Este libro, recién salido de la imprenta, es obra póstuma de Antonio Fontán, editado por uno de sus discípulos —Eduardo Fernández— y uno de sus familiares —Antonio Fontán Meana—, que en un auténtico ejercicio de pietas romana asumieron el trabajo ingente de reorganizar y revisar, en estrecha colaboración con Luis Arenal y otros compañeros académicos y discípulos de don Antonio, el texto original que hallaron en distinto grado de elaboración, finalizado en algunas secciones e inacabado en otras. El libro, del que también es editor literario Ignacio Peyró, se presenta acompañado de otros trabajos ciceronianos del autor y va prologado por Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, en cuya colección Civitas acaba de ser publicado.
A lo largo de esta recensión, en la que se recoge parte de nuestra intervención en la presentación de esta obra, subrayaremos algunos aspectos que nos han parecido más relevantes, como 1) la dificultad que entraña realizar una monografía sobre la figura política, filosófica y literaria de Cicerón, un autor que ha provocado tanto interés, como cantidad de bibliografía, 2) la estructura del trabajo, y 3) la manera de leer al autor antiguo, las páginas más destacadas y los rasgos del biografiado que más impresionaron al autor de esta biografía.
1) A Cicerón se debe una obra muy amplia y variada, de la que nos ha llegado una parte muy importante. Tanto es así que resulta ser uno de los autores de los que hoy tenemos más información sobre su vida y más obras conservadas de diferentes géneros: escritos políticos, filosóficos y retóricos, cincuenta y ocho discursos conservados de los cien que aproximadamente escribió, cartas fechadas en su mayoría entre el año 68 y el 43, de las que unas ochocientas son del propio Cicerón y otras dirigidas a él por más de noventa corresponsales, y algunos escasos fragmentos de su poesía y sus traducciones del griego. En suma, lo que hoy nos ha llegado de Cicerón equivale a más de diez mil páginas en las ediciones modernas.
Además, Cicerón fue el autor romano de época clásica con mayor proyección, maestro de los escritores de las generaciones futuras, pero reconocido ya en su propia época, considerado autoridad indiscutible desde muy poco después de su muerte y estudiado desde entonces.
El interés que despertó Cicerón en los lectores posteriores es la primera razón que explica por qué se conservaron tantas obras y la amplísima bibliografía de toda época que existe sobre él. Por eso, un estudio global sobre la vida y la obra de Cicerón no es un trabajo que pueda acometer cualquiera. Requiere muchos años, si se hace con profundidad y con rigor. Es el caso del libro que comentamos, que es fruto de muchas lecturas a lo largo de toda una vida, porque Fontán escribió su primer trabajo filológico precisamente sobre Cicerón en 1947 (fue una recensión del libro de Walter Rügg, Cicero und der Humanismus). Dos años después volvió a Cicerón preparando una edición universitaria de un discurso, la Defensa del poeta Arquías y nuevamente, en 1951, reseñando el Cicerón de Magariños. En 1957 publicó uno de sus trabajos más importantes sobre Cicerón (Artes ad humanitatem), recogido también en este libro, y después, en 1963, un estudio sobre los conceptos gravis, gravitas antes de Cicerón, publicado en la prestigiosa revista Emerita. En 1966 reseñó las obras de Graff y de Büchner; en 1974 apareció otro de sus trabajos de más relieve sobre Cicerón y Horacio como críticos literarios, recogido en su libro Humanismo romano, donde también se halla otro más dedicado a la personalidad intelectual de Cicerón; en 1978, a propósito de la importancia de la retórica en la literatura latina, volvía obligadamente a Cicerón, como también en 1985 (reseña del trabajo de Leeman y Pinkster sobre el tratado ciceroniano de teoría retórica De oratore) y nuevamente en 1986 para estudiar el influjo de Cicerón en Vives. En 1990, al ocuparse de la revisión del ya citado Pro Archia, añadía, para la misma editorial Gredos, la edición paralela, anotada y traducida, del discurso también ciceroniano en Defensa de Quinto Ligario. De los trabajos de los años siguientes, las páginas dedicadas a los discursos de Cicerón en el año 20011 enlazan ya con las fechas en las que empieza a trabajar en este libro, como se señala en su introducción.
Quería subrayar con esto que Fontán publicó repetidas veces sobre aspectos filológicos concretos de Cicerón mucho antes de enfrentarse al desafío de hacer este trabajo global en el que invirtió parte de su vida. Creo por ello que estamos ante un libro de sedimento en el que se ofrece, con el estilo ágil, característico de Fontán —y que él solía considerar una de sus deudas con el periodismo—, con poco aparato erudito y con muy escasas citas de textos en latín sin traducción castellana, una visión general de cuál fue el significado de Cicerón en Roma, y, sobre todo, qué se puede aprender hoy de Cicerón, en qué medida sigue siendo un modelo para escribir y, más allá de eso, puede ser un modelo de vida.
2) Un acierto sin duda de este trabajo es su estructuración, efectuada de forma que las distintas obras de Cicerón aparecen al hilo de su biografía. Así se puede observar cómo se fueron gestando en unos momentos concretos de su vida y también cómo era Cicerón o cómo se veía a sí mismo.
