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La muerte de Antonio Fontán creí yo que me iba a dejar sin palabras. Me refiero a que no quería hablar con nadie de que había muerto; en realidad, no quería pensarlo. Sin embargo, en la primera clase que di, muy poco después de su muerte, uno de los alumnos, don Francisco González Valiente, me pidió en representación de sus compañeros que les hablase de Antonio Fontán, y les hablé de él ex toto corde. Ahora vuelvo a hablar de Antonio Fontán con el mismo sentimiento, en este acto de homenaje a su memoria.

Al poco tiempo de su muerte llegaron varias cartas de pésame al Departamento de Filología Latina de la Universidad Complutense, donde había sido catedrático durante años y después emérito, y a la Fundación Pastor de Estudios Clásicos, de la que era patrono. En todas se destacaba la pérdida del gran filólogo y en muchas se añadía, además, una nota de su personalidad: la educación exquisita y la amabilidad, que eran tan características de él. Me hicieron reflexionar sobre qué significaba para Antonio Fontán esa educación exquisita que sorprendía a los que fuimos jóvenes en el 68 y tanto relativizamos los buenos modales. Creo que era algo que él cultivaba como un valor fundamental en la vida. Para Fontán, más allá de una serie de formas o formalismos, que también tienen su importancia, era un elemento que suavizaba la convivencia —tenía carácter político, por lo tanto— y que derivaba del amor a los demás, llámese philanthropia o llámese charitas cristiana. La afabilidad, que no llegaba a ser en él campechanía, pero que repartía a todo el mundo y siempre —cuántas veces hemos comentado los amigos que Fontán era un hombre que no conocía el rencor— y la discusión serena —también en los justos límites de ex- presar sus opiniones con libertad, pero sin ofender a nadie— eran, en definitiva, una de las muestras visibles de la faceta política de Fontán y una de las pocas muestras visibles de su faceta religiosa.

Se añadía —creo yo en este perfil psicológico que me atrevo a hacer, autorizada por más de veinticinco años de amistad— un principio que seguía a rajatabla: no quejarse jamás de ningún mal propio ni de enfermedades, utilizando el sentido del humor, un fino humor sevillano, para rebajar sus males y mantener el optimismo en los demás—como aquello que tuvo el valor de decir en uno de los ingresos hospitalarios urgentes de su última enfermedad:

«Toda la vida cogiendo aviones, y ahora no hago más que coger ambulancias»—. Ese sentido del humor, que jamás era a costa del otro, el trato exquisitamente cordial y, por supuesto, su talento y su trabajo absolutamente disciplinado dieron coherencia a su vida y le permitieron ser, como él quiso, un hombre polifacético al servicio del bien.

Fontán, que quería a la gente, de distintas edades y de distintos ámbitos, con la que se había ido encontrando en distintas etapas de su vida, era buen observador.

Conocía bien a sus amigos y, dentro de un respeto absoluto a las ideas del otro, procuraba mezclarlos hasta donde se dejaban, tendiendo puentes de comunicación entre ellos —el último fue Nueva Revista—, sobre todo entre los jóvenes, a los que sabía escuchar y en los que quería garantizar el futuro de España. Y de manera parecida, en el mundo de la Filología, le gustaba tender puentes entre los hombres del pasado y los de hoy.

En la Filología Clásica mantenía el amplio espectro de su personalidad. Pertenecía a la generación de los grandes maestros de la Filología Clásica. Su forma de trabajar en Filología se caracterizaba por el rigor metodológico, una disciplina férrea y un trabajo continuado, que recomendaba a sus amigos como norma de vida: «Hay que tener siempre algo que hacer, entre manos, pendiente», y añadía con su característico humor: «Un amigo mío acabó el trabajo que estaba realizando, ordenó todos sus papeles hasta el último y, al día siguiente, murió». También tenía un sano pragmatismo, como el que le llevó a publicar su trabajo sobre los pronombres latinos, basado en el entonces muy moderno método estructural, coincidiendo con la fecha en que el Thesaurus Linguae Latinae acababa de publicar la «I». Recomendaba a sus discípulos saber cambiar de actividad, no tener una única dimensión sino buscar el ideal de la polypragmasia. Pero, sobre todo, tenía la idea clara de que la Filología no era sólo el estudio minucioso de las minucias. No pertenecía —se lo oí a él— a esos filólogos a los que lo que más les inquietaba del «Capitolio» era la cantidad de la «o». La Filología, en definitiva, no podía reducirse a contar patas de mosca, aunque también hubiera que hacerlo.

Además, y después de eso, la Filología para Fontán tenía que caminar al lado de la Literatura, de la Filosofía, de la Historia sobre todo y de otros saberes que parecían más distantes. Él demostró que la Filología Clásica podía estar muy cerca del periodismo, del mundo de hoy y, por lo tanto, de la política.

Algunos ejemplos, creo, bastarán para ver su concepto de la Filología Clásica y su significado en ella.

