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Me apresuro a decir, desde el umbral, que este artículo carece de intención canonizadora, y que debería subtitularse «Viaje alrededor de mi biblioteca». Como toda selección, tiene lagunas, aparte de la omisión de todo el resto de la poesía en español de autores no españoles, que, por razones de espacio, se habrá dar en otra entrega. Quedan sin citar grandes autores que siguen su obra de parecido perfil en el quinquenio, proviniendo del anterior, premios significativos y un largo etcétera. Solo me guían la intuición y la experiencia lectoras, cicerones sometidos al relativismo que entraña toda perspectiva (una lección de visión lo es también de ceguera, irremediablemente). La intuición es como la madera que proporcionan algunos árboles, aromatizada por los frutos pero no muy resistente. La prefiero, no obstante, a los carriles de acero por donde transitan los profetas de lo infalible, a la crítica que pretende persuadirnos de que el mapa —el suyo— es el territorio, como si no nos hubieran castigado bastante con la palmeta de las generaciones y sus exactas sucesiones de difuntos.

A veces me he representado en la imaginación el papel del Antólogo de Poesía Última como un jugador de go, juego que procede de China y para el que se emplean piedras blancas y negras. El objetivo consiste en conquistar el mayor espacio posible, rodeándolo, frente a los avances de nuestro adversario. El Antólogo se encierra en su quinta y pone a su servicio a los poetas que él se ha encargado de santificar; entre sus paredes, ellos se afanan en servirle los mejores pedazos del banquete y se dejan los ojos en los telares para disimular que el Antólogo es un hombre que camina desnudo, un Tales de Mileto no absorto en la teoría astral, sino que mira solo aquello que le proporciona mejores dividendos simbólicos. El Antólogo y sus poetas se respetan y se temen; saben que lo suyo es un matrimonio de conveniencias. Me quedo mejor con la crítica apasionada por la que clamaba Baudelaire y que después desenterró Barthes. Con las piedras blancas y negras del go hagámonos un collar de cuentas deseando que un niño, en una travesura, las desparrame de un tirón por el suelo.

SENIORES

Quiero empezar por él. Recuerdo que, a mediados de los noventa, asistí por vez primera a una lectura de su poesía. Tenía lugar en el edificio de la Cámara de Comercio de Cáceres, en el centro de la ciudad, en una sala fría e incómoda, alevosamente antilírica. Caía una luz macilenta y neblinosa mientras José Ángel Valente leía de una forma seca pero no solemne, sin impostaciones ni espasmos rapsódicos. Al término, no hubo preguntas y yo tampoco me atreví a solicitar ninguna dedicatoria. Ahora pienso que aquella lectura puso en práctica su idea de la creación como un espacio de plena disponibilidad, al margen de generaciones, siempre en contra de la moda estéril y a favor del estilo propio, atento a otras culturas y otros lenguajes. El último libro de José Ángel Valente, Fragmentos de un libro futuro (2000), se publicó el mismo año de su muerte. Su título declara un carácter testamentario en la mediana del cambio de siglo. Si bien lo considero inferior en intensidad y organicidad a No amanece el cantor, se reconoce al poeta elegíaco, crepuscular, afirmándose en la memoria del hijo muerto y en su imposible diálogo, unidos en la sombra. El soliloquio hace recuento de las pérdidas: «Hay un eco infinito en los vacíos / desvanes tristes de la infancia perdida. / Y no encuentro las huellas de tu paso, / que tal vez fuera el mío. ¿Dónde? ¿Cuándo?».

En 2001 se edita la Poesía completa (1953-1991) de Claudio Rodríguez, el gran poeta hímnico y celebratorio de la promoción del cincuenta. No menos significativa considero la aparición de la Obra poética (1941-2005) de Manuel Álvarez Ortega. Pese a las eventuales variaciones temáticas, métricas o formales, cada libro de Manuel Álvarez Ortega conserva la memoria del anterior y anticipa el siguiente. Se recuerda lo que aún no ha sido escrito; por eso estamos ante una obra memorable. Profanaciones, epitafios y el viento helado de la culpa en un universo dominado por el dolor. Un mundo donde dominan los dioses oscuros brota a partir de una lectura lúcida del simbolismo y el surrealismo. Además de una memoria interna reconozco en esta poesía una memoria externa, elusiva y elíptica, una fuerza testimonial latente sobre la guerra civil y la posguerra.

