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Hace ahora 32 años, cuando en Toledo y en el Museo del Prado se celebró una de las primeras grandes exposiciones que se han organizado en la democracia española, quedé impresionado.

Aún más: tengo recuerdos de viejísimos momentos cuando con mis padres y mi hermano deambulábamos algunos sábados por estas calles, que fue cuando vi por vez primera el Entierro en Santo Tomé, y la Casa, y todo eso que vi entonces, que no quiero seguir recordando que me da melancolía.

Permitidme, pues, hacer mía la ensoñación que quiero compartir, un par de asuntos de aquella España que vivió el Greco.

Se tienen dudas de que si ya en 1576 había llegado a Madrid, para poner punto y final en nuestras tierras de aquel periplo existencial que hubo de hacer, desde Creta a Venecia y Roma, para acabar recalando acá.

Lo que sí sabemos es que en 1577 ya había ofrecido sus pinceles a Felipe II. A mi modo de ver, dos serían los aspectos que podríamos destacar en aquellos años y que afectaran a la vida del pintor.

Por un lado, la clausura del Concilio de Trento en 1563 y sus epígonos y consecuencias.

En segundo lugar, no debemos perder de nuestra vista que el 6 de octubre de 1571 tuvo lugar la batalla de Lepanto: España, la defensora del Mediterráneo.

TRENTO

Como es bien sabido, tras los inicios de la Reforma protestante, una parte del mundo católico se volcó en la necesidad de la convocatoria de un concilio ecuménico que pusiera orden en casa. El proceso fue lentísimo y plagado de obstáculos. La pasividad, desconcierto o, lo que es peor, la política acomodaticia hicieron que hasta el 13 de diciembre de 1545 no se abrieran las sesiones del concilio, por el ímpetu de Carlos V y porque Dios quiso. El concilio, al fin, se convocaba en una ciudad imperial, pero en Italia: Trento.

Se desarrolló aquel XIX concilio de la Iglesia católica a lo largo de 28 años (hasta 1563) en 25 sesiones. Hubo tres fases, porque hubo largas interrupciones y, en algunos asuntos, se cerró en falso.

Bien sabemos que las ansias de reforma interna de la Iglesia eran muy anteriores a Lutero. En España se llamaban Cisneros e incluso Isabel I, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y, en fin, hubo incluso reformadores de la ortodoxia en el cumplimiento, se llamó la Inquisición.

Dos fueron los hilos conductores de todo cuanto se debatió en el concilio. Por un lado, la definición del dogma, una suerte de refundación del catolicismo; en segundo lugar, asuntos inherentes a la disciplina.

En Trento quedó claro que la fe sola no salva, sino que la vida del buen cristiano ha de ir acompañada de buenas obras; que el hombre es libre para elegir el camino del bien o el del mal y allá su responsabilidad; que los sacramentos son siete; que los santos han de ser imitados y venerados, tanto como sus reliquias; o que el católico cree en la comunión de vivos y muertos. La existencia y esencia del Purgatorio se debatió en la sesión XXV del concilio y la vinculación entre misa y espacio intermedio quedó formulada:

Las almas detenidas en él reciben alivio con los sufragios de los fieles, y en especial con el aceptable sacrificio de la misa. Aunque la sesión XXV del concilio fuera la última, ¿lo que se trató en ella fue de menor importancia? Acaso tengamos que volver sobre esa sesión y otros temas que se estudiaron en ella.

La eficacia de Trento es incuestionable. El siguiente concilio ecuménico fue el Vaticano I (1869-1870) y el siguiente el Vaticano II (1959-1965).

La vigencia de los cánones y decretos de Trento, o de su espíritu, duró trescientos o más años. Durante los días 3 y 4 de diciembre de 1563 se desarrolló la sesión XXV del Concilio de Trento.

Se trataron varios grandes temas en aquella sesión: el Purgatorio, la vida de los religiosos y las monjas, la invocación y veneración de las sagradas imágenes, indulgencias, ayunos, censura de libros y poco más. Ni más ni menos.

