Mi primer debate un poco serio sobre la urgencia, y las modalidades, de una reforma fiscal en España fue, vaya casualidad, en una sesión de la fundación FAES a principios de 1995. Poco después, recuerdo algunas otras discusiones entre colegas de la Universidad Carlos III, donde acababa de incorporarme, y de diferentes orientaciones políticas, que trabajaban al tiempo con Jordi Sevilla sobre otra propuesta de reforma fiscal, bastante interesante y radical, en mi opinión y si no me falla la memoria…, supongo que, por esto mismo, el PSOE decidió guardarla en un cajón.
Transcurridos casi veinte años, seguimos esperando dicha reforma, pero existen razones para creer que, en los próximos meses, algo importante ocurra en este ámbito.
Este hecho de que el sistema político español haya tardado poco menos de veinte años en adoptar una reforma tan urgente e importante, sugiere un interesante tema de un debate aún más básico pendiente de abrir: la «viscosidad» de los sistemas políticos democráticos, esa incapacidad para adoptar cambios razonablemente veloces frente a cambios exógenos en el sistema económico, y los costes sociales que esta «viscosidad» genera (o, mejor dicho, la capacidad de los privilegiados para mantener su statu quo, solo que a costes muy altos para los demás). Dejemos esto para otra buena ocasión, esperando que el informe de la comisión de expertos nombrada por el gobierno consiga impulsar esa ansiada reforma fiscal, y a la vigésima ocasión, vaya la vencida.
Al igual que los anteriores, el gobierno actual afronta el problema de un sistema fiscal inadecuado e ineficiente y, después de seis años de déficits elevados que continuarán en el futuro próximo, aborda la urgente necesidad de cerrar el déficit presupuestario e impulsar, a un mismo tiempo, el crecimiento. Los acontecimientos de los últimos años confirman que son casi siempre las presiones externas las que determinan las acciones de política económica, lo cual es una gran lástima. Hasta la fecha ha faltado un plan, y seguimos a la espera de que nuestro Ejecutivo ponga uno encima de la mesa.
Espero contribuir en algo, desde el lado de la fiscalidad, al plan general de reforma económica que, después de una década, España todavía necesita.
Sin duda alguna, este gobierno ha acertado en el hecho de que la austeridad, al bajar el coste de financiación y liberar recursos que hasta ahora se utilizaron de manera poco productiva, crea las condiciones necesarias para el crecimiento. Pero también este mismo gobierno se ha equivocado al aplicarlo hasta ahora sin una hoja de ruta global diseñada, que remueva los obstáculos estructurales al crecimiento, muchos de los cuales anidan en los detalles de la política de gasto y, sobre todo, en la estructura microeconómica de la fiscalidad.
El problema de las finanzas públicas tiene tres facetas: la del déficit, la de la composición de los gastos y la de la estructura de los recursos fiscales. En este pequeño ensayo para Nueva Revista tengo espacio para hacer solamente algunas observaciones sobre el primero y el tercer aspecto de nuestra cuestión, dejando el segundo al margen pero cuya relevancia nunca cabe olvidar.
DÉFICIT PÚBLICO
España sigue con un déficit corriente de alrededor del 7% del PIB y, según todas la estimaciones disponibles, con un déficit estructural —a saber: que existirá, rebussic stantibus, aun después que la economía española vuelva a tasas de crecimiento cercanas al 2%— del, más o menos, 4-4,5%. Una situación que resulta simplemente insoportable en el medio plazo. La implicación de este hecho contable es bastante sencilla: o bien cortamos los gastos, o bien subimos la presión fiscal en cerca de cinco puntos de PIB. Tertium non datur, porque no se contemplan tasas de crecimiento del PIB cercanas al 5 o 6% alcanzables en pocos años. El sentido común, además del análisis económico, sugiere que, en este momento, el único sendero razonable de reequilibrio presupuestario sea una mezcla de recortes y subidas de la presión fiscal. Por triste que sea, esta es la realidad de los hechos ya que, después de los recortes adoptados en los últimos dos años no queda espacio para reducir el gasto público otros seis puntos de PIB. La aritmética tiene fuertes razones contra las cuales nuestra buena voluntad no puede competir.