Escritura en la perspectiva de la muerte, lámparas negras, cuchillos azules, la ciudad sitiada por el llanto. Arden las pérdidas (2003), de Antonio Gamoneda, se construye sobre versos cortantes y reticentes, que nos escaldan con sus silencios. La memoria y sus coacciones es uno de los núcleos simbólicos que estructura obsesivamente su obra. El expresionismo irracionalista que la distingue no se puede deshistorizar (ha habido bastantes interpretaciones desenfocadas por esta causa). La anáfora recurrente del verbo vi en muchos de sus poemas, más que remitir al Apocalipsis bíblico, da entrada a la conciencia del testigo y allí permanece en toda su violencia. Lo dice muy claro: «agua mortal en las cunetas».

Francisco Ferrer Lerín, raro entre los raros, rompió su largo silencio con Fámulo (2009), un poemario casi dodecafónico. Sagas familiares, ornitología, disparos a lo recóndito, crepitante de latinismos y celosías barrocas, tupido de referencias culturales privadas. De una ironía compleja, respira a cada instante una subjetividad fuera de molde que juega con el lector (Autor-Tahúr), con sus expectativas y con las convenciones de los géneros, descabalándolas.

La memoria amorosa (2011), de Carlos Edmundo de Ory, posee un carácter póstumo y recapitulador. Aquí están, entrelazados, el alquimista, el flâneur que cree ver a su padre muerto sentado en un parque público, el recuerdo de una infancia que siempre galvanizó sus escritos, la doma de los reveses del exilio (visto ya en la distancia, casi con serenidad taoísta). Capaz de reinventar su tradición a base de alfilerazos postistas, Ory desautomatiza lo consabido en cada página. Sobre el bastidor de los tres espacios que marcaron su vida (Cádiz, Madrid y Francia), se hibridan géneros diversos como el apunte diarístico, el poema en prosa y el microrrelato.

Después de poemarios neomodernistas que me enfriaron el aliento, Rapsodia (2011), de Pere Gimferrer, supone un revival de libros emblemáticos como Arde el mar y La muerte en Beverly Hills. Nos lleva otra vez al cine, a la pintura, para afirmar que el poema crea el teatro de su propia realidad y bruñe sus espejos nocturnos (toda la poesía de Gimferrer, como ha visto José Luis Rey, puede leerse como metapoesía). El sonido y el ritmo propagan la imagen, que es anterior al sentido: «Al explicarse, el verso nos explica; / lo verdadero es siempre inexplicable / y el poema se explica al llamear». Me acuerdo también, doblando la esquina del siglo xxi, del lamento negro y la rosa de sanatorio de Leopoldo María Panero, aunque sus mejores libros los escribiera solo hasta Narciso en el acorde último de las flautas y todo lo demás no fuera sino parodia de sus mejores versos, que sobrevivirán al fin lejos del Hombre de la Máscara de Hierro en que se convirtió o lo convirtieron.

Los poemas en prosa que componen Oeste (2013), de Pureza Canelo, rescatan la arteria de lo rural sin caer en añejos costumbrismos. Surge un cántico a un mundo que se ha ido, que se está yendo, en el que la palabra se aposenta, se reconoce y explora su ser. Sus primeras entregas atisbaron la inocencia del lugar común, aquí revisitado desde una óptica sustancialmente distinta: la inocencia y el tanteo sobre la rama se ha transformado ahora en una aprendida ignorancia, en una mirada que se arroja sobre las cosas, abismada en los licores fuertes de lo real, que busca ahí su contaminación tenaz, resolutiva, convocada. Se tuerce la sintaxis como el cuello del caballo, remueve el matorral del sintagma, descarna el sustantivo de determinantes, sincopa la música para retroceder hasta lo nimio.