En aquella sesión XXV se determinó con profusión qué hacer con «la invocación, veneración de las reliquias de los santos y sagradas imágenes». Esta es una parte del texto que nos interesa:

Enseñen con esmero los obispos que por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordando lo de los artículos de la fe,  y recapacitándole continuamente en ellos (…) además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes (…) porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos. Y si alguno enseñare, o sintiere lo contrario a estos decretos, sea excomulgado (…).

No se coloquen imágenes algunas de falsos dogmas, ni que den ocasión a los rudos de peligrosos errores (…), evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener convitonas, ni embriagueces (…).

Varias apreciaciones podemos extraer de estos fragmentos. En primer lugar, que como reacción a los ataques iconoclastas protestantes, se reivindicaba la veneración de las imágenes. En segundo lugar, que se exigía un general decoro en los temas que se trataren, o en las propias representaciones de los tratados. En tercer lugar, que las iglesias, en este aspecto también, dejaran de ser lugares de reunión social, para ser estrictamente lugares sagrados de culto. Finalmente, se entregaba a los obispos y no a ninguna otra autoridad eclesiástica la potestad de permitir la colocación o retirada de las imágenes.

El concilio se clausuró el 26 de enero de 1563. El 12 de julio de 1564 Felipe II aceptaba todos los cánones y decretos del concilio y ordenaba (en evidente intromisión real) a los obispos de sus reinos que los cumplieran, así como a las autoridades regias.

En los territorios de la Monarquía de España, con el primado de las Españas, el arzobispo de Toledo, en la cárcel por hereje, era el rey el que asumía la protección de la Iglesia, su defensa, su preservación.

Trento se había clausurado y Felipe II garantizaba su ejecución y cumplimiento por las autoridades eclesiásticas y reales en sus territorios. Incluso en América.

Así las cosas, muy pronto empezaron a celebrarse sínodos de obispos. En Toledo, el primer concilio fue en 1565; el segundo, en 1582.

En ambos existe, desde luego, la preocupación por cumplir las normas del concilio y, además, en las Actiones concilii provincialis toletani del de 1565 se asevera que:

Las imágenes de Cristo y de la virgen María, así como las de los otros santos, deben ser tenidas y conservadas, y también se les debe profesar la debida honra y veneración.

En efecto, es la constitución 67 del concilio provincial de Toledo de 1582, la dedicada a «Que no se pinten imágenes sin que sea examinada la pintura por nuestros vicarios o visitadores, ni se atavíen en el altar deshonestamente o cuando se sacaren en las procesiones». Y se explicaba a los conciliares, que «a las personas simples suelen causar errores de “indevoción” las “abusiones de pinturas e indecencia de imágenes”, por lo que se mandaba que en ninguna iglesia de nuestra diócesis se pinten historias de santos en retablos […] sin que primero sea hecha relación de ella a nuestro vicario». Además, se ordenaba ir a todas las iglesias a ver «las historias que están pintadas hasta aquí y las que hallaren apócrifas, mal o indecentemente pintadas, las hagan quitar de los tales lugares», y en tercer lugar, las que no estén «decentemente ataviadas […] las hagan poner decentemente» e incluso que el adecentamiento o las nuevas imágenes, las hagan «todas de bulto», es decir, esculturas enteras y vestidas para que no se les pudiera poner otra vestimenta.

Además de los acuerdos específicos y solemnes a los que hago referencia, ahí quedan las instrucciones de Quiroga para que se prohíban «las pinturas que causan risas y las que están con ornato profano y caballeresco» (Kagan, 1982, p. 56).

Cuando murió el Greco se hizo inventario de sus bienes. De entre estos, se tomó nota de sus libros. En pocas palabras, la biblioteca del Greco estaba compuesta por 130 obras, de las que solo se pueden identificar unas cuantas. Se da la circunstancia de que algunos libros están anotados por nuestro pintor en los márgenes.

En la «Memoria de libros griegos» que poseía hay una entrada que es, para nosotros, el cabo del ovillo: «Sí[no]do Tridentino». Es decir, en 1614 el Greco tenía un ejemplar griego de los cánones y decretos del Concilio de Trento. La deducción es bien sencilla: el Greco conocía bien lo promulgado en la sesión XXV del concilio.

