Cesta
Tu cesta está vacía, pero puedes añadir alguna de nuestras revistas o suscripciones.
Ver productosHay que abordar una alternativa perfeccionadora del modelo autonómico español, pero en clave federal, no confederal
3 de julio de 2023 - 16min.
Ramón Jáuregui. Presidente de la Fundación Euroamérica, ingeniero técnico y abogado, ha sido vicepresidente del gobierno vasco (1987-1990), ministro de la Presidencia (2010- 2011), secretario general del Grupo Parlamentario Socialista (2008-2009) y parlamentario europeo.
Al igual que al inicio de la Segunda República en 1931, la organización territorial del Estado español se presentaba en 1977, al comienzo de la elaboración constitucional, como uno de sus principales problemas. La Constitución española, que entró en vigor el 29 de diciembre de 1978, fijó tres grandes principios al respecto de la organización territorial: el Estado sería descentralizado; se llamaría autonómico (no federal); se constituirían regiones autonómicas con asambleas legislativas propias y ejecutivos con amplias competencias. Desde entonces, la organización territorial española se fue formando con los pactos entre todos los partidos del país, sobre el eje PSOE-PP. Con esas premisas, las autonomías se desarrollaron entre 1977 y 1997.
«Pactos», monográfico de Nueva Revista
En los comienzos de este nuevo siglo, coincidiendo con el final de la mayoría absoluta del PP (2000-2004), se empezaron a observar fuertes tensiones nacionalistas, tanto en Cataluña como en el País Vasco. A la vez, surgieron corrientes de opinión pública críticas con el Estado autonómico, partidarias de una mayor centralización.
En los últimos años, los nacionalismos de Cataluña y del País Vasco han planteado una abierta superación del modelo autonómico, y han cuestionado de forma radical la Constitución de 1978. Emerge con fuerza la pretensión autodeterminista en ambas comunidades.
El autor de este artículo opina que sería necesario abordar una alternativa perfeccionadora del modelo autonómico español, en clave federal, no confederal. Jáuregui sostiene que se podría plantear una reforma de nuestra Constitución en la que no se fracture la soberanía (eso significa «no confederal»), y en la que la autodeterminación no quepa «bajo ningún concepto» La ruta sería: la incorporación a la Constitución de nuestro mapa autonómico; una nueva y clarificadora distribución de competencias inspirada en los repartos competenciales federales; la determinación y reconocimiento de los hechos diferenciales; sustituir el Senado por una cámara de representación territorial dotándola de nuevas competencias en el proceso legislativo; el reforzamiento de las facultades del Estado para asegurar la igualdad de los españoles en sus prestaciones básicas; finalmente: constitucionalizar la participación de las comunidades autónomas en el gobierno del Estado, así como los principios de lealtad y colaboración entre comunidades autónomas.
Desde principios del siglo XIX, España ha sido incapaz de forjar una identidad nacional suficientemente amplia como para abarcar su pluralidad. El inicio, en 1808, de un sentimiento colectivo vertebrador de una incipiente nación, fue torpedeado por una historia repetidamente fratricida a lo largo de los dos últimos siglos. Un nacionalismo empeñado en dar vida a una España uniforme, negadora de su diversidad ideológica y territorial e incapaz de compartir un proyecto colectivo abierto a las transformaciones sociales que se fueron sucediendo en este tiempo, más la Guerra Civil, la represión y una dictadura demasiado trágicas y largas como para olvidar, culminaron nuestra división social.
La aparición de los nacionalismos internos, especialmente en el País Vasco y Cataluña, añadió a la cuestión territorial española una particular complejidad. Un país dividido por su historia y por su débil vertebración identitaria enfrentaba además una pretensión nacional particularista en dos de sus regiones más notables por su dinamismo industrial y su peso económico en el conjunto del Estado. De manera que, al igual que en el inicio de la Segunda República en 1931, la organización territorial del Estado se presentaba en 1977, al comienzo de la elaboración constitucional, como uno de sus principales problemas.