Un ejemplo tomado de sus primeros pasos en la política: Cicerón, como se subraya en este libro, fue uno de los pocos hombres de la Antigüedad que se hizo a sí mismo —self–made man—. No pertenecía a la nobleza, aunque tampoco al estamento más bajo de la plebe. Era lo que se llamaba un homo novus, pero por su formación, por su dominio de la palabra y también por su ambición política logró ascender de clase social y llegar a ser cónsul, que, como recuerda Fontán —pp. 75 ss.—, es el equivalente, más o menos, a ser hoy Jefe del Estado.
Pues bien, cuando Cicerón tenía treinta años, empezaba la carrera, el cursus honorum, con un cargo de cuestor en Sicilia. Era el primer escalón, poca cosa, pero Cicerón dice que él en el ejercicio de su cargo sentía que actuaba «en el gran teatro del orbe, a la vista del mundo entero». No desaprovechó su estancia en la isla, en la que llegó a descubrir la tumba de Arquímedes al fijarse, mientras daba un paseo, en los grabados de una lápida que resultó ser la del célebre sabio de Siracusa y, sobre todo, aprovechó su estancia para dejar una fama merecida de buen gestor. Pero especialmente por esas palabras de Cicerón se consideró que era un hombre demasiado presuntuoso. Sin embargo, en esa misma anécdota, como anota Fontán —pp. 83 ss—, Cicerón revela que era capaz de reírse de sí mismo demostrando que tenía ese sentido profundo de humor que nace de la autocrítica, como muestra el final de la narración de ese episodio, pues precisamente cuando había concluido su etapa de cuestor, Cicerón dice que volvía a Roma «tan satisfecho de su gestión como cuestor en Sicilia, que había llegado a pensar que en Roma no se hablaba de otra cosa que de esa magistratura suya». Se detuvo unos días en un balneario cerca de Nápoles y allí coincidió con gente importante que venía de Roma. Un día uno de aquellos ilustres personajes le preguntó qué día había salido de Roma y si había en la capital alguna novedad. No se habían enterado de que él había sido durante un año cuestor en Sicilia, y Cicerón añade al respecto: «Durante el resto de los días que me quedé allí, me hice pasar por uno de los que iban a tomar las aguas en el balneario».
3) Fontán leyó a Cicerón demostrando una vez más, como había hecho con otros autores, una gran capacidad de actualización para poner a los personajes en el mundo de hoy, tanto al propio Cicerón como a las personas que defendió o que acusó. Es lo que ocurre, por ejemplo, en lo que, en mi opinión, son las mejores páginas de este libro y las que suenan más actuales —el capítulo 2.7, titulado «Frente a la corrupción: las Verrinas», pp. 93-128—. Se trata de los discursos que escribió Cicerón contra Verres, discursos de acusación, escritos a petición de los sicilianos, o más bien de la mayor parte de las ciudades sicilianas, que recordaban la valía y la honradez de Cicerón, demostrada allí en su etapa de cuestor.
Sicilia era provincia romana desde el 211 a.C., final de la segunda Guerra Púnica, y estaba gobernada por un funcionario romano con el cargo de pretor que, entre otras misiones, tenía la de cobrar los tributos. La isla era rica en trigo, tan necesario para la población de Roma, y pagaba en especie unos impuestos que se fijaban tradicionalmente mediante un pacto concertado entre los agricultores terratenientes, que representaban la clase alta de la población de la isla, y, de la otra parte, los llamados decumanos o diezmeros que establecían, previo el citado pacto, el diezmo de cosecha que había de ser enviado a Roma.
El pretor romano Gayo Verres había dado tan mal ejemplo de gobierno que, en realidad, había ido a la isla paratus ad praedam, «a por el botín», o directamente a robar. Verres había empezado por cambiar el sistema de elección de los cobradores del diezmo y, amañando los concursos, había dado esos puestos a sus amigos; después abolió el antiguo sistema del pacto sustituyéndolo por el de un pago que se fijaba exclusivamente por la autoridad del diezmero.
Cicerón preparó cuidadosamente la acusación contra Verres y llegó a escribir siete libros contra él, aunque solo dos —uno de ellos, para una causa previa— llegaron a ser pronunciados. Se trasladó a Sicilia, habló con testigos y comprobó el latrocinio del pretor romano, al que se acusaba de concusión, es decir, de haber practicado en provecho propio exacciones ilícitas abusando de su poder. Se trataba de uno de esos procesos de repetundis que el derecho procesal romano permitía entablar contra los funcionarios corruptos.
Cicerón empezó su discurso haciendo un exordio que se convirtió enseguida en famoso e imitado. A Verres, dice Cicerón, le había condenado ya moralmente la opinión pública por la magnitud de sus delitos. Él acudía al juicio como acusador, no para aumentar la impopularidad del pretor, sino para contribuir a la recuperación del prestigio de la república romana. No era un enemigo personal suyo ni de otro u otros ciudadanos particulares, sino de todos los sicilianos; en definitiva, era un enemigo del pueblo romano y de la justicia que debía imperar en la administración de las provincias del Imperio Romano.
