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En las obras de Otto Dix encontramos la factura de un gran artista y un diálogo insobornable con la tradición, pero siempre bien mezclados en la paleta con la clara fidelidad a lo que él llama su voz interior: «Me lleva a alguna parte sin que me diga qué sentido tiene», confiesa. Precisamente por ello, su pintura no es una huida del sentido. Es una indagación profunda en la más estricta realidad; la invención, el descubrimiento, de un camino libre y propio, de un diálogo personal con el tiempo y con el hombre. Dos de sus opiniones así lo cimentan: preguntado por Lajos Kassak, Dix afirmará en 1958 y con rotundidad que «en el arte no hay progreso» y también que «sólo existe el arte realista». Desde esta perspectiva, su diálogo con la tradición sólo puede entenderse ya como la búsqueda, en los referentes de los grandes maestros y sobre todo en la iconografía cristiana, de los elementos que le permiten lograr la expresión más aproximada, veraz o realista de aquello que ha vivido. El pintor, con Dix, es el testigo.

«SER CAPAZ DE DECIR SÍ»

¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?, se había preguntado Hölderlin. «Hay que ser capaz de decir sí; sí a las manifestaciones humanas, que están ahí y lo estarán siempre», le responde Dix desde las trincheras. Y sabe lo que dice, porque ha pasado años y ha sido herido en ellas. Precisamente, para dar testimonio tanto de la alegría como del dolor y la iniquidad, desde la inocencia que suponen el dibujo, el carbón, la aguada, modula ese gesto de la tradición pictórica para invocar ex profeso, para despertar, sacudiéndola si fuese necesario, nuestra conciencia. «Yo pinto naturalezas muertas. La furia no se puede pintar», revela. Naturalezas muertas: bodegones donde los seres y las cosas que dibuja llevan toda su vida y toda su muerte a cuestas. Así también pueden entenderse sus retratos, «still life» entre la esperanza y la desolación. Pero es que él mismo comparte esa carga, ese mundo sombrío, y nos ofrece su testimonio. Cabe recordar que sólo un tiempo, un paso más allá, bajo el peso de las cenizas del Holocausto, otro poeta, Paul Celan, le reprochará a su propia angustia: «Nadie testimonia por el testigo».

Otto Dix en su estudio de Hemmenhofen, 1964. Fotografía de Stefan Moses

Otto Dix en su estudio de Hemmenhofen, 1964.
Fotografía de Stefan Moses

EL TRIUNFO DE LA MUERTE

Otto Dix sale de su experiencia en la Gran Guerra no pintando a los héroes en sus senderos de gloria, sino balumbas de cadáveres reventados sobre las trincheras. Y en el momento en el que la sociedad alemana se abandone al vértigo de su euforia, el pintor le recordará aquello que quiere ocultarse: la deformidad, la prostitución o la decrepitud y las mutilaciones de los veteranos. Y cuando triunfen los nazis en política, Otto Dix mirará a Brueghel y Grünewald y repintará El triunfo de la muerte y Los pecados capitales. ¿Cabe apelar a un mayor compromiso, arrojar una mirada más penetrante y resuelta sobre la realidad y sobre la tradición? ¿Cabe una búsqueda más fidedigna del sentido? Por ese testimonio ofenderá tanto a la dictadura de Hitler, que lo repudiará y lo calificará de artista degenerado; y también por ello verá destruidas muchas de sus obras.

Otto Dix en, 1964. Fotografía de Stefan Moses

Otto Dix, 1964.
Fotografía de Stefan Moses

Dix es vitalmente un humanista, nietzscheanamente humano, demasiado humano. Un artista de la órbita cultural cristiana, otra «hormiga solitaria en el hormiguero destruido de Europa», como en 1945 se describía a sí mismo Ezra Pound desde su jaula en Pisa. En la iconografía sagrada Otto Dix encuentra los referentes de la ruina presente, los ejemplos como Job, el Ecce Homo, el Varón de Dolores, la Crucifixión y otros que le permiten interrogar directamente por el sentido al mundo que le ha tocado vivir, que le oprime y cuya experiencia le abruma. También, un poco antes, había hallado en la iconografía cristiana —por ejemplo, cuando se retrata como San Cristóbal, portando a su hijo —una proyección esperanzada del futuro. Ahora bien, los suyos no son cuadros religiosos en un sentido estricto. En realidad él mismo declaró: «No soy cristiano, pues no puedo ni quiero cumplir la grave exigencia: Seguidme». Otra vez en los antípodas del manifiesto, de quien hace proselitismo de su modo de entender el arte. No quiere ser ejemplo para nadie. Sólo rebusca en las viejas imágenes gastadas. Pero se inscribe radicalmente en la tradición cultural cristiana porque ha sabido convertir definitivamente —como dice Ulrike Lorenz en el catálogo de la muestra de la Fundación March— los arquetipos sagrados en símbolos comunes, para todos los seres humanos, de la angustia y la esperanza en un mundo oscurecido. No lo hace desde la fe heredada —su escepticismo de imantación nietzscheana (Dios ha muerto) no podría enarbolarla—, sino que, fiel a su voz interior, comprometido hasta el fin, exprime alegorías apenas cifradas para subrayar los signos que percibe en un presente orientado hacia el desastre… Quién sabe si, paralelamente, habla del nuestro.

Así que nada de degeneración, ni un ápice de escapismo, ni un arte al servicio de una revolución o de cualquier otra ideología; nada de aberración que no sea el reflejo de una aberrante realidad, tratada con la rigurosa mirada que la enfoca, encontraremos en Dix. El pintor vive inmerso, es cierto, en el tiempo y en el modo de las vanguardias históricas, pero mantiene su pensamiento y su pintura lejos de un fácil acomodo gregario en los ismos. Tengamos también en cuenta que dos de sus más importantes obras actualizan de manera brillante un formato tan ejemplar como es el tríptico para tratar dos asuntos graves: la guerra y la locura de la gran ciudad en aquel pasillo incauto de entreguerras.

LA HONDURA DEL TESTIGO

No vivimos a salvo —nunca se vivió a salvo—, sino sitiados por nuevos desafíos y contradicciones que pueden rasgar fácilmente el velo de lo que entendemos como realidad, lo que creemos realidad asentada. Pero nos encanta saciarnos acariciando la tersa piel de las artes plásticas. Y qué dulzura, qué intenso deleite proporciona limitarse a ese gesto de primera intimidad con las pinturas, esculturas u otras formas artísticas. Es una manera civilizada de dejarse asaltar por la emoción que nos despiertan, o de provocar esas emociones que, en el fondo, están alimentadas o —mejor dicho— adiestradas desde los inicios de nuestra educación estética, y que, además, nos ayudan a comprender el mundo, con el no desdeñable precio de compartimentarlo: dividimos la historia en eras y escuelas que, de un modo a la postre pacífico, transitan y se superponen para darle un sentido «cultural» a nuestra contemplación.

Mas no debemos desdeñar la hondura del testigo. Tal vez ésta sea una exposición más contemporánea, o que merece la pena no ver sólo desde ese punto de vista «cultural». La vida de un artista es mucho más complicada que lo que los manuales de Historia del Arte transparentan. Incluso, muchos pintores han hecho de su rebelión contra esa lectura «cultural» el motor de su creación. Se hacen provocadores y exigen una mirada muy libre para profundizar en su mensaje. Pero algunas veces crean, aunque sea a su pesar, un modo tan antitético y tan rabioso contra esa visión «cultural» —un modo «contracultural» en sentido estricto— que cae presa de los mismos defectos que denuncia, de la misma relación epitelial, de idéntica «superficialidad». Por eso vale la pena asomarse al diálogo de Dix con el pasado, con aquel tiempo de las vanguardias y también con el nuestro. Recordemos que en su prólogo a El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde señaló la grieta fundacional del edificio estético: quien se adentra bajo la superficie en una obra de arte lo hace a su propio riesgo.

Asuntos como los límites de la libertad del artista para elegir la expresión y la invocación de realidades y tradiciones, hoy puesta en tela de juicio por la publicación de unas viñetas en Dinamarca, a pesar de la sangre —y la inteligencia— que fue derramada para conquistarla; temas como la revisión de la heredad y el ser de Occidente, visible en nuestra manera acomplejada de ocultar el pasado y de asumir algunos valores de la cristiandad que fuimos —hoy a debate en manifiestos y ayer en la Constitución de la UE—; incluso otras polémicas públicas sobre la conveniencia de mostrar la crueldad de las imágenes de una guerra, los vídeos con el degüello de rehenes secuestrados en Irak o las fotos de los ataúdes de marines —los disímiles senderos de la gloria— devueltos a Estados Unidos. El precio — o el desprecio— de una vida, la dignidad de las víctimas. Todo ello vibra en nuestro interior mientras contemplamos los lienzos y dibujos de Otto Dix. El pintor de aquellas batallas sigue siendo —y tal vez para siempre— nuestro testigo. Aún nos sorprende su honestidad, la de esa afirmación: «Sí, sí a las manifestaciones humanas, que están ahí y lo estarán siempre». Y sólo bajo esta percepción, orgullosa y doliente a un tiempo, podremos testimoniar por él, como quiso Celan.

Periodista, Jefe de la sección cultural de ABC