Tiempo de lectura: 18 min.

No lo sé, pero creo que algo va mal en la crítica de arte actual. Uno, claro está, puede buscarse muchos motivos para algo que está tan al alcance de cualquiera como «criticar al crítico». Eliminado el afán de perfilarse, uno de ellos, aunque no el más importante, es que puede que la crítica haya sido -y siga siendo- la gran culpable de que apenas haya otro tema que ofrezca más flanco al contradictor, mejor piedra para afilar los cuchillos del polemista y abono de la mejor calidad al sarcasmo de cualquiera que el arte contemporáneo.
¡El arte contemporáneo! Todo el que quiera lamentarse por él puede hacerlo, y dispone para ello de una larga tradición de registros: bajo el lema belicoso del But-is-it-art?, van desde la burla directa a la ironía más fina, desde la amarga decepción por la (mala) suerte del arte en nuestros días hasta su enérgica ridiculización, desde el dicterio simple al nice derangement.

Solo que nada de eso sirve de mucho. Quiero decir, si uno tiene deseos de comprender lo que está curtiendo, culturalmente hablando: nadie se convierte en un psiquiatra simplemente llamando locos a sus vecinos. La ridiculización del arte contemporáneo es tan fácil que los que la ejercen han olvidado que hay algo que pondría en aprietos mucho mayores al objeto de sus «críticas»: intentar comprenderlo y, sobre todo, explicarlo.

La idea de que algo no va bien en la crítica de arte puede presentarse primero como una leve sospecha. Después vienen: las dudas, la necesidad de probar aquella y de refutar éstas, el peregrinaje a través de kilómetros de papel impreso, como Diógenes con la lámpara y el tonel (Diógenes: probablemente el inventor y el primero en hacer happenings), buscando, sencillamente, a alguien de quien se pueda decir que «ejerce la crítica» de arte. Se los acaba encontrando, claro. Y, por contraste, también se encuentra, pobladísima, la galería de malos críticos. (Quizá algún improbable lector espere nombres. Es una tentación, pero me temo que dos razones la impedirán. Una: sería incurrir exactamente en el mismo defecto que es censurable en algunos críticos, el de llamar la atención sobre lo que no es más que «falsedad creativa». La otra es que este artículo ha de ser forzosamente breve, y los falsos críticos son legión).

De lo que se trata en estas líneas es de mostrar lo dicho, y sugerir que la franca mala salud que parece advertirse actualmente en la mayor parte de las críticas -una mixtura de inflación y de hipertrofia quizá sea un síntoma de la mala salud de algo mayor: la de la crítica toto genere. Porque la cuestión se empieza a poner interesante si uno no la piensa aislada. Si uno se para a pensar que desde el siglo XVII apenas ha habido otra palabra que se haya paseado más exitosamente por todos los idiomas y mentalidades del Occidente culto y que tenga tanto que ver con los radicales de nuestra cultura, que ésa -crítica-. Así que…¿es la sugerencia verosímil o exagerada? Tres siglos, y ahora nos va a venir Vd. (además… ¿quién es Vd.?) con que la crítica en general, la crítica de arte en especial -y la crítica de arte contemporáneo muy en particular- apenas si son ejercidas, o con que su estado es… «crítico». (Conozco a alguien que estuvo varios años escribiendo un libro sobre la situación de la filosofía después de la modernidad. Naturalmente nunca lo acabó, porque uno siempre está en la modernidad, pero una vez me resumió lo que quería haber dicho en él: «desengáñate. Actualmente ya no hay crítica. Lo único que nos queda es el control de calidad»).

