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Well, I came to America because I heard the streets
were paved with gold. When I got there, I found out
three things: first, die streets weren’t paved with gold;
second, they weren’t paved at all; and third, I was
expected to pave them.

Old Italian story ( Ellis Island)


Las ciudades de verdad se parecen a las ciudades de juguete de los rompecabezas en que también son puzzles, y se diferencian en que, como en el ajedrez profesional, en ellas se juega con tiempo. Cualquier ciudad es un rompecabezas en el espacio y también en el tiempo, es el juego híbrido de puzzle y ajedrez de las vidas de sus habitantes, y sus dimensiones no sólo incluyen el espacio que ocupan, sino el tiempo que duran, que es el tiempo plural de quienes las fundan o las conquistan, las planean, las reforman, las construyen, nacen en ellas o las habitan, las relatan con mayor o menor fortuna, contribuyen a gastarlas y son enterrados en ellas.


Ese es el tiempo que da las dimensiones humanas —o inhumanas— a cada ciudad, y por eso las ciudades de verdad tienen el volumen que les da estar a la altura (y a los bajos fondos) de las circunstancias.


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Los malos turistas, cuando visitan una ciudad, suelen decir cosas como «hay que ver, qué de turistas hay aquí haciendo turismo», cuando lo que deberían decir es «hay que ver qué de gente hay aquí haciendo…, ¿haciendo qué?».


Porque ésa es la pregunta.


Yo he sido turista en Berlín, varias veces, y esa ciudad aún en obras me ha dejado como dejó Clarisse al protagonista de Tendres Stocks de Paul Morand:
– Y Vd ¿Vd. me ama?
-No, pero Vd. es, con respecto a las demás mujeres, lo mismo que Londres para las demás ciudades.
– ¿ ?
-Una ciudad que no le satisface a uno completamente, pero le echa a perder para todas las demás.


Así que me he hecho esa pregunta, varias veces, y lo que sigue no es más que un modesto ejercicio de eso que el antropólogo americano Clifford Geertz llamaría local knowledge. No es una descripción de Berlín, sino un par de impresiones de un extraño sobre la nueva ciudad y sobre lo que se dice y se escribe acerca de ella. No tengo ningún crédito especial para hablar de ciudades, pero, al fin y al cabo… ¿qué viene a ser cualquiera que no sólo quiera ver, sino pensar lo que ve, más que una especie de extrañado turista de su propio presente, ése lugar al que pedimos continuamente el asilo de una explicación de lo que está pasando?


Me parece que el Berlín que va a empezar a ser la capital de la cincuentenaria República Federal de Alemania a partir de este año 1999 también se parece, como todas las ciudades, a un puzzle, pero tiene dos dificultades añadidas.


La primera es que carece de «tapa». Berlín es hoy —y no sólo porque sus obras vayan a durar hasta el 2004— un puzzle a contrarreloj, quizá el puzzle de toda una época (de esta posmodernidad tan nuestra), y parece —a juzgar por lo que se ve, se dice y se palpa en el ambiente—, que no hay una «tapa» según la cual construirla. Porque, por una parte, la «tapa» actual —la todavía capital Bonn— no parece servir, y, por otra —y ésta es la segunda dificultad— no se sabe cómo van a disponerse las piezas y tiempos, los acumulados en Berlín por su historia, con su presente, a fin de inventar la futura identidad de la gran metrópolis.


Hay un hecho significativo que quizá reúna esas dos dificultades: que el Berlín que conoceremos dentro de unos años no está emergiendo sólo por construcción y reconstrucción: está emergiendo por mudanza.


Y una mudanza es siempre como la línea de sutura entre el pasado y el futuro.


«MUDANZAS BONN»


Berlín es como esa hermana mayor envejecida y difícil, la que siempre ha permanecido en casa y a la que de pronto, cuando la más joven ya ha hecho su puesta de largo y se ha marchado, se le presenta su oportunidad, se pone las galas de su hermana y sale a la calle. Berlín es mayor que Bonn, pero ahora quiere ser joven, dinámica y nueva porque Bonn deja de ser la capital y le cede su sitio.


