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Antonio Rivera. Catedrático de Historia Contemporánea y director del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda de la Universidad del País Vasco.


Avance

El año pasado vio la luz una singular iniciativa de la editorial Catarata: propuso a dos autores, catedráticos ambos de Historia Contemporánea, la redacción de sendos
volúmenes que repasaran la historia de las derechas y las izquierdas en España. Juan Sisinio Pérez Garzón se ocupó de las izquierdas y Antonio Rivera de las derechas en dos libros que abundan en el conocimiento y reconocimiento del adversario y también en el recuerdo de las reglas del juego político.

A esa singular propuesta editorial, Nueva Revista respondió con otra en el campo periodístico: unió a ambos autores para plantearles tres preguntas, las mismas a ambos, a la búsqueda de una mayor y mejor democracia. Esas tres preguntas son:
¿Cuál ha sido el mayor logro histórico o contribución de las izquierdas y las derechas a la convivencia pacífica en el país?
¿Cuáles han sido los mayores errores de las izquierdas y las derechas en detrimento de la convivencia pacífica?
En el contexto actual, ¿qué deberían hacer, cambiar o modular unas y otras en aras a una mejor convivencia pacífica y una mayor tolerancia?

Un aperitivo de las respuestas de Antonio Rivera: «No se aprecian partidarios de esa relación de acercamiento dentro de la clase política, algo que, sin embargo, contrasta con la amplitud de sectores de opinión ciudadana hastiados, enfadados y preocupados con la política de hinchada de estos días. La confianza de izquierdas y derechas está puesta en lo que puedan sumar sus socios menores (y radicales), porque son conscientes de que por sí solos no pueden aspirar a una victoria suficiente y sin condicionantes, la única posibilidad para reemprender desde el lado victorioso, con la legitimidad que proporciona esa mayoría, el camino de retorno hacia el entendimiento entre diferentes».


Respuestas

Antonio Rivera: Historia de las derechas en España. Editorial Catarata, 2022.

1 ¿Cuál ha sido el mayor logro histórico o contribución de las derechas a la convivencia pacífica en el país?
El país que vivimos hoy es, en su mayor medida, producto de la acción de las derechas. Ellas han gobernado la mayor parte de este tiempo contemporáneo; la suma de momentos dirigidos por las izquierdas a duras penas llega a los cuarenta años en un periodo de más de dos siglos. Lo bueno y lo malo es el resultado de su predominio casi constante.

Al principio, cuando la revolución-reforma liberal se enfrentó en España a aquellos reaccionarios y serviles que solo aspiraban a la preservación de la sociedad del Antiguo Régimen y al regreso al país de un monarca despótico, es difícil deslindar izquierdas y derechas en el sentido en que usamos habitualmente esa geometría política. En realidad, todos los que se acogieron entonces al término liberal –nueva palabra española, por cierto- coincidían en un anhelo por construir una sociedad y un Estado conforme al nuevo modelo de igualdad jurídica entre unos ciudadanos en quienes reposaba la soberanía. De ahí se derivaban derechos inexistentes hasta ahora, simplemente porque la sociedad anterior se interpretaba compuesta de cuerpos sociales y no de individuos. Las diferencias, en principio, fueron más de estrategia para cambiar la sociedad que de objeto final genérico. Por eso un personaje como Jovellanos podía entrar a un tiempo –y entra, de hecho- en el libro acerca de las derechas y en el de las izquierdas. En lo que hace a las fuerzas más avanzadas, el asturiano no quedó atrás en sus propuestas de reforma de la agricultura, de la educación o de la justicia o en sus iniciativas para la liberalización de la economía; pero en cuanto al procedimiento, apostó por no exacerbar las posiciones y, asumiendo responsabilidades en tan incierto momento (el de las Cortes de Cádiz), fue de los primeros en formular un intermedio entre la libertad completa y la alcanzable dentro de la ley, entre el jacobinismo y la Inquisición, con «la cabeza erguida entre la guillotina y la hoguera», que lo coloca entre los padres hispanos del pensamiento y la política conservadoras. El «justo medio» que caracterizaría a los moderados doctrinarios futuros ya estaba explicitado desde antes por el gijonés.

