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Iñaki Gil. Periodista y autor del libro  Arde París (Círculo de Tiza), en el que analiza las paradojas de Francia, un ensayo  fruto de sus años de corresponsal en París para el diario El Mundo. En la actualidad, colabora como especialista en temas internacionales con El Español y es contertulio del programa Buenos Días en Onda Madrid.


Avance

Un vídeo casero de una ciudadana anónima hasta el 18 de octubre de 2018 originó las protesta de los chalecos amarillos. El particular #seacabó de Jacline Mouraud apuntaba directamente a Macron y la lista de reproches incluía el precio de los carburantes, el endurecimiento de las inspecciones de los vehículos, los radares y las multas… Y no era la única que estaba harta porque casi 300.000 personas se unieron a las protestas de la Francia de las rotondas. Como símbolo adoptó el chaleco amarillo. Todo era atípico en aquella «insurrección» periférica en lo geográfico y en lo social. Sus protagonistas no eran obreros, ni funcionarios, ni estudiantes. Tampoco parados. Eran personas con empleos precarios o eventuales. O pluriempleados. Residentes en periferias urbanas con coches de gama modesta y muchos, muchos kilómetros a la espalda. No eran los que, desde las grandes ciudades, viajan en avión y tren de alta velocidad y se desplazan en su día a día en metro, bici o patinete. Los manifestantes estaban sacando a la luz la nueva división de Francia, que no era ya entre derechas o de izquierdas, sino la de quienes viven preocupados por el fin del mundo (parisinos, burgueses, con conciencia ecológica) o por el fin del mes. Para subrayar la ruptura con la división política tradicional, apoyaron la protesta Marie Le Pen, desde la extrema derecha, y Jean Luc Mélenchon, por la izquierda más radical, unidos en su oposición al candidato del sistema cuando no al sistema en sí.

Enseguida los manifestantes se dieron cuenta de que en Francia lo que funciona es la protesta. Pero, para eso, hay que salir en las noticias. Lo mejor es romper cosas en el centro de las ciudades y, a ser posible, en París. El autor del texto fue testigo en diciembre, en la capital francesa, de «la movilización más violenta desde los acontecimientos de Mayo del 68», según Libération. Los datos lo corroboraban. La protesta se extendió y se desmadró parasitada por grupos radicales con afán de destrucción y rapiña. En marzo de 2019 alcanzó su cenit. Miles de heridos, detenidos, millonarias pérdidas económicas… Con una repercusión mediática inmensa, las protestas callejeras se comieron al movimiento de las rotondas, que falto de acción, fue quedando arrinconado en las coberturas televisivas, cuando era el leitmotiv que daba contexto a la historia.

¿Cuál fue la reacción del gobierno? Al borde del pánico tras los disturbios de las primeras semanas, Macron y su gobierno pasaron a la acción con algunas medidas (aumento del salario mínimo en 100 €) y, sobre todo, con una eficaz y original oferta de diálogo. El llamado Gran Debate fue un road show que llevó a Macron a reuniones en cada una de las trece regiones de la Francia metropolitana. El experimento de democracia participativa sacó a la luz sus mejores cualidades. Con eso y 10.000 millones en medidas paliativas, remontó diez puntos en las encuestas.


Artículo

La cerilla la encendió una ciudadana anónima hasta aquel 18 de octubre de 2018. Ese día Jacline Mouraud, residente en un pueblo bretón de 816 habitantes, Bohal, subió a Facebook un vídeo casero de 4:38 minutos explicando al presidente de la República porqué «estaba hasta las narices de sus estupideces». La lista incluía la subida de los carburantes, el endurecimiento de las inspecciones técnicas de los vehículos, el «bosque de radares» que cosían al conductor a multas y la persecución al diésel. Reprochaba a la clase dirigente haber hecho comprar a «los de abajo» coches diésel «porque contaminaban menos» y ahora presionarles para que los sustituyeran por eléctricos con escasas subvenciones. «¿Qué haces con tanta pasta que nos sacas?», preguntaba a Emmanuel Macron al que recordaba que se desplaza en un coche «que te pagamos». Un desahogo de una mujer que hacía 26.000 km al año y estaba muy enfadada.