Mas volviendo a los 130 libros de marras, que es una buena colección, resulta que el Greco tenía también otros textos inspiradores: de Alonso de Villegas, un Flos sanctorum (en el que se hace mención expresa de que el Greco pintó por 1.200 ducados el Entierro del conde de Orgaz); o las Constituciones de los santos apóstoles, Venecia, 1563, en griego.

Además de todo ello, un «Tratato del arte de la pintura», que aunque Marías y Kagan proponen que fuera el Della pintura de Alberti, Docampo y Riello creen que se trata del Trattato dell’Arte della pittura, scoltura et architettura de Paolo Lomazzo, Milán, 1585, que fue tenido como «la biblia del manierismo». De hecho, resaltan estos dos autores, una frase del Lomazzo: «cuanto más tenga la figura del largo de la llama, será tanto más bella».

Por otro lado, tenemos la inmensa fortuna de saber que el Greco anotó algunas de esas obras. Podemos ver al Greco; no suponerlo, ni elucubrar sobre él y su sentido último.

Según sus propios textos, ni le gustaba el gusto engañador que tanto apreciaban los españoles, ni las proporciones angustiosas matemáticas, sino que buscaba que, al mover la vista, se consiguiera «variedad y ornamento». Con la pintura se podía llegar a corregir la naturaleza en aquello que sus proporciones desproporcionadas —o proporciones cambiantes— así lo pidieran. «La pintura —escribió— es la única que puede juzgar todas las cosas» (de entre las Bellas Artes) y «nunca falta algo que se pueda ver». Así es que solo la pintura representa, imita la realidad, sin tener por qué retratarla tal cual es. «Con ver e imitar cosas buenas se aprende», dijo. Para ello, ha de haber ojos que vean —que a todos nos han sido dados—. Sin embargo, algunos individuos han quedado «ciegos de entendimiento». La naturaleza está, pues, para enmendarla por el ingenio del artista, con la forma y con el color. En efecto, «la imitación de los colores yo tengo por la mayor dificultad, pues es engañar a los sabios con cosas aparentes como obra natural»; por lo tanto, la pintura es «el arte más intelectual», o incluso, «la pintura trata de lo imposible». Forma y color. Pero también, la luz: «las cosas cuanto más lejos se ven son más suaves, de forma que no se distinguen». La luz aplicada a los seres divinos los ratifica como cuerpos luminosos, los «cuerpos celestiales […] con las luces que, vistas de lejos, por pequeñas que sean, parecen grandes». Forma, color, luz y… vida. «Donde uno muere, allí se perfecciona y que la perfección del día es la noche». En conclusión, el Greco —escribe Marías— hace «de sus obras, estudios e investigaciones de la naturaleza […]: más que pintor cristiano y erudito [como contador de historias sagradas] quiso ser un pintor naturalista y filósofo» (Fernando Marías, 1999, p. 167).

Por concluir este párrafo: no es de extrañar que debamos considerar al Greco, en verdad, como pictor doctus, como otros muchos más, pero sobre todo como «un pintor filósofo» en acertada expresión de Marías y Kagan (2014, p. 15).

En 1584 el presbítero de Santo Tomé consiguió el pertinente permiso para colgar el Entierro del conde de Orgaz (Kagan, 1982, p. 56; San Román, 1910, p. 145) y según los datos que se conservan de ese consejo diocesano —que son a partir de 1603—, tanto Domenicos como Jorge Manuel fueron comisarios que informaban sobre la adecuación o no de las obras de arte a las decisiones tridentinas (Kagan, 1983, p. 58).

La sesión XXV del Concilio de Trento da forma al arte español de la segunda mitad del siglo xvi, del xviiy del xviii. Que se cumpliera con más o menos ahínco, eso es harina de otro costal. Pero si se habla de la España del Greco, habrá que hablar, sobre todo, de la España ideológica, de la España creadora.

En conclusión, Trento está muy presente en el Greco. Pintó como lo hizo por el placer experimental de la introducción de un pensamiento innovador.

IMPERIO FUNCIONAL

Ahora querría desarrollar una idea más: cómo en el Greco se adivinan unos movimientos en la vida que responden a una común idea, la de la Monarquía de España como protectora. Esta cualidad se ve por doquier en Cervantes, también, y sobre todo en su tragedia La Numancia.

