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El pasado 31 de mayo, Clint Eastwood cumplió 81 años. Nacido en San Francisco (1930), es el último clásico de Hollywood. Y, junto con el maestro Manoel de Oliveira (102 años), es uno de los cineastas más veteranos del séptimo arte.

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Como el portugués Oliveira, quien acaba de estrenar la magistral El extraño caso de Angélica y que en sus postreros años ha realizado las mejores películas, Eastwood ha dado a luz en este nuevo milenio algunos de los grandes filmes de su dilatada carrera. Al mismo tiempo, este maestro norteamericano sigue siendo un cineasta actual. Pero repasemos antes su trayectoria artística.

Clinton Eastwood Jr. tiene sangre británica en sus venas: su padre era de procedencia escocesa; su madre, irlandesa. De familia modesta y religión protestante, sufrió la Depresión de los años treinta, ejerciendo los mil y un oficios antes de encaminarse a la meca del cine. Eastwood comenzaría a trabajar en papeles menores con la Universal, hasta destacar en la serie televisiva Rawhide (1958- 1964), donde su apuesta figura (1,93 metros) se hizo popular. Sin embargo, no llegó al estrellato mundial hasta que emigró a Europa y protagonizó una trilogía paradigmática a las órdenes de Sergio Leone: los spaghetti-westerns rodados en Italia y España, Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), con la inolvidable melodía de Ennio Morricone.

Su papel de mercenario impasible y exterminador le dieron fama entre el gran público. De ahí que al regresar a Estados Unidos fundara su propia compañía: Malpaso Productions, con la cual también ofreció oportunidades a cineastas jóvenes (por ejemplo, Michael Cimino). No obstante, hasta que formó tándem con Donald Siegel, Clint Eastwood no alcanzó el reconocimiento internacional, con thrillers de la categoría de La jungla humana (1968), Harry el sucio (1971) y Fuga de Alcatraz (1979), junto a parodias western como Dos mulas y una mujer (1970), con Shirley MacLaine como antagonista. Sería Don Siegel quien le ayudó a modelar su célebre personaje —el «duro» inspector de policía Harry Callahan tuvo dos secuelas, Harry el fuerte (1973) y Harry el ejecutor (1976)—, que, en palabras del especialista Michael Henry, es «un individualista total, incluso bajo el uniforme de la ley y el orden, Eastwood revela por su violencia los impulsos de un “sistema” tan hipócrita como podrido».

De ideas conservadoras y acusado de neofascista en aquellos primeros años por su defensa a ultranza del American Way of Life y de los valores patrióticos estadounidenses —con la utilización enfática de la bandera—, así como por su anticomunismo explícito (Firefox, 1982), Clint Eastwood continuaría impertérrito su carrera profesional. Y el año 1971 debuta como director con un thriller muy original: Escalofrío en la noche, producido por Malpaso, al que siguió un western crepuscular: Infierno de cobardes (1973), barroca parábola sobre el poder no exenta de violencia. Estilo creador que tendría su culmen en la década siguiente, con El jinete pálido (1985), revisitación de un clásico de George Stevens, Raíces profundas (Shine, 1953), con reconocimientos a Sergio Leone, que produjo, realizó e interpretó con suma brillantez. De esa época es también su homenaje al músico de jazz Charlie Parker, que encarnó Forest Whitaker en Bird (1988); y su evocación del rodaje de La reina de África (1952), de John Huston, en Cazador blanco, corazón negro (1990). Pero en esos años, el hoy desaparecido maestro Orson Welles, declararía sobre su colega estadounidense: «Creo que Clint Eastwood actualmente es el director más menospreciado del mundo. Es tan sumamente auténtico en su rol de héroe/ divo misterioso que no le toman en serio como director. Ante él, me quito el sombrero» (Orson Welles, 1982).

Con una filmografía muy extensa y algunas obras menores, que con todo consolidaron su presencia «física» entre sus numerosos fans, a pesar de su imagen algo estereotipada y decadente, en la década de los noventa Eastwood sorprendió con películas discutibles pero muy sólidas como realizador y actor: Sin perdón (1992), que intentó recuperar el género western homenajeando otra vez a Leone y a su maestro Donald Siegel y con la cual consiguió el primer Oscar de su carrera; Un mundo perfecto (1993), con Kevin Costner como coprotagonista; En la línea de fuego (1994), con John Malkovich como antagonista; la romántica Los puentes de Madison (1995), con Meryl Streep como partenaire… o los nuevos thrillers, por no seguir más, Poder absoluto (1997), para el que compondría la música, Ejecución inminente (1999), Deuda de sangre (2002) y Mystic River (2003), donde acomete el trágico tema de la pederastia, indaga en la inocencia perdida y bucea con crudeza sobre la gangrena de la violencia en la sociedad norteamericana, con la ambigüedad y el fatalismo que asimismo le caracterizan como autor. Protagonizada por Sean Penn y Tim Robbins, ambos ganarían los Oscar de interpretación. En esa nueva época, Clint Eastwood tomaría partido por los soñadores —ya lo vimos mucho antes en sus cintas de espionaje (las comerciales El fuera de la ley y Ruta suicida)—, por aquellos «perdedores y marginados que huyen con la imaginación del fracaso de todos los valores » (Michael Henry, 1986), es decir, muestra el desengaño del American Dream.