El incendio prendió primero en las redes, cinco millones de visualizaciones en tres semanas. Y, un mes después, se extendió por toda Francia. El 17 de noviembre, 282.000 personas, según cifras del Ministerio de Interior, participaron en unas 2.000 concentraciones en aparcamientos de las grandes superficies comerciales, peajes y accesos a centros logísticos. Un movimiento ajeno a los partidos políticos y a los sindicatos. Sin líderes. Que se comunicaba y organizaba sus citas vía Facebook.

Cabreo en la Francia de las rotondas

Todo era inusual en una protesta que empezaba un sábado, «porque entre semana hay que trabajar» como explicaban los manifestantes a los cuatro canales todo noticias de Francia. Las unidades móviles saltaban de un piquete a otro. De una rotonda a otra. La Francia de las rotondas estaba muy cabreada. Y lo iba a hacer saber. Quería protestar y saberse escuchada. Quería, en definitiva, el reconocimiento de «los de arriba». Se identificaba con un chaleco amarillo. No había banderas rojas, sino enseñas nacionales y, de vez en cuando, alguna regional.

Todo era atípico en aquella «insurrección», como decía el vídeo seminal que arrancaba ante mis ojos atónitos de corresponsal en Francia. Todo era periférico, tanto en lo geográfico —la Francia rural, de las pequeñas poblaciones y las ciudades dormitorio— como en lo social pues sus protagonistas no eran ni obreros sindicados, ni funcionarios, ni estudiantes. Tampoco, parados. Eran personas con empleos precarios o eventuales. O pluriempleados. Residentes en periferias urbanas donde no llega el transporte público. De casa al cole, de ahí al trabajo, a la compra, al médico, y a casa de regreso no hay otro remedio que ir en coche. Un utilitario de gama modesta, con muchos kilómetros y pocos extras. Y diésel.

El gobierno, a la chita callando, había subido las tasas a los carburantes. La del gasoil, 6,5 céntimos el litro. Un poco más que la de la gasolina. Porque quería igualar el precio de ambos combustibles. Para empujar a los usuarios a cambiar sus viejos coches diésel por modelos modernos que contaminan menos. La iniciativa, además de aumentar la recaudación, servía a una buena causa, la transición ecológica. Los tecnócratas ilustrados de París, donde ya un tercio de la población no posee vehículo propio, no consideraron necesario dar apenas explicaciones. Sólo eran unos céntimos. Los franceses estaban convencidos de que pagaban el combustible más caro de Europa. No era así (en cinco países de la UE costaba más), ni tampoco había gran diferencia: el litro de gasoil costaba 1,48 € en Francia frente a un promedio de 1,43 € en la UE.

Por otra buena causa, disminuir el número de víctimas de accidentes en la carretera, el gobierno que encabezaba Édouard Philippe había bajado aquel verano el límite de velocidad de 90 a 80 km por hora en las carreteras nacionales. Por las que circula la Francia de las periferias en su coches diésel, carne de multa.

En realidad, ante nuestros ojos, estaban apareciendo las dos Francias, que no son la de derechas y de izquierdas, división obsoleta en el país que inventó la fractura ideológica clásica. Sino la de quienes viven preocupados por el fin del mundo (parisinos, burgueses, con conciencia ecológica) y los preocupados por el fin del mes. Los primeros viajan en avión y en tren de alta velocidad y se desplazan en su día a día en metro, bici o patinete de alquiler. Votan a Macron que arrasó en París (85% en la segunda vuelta de las presidenciales de 2022) y en todas las ciudades grandes y medianas con excepción de tres urbes sureñas (Tolón, Béziers y Perpiñán) feudos de la extrema derecha.

«La Francia AAA (como la deuda mejor calificada) agrupa el centro de las metrópolis y las zonas residenciales y turísticas tanto del litoral como de las estaciones de esquí», explicaba Jérôme Fourquet. Los ciudadanos preocupados por llegar al fin de mes habitan en «la ‘Francia de las sombras’ [que] engloba los antiguos feudos industriales hoy en crisis, las zonas rurales excéntricas, las pequeñas ciudades en declive y sin atractivo turístico, las coronas periurbanas. Es decir, donde no suben los precios inmobiliarios porque nadie sueña con instalarse allí». La Francia AAA vota a Macron. La de las sombras, a Le Pen. Fourquet, además de dirigir el instituto de sondeos IFOP, es analista político y geógrafo. Y autor de El archipiélago francés. Quien mejor ha descrito, a mi juicio, «el nacimiento de una nación múltiple y dividida», como rezaba el subtítulo de su libro que vendió 130.000 ejemplares.