En efecto, si en vez de concebir aquella Europa como un mundo geográfico con las fronteras nacionales últimas, lo concibiéramos como dos grandes mundos en colisión, el cristiano y el musulmán, y que, a su vez, el mundo cristiano, aunque viviera sus calamidades, se refugiaba en una dinastía, la casa de Austria, que daba fortaleza a todo, podríamos comprender mejor aquel tiempo, sin forzar maquinarias.

Y, en efecto, la casa de Austria tenía dos grandes polos de decisión, simplificando, Madrid y Viena/Praga.

En cualquier caso, desde España se gobernaba más, se era más rico, se estaba menos arruinado, los turcos no estaban en puertas (como pasaba en Viena) y, en definitiva, más acudía el emperador a pedir hombres y dineros a Felipe II, o Felipe III, que al revés.

Y así, entre pactos codificados, o pactos con las élites territoriales, con el gobierno del día a día, con algún diseño —casi— de despacho, se fue consolidando uno que hemos denominado «Imperio funcional». En efecto, cada territorio tenía una función.

Cada territorio desempeñaba una función en beneficio propio y en beneficio de los demás. La plata americana financiaba los ejércitos y otros gastos. Un pequeño inciso: no todos los gastos ordinarios y extraordinarios de la Monarquía se pagaron con riquezas americanas. Hubo tres territorios que se autofinanciaron, Castilla continental, Nápoles y Flandes. Desde Nápoles-Sicilia, con dos retro países, Cerdeña y las Baleares, se estableció una frontera militar contra el otro Imperio, el otomano. Esa frontera se quiso prolongar hasta el norte de África (Túnez, 1535) con los resultados inciertos conocidos. A su vez, Nápoles y Sicilia eran buenos proveedores de trigo, cuando se necesitaba. Y de cultura. Más al norte, Génova era la ciudad de los banqueros por excelencia y ellos gestionaban el mundo financiero imperial. Además, sus galeras estaban al servicio de los reyes de España (y no de los de Francia). Milán, al sur de los Alpes, abría las puertas de Italia hacia el centro de Europa, y además ahogaba a Francia también.

El Mediterráneo desde 1580 quedó con un espacio recóndito, segundo, en el gran concierto mundial. Gran concierto que, por lo demás, se regía desde Madrid.

CIRCULACIÓN DE LAS ÉLITES

Para que ese inmenso imperio de agua, velas y herraduras funcionara, había que ser hábil en el pactar. Aquellos sí que fueron tiempos de los políticos, de los hombres de Estado. Por encima de todo, la religión y el rey. A cambio de la paz, a las oligarquías se les brindaba mantenimiento de su estatus y protección. Nápoles es incorporada a ese tronco en 1503.

La buena administración de justicia es una obsesión de Carlos V y de Felipe II. Algunos jurisconsultos fueron retratados por algunos pintores con la dignidad merecida.

En cierto modo, fue en tiempos de crisis cuando más se denunció la incoherencia de un sistema de financiación imperial insolidario y desequilibrado. Los tiempos de la regeneración, la reforma y el buen arbitrismo llamaron a las puertas de la gestión política. Sonaron voces que, lejos de proponer las reformas hacia dentro, se buscaran estructurales. Se indagó por el remedio universal de los males de la Monarquía. A fin de cuentas, España era la mater salvatoris.

Corre el año de 1624. Es día de la Navidad. Felipe IV (1605-1665) había subido al trono hacía tres años. En esas fiestas tenía 19 años. Su privado era don Gaspar de Guzmán y Pimentel (1587-1645), el conde de Olivares, que tenía 37 años.

El privado da al rey un memorial extenso e importante. Entre otras cosas se contiene un párrafo, ya tantas veces aludido, que está lleno de sensatez.

Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona… que si Vuestra Majestad lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo.

La estrategia para conseguirlo podría ser de dos maneras, política o militar. La política, basada en la circulación de las élites, en el favorecimiento de los matrimonios cruzados entre súbditos de esos territorios.

El Greco ya había muerto. Fue en 1614, en pleno reinado de Felipe III; el único monarca que no conoció pérdidas de territorios.

Cuando subió al trono Felipe III, nombró por su privado, con general desconfianza, al conde de Lerma, marqués de Denia, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas.

