rigurosa a la información de interés público, sin influencias de patrones políticos, ni de la devaluación del infoentretenimiento. Quizá el exponente más reputado en este momento de dicho movimiento y que tras obtener un Pulitzer ha logrado incluso un hueco en el escaparate mediático de referencia, es el digital Propublica, dirigido por el prestigioso Paul Steiger, que abandonó la dirección de The Wall Street Journal para encabezar este proyecto financiado por la Slander Foundation. Algunos de estos nuevos laboratorios periodísticos han llegado a organizar recaudaciones para respaldar investigaciones concretas, por lo que han recibido también la denominación de “periodismo delegado” o “en representación”.

Tales ejemplos demuestran que, el verdadero cáncer del periodismo no es la competencia de la prensa gratuita o la digitalización de los servicios informativos. La erosión del auténtico periodismo se produce cuando los empresarios y empleados de la industria de noticias, y las propias audiencias, renuncian al dinamismo de la  potencia periodística. La liviandad de la prensa gratuita no ha inventado nada. Ya en los años cincuenta del siglo XX, un producto similar -los tabloides sensacionalistas- era calificado de The sugar pill. Un caramelo de noticiejas que los trabajadores consumían en su trayecto ferroviario. Como píldora intrascendente y barata se tiraba en las papeleras nada más bajarse del tren. A la gran prensa no le preocupaba esa competencia. Estaba segura, como las principales instituciones sociales, de que los sectores más conscientes y con mayores responsabilidades necesitaban otro tipo de prensa para tomar conciencia de los verdaderos retos, sacar a la luz los entresijos de las políticas públicas y sostener el debate plural y sólidamente argumentado que todo ello provocaba.

En la senda de la trivialidad y del deterioro del profesionalismo

Pero ahora la gran prensa incluso se avergüenza de serlo y procura asimilarse al sucedáneo populista al que supuestamente se enfrenta. El abaratamiento de los costes, la reducción de salarios y plantillas, la perversión del “periodista total” –que no es más que una persona-orquesta, obligada a integrar múltiples tareas para amortizar diversas especializaciones-, son algunas de las fórmulas con las que los medios tradicionales pretenden afrontar su pérdida de audiencia y sus menores márgenes de beneficio. Como si al mostrarse más entretenidos, triviales y previsibles aún que la píldora azucarada gratuita o televisoide fueran a conquistar el favor mayoritario. Como alternativa interna han reinventado también al “periodista pasible”: el periodista agitado y agitador que en la era del sentimentalismo y el enardecimiento transforma la información, el comentario y el análisis en apasionamiento sectario. Su crítica caprichosa y fanática es indiferenciable de la que segregan los exaltados de cualquier creencia. Y curiosamente su excesiva politización sólo apta para clientelas adictivas combina bien con las curiosidades frívolas del consumismo ligero en el mercado de los escándalos mediáticos de usar y tirar.

Si se cae en un consumismo banal, las noticias tienden a la simplicidad. Las noticias densas son desplazadas por las que aportan entretenimiento ligero y fácil captación psicológica. Por eso triunfa la selección de noticias visualmente impactantes, pero de contenido ‘blando’. Un ejemplo es el ‘periodismo de los estilos de vida’, junto con las informaciones sobre delincuencia y sucesos violentos. La criminalidad y las actividades de consumo cotidiano son las que mejor encajan en los parámetros de la información de elemental curiosidad generalizada, y roban cada vez más espacio a los asuntos políticos de fondo y a los análisis transnacionales.

Las noticias se han convertido en una mercancía más. Las noticias de venta más difícil se discriminan y la actualidad se distorsiona para hacerla más comercial. Ya se sabe: la pobreza y los problemas del desarrollo no son sexys. Los medios muestran a los periodistas pasibles en alegre camaradería con los relatores de chismorreos banales, reclamos lúdicos, desastres naturales y horrores criminológicos.