Bajo los adoquines… la rabia

Esta explicación sociológica es esencial para analizar el movimiento de protesta más importante que ha vivido Francia desde el Mayo del 68. Si entonces «bajo los adoquines [estaba] la playa», uno de sus lemas más célebres, ahora aparecía «la rabia», como observé en una pintada junto al Arco de Triunfo. En francés, la plage y la rage sólo se diferencian en el primer sonido consonante. Pero la distancia conceptual es hemisférica.

Los chalecos amarillos no querían saber nada de partidos ni líderes políticos. Pero dos personajes del mundo político se significaron en su apoyo al movimiento. Fueron Marine Le Pen (la primera) y Jean Luc Mélenchon, que tardó un poco en decidirse pero luego se sumó con entusiasmo juvenil, pese a sus casi 70 años, a muchas manifestaciones. Le Pen, por el contrario, no desfiló nunca con los chalecos amarillos, sabedora que la bronca callejera produce alergia a su base electoral acérrima defensora de la ley y el orden.

¿Entonces, los líderes de la extrema derecha y la extrema izquierda coincidían en su apoyo a la protesta? Sí. ¿Raro? En Francia, no. Las encuestas cifraban el apoyo a la causa de los chalecos amarillos entre el 71% y el 84% de la población. Una popularidad rotunda pero no inusual en un país que ve cualquier contestación callejera con simpatía. Aunque se vea perjudicada por las incomodidades: cierre de metros, falta de trenes, calles cortadas. Los sociólogos llaman al fenómeno «huelga por procuración».

¿Me permiten que les explique cómo la consecuencia de esa y otras coincidencias en la lucha social provoca la porosidad entre los extremos del arco electoral francés? En la primera vuelta de las presidenciales de 2022 venció Macron (27,85%), pero los dos candidatos que apoyaron a los chalecos amarillos sumaron casi la mitad del voto: Le Pen (23,15%) y Mélenchon (21,95%). Un sondeo, realizado por IFOP el 10 de abril de 2022, en la hora siguiente al cierre de los colegios electorales de la primera vuelta, demostraba que entre quienes ganaban menos de 1250 € netos al mes, un 31% había votado a Le Pen y un 28% a Mélenchon. El 34% de los parados eligió al candidato de extrema izquierda; el 29, a la de extrema derecha; entre los obreros, Le Pen confirmó su tirón (36%), seguida de Mélenchon (23%). A Macron le respaldaban los votantes de rentas altas, los jubilados así como los titulados superiores y los que trabajan en empleos de mayor cualificación.

Adiós a la división derecha/ izquierda

Eliminado Mélenchon, entre un 13% (según IFOP) y un 17% (Ipsos) de sus votantes escogieron la papeleta de Le Pen en la segunda vuelta. Olvídese de la división derecha/ izquierda. A la lógica clásica del cordón sanitario frente a la extrema derecha se superpone ahora el rechazo al candidato del sistema. Quienes «están satisfechos con su vida» votaron a Macron (69%, según Ipsos), el 79% de los insatisfechos a Le Pen.

Otro geógrafo, Christophe Guilluy, que ha teorizado «el fin de las clases medias», es quien mejor me explicó las causas de este fenómeno político y social: «En estos últimos 30 años, las metrópolis se han vaciado de sus clases populares. Debido al nuevo modelo económico globalizado y a la desindustrialización, las grandes urbes concentran la mayor parte de la creación de empleo, aunque sólo viva en ellas entre el 30% y el 40% de la población. Por primera vez en la Historia, las clases modestas no viven donde se crea empleo. Este choque social y cultural es el origen de todas las contestaciones ocurridas en Francia y en otros países europeos», dijo en una entrevista.

«No hay una secesión de las clases populares [con el sistema] sino una reacción a la secesión social y cultural de las clases populares. Esperan una oferta política que no sea moralmente condenable», decía Guilluy. Y, entre tanto, votan a quien se oponga con mayor contundencia al candidato del sistema.