Nuestro gasto público está bastante por debajo de la media UE; el envejecimiento de la población (pensiones, sanidad y dependencia) no se puede parar por decreto ley y el servicio de la deuda pública no podrá hacer otra cosa que aumentar. Este último argumento es, probablemente, la razón principal para cortar ya nuestro déficit estructural: los tipos de interés no van a seguir tan bajos por otra década más. Si los tipos de interés vuelven a subir, España podría enfrentarse a dramáticos problemas financieros una vez más, y podría ser una vez más de lo consentido.
¿Cómo hemos llegado a esta situación en las finanzas públicas? Desde el inicio de la crisis en España, el gasto público ha aumentado 4,4 puntos del PIB (hasta situarse alrededor del 45% en el 2012), mientras que los ingresos han caído 4 puntos de PIB (hasta situarse en el 37% en el mismo año). Estos números resultarán algo mejores en el 2013, pero la sustancia del argumento no va a ser alterada cuando los datos finales se hagan públicos. La subida del porcentaje de gasto público tiene cuatro explicaciones: que cayó el PIB, que el gasto público tiende a crecer automáticamente si no se hacen recortes, que el actual diseño de nuestro Estado del bienestar implica unos estabilizado-res automáticos (como las prestaciones por desempleo) que aumentan dramáticamente en una recesión y que, finalmente, desde el segundo trimestre de 2008 hasta el tercer de 2011 el empleo público total creció en casi 350.000 unidades (+13%, aproximativamente). Por el contrario, una caída de los ingresos de 6 puntos de PIB entre 2007 y 2009, más allá de la crisis, solo puede explicarse por un sistema impositivo mal diseñado donde una parte importante de los ingresos venían de la burbuja inmobiliaria. Los cambios adoptados por este gobierno han hecho subir los ingresos en 2 puntos de PIB, posiblemente algo más en el 2013, pero esta es, a día de hoy, la situación. Estos hechos básicos deberían ser suficientes para entender que todavía queda mucho por hacer. Pero, ¿qué queda por hacer?
Desde hace cinco años y en medio de una gravísima recesión, tenemos que decidir qué país queremos ser. No podemos tener los ingresos sobre PIB más bajos de Europa (solo Lituania, Eslovaquia, Bulgaria e Irlanda recaudan menos que España) y aspirar a tener un Estado del bienestar entre los más generosos. Los impuestos de EE UU y los gastos públicos de Alemania no son compatibles. Por lo tanto, si no queremos renunciar a ciertos gastos hay que subir los ingresos. Y, al mismo tiempo, si no queremos dañar el crecimiento no nos podemos permitir ni una gran subida de impuestos en un corto periodo de tiempo, ni mantener la estructura impositiva actual. En resumen, debemos cambiar desde la raíz la estructura y los procedimientos de gasto público y reformar la fiscalidad. Dicho sea una segunda vez: yo creo posible recortar el gasto público español en, por lo menos, otros dos puntos de PIB adoptando medidas muy razonables que no dañarían, al contrario reforzarían, el Estado del bienestar. Pero este artículo, desde aquí en adelante, se concentrará sobre los ingresos que, también, deberían subir de unos cuatro puntos de PIB en los próximos años, pero, y esto es lo verdaderamente importante, cambiando radicalmente su composición.