Sobre esto volveremos al final. La dificultad ahora es que hacer la parodia del mal crítico de arte resulta extrañamente difícil: sus propios textos ya son inintencionadamente paródicos, de modo que apenas si soportan la tensión. Pero, en la estela de algunos (por ejemplo, un artículo excepcional de José Luis Brea, «1990’s: diccionario de las ideas recibidas», en Zehar. Boletín de Arteleku, Diputación Foral de Gupúzcoa, nº 20, 1993, págs. 17-19), se ensaya a continuación una tipo logia de malos críticos, no exhaustiva pero tampoco irreal ni excesivamente caricaturesca, según creo. Es que la crítica es hoy tan terrible, autónoma, inconsciente y unilateralmente seria… Aristóteles alude en algún pasaje de la Retórica al recurso de ridiculizar lo serio y ponerse serio ante lo ridículo. Mijail Bajtín lo dice mejor, cuando habla del que se ríe en los entierros y llora en los burdeles… por otra parte, quien tenga familiaridad con textos de la crítica -y no comparta las pulgas de los perros junto a los que se ha echado- reconocerá que la exageración se usa aquí, como recomendaba Nietzsche, solo para llamar la atención sobre lo que realmente importa.

Consejos para un mal crítico

Sus posibilidades son infinitas. Por ejemplo, un primer tipo de crítico muy común es el crí(p)tico. Le pertenecen textos como éste: «la sensibilidad asfáltica de la autora, implementada por el salvajismo monocromo, destruye, a la vez que configura, la ausencia de un olvido; ¿cual? El de la presencia inalterable del espíritu».

Había dicho Ramón Gómez de la Serna que «el mal crítico es un señor que tiene la facultad de leer los libros al revés». Considere esto un desliz del bueno de Ramón y lea Vd. (las obras de arte también se leen) a su estilo, a su personalísimo estilo. Búsquese cuanto antes una jerga. Después llámela «estilo». Recuerde que una jerga lo es todo: sus amigos se la perdonarán; sus enemigos no le contradirán, porque no podrán entenderle (por supuesto, tampoco los artistas). Envíe de vacaciones al lenguaje ordinario y al científico: no le será dificil, porque se llevan bien y no están lejos uno del otro. Sobre todo, no crea la absurda tesis según la cual el lenguaje es vehículo de comunicación. No es vehículo de nada: Vd. a lo suyo. Apueste siempre por la dificultad. Hable mucho de «lo simbólico», «lo sacro», «lo numinoso», «lo mistérico», «lo inexpresable», «lo incomunicable». Hágalo con genitivos. Por ejemplo, «lo indecible de…» y a continuación coloque el nombre del artista: todo el mundo creerá que se ha esforzado Vd. por decir lo indecible y nadie se extrañará de que no lo haya conseguido. También deberá Vd. huir como de la peste de esa otra tesis según la cual no hablamos porque pensamos, sino que pensamos porque hablamos. En definitiva, el lenguaje es su aliado: abuse de él. No renuncie a la tentación de no decir nada con abundancia de palabras. Agote el tema, pero sobre todo deje agotado al lector. Viole Vd. la sintaxis. Haga que, junto a su «escritura», Ezra Pound nos recuerde a Azorín. Una frase corta es una debilidad: sea fuerte, hijo mío.

El crí(p)tico conoce subgéneros, como el del lírico. «La Critique, c’est moi»: ése es su principio, si Vd. es un lírico. Pues la crítica es algo… tan personal, y el gusto es algo tan exquisitamente individual… .. Si Vd. es un lírico, deberá hablar siempre en primera persona: «a mí éste artista me sugiere…»; la idea es que sentimiento y razón …¡están tan deliciosamente mezclados!; y que su gusto, sus emociones y sus experiencias estéticas son tan exquisitas: trasládelas al papel y deje que el resto las paladee. No enjuicie: sugiera. No tome partido: adjetve. Su fórmula mágica, amigo mío, será el permanente je ne sais quoi.Y la palabra «interesante»: dividirá Vd. el arte en «interesante» y «no interesante». Para llegar a ser un crítico así lo mejor es alimentarse de evanescentes multiplicadores epigonales del romanticismo: se han mostrado como eficaces devastadores de cualquier tipo de rigor.

