Juan Claudio de Ramón

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Compasión y misantropía. Un apunte sobre el liberalismo

Nos preguntamos qué significa ser liberal en nuestro siglo. El autor reflexiona sobre el significado irreductible del liberalismo que le sigue pareciendo el mismo hoy que en los siglos XVII y XVIII.

Europa y sus fronteras

La palabra frontera viene de la voz latina frons, de la que también deriva frente: el lugar donde se traba la batalla. Quizá de ahí proceda la tendencia a identificar frontera con frente, el término de la jurisdicción de nuestro Estado con el lugar donde termina la seguridad y la guerra se desata. “¡No puedo esperar a mañana a ver a los ingleses en la frontera!” exclama ardiente Juana de Arco en el Misterio del Sitio de Orleans. Si bien a veces no es ya enemigo conocido, sino el puro horror por conocer lo que aguarda y acecha: hic sunt dracones –aquí hay dragones– es el lema que designaba en los mapas antiguos las regiones inexploradas más allá de las vías balizadas. Hoy en el mundo no queda un palmo de tierra sin cartografiar, pero siguen existiendo dragones dispuestos a agredirnos. Hemos aprendido con dolor que están lejos de ser animales mitológicos: pueden matar y matarnos. Europa, en consecuencia, vuelve angustiada la mirada a sus fronteras. Pero que la amenaza sea real y no imaginaria no significa que no podamos situarla en el lugar erróneo. O distorsionarla. Menudea un tipo de análisis tremendista que anuncia –a veces se diría de manera satisfecha– que nuestra civilización está a pique de fenecer. Es el síndrome de las invasiones bárbaras: se acerca un nuevo 476 con el Islam en el papel de Odoacro, el caudillo germano que depuso al último emperador romano de Occidente. Todo por no haber defendido con eficacia nuestro limes, que debe ser poblado de nuevo y urgentemente con resueltos y fornidos centuriones. Y ni siquiera es claro que tengamos aún alguna baza que jugar y la suerte no esté echada: con la anuencia de emperadores tarados, centinelas de brazos caídos, han franqueado ya el paso a un contingente tal de bárbaros como para haber emasculado, corrompido y extirpado el carácter y valores que eran nuestro baluarte. Se dirá que incurro en parodia, pero no han faltado insignes historiadores que tras la segunda matanza de París el año pasado se han aprestado a informarnos de "parecidos extraordinarios"entre la caída del Imperio Romano y la actual coyuntura europea. El oportunismo de esta comparación causa sonrojo. Para empezar, no diría que nuestras centurias lo estén haciendo tan mal: la gran mayoría de atentados planeados por yihadistas han sido frustrados. Pero es que además, las fronteras romanas no eran como esa pared altísima, negra y hermética que ha popularizado una fantasiosa serie de televisión. En la muralla de Adriano, en la que se inspira, y que marcaba el límite septentrional del Imperio, los arqueólogos han hallado múltiples garitas y pasos. La situación no era distinta a lo largo del Rin y del Danubio. Toda frontera es, sin duda, un dispositivo defensivo, pero al mismo tiempo un instrumento para regular el tráfico, no para obturarlo. Por lo demás, a los lectores de Gibbon que creen estar presenciando la decadencia y caída de su modo de vida se les debería recordar que el Imperio Romano fue, a...