¿De dónde viene la caída de los ingresos? Gracias a que se subió en 2010 y otra vez al final de 2012, la recaudación por IVA solo ha caído desde el inicio de la crisis en 2007 0,5 puntos de PIB (en los datos de 2012) y, probablemente, ha subido algo menos de medio punto en el 2013 respecto al 2007. La subida del IVA ha sostenido la caída de los ingresos que este impuesto genera. No obstante, seguimos siendo, y ello es significativo en el país de la UE que menos (mucho menos) recauda por medio del IVA. Los ingresos del impuesto de sociedades han caído cerca de 3 puntos desde 2007 y esto a pesar de tener un impuesto que, en porcentaje, es entre los más altos de la UE: un tipo del 30%, solamente Portugal, Italia, Malta, Bélgica y Francia tienen un impuesto de sociedades superior al nuestro. La recaudación a través de los impuestos especiales (de hidrocarburos, automóvil, el alcohol y taba-co) se ha mantenido en el 2,2% del PIB, ligeramente por debajo de la media de la UE. El resto se explica con impuestos específicos de las comunidades autónomas, como el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales, que antes de la crisis generaban ingresos sustanciales. Con la sola excepción del IVA, una parte importante de estos ingresos, incluso el de sociedades, no volverán aunque se recupere la economía, pues estaban ligados a la burbuja inmobiliaria.
Es importante mencionar aquí que una parte importante de nuestra crisis fiscal es debida al hecho de que todos los gobiernos y, en particular, los de Zapatero, han tratado los ingresos generados por estos impuestos, dependientes de la burbuja inmobiliaria, como «permanentes», mientras que su alto nivel de recaudación se debía a una particular situación coyuntural que no podía, ni debía, durar. Al frente de estos recursos «excepcionales» se introdujeron gastos permanentes, que los gobiernos no han sido capaces de recortar, después de que la explosión de la burbuja inmobiliaria hizo caer repentinamente estos ingresos.
RECURSOS FISCALES
En cualquier caso, sin cambiar la estructura de la imposición, resultará muy difícil recaudar lo que necesitamos recaudar. Pero esto es casi un aspecto secundario; el defecto principal de nuestro sistema fiscal es que su diseño daña al crecimiento económico.
¿Cuáles criterios debería satisfacer una reforma del sistema fiscal que pueda favorecer el crecimiento económico sin reducir, sino posiblemente con un aumento, la equidad social? Muy brevemente, y considerando el sistema fiscal en su conjunto, creo que los criterios más adecuados son:
1) Neutralidad. Tratar de manera similar, a efectos fiscales, actividades similares salvo que se quiera corregir una externalidad negativa (o positiva) que una actividad económica específica genere.
2) Progresividad. Obtenerla en el conjunto del sistema y no buscarla en cada impuesto por separado. De hecho, la progresividad no tiene ningún sentido en la imposición indirecta y tiene, como veremos más adelante, efectos altamente dañinos para el crecimiento económico en la renta de las personas físicas.
3) Simple y transparente. Libre de complejidades innecesarias que fomentan la evasión fiscal, favorecen la actividad de los lobbies y generan incentivos para actividades económicas marginales y poco productivas en muchos casos.
4) Estabilidad. Para ayudar a la seguridad jurídica y no entorpecer la inversión ni la creación de riqueza.
5) Equidad horizontal. Dar un trato similar a los que se encuentran en una situación económica similar.
¿Cuáles son, en el caso específico español, las implicaciones concretas que estos criterios abstractos tienen para nuestro sistema fiscal en este momento? Sumariamente, examinamos estas implicaciones para cada una de las distintas fuentes de ingresos fiscales.
Tenemos unos impuestos sobre la renta y sociedades que, a pesar de utilizar unos tipos marginales muy elevados, no recaudan mucho en términos de PIB. Esto es debido a la evasión, por un lado, y a la maraña de deducciones y exenciones fiscales que han sido introducidas recurrente-mente por nuestros dirigentes nacionales y regionales como respuesta a las presiones de los distintos lobbies. El tipo efectivo del IRPF ronda el 16% y el de sociedades el 19%, mientras que los marginales sobre los trabajadores y las empresas más productivas llegan al 56% y al 30%. Es el peor de los mundos posibles.