Otra variante es el oracular. Resulta de la simple combinación de lírico y crí(p)tico, añadiéndole la expresión «Nuevos-Caminos-EnLa…» y a continuación, lo que se desee: «… en la pintura», «… en la escultura», «… en la fotografía». En el fondo, se trata de sustituir lo «inexpresable» por «el futuro», que es igualmente desconocido. La categoría esencial de su crítica, recuerde, es la expresada por el dictum«el progreso en las artes». Adelante, atrás. Adelante es bueno; atrás, malo. Olvídese de matices tales como la tradición de lo nuevo, la revaloración de lo viejo… sea Vd. radical, como corresponde a un profeta.

El crítico (in)moralista es una especie muy abundante. En el fondo es un moralista, así que si quiere incorporarlo deberá Vd. conseguir que la conciencia «social» y «moral» invada el resto de las áreas no especializadas de su cerebro. Deberá Vd. creer firmemente que el arte no es más que un reflejo de profundas contradicciones sociales y éticas. Si se decide por lo social, lea Women Studies y Cross-cultural Studies. Se prohibirá Vd. enérgicamente hablar de arte; hablará de «problemática». Pensará Vd. que una columna de crítica de arte es el sitio más adecuado para tomar partido por los más desfavorecidos, que la crítica nunca ha sido otra cosa que la piel del resentimiento o la voz de los oprimidos. Use expresiones como «mestizaje», «etnocentrismo», «el Otro» y »falologocentrismo». Usará la palabra «contexto» siempre fuera de contexto. Frecuente exposiciones tipo Art Africa, y artistas de ex-colonias o zonas deprimidas a los que Vd. llamará «marginados». Hable de arte marginado, arte paria, artista maldito, artista alienado. No crea a la gente vulgar que dice que no hay algo así como una literatura de la alienación, o que un paria que sale en la TV o en un periódico deja automáticamente de ser un paria, o que una expos ción en la que un artista critica al status quo con publicidad institucional y la subvención de un banco es una contradictio in adiecto. Tenga Vd. nostalgia de la relación tan natural que hay entre el arte, la vida y la naturaleza en Oriente y los países no industrializados. No se pare a Vd. a reflexionar que arte, vida y naturaleza significan cosas totalmente distintas en Oriente y Occidente: ignore en la práctica de su reflexión y en la composición de sus críticas el etnocentrismo del que se queja Vd. en la teoría (por ejemplo, que conoce Vd. a «el Otro» porque existen la imprenta, las agencias de viaje o la TV).

Si se decide por la crítica directamente moral, sea duro: no crea a quienes dicen que el moralismo, en un crítico de arte, es equivalente al Weltschmerz durante un party lujoso. Incordie: considere que el arte no es más que una ocasión de arremeter contra la moral. ¿Que qué es la moral? Eso no importa: siempre es algo establecido y burgués. Esto dígalo en inglés o en francés (establishment…, épater…, pour encorager…). Conceda valor «artístico» a poses y gestos que no lo tienen por sí mismas (como estar enfermo, suicidarse, disparar contra alguien, cortarse una oreja o abandonar a la familia e irse a las Islas Marquesas). Como inmoralista, en el fondo será Vd. un moralista, de modo que tendrá preferencia por exposiciones polémicas, a las que acudirá con su Kit de transgredir (incluya en él citas valientes de usos múltiples, como por ejemplo: «Dios es una antigüedad judía» , «la verdad es una alucinación de las playas griegas del siglo 1v», «el arte es la experiencia de la maternidad en los varones» o «la vida no es más que una enfermedad mortal de transmisión sexual»). Exposiciones del tipo Ars Erótica, «La Tortura en el siglo xm», «Cuerpo y deseo», en fin, todo lo que encuentre en la frontera difusa entre el arte (cuyo lenguaje es indirecto) y la pornografía o la mera reproducción de la violencia (cuyos lenguajes son directos). Vd. insistirá siempre en negar cualquier frontera, en nombre de la libertad. Vd. olvidará que un artista es un tipo bastante normal, y que ningún artista necesita más defensas morales que cualquier ciudadano. Vd. será algo así como la celosa hermana mayor del artista maldito, asocial y transgresor. Créame: resulta más cómodo. Es importante, para adecuarse a este perfil, leer a Nietzsche. Es más importante no entenderle. Si se decide por hacer crítica en estos términos, se podrá decir de Vd. que es una buena persona. Nada menos. Pero tampoco nada más.