Todos los que se acogieron al término liberal coincidían en un anhelo por construir una sociedad y un Estado conforme al modelo de igualdad jurídica

El momento de esplendor de los conservadores hispanos hay que ir a buscarlo al ecuador del siglo XIX, cuando conducidos por el general Narváez (y cerca de él otros como González Bravo o Bravo Murillo) establecieron las bases del Estado y del sistema político español. La década moderada coincidió con el acceso al trono de Isabel II. Entonces dieron forma a un Estado a partir de las cenizas y la destrucción de una sucesión de contiendas arrastradas durante más de tres décadas. Pusieron las bases de un Estado de carácter liberal mientras que, a la vez, optaban por su alternativa más elitista. La soberanía compartida entre la monarca y el parlamento era aquí también una opción alejada de la aplicación generosa de la soberanía popular. A sabiendas de ello, el Estado quedó bajo control de unas minorías dispuestas a favorecer el poder de los nuevos propietarios y a mantener a raya tanto a la oposición progresista como al elemento popular, agente colectivo habitual en revueltas y asonadas tanto avanzadas como reaccionarias.

El Estado pacífico preparado para servir de base y protección de los negocios transformó el Ejército y le dio un carácter posrevolucionario, más atento a lo de dentro que a lo de fuera e implicado a todos los efectos con los intereses del gobierno; la Guardia Civil, creada entonces, se aplicó a «proteger eficazmente a las personas y las propiedades», en la mejor lógica de los dueños. La nueva administración se levantó a partir del modelo francés, centralizada con la intención de alcanzar por igual a todos los nacionales, pero en un país con un músculo económico y una intención muy lejana de aquel, lo que se tradujo en solo centralismo y en muy pocos derechos hasta muy tarde. Los ayuntamientos y las diputaciones, despojados de presupuesto suficiente, quedaron dependientes de los recursos aleatorios provenientes del centro, a cargo de una línea vertical de relación entre el ministerio y el gobernador civil que inauguraba una larga trayectoria de caciquismo en España. A partir de ese déficit de realidad, la construcción nacional se resintió porque no podía ser la misma adhesión la de los ciudadanos con derechos y algunos servicios públicos, y quienes no los tenían; decenios más tarde todo se complicó cuando el final definitivo de un Estado colonial dio paso a otro que no era del todo nacional. La Iglesia se reconcilió por arriba con las nuevas élites que la habían expoliado, de manera que tanto su sustento económico como importantes funciones sociales le fueron devueltas. En aquella nueva sociedad, retuvo durante largo tiempo el control de las vidas públicas y privadas, gracias a su monopolio de la escuela o de la asistencia social. Tampoco la unidad jurídica culminó su tarea y la educación llegó a ser una realidad tardía para muchos niños y jóvenes, sobre todo en el ámbito rural, todavía predominante. Finalmente, los medios materiales, como los transportes, fueron cosiendo e integrando la realidad nacional, pero de nuevo en una visión centralista, radial, y profundamente heterogénea en sus características; otra vez la presencia de algunas periferias enriquecidas conviviendo con un gran espacio central de miseria fue fuente de problemas de integración nacional.