Por tanto, será entre ese año 2003 y el 2010 —era ya septuagenario—, cuando Eastwood dirigiría obras maestras como la citada Mystic River, ahora solo detrás de la cámara, y Million Dollar Baby (2004), con la que ganó el segundo Oscar de Hollywood como director. Este filme hay que contemplarlo como una pieza artística de categoría, un clásico perfectamente realizado en sobrias imágenes, que juega con el corazón, el coraje y la experiencia que da la madurez, el cual dirige, interpreta y escribe nuevamente la partitura musical. Basado en un relato de F. X. Toole y con un milimetrado guión de Paul Haggis (Crash), Clint Eastwood vuelve a indagar en las heridas humanas y su persistencia con el tono atormentado y pesimista que también le singulariza: seres errantes, con amores no correspondidos, luchadores encadenados a un destino fatal, aspirantes a una vida mejor y siempre losers («los ganadores están simplemente deseando hacer lo que los perdedores no hacen», dice en el filme). Se trata de una amarga cosmovisión, donde encajan las heridas de los protagonistas, esas que —como dirá asimismo Scrap (Morgan Freeman)— «nunca llegan a cerrar»: la ausencia del cónyuge en Frankie, que encarna el propio Eastwood (¿abandono o viudedad?, sólo sabemos que sigue rezandopor su mujer); el olvido deliberado de su hija («¡cómo pesan los cientos de cartas devueltas, que nunca serán leídas! »); el casi irracional, escéptico y contradictorio refugio en el catolicismo como único asidero, plasmado en las conversaciones con el párroco (23 años asistiendo a misa); o el triste pasado que sufre la boxeadora Maggie (la «oscarizada » Hilary Swank), con el egoísmo y mezquindad de su familia. En fin, un panorama desolador del que esta pareja de solitarios mendigos de amor se rescatará mutuamente, siendo él el padre que ella hubiera deseado, y ella la hija que él añora. Destaca también en la película la amistad entre Scrap y Frankie, dos hombres que se quieren y se comprenden con solo una mirada. El tema de la eutanasia, que se plantea en el último tercio del relato, no cae aquí en la apología: Clint Eastwood pone las cartas boca arriba y nos plantea la situación con toda su crudeza, mostrando las consecuencias morales de su decisión, el dolor y la culpa que se desprende de ese condenable acto, así como la situación angustiosa y desesperada que puede llevar a tomar tal decisión, pero nunca intenta justificarla. Es más, en las entrevistas por la polémica generada, Eastwood se manifestó contrario a la eutanasia.

Seguidamente, este veterano maestro daría a luz una nueva lección de cine: su gran díptico bélico Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima (2006), que sin duda figurará entre las mejores películas del género. En el presente periodo, Clint Eastwood ya había evolucionado ideológicamente —hoy es un liberal estadounidense— y como exalcalde de Carmel (California), con estas dos grandes películas sobre la histórica batalla de Iwo Jima (acaecida en febrero-marzo de 1945) critica la política belicista del entonces presidente Bush. Aunque algunos entendidos han considerado superior artísticamente la visión japonesa del evento, personalmente me parece de mayor calado la primera parte. En Banderas de nuestros padres, Eastwood brinda una puesta en escena próxima a Salvar al soldado Ryan (1998), casi homenajeando a su productor, Steven Spielberg, pero sin incidir tanto en las escenas bélicas. Arranca con la famosa foto de Rosenthal, colocando la bandera en la colina, y muestra cómo ese premio Pulitzer del fotoperiodismo fue manipulado y utilizado en una operación de marketing para vender bonos de guerra y levantar el ánimo de los estadounidenses durante la segunda conflagración; un pueblo que tenía que sufragar los gastos bélicos y un gobierno que debía justificar sus héroes muertos (entre heridos y desaparecidos, 25.000), que concluiría con la resistencia fascista del Frente del Pacífico, precisamente con las dos bombas atómicas que pusieron fin a la II Guerra Mundial.