Además, está el crítico a la última o demier cri(tico). Si le gusta, use Vd. palabras como «espacio alternativo», «obra», «escritura», «optimizar», «visualizar», «muestra  esponsorizada por», «implementar la creatividad», «chequear las corrientes», «anexar»…. Su divisa será ese verso genial de Nicanor Parra: » Yo soy quien se expresa mal I expresa en vistas a qué».
Parecido, aunque no exactamente igual, es el postmoderno o de/construccionista. Para entrar en el clan, deberá Vd. formarse toda una sensibilidad leyendo a algún vocero de autores postestructuralistas franceses que a su vez no haya entendido nada de autores postestructuralistas franceses. Es fundamental, si se decide Vd. por este modelo, usar el francés y multitud de signos (¿?!¡( )/*+), y citar además a Artaud y Caillois (citar: no leer). También, sustituir el Mot juste por un enjambre de Mots injustes y molestos como moscas. Agítelas: siempre que sea posible, diga una cosa y, a continuación, su contraria. Profese Vd. como parte de su credo que no hay jerarquías de metáforas. Creáme, Anything goes: cualquiera de sus creaciones (como «sensibilidad asfáltica») es igual de valiosa que, digamos, aquella frase de Giusti sobre La rendición de Breda (dijo que era «un sacramento militar»).

En otra galaxia habita el crítico historicista-positivista-genealogista. Si se apunta a la versión «genealogista»  se distinguirá Vd. en que recurrirá, nada más empezar a escribir acerca del reseñado, a los antecedentes. Esto le permitirá no hablar del reseñado y, en cambio, sí de otros ya fijados en la opinión y la historia. Por ejemplo: «este autor, nacido en 1963, debe mucho al cromatismo de los fauves, a la soltura de trazos de un Beckmann, a las sutilezas de un Matisse».

Si Vd. es «historicista» tendrá preferencia por cierto vocabulario fluvial (hablará de «corrientes»), por la figuración y el clasicismo. Olvidará que todo lo que ahora es clásico ha sido terriblemente moderno alguna vez. Aprovechará cualquier ocasión para reivindicar la figuración.

¿El subgénero «positivista»? Vd. deberá convencerse tan solo de que el público, en realidad, está ansioso por que se le introduzca en los secretos más ocultos del DNI del artista: edad, provincia, extracción familiar y social, número de exposiciones individuales y colectivas, premios … y en las medidas y pesos («…lienzos de gran formato…», «…colosales volúmenes …»). De Vd. aprenderemos multitud de cuestiones técnicas.

Por último, el tratante de tópicos. Enormemente cómodo: le bastará con identificar los tópicos y reeditarlos una y otra vez. Entre estos no faltarán la infantil diatriba contra el mercado y el poder político en nombre de la pureza del arte. (No crea a quienes dicen que una noción como la de voluntad de poder está tan debajo de determinadas praxis artísticas como de determinadas praxis políticas. Respecto al mercado, no crea en esos liberales que dicen que la lógica del arte y la cultura es económica, en el sentido profundo de la palabra, y que incluso el enfrentamiento al mercado también forma parte del mercado. Haga oídos sordos a eso, mi hijo: el mercado es malo).

Aunque el gestor de tópicos es, en realidad, un carácter que puede superponerse a cualquiera de los otros: los tópicos que maneja hoy la crítica (en especial la occidental) pivotan sobre una serie de contraposiciones radicales (viejo-nuevo; libertad-tradición; arte-poder; arte auténtico-arte comercial), que hace tiempo que no han sido ni revisadas ni pensadas a fondo…

En fin… ¿qué decir de todo esto?
Lo que tienen en común los tipos críticos del apartado anterior es que si se pregunta, ante sus objetos, «pero…¿qué significa esto?» la única respuesta que puede darse es:
-Nada.