Hubo, por aquel entonces, un pintor que pintó un San Luis. Cosa extraña, en verdad, esta de pintar un San Luis en la España de Felipe II.

Durante mucho tiempo se tuvo el San Luis del Greco tanto como el retrato de un demente disfrazado como el de un Fernando III. Estaban muy próximas las alegorías de las dos monarquías cuando y como se hizo el cuadro. Recientemente Fabien Montcher ha interpretado certeramente el cuadro: ese estar a mitad de camino entre el guerrero y el santo con la túnica roja de la sangre de Cristo; esa mirada que implora seguimiento y piedad; las visiones descritas por Joinville alegóricamente representadas en el cuadro, elevan al lienzo de la categoría de anécdota a la de convulsionante obra de arte en un periodo crítico. No obstante, el Greco no tuvo ningún Joinville, ni Ledel, entre sus libros. «Con este retrato, el pintor se acercó mucho más a la concepción de lo que era el poder en la monarquía hispánica representando a un rey elegido por Dios, cuyos signos identitarios no eran las insignias de oro sino más bien una mirada capaz de reconocer a través de sí —suspensa, ausente— el misterio de la verdadera presencia de Cristo y de su sangre» y también las dudas, la prudencia, las dificultades del gobierno… ¡es un Felipe II alegórico!

En cualquier caso, en medio de aquel ambiente, en el seno de la más grande Monarquía que existía, cuando la casa de Austria y su religión eran lo más triunfante de Europa, sus ejércitos los más temidos, sus armadas las me-nos vulnerables, sus diplomáticos los más respetados, sus teólogos los más escuchados, pero también cuando se empezaban a vislumbrar las primeras oscuridades en Toledo por la vuelta de la corte de Valladolid a Madrid en 1606. En medio de esas turbaciones, glorias y cielos tormentosos que bien podrían explicar la agitación de Laocoonte, murió aquel cretense que abandonó su tierra natal, anduvo por Venecia y Roma, pero acabó asentándose en Toledo, al calor de mecenas de diversa condición, pero para los que pintó, según el decoro de Trento y su propia filosofía de la pintura y las artes, apostolados, expolios, entierros, resurrecciones, adoraciones, retratos y dignidad. Todo ello, con una rarísima habilidad (sigo a Brown, 1982) para representar el cuerpo humano en «escorzos acrobáticos», sin naturalezas muertas, evitando usar la perspectiva lineal y generando los planos por medio —incluso— del estrechamiento de las figuras; logrando la desaparición del espacio entre las figuras, el uso arbitrario de luces y sombras dando con los contornos iluminados la preponderancia del personaje; todo ello cargado de evolución, pero de una originalidad tal que hacen que de todos los artistas que pululan por Toledo, solo destaque uno.

Solo con mecenazgo, originalidad, inteligencia o libertad creadora se consigue la belleza del pensamiento en cualquiera de sus manifestaciones. ¿Por qué hemos de renunciar a la belleza del pensamiento y supeditarla a la productividad?

Hace ahora 32 años…

* Texto resumido de la conferencia pronunciada en el palacio de Benacazón de Toledo el 22 de mayo de 2014 por invitación de la Fundación Santo Tomás Moro y la Universidad Internacional de la Rioja.

BIBLIOGRAFÍA

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KAGAN, Richard: «La Toledo del Greco», en El Greco de Toledo, exposición, Berlín, 1982, pp. 35.73.

MARÍAS, Fernando, y KAGAN, Richard: «El pictor doctus en la Europa moderna y el griego como pintor filósofo», en Docampo, Javier y Riello, José (coords.): La Biblioteca del Greco, Madrid, 2014, pp 15-39.

MONTCHER, Fabien: La historiografía real en el contexto de la interacción hispano-francesa (circa 1598-1635), tesis doctoral inédita, UCM, Madrid, 2013, en especial pp. 434 y ss.

RIELLO, José, y DOCAMPO, Javier (coords.): La Biblioteca del Greco, Madrid, 2014.

SAN ROMÁN Y FERNÁNDEz, Francisco de Borja: El Greco en Toledo o nuevas investigaciones acerca de la vida y obras de Dominico Theotocopuli, Madrid, 1910.

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Historiador. Profesor de Investigación del CSIC