Sensiocracia y sentimentalismo en la desvirtuación de la responsabilidad social periodística

La predominante ideología del sentimiento hace que los puntos de vista no se transmitan por la articulación de razones, sino mediante manifestaciones de los sentidos. Las informaciones que recibimos no las procesamos como verdaderas o razonables, sino en términos de empatía o dispatía sentimental. No es que las ideologías hayan desaparecido, sino que se manifiestan a través de las pasiones y no mediante conceptos.

Esta percepción emotiva de la realidad unifica noticias políticas, de sucesos, conflictos, celebridades o crisis económicas en clave de impacto dramático y espectacularidad. La vieja distinción entre noticias serias y ligeras no la marcan las secciones temáticas, sino el tono sobrio y aburrido (no comercial) de las primeras y el excitante y barroco de las segundas. El periodismo sentimentalizado está más cerca de la publicidad y la propaganda, sea cual sea el objeto de su información.

Se echa en falta la verdadera función del periodista: el ejercer un análisis político que descubra las claves interpretativas de lo que está pasando en términos institucionales y socioeconómicos, sin caer en el sectarismo ideológico. Eso es exactamente lo que significa la reivindicación de la crítica independiente, tan necesaria para la reflexión social y tan ausente cuando la moralina afectiva o la estetización frívola excluyen el sentido de lo público y de lo político del análisis de la actualidad y lo sustituyen por el subjetivismo intimista, bien de los espectadores, bien de los protagonistas. Lo curioso es que, como han documentado algunos analistas, el tono emocional de algunos trabajos periodísticos se aproxima cada vez más a la estructura y expresión formal de las letras de muchas canciones del pop melodramático.

Si el periodista renuncia a la perspectiva genuinamente política–aquella capaz de captar las estructuras de la responsabilidad subyacente en los problemas y retos colectivos-, la información sobre cualquier causa o conflicto no puede ser realmente comprendida por la sociedad y, tampoco, desencadenar tomas de postura. La información sobre países del Tercer Mundo, por ejemplo, se debate entre relatos de indignación o de impacto dramático. Pero carece casi siempre de contexto explicativo. Sin él no es posible establecer relaciones entre esas informaciones, distantes y ajenas, y las responsabilidades y alternativas de las personas del Primer Mundo.  Los medios occidentales se empeñan en captar la atención de sus audiencias mediante las imágenes y relatos de dramas humanos y violencia descontextualizada, en apariencia mucho más comprensible y conmovedora. La ironía es que tales presentaciones sólo refuerzan las actitudes negativas hacia ese mundo literaturizado y los asuntos internacionales en general. El resultado es la pérdida de interés de la audiencia por dichos temas. Así, la acción de los medios se resuelve lo que algún crítico ha llamado una “producción masiva de ignorancia social”.

Pleitesía al mercadeo de bagatelas

Los periodistas, que presumen de prácticos, suelen huir de cualquier reflexividad sobre lo que le está pasando a la percepción del presente que contribuyen a crear y se inclinan intuitivamente hacia las propuestas más gratificantes del mercado; en buena parte porque están asustados por la disminución del rédito comercial de sus antiguas fórmulas. Tienden a seguir con simplicidad la tentación de la compasión o la adulación de las curiosidades banales. De continuar así, su profesión no se distinguirá de la de animador de variedades o relaciones públicas de diversos intereses. Los boletines televisivos sobre todo, pero también la prensa tele-imitante, se entregan al imperio de las soft-news: una coctelera postmoderna insustancial, en la que las obviedades cotidianas de los ritmos estacionales de las masas, las novedades rutinarias de las celebridades y la esperable confirmación de los sobresaltos deportivos, convierten la crónica roja en el único elemento relativamente digno de atención. Apenas queda rastro de la información sobre las instituciones, la explicación de las políticas públicas y las evidencias de los procesos estructurales y económicos. La política, cada vez más arrinconada al ghetto de unos minutos de relleno, se limita a unas cuantas personalizaciones altisonantes que remezclan de nuevo el glamour del famoseo con algunas gotas de villanía teatralizada. No hay exposición ni contraste de los asuntos públicos que condicionan nuestra vida social. Y la información política, todo lo más, se limita al repaso indolente de unos cuantos comunicados de los gabinetes de imagen.