Esa Francia que no percibe beneficios de la globalización, periférica y que rueda en diésel por las rotondas sin fin de las periferias urbanas, iba a dar rienda suelta a todos sus cabreos en el invierno de 2018. Si el primer fin de semana los chalecos ocuparon los accesos a Disney París, reclamando entrar gratis al parque de atracciones, enseguida se dieron cuenta de que en Francia lo que funciona es la protesta. Pero, para eso, hay que salir en las noticias. Y para ello, lo mejor es romper cosas. En el centro de las ciudades. Y, sobre todo, en París.

Movilización y violencia

El 1 de diciembre fui testigo de «la movilización más violenta desde los acontecimientos de Mayo del 68», según Libération. No era retórica sino datos: aquel sábado de 2018, los antidisturbios dispararon un 25% más de munición que… en todo el año anterior: 9.861 proyectiles de todo tipo además de 3.827 granadas lacrimógenas. Los cañones de los camiones policiales rociaron a los manifestantes con 136.800 litros de agua. No lograron impedir que ardieran 117 vehículos y seis edificios en 249 incendios provocados.

Lo más grave fue el asalto del Arco de Triunfo, a cuyos pies arde, desde hace un centenar de años, la llama eterna que honra al soldado desconocido. Monumento Nacional. Símbolo intocable. Lugar de ceremonias patrióticas. Macron había reunido allí mismo el domingo 11 de noviembre a 84 jefes de Estado o de gobierno en la solemne conmemoración del centenario del Armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial. De Trump a Putin, pasando por Felipe VI de España, Mohamed  V de Marruecos con su heredero a su lado, y la plana de primeros ministros de la UE, incluida la canciller alemana, Angela Merkel. Todos escucharon a Macron clamar contra «los viejos demonios dispuestos a completar su misión de caos y muerte. El nacionalismo es la traición al patriotismo».

Imagínense la cara del presidente francés, tres semanas después, el 2 de diciembre, recién aterrizado de la cumbre del G-20 de Buenos Aires, sin maquillar, visitando ese mismo Arco de Triunfo, inaccesible por el cordón policial pero que yo pude fotografiar minutos antes de su llegada: Sobre las victorias de Napoleón había pintadas como estas: «Cortamos cabezas por menos que esto», «No a la guerra entre los pueblos; No a La Paz entre las clases», decían las más belicosas. «Macron, queremos tu culo», la más irreverente.

La Francia de la Cultura, el Tour, la nouvelle cuisine y la Alta Costura, mostraba su otra cara, tan real como la que pregona el ideal. Francia es un país violento, donde se celebra cada año la Nochevieja incendiando centenares de vehículos. La jornada del 1 de diciembre hubo, sólo en París, 284 policías heridos contra los que se lanzaron «martillos, rodamientos, bolas de petanca, petardos y bengalas» en una «ola de violencia nunca vista», según declaró el prefecto de París, Michel Delpuech.

Hubo también 201 manifestantes heridos en la capital. La violencia afectó a varias metrópolis regionales. Y en Marsella perdió la vida una señora de 80 años, Zineb Redouane, alcanzada en la cara por una granada lacrimógena de la policía mientras cerraba las contraventanas de su casa.

Desde entonces y durante meses, todos los sábados el menú informativo fue similar: manifestaciones, heridos, saqueos de tiendas y destrucciones diversas. No sólo en las ciudades durante las manifestaciones. En los tres primeros meses del conflicto, el 60% de los radares de las carreteras francesas fueron inutilizados (recubiertos con bolsas de basura o chalecos amarillos, quemados o destruidos a golpes de maza). Y eso que la pena por ello puede suponer hasta cinco años de cárcel y 75.000 € de multa.

La protesta de los sábados fue parasitada por grupos de extrema izquierda que añadían demandas espurias como el referéndum de iniciativa popular. E infiltrada por la ultra izquierda de los black bloc, que visten de negro, van encapuchados y con guantes. Aparecen, rompen y desaparecen. El 16 de marzo se alcanzó el sumun de la destrucción. Ese día los Campos Elíseos fueron arrasados. Y saqueados. Conviene saber que las bandas de las periferias, sobre todo de Marsella y París, se suman a cualquier manifestación para romper y robar a saco. La protestas languidecieron por el cansancio y la respuesta, no sólo policial, del ejecutivo.

El balance de la protesta

Según un balance del ministerio del Interior, cerrado al año del comienzo de la protesta, hubo 1.944 heridos entre las fuerzas del orden y 2.495 entre los manifestantes. De estos, 24 perdieron un ojo (por pelotas de goma) y cinco, una mano, según la cuenta que llevó un periodista independiente, David Dufresne.