La nueva Constitución, que debería formalizar la ruptura con el régimen franquista, fue uno de los elementos clave de aquella admirable transición que España protagonizó aquellos años. Un espíritu de pacto presidía la política de aquel tiempo. Una actitud de reconocimiento y respeto al otro impregnó de tolerancia y aceptación del pluralismo todos los debates del proceso constitucional. Sobre todo, una voluntad común de construir juntos el futuro, dando así paso a un tiempo de compromiso histórico que pusiera fin definitivamente a una historia fratricida.
Esta actitud fue imprescindible para encauzar y resolver las viejas asignaturas pendientes de nuestra historia contemporánea: la cuestión religiosa; la naturaleza del Estado; monarquía o república; la enseñanza; la cuestión social… y por supuesto la cuestión territorial. Quizás en esta, más que en ninguna otra, la Constitución se limitó a establecer sólo unas cuantas líneas referenciales para marcar un camino que la prudencia y el consenso deberían recorrer. Era una cuestión demasiado delicada para correr y eran demasiados los riesgos de caer en las viejas rupturas históricas en un momento tan importante de nuestra historia. Por eso, la Constitución se limitó a definir tres grandes principios:
El famoso Título VIII de la Constitución nos decía poco más. Nadie sabía bien qué estructura territorial se acabaría construyendo. No sabíamos cuántas ni cuáles serían las comunidades autónomas que accederían a la autonomía, ni sabíamos el procedimiento que se debería de emplear para su constitución. El primer gran Pacto Territorial de la España democrática fueron estas reglas básicas de nuestra Constitución.
El segundo gran pacto fue la puesta en marcha de los nuevos estatutos del País Vasco, Cataluña y Galicia por el orden en que fueron presentados sus proyectos orgánicos en las Cortes. A partir de aquí, el siguiente paso fue más polémico. ¿Sólo ellas? ¿Por qué las llamamos «históricas» y por qué otras no lo son? Aquí surgió ya el primer gran desacuerdo entre los dos grandes partidos cuando el PSOE lideró frente al gobierno de UCD de entonces, el acceso a la autonomía de primer nivel de Andalucía mediante un referéndum en cada una de las ocho provincias de esa región. Pero el aplastante resultado de aquel referéndum, a excepción de Almería, obligó a retomar el consenso cuando ambos partidos pilotaron juntos el Estatuto de Autonomía de Andalucía.
El tercer gran acuerdo en el modelo territorial español se manifestó en el método para poner en marcha el modelo autonómico previsto en la Constitución. Estamos ya en la primera legislatura de Felipe González y las regiones españolas querían constituirse en autonomías, pero claro, las tensiones territoriales eran enormes. ¿León sola o en Castilla? Las uniprovinciales: Cantabria, Asturias, Rioja, Murcia, ¿solas o junto a las comunidades próximas a ellas? Madrid: ¿Distrito Federal o Comunidad Autónoma? ¿Ceuta y Melilla? Lo primero fue hacer el mapa y disciplinar las pretensiones imposibles. Lo segundo, elaborar estatutos razonables y aprobarlos en las Cortes. Todo fue pactado entre PSOE y PP con las correlativas organizaciones territoriales. La España autonómica echó así a andar entre 1984 y 1986.