La obra filológica de Fontán comienza en el año 1948 y todo sabemos que fue compartida con otras actividades, pero nunca fue abandonada. En el libro de homenaje que se le dedicó —Humanitas in honorem A. Fontán. Madrid, 1992— con motivo de su jubilación académica, presentado por J. L. Moralejo y A. López Kindler, se recogían, sin contar tesis doctorales y memorias de licenciatura dirigidas, 268 publicaciones. En el nuevo homenaje que se le ofreció en Nueva Revista con motivo de sus 80 años había 96 publicaciones más —filológicas y no filológicas—. Faltan por recoger los últimos cinco años de su bibliografía, del 2004 al 2009 y sus inéditos, de los que ahora se ocupan sus discípulos, Luis Arenal, Eduardo Fernández y Luis Pablo Tarín, por citar a los más jóvenes.

Si el número de publicaciones es llamativo, lo es más la variedad de sus trabajos, incluso dentro de los propiamente filológicos y, todavía más, su regularidad: siguió ocupándose de la Filología latina en los años del Madrid e incluso, aunque con mucha menor intensidad, en los de sus más altas responsabilidades políticas, que eran épocas en las que hacía reseñas de libros y dirigía tesis doctorales.

Repasando la obra de Fontán se encuentran algunos trabajos de Lingüística. También hay un grupo de trabajos que pertenece a la disciplina más genuina de la Filología, la Crítica textual, como son los dedicados a los códices de Séneca en las bibliotecas de España, las anotaciones al texto de Martín de Braga y, de modo especial, sus correcciones y enmiendas al texto de Tito Livio, que desembocaron en la posterior edición de los primeros libros del Ab Urbe condita, y en varias tesis doctorales.

Fontán se ocupó también de preparar textos medievales en la Antología de Latín Medieval, que tuve el honor de firmar con él. Fue pionero en estudiar a los humanistas del Renacimiento y de otras épocas. Se interesó por la Historia como saber político y publicó trabajos importantes sobre Retórica, una disciplina de la Antigüedad muy próxima al saber político actual. Y también se ocupó de los grandes escritores latinos, muchas veces hispanos y la mayor parte de las veces prosistas: Cicerón y Séneca, el historiador Livio, Marcial y Estacio, los libros de Plinio el Viejo sobre Hispania, Quintiliano, el emperador Constantino, san Agustín, Isidoro de Sevilla, Nebrija, Vives, Moro y un largo etcétera que llega al latinista Raimundo de Miguel, autor del célebre diccionario latino español. Muchos de estos autores tienen como denominador común el haber estado comprometidos en las luchas políticas e ideológicas de su momento. Siglos más tarde Antonio Fontán, otro intelectual metido en política como ellos, podía comprenderlos mejor en su contexto histórico y así podía subrayar la importancia de la ideología en la vida y en la obra de Cicerón, o que Isidoro de Sevilla había sido el primero en llamar a España patria, y el primero en concebir la idea de Estado y de una constitución política primitiva, en el formato, para nosotros extraño, de las Actas del IV Concilio de Toledo.

La labor periodística y la vocación política de Fontán tuvieron una repercusión positiva en su obra filológica. Para los latinistas, Fontán es autor de trabajos de filología pura y dura escritos en la prosa ágil del periodismo, como a él le gustaba reconocer. En el mundo del periodismo, Fontán hizo sin ninguna duda muchas cosas y muy importantes. Una de ellas —la anotaba Martínez Albertos en Nueva Revista (89, 2003)— fue plantear por primera vez su teoría de los géneros periodísticos, no desde una perspectiva sociológica, como solía hacerse, sino como una cuestión básicamente filológica.

Los objetivos de su investigación filológica fueron leer a los autores latinos en textos fiables y descubrir el significado histórico de sus obras, cuál fue el papel de Hispania en la cultura antigua y en la posterior. En suma, el latín para Fontán no fue una faceta añadida e independiente del resto de sus preocupaciones, sino totalmente coherente con su vida, y guiada por la misma ideología y los mismos principios. Él llevó a la práctica lo que dijo: «Hay que estudiar a los clásicos para aprender de nuestra propia experiencia y para observar cómo se desarrolló la libertad en Occidente».

Y termino. Luis Alberto de Cuenca nos habló del mundo sin Fontán. Cuando leímos aquella tercera de ABC, yo creo que muchos amigos de Fontán pensamos que había expresado exactamente nuestro sentimiento. Por mi parte, nada más que añadir si no fuera porque suelo hablar varias horas todos los días ante grupos de universitarios no muy numerosos, pero muy convencidos de lo que voy a deciros. Como hoy tengo la suerte de estar con personas del mundo político y del periodismo, amigos, como también yo, de Antonio Fontán, quiero pediros que defendáis la enseñanza de las lenguas clásicas en la formación de los jóvenes, porque, entre otras cualidades, facilitan el aprendizaje de otras lenguas y el conocimiento reflexivo de la propia lengua española, que es nuestro primer instrumento de comunicación.

Comunicación precisamente es la palabra clave que da unidad a las tres actividades principales de Antonio Fontán: universidad, periodismo y política. Son valores clásicos los que hoy estamos conmemorando aquí en el recuerdo de Antonio Fontán, como el valor de la amistad o la admiración por el sabio, el hombre de bien y el buen ciudadano, como fue Fontán. No es un buen camino en la enseñanza eliminar el griego, después el latín y, al final, las humanidades. Hay que propiciar entre todos las circunstancias adecuadas para que puedan nacer y crecer otros humanistas, otros «fontanes», con los que este mundo gire mejor.

Catedrática de Filología latina de la Universidad Complutense de Madrid