Ésta es una situación paradójica, casi de dialéctica hegeliana: la única definición segura de Berlín es, por ahora, una definición ex negativo: «Berlín no es Bonn». Pero la cuestión de encontrar la síntesis entre el «ya no más, pero aún no», es decir, la de conseguir una identidad para Berlín una vez que Bonn va a perder la suya, aún no está resuelta. Como las antítesis de Hegel, hoy Bonn no es más que «la ciudad que se muda a Berlín», mientras que la «tesis»
Berlín es más bien una «hipótesis»: ¿qué es eso de la «Nueva República Berlinesa»? Algo que está en pleno trance de encontrar la «tapa» que le sirva de modelo para saber cómo construirse y qué ser, o sea, en el trance de inventarse una identidad para superar que aún no existe y empezar a hacerlo.


Ese es un trance complejo, sobre todo si se piensa que la primera preocupación política de Alemania es ser «un país normal» y parecérselo a los demás países; que quiere, sobre todo, conservar el rango de «normalidad política» que le ha concedido, después de sus catástrofes, uno de los mejores experimentos políticos del siglo (lös cincuenta años de República Federal); y sobre todo si se piensa que Bonn era, precisamente, la metáfora perfecta de esos cincuenta años.


Bonn, la capital del país más poderoso de Europa, era el grado cero de metrópoli, de representatividad política, de grandeur. El centro de Bonn, la Marktplatz, medieval, con sus mercados de flores, sus maceteros de hormigón y sus zonas peatonales, no es muy distinto del centro de, digamos, Chinchón —con la diferencia, claro, de que España no es Alemania—.


Un Estado descentralizado —y acaso Alemania sea el único del mundo— tiende a ser un país con un grado cero de capitalidad, y, claro, el resto de sus ciudades se mueven, incómodas, entre ser ciudades provinciales o provincianas, además de que «desde 1945 Alemania no ha tenido metrópolis» (Karl Heinz Bohrer): lo que pasa es que con Bonn haciendo de capital todo eso apenas se notaba, mientras que, ahora, la vieja dama berlinesa, probablemente, proyectará luces y sombras inéditas en la «cultura federal».


No se sabe qué es y sobre todo que será la «nueva República berlinesa», y la dificultad es que la opinión pública, los políticos, los «intelectuales» —todos—, están con el típico síndrome de las mudanzas: con la sensación de no estar en ningún sitio. Pues se quiere, sobre todo, «normalidad», al mismo tiempo que Berlín despierta enormes expectativas y concita el entusiasmo (que es un sentimiento político) de lo nuevo —y lo nuevo, por definición, es lo opuesto a la normalidad—. Lo nuevo es lo que llama la atención. Y lo que llama la atención suele ser lo grande. Y Berlín lo es.


Berlín ejerce la fascinación de lo colosal vivo que tuvieron hace unos años los dinosaurios de Spielberg, que nos impresionaron más que los Terminators, los Robocops y los marcianos de la galaxias porque sabíamos que, mientras éstos son fantásticos, aquéllos, aunque ya desaparecidos, existieron alguna vez. Berlín apenas existe aún, pero existió, monumental, cargado de historia: mantener una normalidad absoluta en medio de lo que está pasando sería decir que «no pasa nada», o sea, que Berlín «no es más que el sitio al que Bonn se muda», lo cual es, evidentemente, risible.


Como el Jurassic Park, me parece que Berlín es hoy, de entrada, el «Republik Park» de la República Federal de Alemania: una zona vallada, semiconstruida, dividida durante décadas —una isla multimedial y selvática—, en la que se están llevando a cabo experimentos con algo que aún no sabemos exactamente qué es o qué será.


Lo que sí sabemos es que están en obras.


«CONSTRUCCIONES BERLÍN»


Porque los alemanes están levantando una capital. Consciente, concienzudamente. Y no están levantando una capital administrativa y fría y técnicamente perfecta al modo de Brasilia, y tampoco haciendo diseños revolucionarios como los utópicos planes de la Vanguardia para el pretendido nuevo Moscú celeste de 1917.