Sin entrar en detalles, la organización territorial española fue construida por los pactos entre todos los partidos del país sobre el eje PSOE-PP y bajo ese paraguas se desarrolló a lo largo de veinte años: entre 1977 y 1997. Su balance fue formidable porque permitió la recuperación del autogobierno para las mal llamadas comunidades históricas, ofreciendo el único marco en el que era posible construir la democracia española que integrara las realidades políticas catalana, vasca y gallega. Acertó con la generalización al resto del Estado de un modelo de autogobierno que no podía ser privilegio de unos pueblos sobre otros. El modelo autonómico ha sido precursor de una descentralización propia del siglo XXI, adoptado después en los países más modernos del mundo. Ha fortalecido la democracia acercando el poder a los ciudadanos y ha establecido un reparto territorial del poder político favorecedor de sinergias y dinamismo económico en todas las regiones españolas. Curiosamente, ha sido el modelo autonómico el que ha aproximado las condiciones económicas y materiales de vida de todos los españoles superando las enormes brechas entre territorios y pueblos, es decir entre españoles, que había generado el centralismo durante más de siglo y medio. Ha generado una sociedad cada vez más justa y equitativa con más servicios públicos a disposición de todos los ciudadanos y cada vez más cercanos en su acceso, disfrute, gestión y posibilidades de control democrático. El Estado del bienestar (construido por la izquierda española desde una concepción histórica protectora y redistribuidora para el conjunto de los ciudadanos) se ha ido haciendo una realidad cada vez más intensa mediante la acción política de los poderes públicos autonómicos en coordinación y cooperación con los estatales: educación universal y gratuita, sanidad igualmente gratuita, existencia de pensiones dignas, servicios sociales, grandes infraestructuras vertebradoras de España a disposición de todos. Todo ello con un modelo más democrático, más eficaz y próximo al ciudadano.
Junto a un balance tan positivo, es necesaria una mirada crítica a los errores o a los defectos que esta política territorial produjo en la primera fase del proceso autonómico y en concreto detectar puntos débiles en cuatro grandes planos:
Las reformas autonómicas aspiran a la creación de una organización adaptada a las peculiaridades de cada comunidad
En los comienzos de este nuevo siglo, coincidiendo con el final de la mayoría absoluta del Partido Popular (2000- 2004), se observan fuertes tensiones nacionalistas, tanto en Cataluña como en Euskadi y al mismo tiempo se perciben corrientes de opinión pública críticas con el Estado autonómico y sensibles al viejo discurso recentralizador.
Los nacionalismos vasco y catalán comienzan a expresar su descontento con el desarrollo autonómico. El fondo de su crítica es su desacuerdo con la generalización estatutaria, aunque no lo pueden expresar por la impopularidad de ese argumento. En su opinión, el Estado está incapacitado para un tratamiento más flexible a sus demandas de más autogobierno por los problemas que supone la generalización de algunas de sus demandas. Lo cierto es que a los veinticinco años de vida autonómica, los nacionalismos de ambas comunidades plantean una abierta superación del modelo autonómico y por tanto un cuestionamiento radical de nuestra propia Constitución. Emerge así con fuerza la pretensión autodeterminista en ambas comunidades, bajo el eufemismo del «Derecho a decidir». El PNV, que viene de haber fracasado en su propuesta de paz a ETA con este señuelo (Lizarra), plantea formalmente el llamado «Plan Ibarretxe», que es apoyado por Herri Batasuna en el Parlamento Vasco y rechazado después en el Congreso de los Diputados.
Paralelamente, emerge una preocupación sobre el Estado resultante de un proceso descentralizador ilimitado. Son voces que consideran que el modelo autonómico desarrollado puede debilitar al Estado o poner en cuestión las funciones esenciales del Gobierno central. Incluso, aventuran, se está poniendo en cuestión la idea misma de España. Por supuesto, como complemento a estas expresiones —un tanto alarmistas, pero no despreciables—, crecen las disconformidades con la complejidad de la gobernanza territorial (duplicidades, ineficiencias, excesos de coste, etcétera).
Y aquí comienzan nuestros desacuerdos. En la primera legislatura de Rodríguez Zapatero (2004-2008), esta doble y antagónica pulsión coincide con el primer gobierno de Pascual Maragall en Cataluña, quien en su pacto de gobierno con ERC había asumido el compromiso de renovar el Estatuto de Cataluña.
Aunque me constan los intentos del gobierno por incorporar al PP a esta negociación para la reforma del Estatuto catalán, el contexto político descrito y la victoria de Rodríguez Zapatero en las elecciones de 2004 (inesperadas y sorpresivas para el PP), llevaron a Rajoy y a su partido a elegir el desacuerdo en esta reforma. Influyó, todo hay que decirlo, que el estatuto aprobado en el Parlament incluía excesos competenciales y una retórica nacionalista que su paso por las Cortes debería corregir. Fui ponente constitucional de la tramitación en las Cortes del Estatut y puedo afirmar que el PP se autoexcluyó de la compleja tarea de hacer constitucional el proyecto remitido por el Parlament.