De manera que las derechas hicieron lo principal: levantar la estructura de un país a partir de un Estado, evitando que aquel se viera fraccionado o imposibilitado para existir. Pero lo hicieron a conciencia de sus intereses, desplazando a sus contrarios políticos del juego legal de alternancia en el poder –de ahí el recurso habitual a «espadones» y pronunciamientos- y tratando de mantener alejado al pueblo de las decisiones. Esa factura de origen se mantuvo más adelante con la experiencia restauracionista asociada al nombre de Cánovas. Las derechas tomaron nota de la deriva oligárquica, endogámica y corrupta a que llevaba el tipo de cultura política instalada en España. Rectificaron algunas cosas y abrieron paso a una colaboración alternativa con sus opositores políticos, en su mayoría liberales como ellos, pero más avanzados en sus objetivos. Modernizaron muchas estructuras e incluso se mostraron abiertos a intervenir en nuevas realidades, como la llamada «cuestión social», pero no escaparon a su diseño original exclusivista: cuando la sociedad de masas que progresivamente se estaba generando también en una España modernizada llamó a las puertas del Estado para integrase en este mediante los derechos políticos y ciudadanos, la respuesta fue la solución autoritaria.

Las derechas hicieron lo principal: levantar la estructura de un país a partir de un Estado, evitando que aquel se viera fraccionado o imposibilitado para existir

La primera experiencia de dictadura militar de derechas, la de Miguel Primo de Rivera, quedó como un mediocre ensayo emulador de la experiencia fascista italiana, pero donde ni el Estado, ni la nación, ni la ciudadanía jugaron el mismo papel integrador, aunque fuera corporativo y autoritario. Aquella integración negativa generó todavía más problemas y desafectos, al punto de que, cuando fue posible una expresión libre de las voluntades ciudadanas, la mayoría dio la espalda a aquella vieja política, a una dictadura incapaz de sanearla y a una corona que había hecho causa de semejante secuestro del poder público. La experiencia republicana estuvo desprovista de oportunidades para haber sido un escenario democrático para la disputa política. Lo fue formalmente, pero desde muy pronto la polarización fue la pauta, en un tiempo proclive dentro y fuera a entender la política como el logro completo de los objetivos propios, al precio que fuera. La siguiente experiencia de dictadura militar de derechas no aportó nada a la convivencia entre españoles.

De manera que la mayor aportación de las derechas a la convivencia hay que ir a buscarla al momento de la transición a la democracia, en la segunda parte de los años setenta del siglo XX. Otra vez las circunstancias de dentro y de fuera del país, pero también la voluntad de quienes tuvieron la ocasión de hacerlo así, propiciaron el protagonismo de un amplio sector de políticos y ciudadanos que, habiendo colaborado más o menos directamente con la dictadura franquista, facilitaron que a esta siguiera una democracia. No resultaba un tránsito sencillo: eran muchas las adherencias a la seguridad del monopolio del poder durante cuatro largas décadas, y eran muchas las ilusiones de cambio, casi revolucionario, que albergaban los desplazados antifranquistas como para que una transición pudiera tener lugar. Pero lo hizo. No fue ni modélica, como se quiso hace años, ni fracasada, como algunos quieren ahora; simplemente eficaz: en una década larga el poder pasaba de unas manos a sus contrarias con la simple legitimidad de la voluntad ciudadana, una experiencia poco recordada y casi inédita en la historia nacional.

2 ¿Cuáles fueron sus mayores errores?
El mayor error de las derechas a la hora de contribuir a un país integrado socialmente fue su propia percepción elitista, que les acompañó hasta ese momento de la Transición ya referido. No fueron excepción en el panorama europeo –todas las derechas fueron hasta tarde oligárquicas y celosas del poder que retenían-, pero se retrasaron más que otras en sus proyectos por incorporar a una mayoría ciudadana al ritmo del país, y hacerlo por la vía de los derechos cívicos. Hubo políticos conservadores que pronto percibieron esa necesidad, incluso para evitar males mayores, revolucionarios. Así lo expresaron tanto Silvela como Maura, pero no fueron líderes capaces de encontrar las soluciones, resultando incluso sus iniciativas contradictoras y hasta contraproducentes.