En términos de recaudación, en IRPF nos situamos en casi 2 puntos de PIB, por debajo de la media de la UE. En Sociedades, a pesar de la gran bajada tras el pinchazo inmobiliario, nos situamos a 0,5 puntos de PIB y por debajo de la media de la UE, siendo nuestra recaudación inferior a la de Irlanda, que tiene un tipo general del 12,5%.
La progresividad excesiva del IRPF hace más costosa la contratación de trabajadores cualificados, que son cruciales para mejorar la competitividad y la creación de empleo de nuestra economía. Este aspecto es fundamental para el crecimiento que viene, siempre, desde la capacidad de un sistema económico de crear empleo altamente productivo. Lo mismo cabe señalar para las empresas, especialmente las extranjeras: necesitamos tanta inversión directa extranjera como sea posible.
Para entender de dónde surge el empleo estable y cómo se generan los sueldos altos, es importante saber que la planta de producción o el centro de dirección necesitan del ingeniero altamente cualificado o del buen ejecutivo porque, sin ellos, los cincuenta o cien o hasta mil trabajadores genéricos a su cargo se quedarán en el paro o con trabajos mucho menos productivos en la mejor de las circunstancias y, entonces, con sueldos que serán mucho menores. Para atraer las inversiones extranjeras de alta productividad, resulta muy necesario que España se vuelva atractiva para aquellos trabajadores altamente cualificados y para aquellas empresas que los emplean. Esta es la razón fundamental por la cual hace falta reformar el IRPF y el Impuesto de Sociedades: eliminar las deducciones y reducir la progresividad, reduciendo tipos o, mejor, transferirla a las rentas verdaderamente altas y de origen patrimonial, mediante la introducción de un nuevo impuesto sobre la riqueza; en lugar de penalizar la renta empresarial, crear incentivos para que esas empresas altamente productivas —a saber, rentables— inviertan en España.
La reforma aquí es obvia: aumentar las bases impositivas eliminando todas las deducciones y los beneficios fiscales, y bajando los tipos marginales hasta situarlos, al menos, en la media europea. El IRPF devuelve vía deducciones el 37% de lo recaudado y el impuesto de sociedades devuelve el 15%. El sistema es muy distorsionante, primero carga los agentes (empresas y trabajadores) con tipos muy altos en relación a la media, pero luego les devuelve parte de lo recaudado vía beneficios fiscales. Es perfectamente agible suprimir todas las deducciones y situar los tipos en la media europea, sin perder recaudación. Así, el marginal máximo del IRPF no debería superar el 40%, y el tipo impositivo de sociedades no debería ser más alto del 25%.
Por otro lado, tenemos una imposición indirecta baja en relación a otros países. Por lo tanto, es lógico que este gobierno decidiera subir el IVA, como hizo el anterior.
Muchos economistas coincidían en pedir una subida del IVA, desde hace algún tiempo y desde perspectivas muy distintas. El problema aquí es que nos centramos en el IVA general, pero en realidad solo al 42% de la cesta de consumo se le aplica este tipo. Esto no ocurre en otros países: en Alemania, el 82% de la cesta va al IVA general, en Francia el 71% y en Italia el 58%. Esta distribución de bienes en tres categorías (al IVA reducido va el 49% de la cesta y al super-reducido el 9%) responde también a concesiones de los políticos a los lobbies mejor organizados. Así, por ejemplo, la eliminación del tipo reducido y super-reducido aumentaría la recaudación en unos 20.000 millones (2% PIB).
Si el objetivo es que las familias con menos recursos puedan adquirir los bienes de primera necesidad más baratos, hay más sentido en apoyarlas directamente por la parte del gasto, con específicas ayudas públicas, que no en hacerlo indirectamente introduciendo un IVA reducido sobre dichos productos, donde se benefician no solo ellas sino todas las familias, incluidas las más pudientes. Un tipo único del IVA, además de eliminar distorsiones, permitiría reducir el impuesto medio aumentado la recaudación.