No se trata de atribuir responsabilidades a los demás. Todos las tenemos en esta desgraciada ruptura de los consensos autonómicos, pero, lo cierto es que el PP se opuso a este estatuto, en el Parlament, en el Congreso, en el Senado y en el referéndum catalán. Es más, como es bien sabido, lo recurrieron al Tribunal Constitucional.
Curiosamente el PP fue protagonista principal de la reforma de otros estatutos de autonomía que tomaron al de Cataluña como modelo. Lo cierto es que en varias comunidades autónomas surgieron iniciativas para adaptar y modernizar sus textos normativos autonómicos. El Gobierno de Rodríguez Zapatero había asumido en su política autonómica tres objetivos: primero, la recomposición del diálogo institucional con las comunidades autónomas; segundo, el impulso federal a la cooperación institucional; tercero, el impulso al autogobierno mediante las reformas estatutarias de las comunidades autónomas.
Las iniciativas surgieron de los parlamentos autonómicos incluyendo a todas las fuerzas políticas del arco parlamentario: socialistas, populares y nacionalistas/regionalistas en las diferentes comunidades que aprobaron estas reformas (Valencia, Cataluña, Andalucía, Baleares, Aragón y Castilla y León). Pero, sobre todo, conviene precisar que los nuevos estatutos normalizaron y modernizaron los viejos estatutos, elaborados en plena etapa constituyente sobre textos muy breves y básicos, propios del contexto del inicio autonómico del período 1979-1983. Veinticinco años después y en el marco de las formidables transformaciones sociológicas, económicas y geopolíticas de España, las reformas estatutarias respondían a una necesidad indudable de adaptación y mejora de estas normas institucionales básicas del autogobierno de nuestras comunidades y a las reivindicaciones de mayor autogobierno, mejor financiación y atención a diversas singularidades que sólo podían abordarse mediante dichas reformas.
El Pacto territorial se recupera, pues, con estas iniciativas, paralelamente al gran desacuerdo surgido en el Estatut catalán. De hecho, muchos de estos nuevos textos estatutarios copian literalmente disposiciones y artículos del Estatut porque, no podemos olvidarlo, habían surgido demandas semejantes y propuestas de equiparación a Cataluña en los debates políticos de varias de esas comunidades: Andalucía, Valencia, etc.
Es así como puede decirse que estas reformas incorporaron al marco autonómico correspondiente:
No hace falta recordar más sobre ese triste y grave desencuentro político de Cataluña con España. No creo necesario insistir en las nefastas consecuencias que ha generado aquel intento, inviable jurídica y políticamente.
Lo importante hoy es constatar que una mayoría muy cualificada de los ciudadanos de nuestro país nos reclaman un diálogo y un acuerdo tanto dentro de Cataluña como entre las grandes fuerzas políticas españolas para abordar este grave desencuentro. Quizás no haya una solución única o mucho menos perfecta, pero la que sea debería contar con amplios consensos en Cataluña y en España.
En mi opinión, sería necesario abordar una alternativa perfeccionadora del modelo autonómico español, en clave federal (no confederal). Se podría plantear por ello una reforma de nuestra Constitución para (en paralelo a otras reformas necesarias en la Carta Magna) y en particular de su Título VIII, contemplar, entre otras, las siguientes medidas:
Pero hay dos condiciones políticas que deben establecerse previamente: la primera es la necesidad de ofrecer a Cataluña una reforma de su estatuto que dé cabida a un autogobierno y a una financiación, pactados previamente, tanto en el interior de Cataluña como entre PP y PSOE a escala nacional. La segunda, es dejar claro que ese modelo es autonómico y constitucional, no confederal —por tanto, la soberanía no se fractura— y que en él no cabe la autodeterminación bajo ningún concepto.
PSOE y PP están llamados a muchos pactos de Estado que nuestro país necesita, pero este es vital para el futuro de España. Depende de nosotros.