No significa nada. No significa nada, por supuesto, porque no significan nada los textos expedidos desde la Babylonica confusio verbo­rum de esas «explicaciones», esa región de los malos críticos en la que Kafka sería considerado un autor costumbrista. Pero, como son las habituales, seguimos creyendo que el arte contemporáneo es una gigantesca y extendida broma cruel o, en el mejor de los casos, un «ejercicio lúdico»(así dicen ellos). Lo que nos queda al final (aparte de la irritación, el dolor de cabeza, y el inmenso montón de tópicos tan indigeribles como la expresión «tópicos indigeribles») es un arte al que las malas compañías han vuelto intratable. El arte, al que algunos consideraron un lugar privilegiado para «ver en el tiempo», que es lo que hace la gente que piensa (Hegel le dio preferencia temporal sobre la filosofía, Dilthey decía que era «el órgano de comprensión de la vida», Gadamer lo considera algo primordial en la elucidación de la cuestión de la verdad, otros muchos le han dado un rango de excepción para el descubrimiento de lo que se despereza en el futuro), el arte, decíamos, queda en un rincón, oculto por una masa de palabras muertas que espera su resurrección a manos de un buen crítico. De los malos hay que concluir que «no hablan en serio» (Hegel). Por eso algún malévolo ha podido apuntar que el arte moderno se ha impuesto a pesar de sus críticos.

Cuando el lenguaje se va de vacaciones

La primera evidencia de esa mala salud en la crítica de arte actual es que, por usar una expresión de Wittgenstein, en gran parte de sus textos «el lenguaje se ha ido de vacaciones». Phyllis Mermaid y Millcent Blade, en un trabajo reciente (In search of the Discording Voices, Poseidon Press, Nueva York, 1995, págs. 15-25) han señalado, con precisión y hasta con crueldad, algo de lo que se ha querido referir con la parodia precedente: «en los años sesenta (sic), el público, incluso el público «culto» e «interesado por las Vanguardias», comenzó a no entender lo que los artistas exponían. Así que, para ser entendido, el arte empezó a necesitar del acompañamiento de la literatura como nunca lo había hecho antes. Fue la literatura la que empezó a «ilustrar» al arte. Hoy, treinta años después, la situación ha cambiado: la mayor parte del público sigue sin entender nada,  aunque no parece importarles demasiado: el gusto por lo sorprendente se ha hecho común, así que la gente se ha acostumbrado a no entender nada o casi nada de lo que exponen los artistas. La diferencia con aquellos años es que actualmente nadie en su sano juicio entiende una palabra de lo que dicen los críticos sobre lo que hacen los artistas».

El libro de Mermaid y Blade tiene un fondo teórico del que no nos vamos a ocupar aquí. Por otra parte, no es necesario leerlas, ni haber leído La palabra pintada, de Tom Wolfe, para caer en la cuenta de que una de las características del arte contemporáneo es, efectivamente, la necesidad de literatura para ser comprendido. Wolfe, en su día, derrochó un sarcasmo que le sobraba sobre la actitud reverencial del entero Village ante el Pop, el Minimal y el Op-Art. Pero Wolfe no reconoció que la necesidad de literatura por parte de las nuevas corrientes apuntaba a un hecho importante; el hecho de que el lenguaje y las teorías acerca de él empezaban entonces a sustituir a otros discursos en la función de explicarle al artista cómo es lo real y, por tanto, a servir de guía a la praxis artística: Josef Kosuth ha sido solo el ejemplo más claro de esto.

En lo que hay que fijarse, para nuestro tema, es en la paradoja a que apuntan las autoras: mientras en sus orígenes el arte «contemporáneo» necesitó de la literatura para ser entendido, a cuatro años del final de siglo, ¡es precisamente esa literatura la que no se entiende!

