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En los comienzos del siglo XX no era tarea fácil establecer el horizonte de un futuro que vendría marcado, a no mucho tardar, por el predominio económico, industrial y político de los Estados Unidos de América. Sin embargo, para cualquier buen observador la joven sociedad norteamericana ya apuntaba en esos años algunas de las claves que, a partir de la segunda mitad del siglo, habrían de convertirla en «el nuevo imperio», la gran potencia indiscutida dentro del panorama internacional.

Esas claves, basadas en el trabajo profesional bien hecho, el espíritu emprendedor, la honradez en los negocios, lealtad a los principios, respeto a las personas y fidelidad a los vínculos familiares, quedan expuestas con claridad en las cartas que un padre, trabajador incansable «hecho a sí mismo», escribe a su hijo, recién llegado a la Universidad de Harvard. Por boca del padre habla la experiencia sin estudios. Sí, al hijo le corresponden los estudios, pero le falta la experiencia.

En las supuestas cartas, John Graham, el afortunado hombre de negocios surgido de la nada, se esfuerza en orientar al joven universitario, tanto sobre el mejor modo de afrontar sus estudios como, una vez graduado, sobre la fórmula adecuada para guiar sus primeros pasos en el terreno profesional.

En la realidad, el verdadero autor de las cartas fue el afamado periodista George Horace Lorimer ( 1 8 6 7 – 1 9 3 7 ) , uno de los grandes maestros del periodismo norteamericano de su época. La supuesta correspondencia del imaginario señor Graham apareció publicada por primera vez en la revista semanal Saturday Evening Post durante los años 1 9 0 2 y 1903. A esas cartas, que pronto gozaron del entusiasmo popular, se les atribuye parte del gran éxito de la revista y el prestigio logrado, a partir de entonces, por Lorimer en el panorama periodístico de su país.

Éxito que se repitió, cuando al agotarse las miles de sucesivas impresiones de las «cartas», reunidas en un volumen publicado por la editorial Small, de Boston, y del cual no existía versión española.

A través de la jugosa correspondencia, el señor Graham expone a su hijo, con meridiana claridad, los criterios a seguir ante las barreras que, con el paso de los años, le cerrarían el camino en la dura lucha con la vida.

Los consejos son muy amplios y detallados, ya que abarcan los distintos ámbitos de la personalidad. A ellos debería ajustar su conducta, si es que aspiraba, como así debería ser, a convertirse, primero en ciudadano responsable y buen padre de familia, y al mismo tiempo, en un profesional honrado, trabajador y solidario. Han pasado los años y al leer hoy la escala de valores humanos y cívicos vigentes hace apenas un siglo, uno tiene la sensación de que el tiempo transcurrido es mucho mayor.

Bajo la inocente fórmula epistolar, la obra esboza en su conjunto una síntesis de los valores sólidamente instalados en la base de la sociedad norteamericana a principios del siglo XX.

Son valores que formaron parte de la cultura occidental y quedaban referidos a virtudes sencillas: sobriedad en el gasto, capacidad de ahorro, seriedad en el trabajo, valor personal, amor a la verdad, fidelidad a los compromisos y a la palabra dada, como normas de conducta que distinguen al hombre honrado del desaprensivo.

Los consejos se proponen sin recurrir a argumentos de autoridad, sino de experiencia. Prevalece el raciocinio sobre la imposición. La prosa reviste una forma suave, aunque irónica y salpicada de anécdotas curiosas, personales, de las cuales se extrae siempre una enseñanza provechosa.

Con frecuencia, el autor de las cartas alude a experiencias de su infancia y juventud o de la vida familiar, así como a episodios derivados de la profesión que demuestran el triunfo de la generosidad sobre el egoísmo, de la rectitud sobre la falta de escrúpulos.

Al examinar el contenido de las cartas y comprobar el tono pedagógico, educativo, que transmite valores referidos al modo de comportarse, puede surgir una pregunta indiscreta: ¿Serían actualmente esas cartas del ciudadano Mr. G r a h a m con el mismo entusiasmo de entonces? ¿Se atrevería hoy en día un padre a proponer al hijo universitario la escala de normas morales a los cuales debería ajustar su conducta?

Es verdad que los tiempos han cambiado. Que ni la sociedad actual ni las costumbres, ni las profesiones son las mismas de un siglo atrás. Pero el ser humano, sus deseos, aspiraciones y sentimientos son los mismos, hayan transcurrido cien, quinientos o mil años.

No estaría de más, a la vista de nuestras comentadas cartas, reflexionar sobre la validez de un concepto de la vida que ofrece, para jóvenes y adultos, una actualidad permanente.