La edición en 2015 por la editorial Calambur de la Poesía reunida (1967-1987) de Aníbal Núñez, unida años antes a la de algunos poemas inéditos, hace justicia a una obra cuya recepción no fue óptima en su momento. Emisario de las ruinas del lenguaje, Aníbal Núñez crea combinatorias intransferibles e hipérbatos-cerbatanas. También hay que celebrar la publicación en 2008 de la poesía reunida de José-Miguel Ullán gracias a Galaxia Gutenberg. Ullán acostumbra a borrar las marcas de enunciación, de tal modo que sus poemas hablan por la boca y por la espalda. Si bien no siempre consigo entrar en su férvido experimentalismo, me gusta recordar su ars poetica: «Llora, porque toda mirada entraña error. / Mas los andrajos, horca, palio y cruz no morirán por este llanto. / Mejor, fulgir a solas y rezar en balde. ¿Como el topo? Así; dueño de la penumbra y de su asfixia. / Hablando por hablar. A ciegas. Ojo del corazón, quema el paisaje».

POETAS CONSOLIDADOS

El canon dominante de la poesía española de finales del siglo pasado parece que no aprendió mucho la lección de Pessoa, Cernuda y Unamuno. Antepuso la anécdota narrativa al pensamiento, el attrezzo y la bisutería a la visión. Bien es verdad que, desde planteamientos realistas, autores como Álvaro Valverde, Vicente Valero y Antonio Cabrera, entre otros, no cayeron en esa fosa y desde el principio se aproximaron meditativamente a la Naturaleza, siguiendo el modelo de los lakistas ingleses y de los románticos alemanes. Matar a Platón (2004) representa un intento bastante logrado de unir lírica y ensayo a partir de la noción deleuzeana de acontecimiento. No importa tanto el hecho que se poetiza (un accidente de tráfico en el que un hombre es atropellado por un camión) cuanto su fenomenología, lo que da sentido a lo que sucede, el observador que es a su vez objeto de observación, en abyme, la ligadura del texto y su glosa. Se crea un escenario de actores y espectadores unidos por la contemplación del horror, que fluye sin dramatismos (el foco quiere ser objetivista). ¿Todo es mímesis entonces, resultado de una mera representación de la realidad? La respuesta —«la herida no, la herida nos precede»— trae ecos de la angustia primordial, de lo que Otto Rank denominó el traumatismo del nacimiento.

Aunque Julieta Valero ha publicado dos libros más tras Los heridos graves (2005), sigo considerando este último como su mejor obra y «Canción del empleado», el largo poema inicial, como uno de los cantos más hermosos: «Solo es hermosa la salvación del que casi está desconsolado. / Solo entiende la salvación el Herido Grave. / Yo respondería con la alegría sin gusano del padre primerizo y del patrón que halla peces / la del que expulsa su fluido y se ignora un instante / la del minero que reconoce de nuevo el sol / la alegría abisal del animal en su siendo». No trabaja con ideas o experiencias prefabricadas, con aquello que se impone a la razón o a los ojos, sino que explora la complejidad de lo real mediante una fina espátula lingüística y solo a su través apunta a las relaciones intersubjetivas, al deseo insurgente, a los conflictos de género. En sus versos se transparentan no pocos ecos vallejianos («pezonea su paciencia, irrítale / las corvas, el hueso sacro por la danza»), pero soldados a un estilo propio.

Olvido García Valdés recoge su poesía en Esa polilla que delante de mí revolotea (2008). No he dejado de leerla desde que la magnífica colección de Ave del Paraíso de Valladolid diera a conocer Caza nocturna (1997). A lo hondo del mundo se llega por la corteza, reuniendo lo estilizado y lo vital en una misma mirada de amor a la materia, a lo concreto casi imperceptible (y que se nos trae y se nos lleva). En sus for-mas, advierto la querencia por la vacilación como un estado del alma, crestas, capas, condensaciones y desprendimientos. El poema es entonces lo que se ha recobrado, lo que gotea sobre las hojas más leves. Y el encabalgamiento, aquí, como lo que los cazadores llaman muestra: el perro inmoviliza el cuerpo vibrante anticipando la presa y entonces entendemos tanto la inmovilidad como la fuga. El sitio que digo es este, el ojo interior y neutro de la zarza: «[…] qué hice que no / recuerdo, qué hicieron, / dónde / ocurre la vida y es libre y no / benigna, dónde con su herida / lo solo del animal».