Cualquiera que se asome regularmente a catálogos de exposiciones «recientes», digamos que de artistas vivos, puede comprobarlo: por difícil que sea entender la obra del artista en cuestión, se puede estar seguro de que lo que el crítico de turno escriba sobre él será mil veces más arbitrario, farragoso, indirecto, desacertado y prescindible. Se puede apostar sobre seguro a que la exposición más extravagante del artista más enloquecido entre las que se celebran en estos meses en Madrid resulta más directa y fácilmente comprensible que la mayor parte de los textos que los críticos han escrito, están escribiendo y escribirán para explicárnosla. Entre quienes escriben sobre arte contemporáneo resulta difícil encontrar, no ya un genio del análisis, sino sencillamente un  honrado y penetrante juez con «capacidad de juzgar» (Kant) o de «discernir», que es, etimológicamente, uno de los significados del término «crítica».

George Steiner, en «Critic»/»Reader», quizá el mejor ejemplo de como extraer conclusiones sagaces de un par de obviedades, ha definido al crítico como «un activista de la comprensión»: la impresión que tenemos hoy al leer a muchos de ellos es que tienen la pólvora mojada: mellada, ciega, sin el suficiente fondo para poder leer la superficie (a la crítica le aterra ser superficial; quiere ser «profunda»), sin tralla especulativa, la crítica de arte hoy posee todos los vicios del extraño (por poco común) maridaje entre la academia y el periodismo y casi ninguna de las virtudes de esa unión (que las tiene); parece haber renunciado a comprender y a explicar. Se dedica al «critiqueo» arbitrario, y tristemente suele decidirse por alguna de las salidas de emergencia que se le ofrecen (o por las dos a la vez): la lírica o la historia, con resultados igualmente decepcionantes en los dos casos: la segunda suele usarse cuando toca hacer crítica de lo que no tiene historia, por la sencilla razón de que está sucediendo hoy mismo. Cuando la dieta del crítico es unilateralmente histórica, nos pasa algo muy parecido a lo que escribía Dámaso Alonso acerca del abuso del positivismo en la metodología de la literatura («gracias a las historias de la literatura vamos sabiendo muchas cosas acerca de la madre y las hermanas y los cuñados de los escritores. De lo que no sabemos nada de nada es de literatura»).

Cuando el crítico incurre en el lirismo -literatura de saldo con ocasión del arte-, la mayor parte de las veces produce frases ante las que sentimos lo mismo que después de leer un par de capítulos de literatura dulzona: «we need a purgue», algo fuerte como un licor (Rabelais, unas páginas de Céline, una brutalidad de Faulkner pueden servir).
¿Algunas causas de todo esto? Sería injusto no nombrar, al menos, las de tipo práctico: el tiempo (un hombre sensato no puede escribir demasiadas críticas a la semana), el espacio disponible en periódicos y revistas, siempre escaso, la situación laboral de los críticos en los medios (Calvo Serraller aludía hace poco a esto, y se felicitaba de que su periódico le había permitido pasarse el día prácticamente de avión en avión: bueno, tampoco es eso).

Pero hay otras, más profundas. Una es que se piensa que el carácter ontológicamente subjetivo de la crítica la inmuniza frente a metodologías. Que es una cuestión de sensibilidad, y las sensibilidades no se argumentan: se comparten o resultan antipáticas. Algo de eso hay. Pero eso es distinto de la elevación del De gustibus non est disputan dum a la categoría de una coartada para la falta de esfuerzo intelectual. Falta trabajo: alguna cosa hay que comer para hacer una digestión honrada.