El mayor error de las derechas a la hora de contribuir a un país integrado socialmente fue su propia percepción elitista

El bloqueo político que se estableció sobre sus competidores progresistas o de izquierdas fue una seña de identidad de la política establecida en España por las derechas. No solo fue una cultura política provista de su costumbre, sino que resultó el resultado buscado de una planta institucional pensada para apartar al pueblo del protagonismo y para imposibilitar el ascenso al poder de las opciones que hacían causa del final de esa deficiencia. Cuando en los años treinta la experiencia republicana proporcionó una oportunidad para el juego político sin ataduras, diferentes facciones de las derechas se aplicaron desde su inicio en un empeño desestabilizador y abiertamente golpista; por su parte, el grupo mayoritario de estas fue finalmente incapaz de levantar una alternativa republicana y democrática, y sucumbió también a los aires autoritarios de aquella desdichada década de los treinta. Las izquierdas, es necesario dejarlo patente, no hicieron menos por achicar cualquier espacio de entendimiento, de manera que la tendencia original hacia una política polarizada en su extremo encontró al final una dimensión criminal y trágica.

En conclusión, bien se puede afirmar que el mayor problema para la convivencia de las derechas es la desazón, temor y rechazo que les produce la posibilidad de que el país lo gobiernen las izquierdas. Tienen la profunda convicción de que estas no pueden llegar al poder si no es por un hecho fatal o por una crisis del sistema, y no creen que estén capacitadas para un gobierno que no ponga en peligro la continuidad del Estado.

3 En el contexto actual, ¿qué deberían hacer, cambiar o modular unas y otras en aras a una mejor convivencia pacífica y una mayor tolerancia?
La polarización política actual es muy negativa para el país. Por razones diversas, izquierdas y derechas se han acomodado a un escenario presidido por la falta de confianza e interlocución eficaz entre ambas. Los bandos se han conformado como tal, como banderizos, no como opciones dialogantes que buscan el encuentro y no el antagonismo. Algunas formaciones extremas, a izquierda y derecha, hacen precisamente causa de esa relación antagonista, y resulta su estilo manifiesto y manifestado de hacer política. El espacio intermedio, capaz de equilibrar excesos a un lado y otro, ha desaparecido y su papel equilibrador lo juegan unos nacionalismos periféricos (o localistas) ajenos por completo a la razón de Estado e incluso opuestos al proyecto de país común.

Es obvio que la convivencia pasa por la capacidad de las formaciones no extremistas de izquierdas y derechas de volver a coser esa relación y no tomar al contrario como enemigo, sino como competidor, respetando tanto a las personas como a las ideas que sostienen, si estas son democráticas.

La perspectiva a corto o medio plazo es muy pesimista porque no se aprecian partidarios de esa relación de acercamiento dentro de la clase política, algo que, sin embargo, contrasta con la amplitud de sectores de opinión ciudadana hastiados, enfadados y preocupados con la política de hinchada de estos días. La confianza de izquierdas y derechas está puesta en lo que puedan sumar sus socios menores (y radicales), porque son conscientes de que por sí solos no pueden aspirar a una victoria suficiente y sin condicionantes, la única posibilidad para reemprender desde el lado victorioso, con la legitimidad que proporciona esa mayoría, el camino de retorno hacia el entendimiento entre diferentes.

No se aprecian partidarios de un acercamiento, lo que contrasta con una opinión ciudadana hastiada de la política de hinchada

A diferencia de antaño, en la democracia española actual no hay ningún mecanismo dispuesto para impedir esa relación de convivencia productiva, y ni siquiera la cultura política de estos últimos cuarenta años se edificó sobre el antagonismo actual dominante, sino sobre el consenso, el instrumento que permitió transitar con dificultad de una dictadura a una democracia. Ahora, incluso, esos términos han invertido su semántica y consenso significa para algunos limitación de la democracia, mientras que disidencia o antagonismo es su expresión prístina y libre. Por esa vía, está claro, el entendimiento no llegará, a pesar de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos.

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Para saber más: Tres preguntas para la convivencia pacífica a Juan Sisinio, autor de Historia de las izquierdas en España (Catarata). Puedes leer sus respuestas aquí.