La casa roja (2008), de Juan Carlos Mestre, recibió en 2009 el Premio Nacional de Poesía. A cierto culturalismo surrealizante de base incorpora acordes propios, su constelación de símbolos, su humanismo. Heredero del mejor Neruda, su capacidad para labrar imágenes parece no tener límites, y en ellas emulsionan nombres, ciudades, destinos, lenguas. El yo se fragmenta en máscaras suntuosas y monólogos dramáticos, se divide en progresión geométrica (poesía partenogenética), en infinitas correspondencias: «He leído durante toda la noche el Discurso sobre la dignidad del hombre, / de él se deduce la aritmética del mar y la Ley bajo la corteza de la encina, / de él se deduce el río de la ciencia y la golondrina de los caldeos, / de él se deduce la inexistencia de la muerte y la fecundidad de lo discutible». Todo lo visible y lo invisible toca su musculatura versicular, ya sentencioso, ya aligerado de humor. Lo aprecio más cuando su esteticismo poderoso no olvida los pozos ciegos de la Historia, como cuando resucita la silueta de Robert Desnos, muerto de tifus en un campo de concentración.

Basta pasear por las inquietantes naves del antiguo matadero madrileño de Legazpi para sentir una indecible aprehensión en el pecho. Las bóvedas transmiten la adherencia de la sangre y del gemido. No es fácil afrontar la lectura de Reses (2008), de Esther Ramón. El punto de vista distanciado y ajeno a todo confesionalismo nos ofrece una alegoría de lo que somos, de nuestras cárceles y sacrificios cruentos bajo el manto de un expresionismo que recuerda temáticas afines en Döblin, Perse o Julio Llamazares. En los intersticios de una naturaleza elemental llamean múltiples voces. ¿No es la Poesía un cordero de tres cabezas ante el que todos desfilan?

Cuando comenzó a publicar, Diego Doncel era un poeta metafísico, que bebía de Leopardi y de María Zambrano. Su poesía ha dado un vuelco evidente y considero Porno ficción (2011) como la prueba de este giro hacia la contemporaneidad. Su nihilismo se caracteriza por una inmersión crítica en la ciénaga del simulacro y el vacío (Baudrillard, Bauman y Lipovetsky al fondo). Las secuelas más oscuras de la posmodernidad nos ponen frente a voces estranguladas por la soledad y la falta de valores, que han sido sustituidos por la publicidad, la cultura del espectáculo y las pantallas. Nos sitúa entre Orwell y Blade runner, en una especie de Marienbad del horror y la distopía. Eros también ha sido aniquilado. Solo quedan limonada y ansiolíticos.

Por la cornisa experimentadora y metapoética, sin duda el poemario más destacado de este quinquenio ha sido Topología de una página en blanco (2011 en edición digital y 2012 impreso), de Alejandro Céspedes. Hijo legítimo del Livre mallarmeano y de su golpe de dados, esta obra arriesgada implosiona en imágenes de triple filo y, en una ceremonia de borrado, pulveriza la noción de sujeto lírico —autobiográfico— y desafía los límites del texto, donde confluyen la Física con la Estética (de la negación). Los blancos son aquí semiotizados, participan de un juego expresivo, plástico, significante, y es el Lenguaje mismo el que dirime y calla, como quería Blanchot.

Eduardo Moga es, para mi gusto, uno de los poetas de la actualidad que mejor utiliza el registro existencialista. En Insumisión (2013) apuesta por una estructura diseminada: se mezclan el poema en prosa y el verso, el lirismo se hibrida con lo diarístico, la gravedad con el sarcasmo y el homenaje tiende la mano a la parodia. Se encabalgan lo sublime y lo abyecto, la rosa y el arpón. Arranca de una conciencia encarnada, rastrea los abismos de la identidad desde las sensaciones que recibe un yo absorto. Todo se piensa a partir del cuerpo, que también es observado, pensado como viviente, entre los alquitranes vinosos del abandono y del ser-para-la-muerte.

Hasta El hundimiento (2015), la poesía de Manuel Vilas presentaba como rasgos distintivos un hedonismo de raíz whitmaniana y una ironía viscosa y ambigua, además de una gran fascinación por el ciclorama de las autoficciones. El poemario que comento, el más autobiográfico de todos los suyos, lo empapa un sentimiento de duelo y desolación, cristalizado en turbios remolinos anafóricos o en una parca narratividad. No es de extrañar que como correlato objetivo elija a Scott Fitzgerald, mundano y dipsómano, quien en Crack-up ya había dictaminado que los golpes más duros siempre vienen desde dentro de uno mismo. Merece la pena destacar el yermo interior que exhiben los personajes de «Los nadadores nocturnos», o el examen de conciencia con motivo de la muerte de la madre —fragilidad y cinismo— que manifiesta «974310439».

OTRAS VOCES (CODA)

Me interesan bastantes poetas nacidos a partir de finales de los años setenta, pero no dispongo aquí del espacio necesario para entrar a fondo en la cuestión. Sí quiero, al menos, citar tres nombres, no solo por la relevancia de lo hecho, sino también por lo que se vislumbra que pueden hacer.

Mis padres: Romeo y Julieta (2003), el tercer libro de Pablo Fidalgo, es una crónica familiar. Su voz suena limpia y nueva. Alrededor de la casa, referente real y simbólico (Bachelard nos enseñó que la casa emblematiza los estratos del yo), Fidalgo reflexiona sobre su lugar en el mundo, sobre los amores imposibles, sobre los lazos de sangre que nos llenan de responsabilidades, decepciones y arrepentimientos. Todo es larva en la habitación del Tiempo: nos terminamos pareciendo a nuestros padres, reconocemos en nosotros sus gestos, lo que para algunos es una maldición y para otros una sentencia casi sagrada.

Inclinación al envés (2014), de Julio César Galán, surge con resuelta voluntad de ruptura. Los contornos del poema, como los de la identidad, se disuelven y desmoronan, lo que promueve por lo demás una instancia lectora activa y creadora, que pueda leer entre y más allá de la línea. Son reconocibles los ecos creacionistas en el cultivo de la imagen. Los poemas se expanden en notas y porosidades, atacados por tachaduras y revisiones múltiples. En esta misma estela se emplaza también su antología Limados bajo el heterónimo de Óscar de la Torre.

Aunque esté hermanada con poéticas del compromiso como las de Jorge Riechmann, Antonio Méndez Rubio, el primer Fermín Herrero —pienso en su excelente El tiempo de los usureros (2003)— o Enrique Falcón (La marcha de 150.000.000, en su versión definitiva de 2009, me parece la propuesta más ambiciosa y lograda en este ámbito), la poesía de María Salgado, desde el banlieue de la literatura, transgrede esos límites, pues no solo explora en lo ideológico un tiempo por venir y el relato colectivo del mismo, sino también el libro por venir. Hacía un ruido (2015) es un mural polifónico donde se citan diversas lenguas y discursos, donde se ponen de relieve los aspectos orales y plásticos del idioma, en convergencia con la neovanguardia hispánica, movimientos como la poesía concreta brasileña o la language poetry estadounidense en torno a Charles Bernstein. Desafía los formatos de la página tradicional mediante texturas, grafismos y estratificaciones significantes, al tiempo que cuestiona el concepto de sujeto centrado y unitario a través de un apropiacionismo y una intermedialidad constantes. De eso se trata: de batallar en las fronteras de lo (im) posible.

Profesor de Literatura española. Universidad Autónoma de Madrid