El caso es que hay instrumental de sobra

Desde luego, la crítica no está padeciendo por falta de instrumental o de metodologías. Los hay, incluso si uno no es un genio, sino simplemente un juez correcto y decente. Las hay a cientos. Conceptos como «deshumanización del arte» o «arte conceptual»; teorías como las de la ansiedad de la influencia, la teoría institucional del arte, la teoría auctorial del arte, el trueque innovativo, el arte contextual; autores y críticos como Bloom, Danto, Groys, Dickie, Hughes. Incluso artistas como Duchamp, Kabakov, Kosuth, Allen.
Un ejemplo: la llamada «estética de la recepción» en literatura, un invento de profesores alemanes (Jauss, lser, Warning), una mezcla, en su origen, de hermenéutica y marxismo, le permite a uno saber que parte de la clave del éxito de un artista es o acertar con las expectativas del público o, si uno es lo suficientemente genial y anticipador, crearlas: eso daría, y es solo un ejemplo que ya va teniendo sus añitos, una rejilla mas que suficiente para enjuiciar gran parte de las praxis artísticas de nuestros días. Un ejemplo, decíamos: en diciembre pasado tuvo lugar en Londres la Tumer Price shortlist (Tate Gallery), y se presentaba un artista conceptual, Damien Hirst, con una instalación en la que aparecían unas cubetas de formol de color turquesa con una vaca y un ternero partidos en dos. Título: «Mother and Child, divided». En la prensa, la previsible pelea (el ataque: «pero…¿es ésto arte?; la defensa: «¿Ah, sí? ¿pero qué es arte, amigo?»).

Lo cierto es que, aparte de los aspectos formales, del conocimiento y de la familiaridad con lo que es una instalación, de lo que se espera del público (no que ejercite el gusto, sino la cabeza) el gestus de Hirst, que no es un genio, pero sí es hábil, no es tan complejo de enjuiciar: el arte de una época en la que la sensibilidad ecológica está mezclada con el desprecio de lo humano (el arte del final del siglo xx no pretende separarse del medio social como los maudits, sino incluirlo) tiene que operar con los sentimientos más animales de los humanos y los más humanos de los animales: se entiende perfectamente que Hirst titule con un antropomorfismo las dos partes seccionadas de la vaca y su ternero («Mother and Child, divided»). Hasta el título nos da pistas para llamar la atención sobre lo que llama la atención y explicar por qué lo hace…

Consejos para un buen crítico

Juicios, juicios, juicios. Haga Vd. juicios: ese es su objeto. Discernimiento, o cultivo de lo que Kant consideró como facultad estética, la facultad de juzgar: eso incluye juicios con sujeto, verbo y predicado. Eso incluye deshacer tópicos y someterlos a otras latitudes y épocas. No es fácil ni corriente: todavía hay gente que cree, y es solo un ejemplo, que escribir en 1995 una novela cuyo protagonista es homosexual es un acto de transgresión.

Piense Vd. «en el tiempo». Si no, acabará dando la pobre impresión de que juega con la misma táctica sin darse cuenta de que el equipo contrario ha cambiado, de que navega con instrumentos de navegación anticuados o de que sigue hablando desde su gabinete de sutilidades sin darse cuenta de que las bandas de imagen y el sonido de su discurso se han separado. Piense en el tiempo y sepa que no todos los juicios se resuelven aplicando lo general al caso. En algunos, las categorías cambian con lo categorizado por ellas… se inventa al mismo tiempo que se juzga, porque no hay «lo general». Lo mismo es aplicable al famoso «contexto»: éste no es algo general preexistente y eterno que por su aplicación permita explicar todos los pormenores: él mismo es un pormenor, un patchwork tejido a partir de pormenores, que se puede deshilachar o ser sustituido, o que Vd. puede redescribir más convincentemente que otros.

De modo que haga juicios. Constantemente. Lo propio del crítico es la consecución de una distancia suficiente para ver el objeto mejor: separarse para ver. Retroceder. Deberá Vd. «detallar su retroceso» , o sea, contar lo que hace para juzgar, por qué lo hace, desde donde, y qué conclusiones extrae de lo que ha hecho. Entonces, solo entonces, escriba. Después de enjuiciar, es probable que tenga Vd. que «tomar partido», que es lo primero que le pedía Baudelaire a un crítico, y que es lo que distingue del glosador, el comentarista, el reseñador o el informador.