Sorprende la facilidad con que muchas televisiones locales en España han admitido la transformación de sus boletines informativos en emisores de publirreportajes confeccionados por los gabinetes de prensa de los partidos políticos. Sin entrar al espinoso tema de si dicho trato implica además pagos directos, los redactores y reporteros se convierten, a lo sumo, en montadores de cintas. Tampoco queda en un asunto menor de pequeñas empresas locales. Las grandes televisiones y medios parecen haber aceptado sin rechistar que las imágenes de los actos políticos organizados por los partidos sean suministradas directamente por éstos; sin posibilidad de que los equipos periodísticos realicen sus propias grabaciones. Resulta fácil imaginar qué ocurriría si al retransmitir un partido de fútbol, las únicas cámaras de televisión que pudieran tomar imágenes fueran las del club anfitrión y sus empleados decidieran qué tomas se emitían, para no dejar mal a su equipo (aunque esto ya comienza a suceder en las retransmisiones de algunos deportes, como la Fórmula 1).

 

Alfredo Urdaci, denunciaba en su libro “Días de ruido y furia” el inicio de esta práctica en España. En 1999, y antes del arranque de la campaña de las Generales del año siguiente, Rodríguez Zapatero, entonces simple encargado de una oficina interna del Partido Socialista, exigió a los directivos de RTVE: “no queremos que los equipos de TVE entren en los mítines del Partido Socialista, nosotros ofreceremos la señal realizada, el montaje de las imágenes, y vosotros con ese material podéis hacer la información de campaña”. Urdaci comenta: “Nuestros cámaras no tenían nada que hacer. Nuestros redactores se convertían en buzones de correos donde el PSOE dejaba su publirreportaje diario para ser emitido (…) No podíamos aceptar un acto de censura y una cesión de nuestro deber y nuestra responsabilidad profesional. Y no la aceptamos”.

Sin embargo, esa pretensión empezó a imponerse ante la pasividad cedente de las televisiones, durante la campaña de 2004, sin que Urdaci lo criticara en su libro. La fórmula se ha extendido en las sucesivas comparecencias electorales de manera todavía más generalizada. Así lo han denunciado voces individuales, como la del periodista Juan Varela. Ni las empresas periodísticas han hecho frente a esta burda transformación de la información en propaganda, ni las asociaciones profesionales han conseguido frenarla de momento, aunque algunas de éstas últimas denuncian de vez en cuando esta práctica.

Jordi Pujol Soler, en el blog “Media Attitudes”, en marzo de 2008, explicaba que ya de forma generalizada en las últimas elecciones “las cámaras no pueden entrar en los mítines”y aunque “los periodistas alertan contra una campaña electoral controlada”, las protestas de algunos representantes del colectivo no han impedido la continuación de esta práctica. Este mismo bloguero recordaba que, “los responsables de las cadenas televisivas están encantados de ahorrarse los costes de grabación y transmisión”y “las radios también reciben los cortes de audio producidos y editados por las organizaciones políticas”. Pero es todavía un engaño mayor para el ciudadano que “ninguna de las televisiones aclara en sus telediarios si las imágenes son propias o han sido proporcionadas por los partidos”.