Verres era un gran aficionado a las antigüedades y a las obras de arte, y había invertido muchísimo dinero en adquirirlas, cuando no las había robado directamente. Las tenía preparadas en una nave en la que se dirigió a Marsella, una ciudad federada de Roma, libre de la jurisdicción romana ordinaria, donde se exilió voluntariamente —ese fue el único castigo impuesto a Verres— y pudo disfrutar de sus riquezas y de sus objetos hasta que veintisiete años después se los arrebataron, junto con la vida, unos emisarios de Marco Antonio, otro de los enemigos de Roma, a juicio de Cicerón.
Efectivamente, para Cicerón los grandes enemigos de Roma habían sido Catilina, que significaba la subversión de los cimientos del Estado por su planteamiento de una revolución populista; Verres, que significaba la corrupción y por lo tanto la deslegitimación del gobierno de Roma en las provincias, y Marco Antonio, que significaba la monarquía autoritaria y, con ella, el final de la república. El juicio de Cicerón muestra bien, como subraya Fontán, que las Catilinarias, las Verrinas y las Filípicas no son discursos forenses, como otros discursos ciceronianos típicos del ejercicio de la profesión de abogado, sino fundamentalmente obras políticas que traslucen sus convicciones de republicano histórico y conservador, a las que se mantuvo fiel hasta el final de su vida, cuando ya muy pocos creían en ellas.
En el tratado De senectute se hallan otros rasgos de la personalidad de Cicerón, como las palabras finales del tratado, que pone en boca de Catón a propósito de la vejez y de la muerte, cuando afirma que el mayor consuelo del viejo es saber que el alma es inmortal y que «la vida no es morada permanente sino hospedaje temporal. Y si en esto me equivoco, en creer que el alma de los hombres es inmortal, me equivoco con gusto y, mientras viva, nadie podrá arrancarme de este error en que me complazco». Proceden en última instancia de la teoría platónica de la inmortalidad del alma, que es bien sabido que fue aprovechada en la literatura cristiana a través sobre todo de Cicerón y san Agustín. Concretamente la imagen de la vida como posada y no como la casa propia se convirtió en un tópico de los sermones sobre la muerte desde la temprana Edad Media. En el libro que comentamos constituyen una de las escasas citas textuales del texto latino, lo que puede ser indicio de la importancia especial que les concedió Fontán.
Y, ante todo, creo que el acercamiento de Fontán a Cicerón se debe a su admiración por la personalidad unitaria del autor antiguo, «que no se puede descomponer en la mera yuxtaposición de las diversas actividades, que en términos modernos se dirían profesionales, que realizó a lo largo de su vida —pp. 143 ss.—. Cicerón fue orador, abogado y escritor, el mejor de su época… Pero su vida fue también la de un político romano. La unidad de su personalidad viene definida por las dos dimensiones sustanciales que la estructuran y dan el sentido de su vida: la del político comprometido en primer lugar y la del intelectual». Efectivamente, la vida de Cicerón estuvo entregada a actividades diferentes ejercidas con coherencia, como también consiguió hacer Fontán en las distintas facetas de su dedicación a la política, a la universidad y al periodismo. Seguramente vio en Cicerón no solo un objeto de estudio, que también, sino un modelo de vida, lo que explica que el lector perciba que este libro está escrito con una cercanía muy especial entre el biógrafo y el biografiado. •
Ana Moure Casas
NOTA Los trabajos arriba mencionados y aquí citados con más detalle son una muestra de la trayectoria ciceroniana de Antonio Fontán: Arbor 1947, 114-115 (Rüegg, W., Cicero und der Humanismus: formale Untersuchungen über Petrarca und Erasmus, Zúrich 1946); Cicerón. Defensa del poeta Arquías, Madrid, Gredos 1948 —ed. anotada y, en el mismo año, otra bilingüe—; Arbor 1951, 301-302 (Magariños, A., Cicerón, Barcelona 1951); Artes ad humanitatem. Ideales del hombre y de la cultura en tiempos de Cicerón, Publ. Estudio Gral. Navarra, Pamplona 1957; «Gravis, gravitas en los textos y en la conciencia romana antes de Cicerón», Emerita 31, 1963, 243-283; Emerita 1966, 186 ss. (Graff, J., Ciceros Selbstauffassung, Heidelberg 1963 y Büchner, K., Cicero. Bestand und Wandel seiner geistigen Welt, Heidelberg 1964); «Cicerón y Horacio, críticos literarios», Estudios Clásicos 72, 1974, 187-216; «La personalidad intelectual de Cicerón y su actitud en la política»: Humanismo romano, Barcelona 1974, 45-68; Emerita 1985, 360 ss. (Leeman, A.D. y Pinkster, H., De Oratore libri III, Heidelberg 1981); «El ciceronianismo de Vives, un humanista español del XV en los Países Bajos»: Ciceroniana, Roma 1988, 87-98; «Los discursos de Cicerón»: Letras y poder en Roma, Pamplona 2001, 25-30.