La censura es una muestra de «discapacidad» de juzgar. El moralis mo también. No haga caso de la frase «Sobre gustos no hay nada escrito»: hay muchísimo. Es sobre (y sobre todo «desde») lo que más se ha escrito. Lo que pasa es que mucha gente no se lo ha leído. Advierta que el arte de hoy se dirige a la cabeza (entre otras cosas porque, junto a la estética, ha sustituido a la metafísica en la tarea de ofrecer las explicaciones más básicas acerca de lo real).

Steiner, afinadamente, también ha escrito que «el lector es heideggeriano, el crítico husserliana». Cabe preguntar: ¿y el que lee al crítico, qué es? Depende: se cuenta que Husserl hacía colocar de vez en cuando en la puerta de su aula un cartel en el que estaba escrito «Herr Prof Husserl no dará hoy su clase porque no la ha visto». Si Vd. ha visto la suya, escriba como Husserl para que sus lectores queden ya -de entrada, a priori- tan atrapados en su prosa y sus razones como dice Heidegger que lo está, en la existencia, el ser que comprende. Si no lo hace (si es un mal crítico), sus lectores-críticos le leerán exactamente igual que fenomenólogos: cuando descubran que no hay nada que entender, se apartarán de Vd.

Por último, no olvide que la crítica tiene una tentación de autonomía proporcional a uno de sus rasgos esenciales: la estricta dependencia de su objeto. La obra de arte precede al crítico siempre, existencial y ontológicamente. En este sentido decía Benjamín que la crítica es un parásito. Pero, claro, hay parásitos y parásitos: hay parásitos inteligibles, y se puede convivir con ellos en régimen de simbiosis comprensiva, y hacer que actúen como vacuna contra la desoladora masa de melaza rodante de los que no tienen nada que decir y sin embargo nunca están callados (o quietos). La otra posibilidad es el parásito que acaba por convertirse, por generatio aequivoca , en una monstruosa prolongación de los departamentos de publicidad de editoriales museos y galerías.

Pero si la crítica es un parásito de algo que le precede, el presupuesto de todo crítico es una especie de realismo materialista. El crítico debe creerse que la obra está ahí, antes. Él llega después («¿El crítico? Un señor que llega siempre tarde», decía Gauguin).

Y con esto volvemos al principio. Puede que sea la crítica en general, y no solo la artística, decíamos, la que tenga mala salud. Se podría pensar que intentar probar eso justamente en el terreno más dificultoso -el del arte contemporáneo- es llevar las cosas al extremo. Se podrá decir que resulta muy fácil hacerse el reaccionario (la mayor parte de los que usan esa palabra ni saben lo que están diciendo con ella ni son lo suficientemente geniales para cambiarle su significado más común) y criticar al crítico precisamente en la función menos clara y más difícil de ese arte.

Quienes dicen eso tristemente olvidan que la crítica y el gusto son hermanas gemelas de las ideas que han dado luz al Occidente moderno: ideas como las de libertad, autonomía, individuo o emancipación. Ni la crítica, ni el gusto, ni ninguna de las segundas tiene sentido en un mundo en el que solo haya principios que hayan de ser simplemente «aplicados» o en el que nunca esté vigente ninguno y todo se someta a la estadística. Así que acaso lo que esté debajo del malestar en la crítica contemporánea sea que continuamente nos empeñamos en explicar algo como si nos precediera, pero, al mismo tiempo, en el fondo, no creemos en ello; lo que hay debajo es que quizá estemos necesitando una realidad de la que podamos creemos algo. (Aunque es posible que esta sugerencia sea una equivocación: en ese caso, al lector interesado le bastará intercambiar los títulos del primero y el último de los apartados de este artículo).

Doctor en Filosofía. Director del Instituto Cervantes de Lisboa