Por su parte, colectivos profesionales como la Asociación de la Prensa de Madrid (APM), el Collegi de Periodistes de Catalunya y el Colexio de Xornalistas de Galicia, denuncian este trucaje. Ocurría así, por ejemplo, en rueda de prensa con motivo de las elecciones europeas del 7 de junio de 2009, reclamando el libre acceso de informadores para obtener información audiovisual propia. También mencionaron que han planteado un recurso ante el Tribunal Supremo para suprimir el “vicio” de los tiempos políticamente tasados para la información electoral en las radiotelevisiones públicas, lo que impide informar con un mínimo de equidad sobre las formaciones políticas minoritarias. Sin embargo estas protestas no se han traducido en acciones de bloqueo contra esta supresión del periodismo en la información de las elecciones y apenas reciben eco en los medios convencionales de comunicación.

Estos hechos vienen a engrosar una constante y creciente cesión de nuestros periodistas y de sus asociaciones profesionales ante la presión exitosa de las fuerzas empeñadas en sustituir el ejercicio periodístico por una simple animación publicitario-propagandística. Prueba antigua y generalizada de esto es la inclusión de las promociones publicitarias en los programas radiofónicos por parte de los mismos periodistas o informadores que describen o comentan la actualidad, sin ningún tipo de separación formal entre ambos tipos de mensaje. En este caso los presentadores de las noticias combinan con el mayor desparpajo el comentario final de un hecho de la actualidad con la alusión a la vestimenta que luce ese día la dama que nos anuncia las nuevas rebajas de una cadena de almacenes. Aunque el Código Deontológico de la FAPE, en su artículo 18 diga, desde 1993, que “el periodista está obligado a realizar una distinción formal y rigurosa entre la información y la publicidad”. La Comisión de Quejas del colectivo profesional no se ha pronunciado ni emitido ninguna recomendación ante tan generalizada práctica.

 Desencanto profesional y necesidad de una teoría intelectual del periodismo

Un experimentado redactor español señalaba: “Observo atónito cada vez con mayor frecuencia, no ya aquello de <que me lo manden por fax (el comunicado)”>, -ahora por correo electrónico-, sino que la incuria intelectual ha adocenado tanto a los periodistas que muchos son incapaces de entender que es posible hacer una información sin que exista un comunicado previo del emisor interesado de turno. No es tanto ya la pereza o el desánimo y desinterés como el simple desconocimiento.”

El neófito ignorante confunde el periodismo con “salir en la tele” o ver su nombre bajo la etiqueta de “reportero”. La indiferencia moral es quizá la única salida que las nuevas generaciones de supuestos periodistas encuentran ante la degradación a la que someten su trabajo muchos directivos y empresarios. Cómo lúcida y amargamente también me explicaba en su ensayo de fin de curso un estudiante de doctorado, tras varios años de práctica laboral en diversos medios, “quienes nos ganamos la vida en los medios de comunicación somos conscientes ante todo de la degradación de las condiciones de trabajo. El periodista vive en un mundo salvaje y antropófago en el que las condiciones laborales caen en picado y las posibilidades de realización personal se difuminan. Se trata de un negocio en el que proliferan, sin opción aparente de mejora a medio plazo, los contratos basura, los sueldos de mínima subsistencia o los horarios de máxima exigencia, sin la compensación siquiera que debería ofrecer una profesión en sí misma maravillosa, evidentemente vocacional, cuando es ejercida en buenas condiciones y conforme a su auténtico espíritu. Pero el valor del conocimiento teórico se difumina, y ya no es difícil ver como éste resulta un criterio cada vez menos sólido para presentar un currículum elegible. Incluso se desconfía de él, como si se temiera que sea anticipo de un carácter menos dócil y más reivindicativo en lo referente a la calidad del trabajo o a las condiciones del mismo.”

Se requiere más que nunca una teoría sobre la profesión de periodista. Si no está clara la identidad del periodismo genuino quienes trabajen en estas tareas serán zarandeados y reconvertidos en lo que sobre la marcha vayan deparando los grupos más poderosos y la trivialidad rampante.