De los 10.000 detenidos, 5.000 fueron llevados a juicio. Entre las 3.100 condenados, 400 ingresaron en prisión y 600 más, sentenciados a penas de cárcel con ingreso en suspenso. Los destrozos de todo el movimiento supusieron un 0,2% del PIB, esto es 4.500 millones, según el ministro de Finanzas, Bruno Le Maire.

Las protestas callejeras de los sábados gozaron de una repercusión mediática inmensa. El movimiento de las rotondas, falto de acción, fue quedando arrinconado en las coberturas televisivas. Era el leitmotiv que daba contexto a la historia.

Y, sin embargo, en las rotondas perdieron la vida 11 personas. Muertes que no merecieron ni gran cobertura en los medios ni fueron carne de polémica entres los partidos. Fueron accidentes. En su mayor parte, colisiones en las colas de una barricada mal señalizada. En la cuenta, se incluyen al menos dos miembros de piquetes atropellados.

Era la parte sumergida del iceberg de la protesta genuina. Miles de personas, que bajo el frío y la lluvia habían acampado en las rotondas de las zonas periurbanas, recibían vituallas de los vecinos y aliento moral de los sondeos: el 74% de los franceses la encontraba «justificada» en noviembre de 2018 y un 82% pedía la retirada del aumento de la tasa del gasoil (Odoxa).

Macron: palabras y road show

Macron y su gobierno estuvieron al borde del pánico tras los disturbios de las primeras semanas. El ejecutivo titubeó entre afirmaciones de que no recularía ante la violencia, fracasó en un intento de diálogo directo con los chalecos y, finalmente, cedió. Macron apareció en televisión el 10 de diciembre, puso carita de niño bueno, pidió disculpas por su soberbia, aumentó el salario mínimo en 100 € y prometió diálogo. Sólo puso dos límites: no recuperaría el impuesto sobre la fortuna (patrimonio) y no «habría indulgencia con la violencia inadmisible». El marrón de anunciar la retirada definitiva de la subida de tasas al gasoil le correspondió al primer ministro.

La clásica respuesta del poder ejecutivo francés ante cualquier protesta social que amenaza gravemente el orden público, en suma. Con una variante que, a la postre, permitiría a Macron remontar desde la cima del 21% de aprobación de la que ninguno de sus antecesores logró escapar. La originalidad de Macron estuvo en su oferta de diálogo.

El llamado Gran Debate fue un road show que llevó a Macron a reuniones en cada una de las 13 regiones de la Francia metropolitana. En cada ocasión, en un lugar recóndito de la zona, en un escenario con la bandera nacional por toda decoración, Macron con un par de ministros casi siempre silentes, se sometía a las preguntas de un par de centenares de ciudadanos, alcaldes de pueblo, estudiantes, sindicalistas… Tomando notas, a veces en mangas de camisa. Hasta agotar todas las cuestiones y cuitas de los congregados en sesiones de seis horas, con conexiones en directo de los canales de noticias.

El experimento de democracia participativa sacó a la luz las mejores cualidades de Macron: su preparación de empollón y su habilidad dialéctica para ganarse a la audiencia, como el buen estudiante aprobaba con nota sus exámenes orales. Con eso y 10.000 millones en medidas paliativas, remontó 10 puntos en las encuestas. En fin, atrás quedaron algunas de sus promesas electorales, singularmente la supresión de 120.000 puestos en la función pública.

Jacline Mouraud, la ciudadana que lanzó el mensaje en Facebook que inició el movimiento fracasó en su intentó de hacer carrera política. Tuvo que renunciar a ser candidata en las presidenciales, apoyó a Éric Zemmour (extrema derecha, 7% en la primera vuelta donde quedó en cuarta posición) y, tras romper con él, ha publicado un libro que le pone a escurrir. Así que debe de haber vuelto a ganarse la vida animando bailes populares con su acordeón y quitando el vicio de fumar a pacientes sometidos a sesiones de hipnosis.


Foto: publicada originalmente en Flickr por el autor, Olivier, Ortelpa, en la galería Paris, Gilets Jaunes – Acte IX Licencia CC-BY-2.0.

Periodista y escritor. Excorresponsal de El Mundo en París.