En la segunda parte, Letters from Iwo Jima, en cambio, se explica la batalla desde la perspectiva japonesa: el Imperio nipón perdió en ese enfrentamiento 22.000 hombres, solo sobrevivieron 216. Perfectamente fotografiada, casi en blanco y negro, con planos apagados para ofrecer las explosiones y el fuego impactante en todo su colorido, Clint Eastwood parece más abierto aquí a la esperanza del futuro, con esta revisión y evocación crítica del pasado. Y vuelve a interrogarse sobre temas muy presentes en la opinión pública: ¿Está justificada la guerra? ¿Nos hace mejores la confrontación bélica y la violencia?

Con todo, todavía más perfecta resulta El intercambio (2008), una de las obras mayores del maestro norteamericano. Basada en otra historia verdadera (un suceso acaecido en Los Ángeles a finales de los años veinte y mitad de los treinta), combina el melodrama criminal con el cine de acción judicial, la intriga policiaca con adecuadas dosis de suspense dentro de la mejor narrativa clásica, heredada de sus maestros John Ford y Howard Hawks.

Magistralmente interpretada por Angelina Jolie —Eastwood vuelve a estar solo detrás de la cámara y cuida la composición musical—, ofrece un agudo estudio de mentalidades y de la misma sociedad estadounidense, al tiempo que toca problemas como la lucha individual, la corrupción de los organismos de poder, el abuso de menores, la demencia y la pena de muerte, por otra parte constantes de su cine. Sin caer en el efectismo emocional de otras películas ni en la ambigüedad moral que le singulariza, opta por una puesta en escena clásica, academicista, perfecta formalmente, logra una intensa atmósfera dramática y una espléndida recreación histórica de ese periodo retro, a la vez que pone de manifiesto toda la crisis de valores sociales y morales (es importante aquí el personaje que interpreta John Malkovich), paralela a la Gran Depresión económica que ocasionó el crack del 29.

Aun así, el mismo año 2008 Clint Eastwood anunció su despedida como actor. Y dirigió e interpretó por última vez otro filme significativo: Gran Torino. No tan redonda como la anterior, esta película es una revisión crítica —o autocrítica, mejor— de su popular personaje: Eastwood parece ajustar cuentas con el pasado de su biografía cinematográfica a través de este relato de perdedores, queprecisamente ha sido su filme más taquillero, debido a su valentía y franqueza en tocar temas de gran hondura humana y existencial. Su nuevo fresco sociopsicológico y moral, a modo de parábola, trata de la identidad de los individuos, de los grupos y de los pueblos, por medio de la tragedia del protagonista, el inmigrante polaco Walt Kowalski —otra vez un católico descreído—, obrero jubilado y viudo, que se refugia en el pasado histórico (ahora la Guerra de Corea, 1950-1953) y no comprende el cambio multicultural de su barrio de Detroit, invadido en este milenio por orientales, latinos y afroamericanos. Acaso su personaje evoca cómo hubiera sido el «duro» Harry Callahan de viejo, y hace examen de conciencia, se inmola y pide disculpas también al espectador. Dos años antes de realizar este filme, el propio Eastwood manifestaría: «No estoy haciendo penitencia por todos los personajes de películas de acción que he interpretado hasta ahora. Pero he llegado a una etapa de mi vida, hemos llegado a una etapa de nuestra historia, en la que creo que la violencia no debería ser una fuente de humor o entretenimiento» (Clint Eastwood, 2006).

Gran Torino trata, con enorme realismo y cierta crudeza no exenta de sentido del humor, temas tan trascendentes como la redención y la necesidad de perdón, el choque cultural y el cambio de costumbres, las relaciones familiares dificultosas, la violencia de las pandillas o bandas de inmigrantes. Todo ello a través de un análisis de mentalidades muy bien dibujadas —también en personajes secundarios—, con un ritmo ágil pero no trepidante, para que el espectador viva y se integre en la historia; una historia que tiene visos de universalidad. Pero el maestro Eastwood también se redime con respecto a su antigua actitud sobre el gobierno de su país: cuando se confiesa al final, solo se acusa de infidelidad a su esposa, de no haber sabido educar a sus hijos y engañado una vez al fisco. Pero no se acusa de haber matado en la guerra, porque fue el Pentágono quien le mandó ir a combatir en Corea.

A esta película testamentaria le seguiría el biopic sobre Nelson Mandela, Invictus (2009), de nuevo Morgan Freeman como el líder antiapartheid, y la también trascendente Más allá de la vida (2010), con Matt Damon como protagonista, que apunta tímidamente la existencia del Más allá.

En definitiva, este gran actor, director y productor, además de compositor, está dando en plena madurez una lección del mejor cine. Clint Eastwood es, sin duda, un self-made man, que no solo sigue en forma como autor, sino que con sus películas ofrece un profundo estudio de mentalidades y retrata con creces la sociedad estadounidense de ayer y hoy. Por eso, a los 81 años y con 73 películas en su haber, es un cineasta totalmente actual.

Catedrático de Historia Contemporánea y Cine. Universidad de Barcelona