A veces se presenta como alternativa el “periodismo cívico” o el “periodismo de los ciudadanos” confundidos como sinónimos. Cualquier bloguero puede aportar a su comunidad información y comentarios sobre hechos y situaciones de la actualidad desatendidas por los medios convencionales. El periodismo cívico tiene en su concepción original una saludable transformación que aportar: el periodista se convertiría en un dinamizador social. Escucharía demandas y carencias de los ciudadanos y luego se dirigiría a los líderes y las instituciones para reclamar respuestas concretas. Asumiría con radicalidad su papel de intermediario social abandonando su actitud tradicional de transmisor distanciado de las actuaciones y declaraciones de las instituciones y los sujetos más relevantes. Su compromiso por que la gente corriente se implicara en la solución colectiva de los problemas y por que las élites se comprometieran en un debate de cercanía con las comunidades a las que sirven, llevaría a estos periodistas a verse como “ciudadanos a tiempo completo” para hacer fructificar el compromiso cívico a su alrededor, en lugar de ser simples descriptores de la actualidad.

El “periodismo de los ciudadanos” sería un paso más, pero en realidad engañoso. Los medios tradicionales cederían espacio a las fotografías, vídeos y relatos de hechos recolectados por cualquier individuo. También estarían los blogs o bitácoras de escrutadores espontáneos de la actualidad. La difusión de noticias y comentarios se extendería a cuantos quisieran ejercer ese derecho universal de expresión. Lo materializaran sin necesidad depender de una casta privilegiada y a menudo excluyente.

Pero, interesada o inconscientemente muchos oscurecen las diferencias entre esos dos modelos, degradando el primero y apostando por la versión más desnortada y amateurista del segundo: El periodismo hecho por cualquier aficionado dotado de blog y enlace a Twitter no aportará el servicio público de información completa, eficaz y transparente que los ciudadanos necesitamos. Menos aún si su ejercicio se limita a encuestas populares sobre reacciones instantáneas y si el ‘dar la información que la gente pide’, olvida los principios del profesionalismo, ligados a la verificación minuciosa, la claridad y plenitud descriptivas, o la jerarquización de la relevancia según criterios intelectuales y valores democráticos, que obliga en ocasiones a oponerse a la demagogia que adula a las masas. Hay desde luego una aportación necesaria y revitalizante del auténtico “periodismo cívico” que inspiraron hace ya unos veinte años Rosen y Merritt. Pero dicha propuesta exige conjugar la integración de las voces e iniciativas del público con una extenuante dedicación de los periodistas profesionales a la intermediación cívica y el contraste crítico complejos. Y las empresas del trabajo rápido al menor coste no están para muchos experimentos de “deliberación ciudadana periodísticamente tutelada”. Existe el riesgo por ello de que la apelación a la participación de los movimientos ciudadanos en las plataformas mediáticas y la oferta de un diálogo social con presencia de los ciudadanos corrientes se limite a un intercambio caótico de mensajes y comentarios egóticos (¿qué hay de lo mío?), sin que los profesionales del periodismo conciban esos nuevos formatos como un punto de partida hacia la deliberación en perspectiva. En su lugar parecen contentarse con otro trivial y anecdótico infoentretenimiento cerrado en sí mismo, del que “Tengo una pregunta para usted, señor Presidente” y sus estelares indagaciones sobre ¿cuánto cuesta un café? y ¿cuánto gana usted? se convierten en el su lamentable cúspide.

 Más allá de la falacia del “periodismo ciudadano”

En consecuencia, ni los medios periodísticos pueden pretender actuar de manera autista, al margen de las reclamaciones y la vigilancia del público, ni los ciudadanos se ayudarán a sí mismos sustituyendo con la libre circulación de rumores y un coro indiscriminado de opiniones, el meticuloso trabajo de verificación, contraste e investigación sistemática que los viejos profesionales aprendieron a hacer y fijaron en sus propios códigos.