La neutralidad del IVA propuesto debe usar los impuestos especiales para reducir las externalidades, negativas o positivas, que pudieran existir. Si el tabaco o el alcohol son nocivos para la salud y ocasionan un mayor gasto sanitario, debemos introducir un impuesto especial en ambos bienes. Lo mismo respecto a la gasolina, que si la contaminación provocada por su consumo deviene dañina, debemos gravarla más. En todos estos impuestos estamos por debajo de la media, por tanto, se dispone de margen para aumentarlos. Si nos centramos por impuesto, vemos claramente que hay margen para subir hasta la media europea los impuestos sobre los carburantes y sobre el alcohol. Esto podría suponer unos 0,5 puntos de PIB. Se podría ir más lejos en esta dirección pero no querría exagerar demasiado… una sola idea, probablemente controvertida: si la prostitución es abundante y aceptada públicamente en España, ¿por qué no podemos dar un paso más legalizándola, y empezando a recaudar impuestos sobre la renta e IVA de esta actividad? Bueno, me callo, pero creo que el principio resulta bastante claro.
Las cotizaciones a la seguridad social se encuentran ligeramente por debajo de la media de la UE. La reforma de 2011 y, especialmente, la de 2013 garantizan la sostenibilidad futura imponiendo, siempre que los gastos sean superiores a los ingresos, una política de congelación de las pensiones. El gobierno ha anunciado también una reducción de cotizaciones a cambio de la subida del IVA. Es la llamada «devaluación fiscal», que persigue mejorar la competitividad de la economía, bajando coste laboral vía cotizaciones y subiendo el IVA que no pagan los productos exportados. Aquí surgen dos dudas. ¿Este cambio implica que se va a bajar la generosidad de las pensiones futuras, o qué se va a generar déficit en el futuro? ¿O, simplemente, es que la caja de las pensiones sustituye un ingreso por otro, rompiendo con el principio de autofinanciación? Todo esto no resulta claro y la razón es sencilla: la demografía hace que un sistema contributivo, como es el nuestro, ya no sea sostenible y no parece creíble que la congelación de las pensiones se vaya a mantener para siempre. Necesitamos, entonces, una reforma radical hacia un sistema público de pensiones de contribución definida que tenga en cuenta la totalidad de las cotizaciones, y se ajuste de acuerdo a la esperanza de vida y otras variables demográficas relevantes, tal como hicieron en Suecia hace cerca de veinte años.
Por último, un tercer punto consiste en reformar la estructura del Estado y avanzar en los principios del federalismo fiscal. No puede continuar que las CCAA tengan capacidad de gasto pero no de ingresos. Para que los incentivos sean correctos se impone la corresponsabilidad fiscal. Actualmente, las CCAA apenas si disponen de impuestos propios, el principal es, precisamente, uno de los más distorsionantes para el crecimiento: el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales. Este impuesto es muy ineficiente, pues hace muy costosa la reasignación de factores entre las empresas, frenando que las más eficientes puedan crecer absorbiendo a las menos eficientes. La reforma de la fiscalidad autonómica supone la oportunidad de eliminarlo junto al otro, el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados, que sufre del mismo defecto, sustituidos por impuestos sobre el patrimonio inmobiliario.
Está bien el debate generado a raíz de la publicación de las balanzas fiscales, toda información o transparencia en esta dimensión es útil, pero este no es el quid de la cuestión. La cuestión aquí es que tenemos una ley de financiación autonómica ineficiente hasta el absurdo, por qué no decirlo. No se si ello calmará las tensiones desde Cataluña, pero, en todo caso urge reformar el sistema de financiación, avanzando, por el bien del país, en los principios clásicos del federalismo fiscal.
Ahora estas reformas son posibles y cada día se hacen más necesarias. En realidad, forman parte de la hoja de ruta económica que el país aguarda para salir de la crisis que todavía lo envuelve. �