No. Berlín es la capital que el país con más conciencia histórica del planeta está reconstruyendo y construyendo precisamente cuando el pasado estaba desacreditado y también habíamos dejado de creer en las utopías radicales de futuro, es la ciudad construida cuando aparentemente habíamos llegado al fin de la historia —es la primera ciudad posmoderna de Europa—. No sé si la pobre historia registra precedentes tan monumentales y conscientes de sí como esta decisión de hacer una capital a base de transportar entera la estructura de la ya existente a otra, y reconstruir —y en buena parte levantar de nueva planta— una ciudad entera para recibir a la anterior. Es como si los romanos hubieran pensado algo así como «bueno, ya que somos la Roma clásica, vamos a construir nuestra urbe a la medida del orbe. Tráiganse lo que quede de la democracia ateniense, saquemos a concurso los edificios más representativos de esto que será Roma, los foros del comercio y los templos, y los templos del arte, la cultura y el deporte. Búsquense para ello los mejores arquitectos de la Magna Grecia, de Persia y por ahí… Y, ah!, ocúpense de darle a todo esto un cierto «aire» clásico». Y es que, como la construcción de toda ciudad tiene un componente utópico (porque construir consiste en hacer algo que resista las leyes de la naturaleza: el paso destructor del tiempo, la corrosión, la vejez, la muerte), el nuevo Berlín ya está buscando su mito, sus símbolos, su estilo, su sentido, en una palabra: su identidad.


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En España, cuando se levanta un edificio, siempre hay desocupados mirando a través de las vallas. En Alemania, donde lo que se construye tras la valla es toda una ciudad, la gente también mira, pero —estamos en Alemania—, al mismo tiempo está ocupadísima organizando congresos (como los Berliner Dialoge, previstos periódicamente a partir de enero del 2000) y discusiones públicas, y casi todos, desde el canciller a los Kulturpessimisten pasando por corredores de F-l, managers y cabaretistas producen las toneladas de papel impreso necesarias para la invención del nuevo mito de Berlín.


Claro que nada de eso impide que tanto la mudanza como la (reconstrucción avancen rápida y milimétricamente, al ritmo de esa prodigiosa capacidad logística y organizativa que es casi un patrimonio de los alemanes. A mí ese tempo tan veloz me parece que contrasta enormemente con aquella segunda dificultad que añadíamos al rompecabezas del nuevo Berlín: que los «tiempos» que se dan cita en el nacimiento de la nueva «era» berlinesa tienen exactamente el grado de complejidad que corresponde a un gran rompecabezas de miles y miles de piezas —y sin una tapa que sirva de modelo para poner cada una en su sitio y reconstruirlo—.


Por lo demás, eso es tan normal que es la mejor prueba de la normalidad del país: pues la dificultad de querer hacer algo históricamente nuevo es que no se tiene nunca una «tapa», un «modelo para armar». Es más, hacer algo nuevo consiste exactamente en hacer algo para lo que no hay «modelos». Aunque nunca, claro está, se inventa ex nihilo: hay tapas que han servido en el pasado, hay viejos mapas y croquis antiguos, hay experiencias pasadas; hay zonas enteras con signos de interrogación, hay vacíos espaciotemporales y espacios irrellenables y otros llenos, compartimentos estancos, túneles ciegos, y todo eso forma parte de una ciudad. Pues una ciudad es exactamente un lugar a medio construir en el que se construye, se reforma y se reconstruye siempre. Lo que ocurre en Berlín es que allí se hace sin pausa y en casi todas partes.


Y eso es lo primero que el viajero advierte cuando llega: da casi apuro hacerle sombra al título feliz de aquella película de Wim Wenders, pero lo menos importante que ocurre hoy en Berlín es su cielo: el cielo sobre Berlín es el mismo cielo que el del resto del globo. Lo importante de Berlín es la tierra bajo Berlín, que es la que está revuelta, y hace de ella un puzzle arquitectónico, en el que las piezas del sector público y el privado se mezclan por doquier; las tuberías para surtir de agua a todas las edificaciones están, de colores rojo y azul, tendidas al aire como haciéndole una inmensa extracorpórea a toda la ciudad: la suma de esas arterias a cielo abierto y la cantidad de cristal que se está utilizando para las edificaciones de Berlín hacen que la ciudad se parezca a uno de esos maniquís transparentes de las antiguas Humani Corporis Fabrica para estudiantes de anatomía.


Uno tiene la impresión de que no sólo la cúpula del nuevo Reichstag, sino de que media ciudad es transparente: y lo que deja ver es una inmensa obra en cours de route coreografiada por la arquitectura, «la madre de todas las artes» (Thomas Wagner), un show cuyo gag más logrado es el movimiento de tierras, los edificios imponentes, los abismos y el escenario de grúas y taladros de la Potsdamer Platz: Cuatro mil obreros trabajando a diario, que construyen por un valor de veinte millones de marcos a la semana y que esperaba, a partir de su ya pasada inauguración, entre 50.000 y 100.000 visitantes diarios.


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APRENDIEND O DEL PASADO
(Y DE MOSCÚ, Y DE BRASILIA, Y TAMBIÉN DE LAS VEGAS)


Mi impresión de turista —probablemente falsa, pero no tengo otra— es que Berlín es, además del «Republik Park» de la futura Alemania, la primera capital posmoderna de toda Europa.


La posmodernidad, como es conocido, es un concepto de origen arquitectónico —lo que cuadra con la gran furia constructora y reconstructora de Berlín— pero sobre todo es un estado mental y una situación espacio-temporal.


Creo que no hay un sólo rasgo de la condición posmoderna que no encuentre en Berlín su paraíso: las identidades gaseosas, las discontinuidades espacio-temporales típicas de lo que carece de. identidad fija, la dispersión.


Berlín, por ejemplo, es la única ciudad alemana que no tiene centro. El resto, por grandes que sean, lo tienen (Frankfurt, a pesar de sus rascacielos, tiene como centro una placita medieval, la Romerplatz)- Un amigo mío mantiene seriamente la tesis de que en Málaga las indicaciones de «Centro Ciudad» están puestas en dirección a las afueras, para evitar que los turistas colapsen el centro: en Berlín no hace falta, porque no hay centro. Uno no puede coger un taxi en Berlín y decirle al taxista «lléveme al centro de Berlín», porque se girará y le dirá con los ojos: ¡Berlin-Mítte7.’¿Prenzlauer Berg? ¿La Kurfürstendamm? ¿La puerta de Brandenburgo? ¿La Museumsinsel? ¿Alexanderplútz?


Berlín, como nuestra época, no tiene centro y, por tanto, no está organizada en tomo a nada, sino mezclada en torno a la divertida uniformidad de lo informe, a la sensación de que continuamente está pasando algo y va a seguir pasando algo, a lo interesante, a la curiosa «sensación de estar en el centro del mundo» (Mario Vargas Llosa). Y, engrasándolo todo, el único concepto universal que ha sobrevivido a la posmodernidad y al fracaso de los grandes proyectos y al fin de los grandes relatos: el dinero —y en Berlín fluye como el aceite— es el objeto metafísico que reúne todas las virtudes de lo universal sin ninguno de sus defectos (es universalmente válido sin ser abstracto) y todas las virtudes de lo particular sin ninguno de sus defectos (existe en concreto, pero sirve de medida general porque puede «traducirse»). En 1930, Kurt Tvcholsky escribió que «lo característico de Berlín es el hombre con una cartera». Se refería al funcionario. Hoy, el paradigma de la posmoderna conciencia multicultural bien podría ser el berlinés con dinero.


Berlín, además, es la primera ciudad de la historia que quiere ser un símbolo antes de estar terminada, o sea, antes de poder empezar a ser nada. Berlín, dicen todos los políticos, debería ser el símbolo de lo que, probablemente, acabe realmente por ser el símbolo de Berlín: la cúpula de cristal de nuevo Bundestag, que quiere ser el símbolo de la normalidad y la transparencia de esa «comunidad de diálogo libre de dominio» que constituye a las sociedades democráticas, y que también es un símbolo de Alemania, el país —el «Deutschland ais Ausland» de Reinhard Lettau— que más se mira a sí mismo desde fuera (y quizá por eso ha encargado la cúpula a un arquitecto norteamericano).


La figura literaria de Berlín es la ironía. Es también la ciudad de las ironías de la historia: el Ministerio de Exteriores se encuentra en un antiguo ministerio de la RDA, que a su vez ocupó en el pasado un organismo de la Alemania nazi, y hoy está dirigido por un ministro de los verdes que fue activamente sesentayochista, segundo mandatario de un nuevo canciller con quien comparte que a ambos les toca gobernar desde una ciudad a cuya reunificación se habían negado los dos. Y la antiquísima ciudad de las novedades: nuevo gobierno, nueva generación de políticos, nuevo milenio, nueva moneda, nueva capital de la República. Es, en resumen, la primera ciudad posmoderna que, sin pasado ni futuro claros, vive en el puro presente, que es donde vivimos sin poder entendernos del todo —sólo que a Berlín no parece importarle—.


TURISTAS EN TIEMPOS REVUELTOS


No el turista, sino el aficionado a las ciudades, el que no sólo quiere ver, sino enterarse: ¿qué pensar? ¿Será todo esto, como en esa definición que diera Kant de los chistes, «la súbita disolución de una intensa espera en nada»? No lo sé: alguna vez he pensado que las épocas o los hombres se podrían distinguir por el tiempo verbal que prefieren. El pasado —Grecia, Roma, la Edad Media, incluso el Renacimiento— prefirió el pasado; les importó la tradición; la novedad en el tiempo no les interesó y sus perspectivas de futuro fueron la expansión territorial, o el otro mundo. Tenían una conciencia como de pretérito imperfecto. Quizá por eso los consideramos hoy clásicos.


La ilustrada Modernidad europea, en cambio, inauguro una preferencia verbal que hizo, nunca mejor dicho, época: ¿por qué fijarse en las imperfecciones del pasado habiendo un tiempo verbal tan agradecido —progreso, evolución, utopías, paraísos— como el futuro perfecto? Después, experiencias más bien dolorosas nos han enseñado que el intento de hacer presente el futuro perfecto no sólo es gramaticalmente imposible, sino que también lo es realmente. En cuanto es pasado al presente de indicativo, el futuro perfecto se convierte en más imperfecto que el pretérito (entre otras cosas porque la utopía, más que el futuro perfecto, era también el intento de pasar al presente el pretérito pluscuamperfecto: el pasado feliz, la edad de oro, el origen que ha degenerado).


Hoy sólo nos queda, pobres huérfanos posmodernos del tiempo, el presente, y el «tiempo» del presente es, fundamentalmente, espacio. Porque el presente es donde estamos. De la tierra, del espacio bajo Berlín, que es como el Futurosaurius Rep. de la futura República Federal de Alemania y todo un símbolo de nuestra época apresurada y presentísima, nadie sabe con certeza si se está desenterrando algo antiquísimo o si está saliendo a la luz algo nuevo. En todo caso, si este segundo es el caso, será, como casi todo, algo que ya existió y será puesto de moda, algo que las sucesivas generaciones reirán o alabarán. Lo que me parece que está claro es que, pase lo que pase, la obra coral del «Republik Park Berlín» no sólo comparte con Spielberg la capacidad de poner de moda algo antiquísimo, fascinante y casi olvidado y entusiasmar a la gente con ello: comparte también con el cineasta norteamericano la capacidad de convertir eso en un acontecimiento millonario.


Lo siento mucho por Hannover, pero la auténtica Exposición Universal del año 2000 ya está celebrándose. Hoy mismo. En Berlín.

Doctor en Filosofía. Director del Instituto Cervantes de Lisboa