El ‘periodismo cívico’, cuando se reduce a su caricatura, y el irreflexivo ‘periodismo ciudadano’ pueden ser señuelos del peor populismo con el que los medios a la moderna laven su imagen ante unos ciudadanos acomodaticios. Basta ver, por ejemplo, algunas secciones de periódicos electrónicos, que pomposamente se anuncian como de ‘participación ciudadana’ o ‘periodismo ciudadano’. Allí, la tarea del periodista se reduce a colgar ‘comunicados’ y ‘videos’ caseros sobre cualquier nimiedad. Nadie relaciona luego esos contenidos con los del resto del medio, ni se ocupa de ampliar lo que alguna de esas aportaciones tenga de relevante, o de establecer un diálogo entre las informaciones procedentes de las instituciones y las de los movimientos sociales y las personas sencillas.

Los ciudadanos críticos tienen derecho a reclamar a los medios de comunicación un servicio riguroso y exhaustivo de información política, socioeconómica y cultural que no convierta la demanda natural de satisfacción de nuestras curiosidades en un entretenimiento banal, adormecedor de nuestra capacidad de reacción ante los problemas colectivos o las irregularidades institucionales. Y tienen derecho también a esperar que la explicación de la actualidad relevante aportada por los periodistas no se transforme tampoco en un miope sectarismo propagandístico, atado a los diversos grupos ideológicos. A la denuncia de esas desviaciones puede contribuir la vigilancia constante de un nuevo actor colectivo, en proceso de expansión: los llamados observatorios cívicos de medios. Su tarea es vigilar y presionar en favor de una información social más rigurosa y responsable. Su objetivo clave se resumen en la exigencia del más depurado y sólido profesionalismo periodístico. Gracias a la reivindicación que en favor del rigor profesional puedan ejercer estos observatorios, los mejores periodistas podrán sentirse reconfortados y protegidos en un momento en que ni sus empresas, ni sus falsos colegas ni las instituciones públicas parecen preocuparse por cosas que no sean el rendimiento económico o los nuevos usos tecnológicos.

Pero la exigencia externa del profesionalismo periodístico no servirá de mucho si los propios practicantes de esta actividad no ahondan en la reflexión sobre los componentes genuinos de su reivindicable excelencia profesional. La identidad profesional del periodismo es lo que está realmente en crisis. Los periodistas han creído que serían más libres e independientes si renunciaban a enjuiciar su función y los requisitos teórico-normativos de su actividad. Esa ‘gente práctica’ enemiga de las teorías y del constreñimiento de cualquier código ha querido el reconocimiento de distinción de las grandes profesiones, sin atenerse a compromiso alguno: ni del conocimiento teórico, ni de procedimientos sistematizados, sin estándares éticos codificados, ni acatamiento de la supervisión de las organizaciones colegiales ante las malas prácticas… Esas son justamente las garantías de excelencia, frente a los ejercicios de amateurs y espontáneos, que distinguen a las verdaderas profesiones.

Sólo el mayor profesionalismo podrá defender a los periodistas de  imposiciones y devaluaciones. Cuanto más se limiten a la modestia de su ‘oficio’ y el tópico de no obedecer más regla que su instinto, más fácil resultará a propietarios de medios, gabinetes de prensa y poderes públicos, imponerle como ‘práctica correcta’ la que cada instancia de poder, interna o externa, determine a capricho. Porque la debilidad intelectual a la hora de definir qué sea el ‘Buen Periodismo’ se traducirá en mayor desprotección individual de esos meros oficiantes. Las consecuencias de esa extinción no las sufriría sólo un colectivo desterrado hacia áreas más domesticadas de las industrias culturales, como el entretenimiento y las relaciones públicas. Sino que sería la sociedad entera, saturada de mensajes pero incapaz de procesarlos inteligentemente, quien pagaría las consecuencias. En última instancia no es el periodismo de papel sino el papel del periodismo –y de la democracia también-, lo que nos estamos jugando.

Catedrático de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid