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Antes de que las naciones europeas sucumbieran al desastre bélico en 1939, Ortega compuso un retrato clarificador de las sociedades de masas, fértil para el análisis de la convulsa actualidad geopolítica, más allá de los vicios de su escritura, inflada a veces por la vanidad venial de metáforas algo pretenciosas o acartonadas. En él, trata de zafarse de las estrecheces terminológicas de la época, rechazadas por incurrir en una suerte de hemiplejía (“Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”), pero aún hoy persistentes por inercia y pereza analítica, a pesar de que confunden más que aclaran acerca de los aspectos esenciales del panorama electoral y de la realidad política.

En 1930, la Historia ofrecía ya suficientes muestras de unas tendencias que estallarían después, con la Segunda Guerra Mundial, y que, si bien bajo condiciones distintas, rebrotan en nuestros días. Una relectura de La rebelión de las masas ofrece pistas con las cuales sopesar los movimientos ideológicos que, desde la constitución de sociedades masivas (“el advenimiento de las masas al pleno poderío social”, dice Ortega), se alimentan de las pasiones desatadas en fases de crisis e incertidumbre social, económica, política.

El encuadre que propone Ortega no es técnicamente político. Es, más bien, pre-político y neutro —aun defendiendo un liberalismo poco definido políticamente—, es decir, filosófico, radical, en el sentido en que su filosofía pretendía serlo. Se trata de dar un paso hacia atrás para observar con la distancia que el análisis requiere esa realidad social e histórica en la cual un “politicismo integral” se impone como marca distintiva de la era de las multitudes, que al emerger como agente social, empujan a la política a cubrir todos los aspectos de la existencia. La aparición de las masas reduce lo vital al posicionamiento ideológico, a la puesta en escena pública. A la política como imagen. Dicho de otro modo y un punto más allá de Ortega: la política queda investida de las galas y ceremonias reservadas otrora a las religiones. Las ideologías ocupan ahora el lugar de la religión en retirada. El Pueblo o la Gente, el del Dios vacante. Por eso no es ya que la aglomeración de individuos en las grandes urbes decante nuevas políticas. Es que esa amalgama de sujetos diluidos en la masa y tendencialmente indiferenciados se erige en protagonista político y lo político tiende a absorberlo todo. La individualidad se difumina y el peso de las masas marca los cauces de la acción pública. Ahí, la codificación de los brotes pasionales, su cristalización en reivindicaciones políticas y en movimientos populares ocupan el escenario visible. El poder es imagen, siguiendo a Maquiavelo. La apariencia creíble de poder es, en sí misma, ejercicio de poder. El manejo de las imágenes y de los dispositivos simbólicos permite encauzar los sentimientos elevados a asuntos de Estado y desviarse o renunicar al tedio de las medidas técnicas —sin las cuales la estabilidad de la nación es inviable—, tras denunciarlas por opresoras y al servicio de la casta, apartarse de la aburrida gobernación de un país a medio y largo plazo y entregarse al espectáculo televisado o tuiteado con el cual consolidar el poder. Y la demagogia espectacular se alza más fácilmente en fases de debilidad o descomposición del Estado, como la que España padece en estos momentos.

Las causas del triunfo de las masas en Europa, según Ortega, son sobre todo la “educación progresista de las muchedumbres” y el “enriquecimiento económico de la sociedad”. Los efectos perniciosos más sintomáticos de este espasmo histórico, cíclico, advertidos también por Ortega, son la mediocridad y el infantilismo. Como dos caras de la misma moneda, la escolarización universal y la tecnificación de la infancia y de la adolescencia han generado el paradójico resultado de sujetos en edad escolar a la vanguardia de los aparatos electrónicos y de una realidad virtual casi obsesiva, huérfanos de una formación académica sólida, y, al mismo tiempo, víctimas de un síndrome de Peter Pan sin precedentes. Con gracejo no exento de casticismo desenfadado, Ortega habla de la época del “señorito satisfecho”. Diríamos nosotros: el niñato consentido y tiránico que lo tiene todo al alcance de la mano y cuyos deseos son órdenes para los adultos que le sirven. Déspotas que se creen libres por acceder a cualquier trivialidad con sólo pulsar en una pantalla táctil. La hipérbole indica la tendencia. En este marco, el triunfo de las masas es el triunfo de la mediocridad, el “derecho a la vulgaridad”. Lo vulgar no es ya lo cotidiano, lo privado, sino un motivo de reivindicación política e, incluso, de imposición. Las aristas de lo excepcional (tan raro como sublime, sentenciaba Spinoza en las últimas palabras de su Ética) resultan sospechosas, marginales, casi clandestinas.

Quizá lo más esclarecedor para una lectura sobre los inicios del siglo XXI sea reparar en la concepción de hombre-masa ofrecida por Ortega pero llevada a una escala más extrema en términos cuantitativos y cualitativos. La definición de hombre-masa no tiene que ver con clases sociales, no es asimilable al proletariado, no responde a criterios socio-económicos, sino éticos y vitales o, diríamos por nuestra parte, estéticos, filosóficos. El hombre-masa es el que no se valora a sí mismo, el que, por ello, necesita recibir su valor del flujo y la inercia del grupo, de la identificación en la que su insignificancia es sofocada, ocultada. Es el sujeto que no se reconoce más que en el eco de las multitudes, en la espontaneidad fácil de lo nuevo, lo joven, lo que aún no ha sido torcido. Es un adán sin tradición, sin historia, sin pasado, sin herencia, sin deudas, puro, limpio de conocimientos que mancillen su virginidad de buen salvaje, vacío y libre, es decir, pleno de esa ilusión de libertad que es la más férrea esclavitud, la que el propio esclavo ama como a su vida, a la que se agarra porque sin ella nada tendría, nada sería, desamparado ante su fragilidad vital. Es la rebeldía contra todo lo que ponga en peligro su servidumbre. Es el niño caprichoso dotado de las ortopedias digitales que lo elevan a señor feudal con derecho de pernada, a lactante eterno cuyos deseos subjetivos se convierten en derechos políticos que el Estado ha de sufragar, ganados ya sin más merecimiento que haber nacido:

“Tiene sólo apetitos, cree que sólo tiene derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob.”

La ordinariez estética y social que teme Ortega se respira hoy en las ciudades, en las televisiones, en las redes. La nobleza ausente o residual reivindicada por el filósofo madrileño no es cosa de linaje o sangre. Es la altura intelectual y estética a la que el hombre libre se obliga con tal de no ser mero repetidor de consignas, lemas o clichés vacíos. En este marasmo, la sentimentalización masiva de lo político a golpe de tuit, titular o pancarta es el alimento con el que populismos de transversalidad ideológica elemental engordan. Negando legitimidad a las leyes —nunca perfectas, pero tampoco caprichosas—, a su objetividad impersonal y precaria, bajo la proclama de que son grises artificios que oprimen la Santa Voluntad Popular de las buenas gentes, se erigen en la voz de los perdedores de la Historia, condenados a perecer trágicamente bajo el mando de los que dicen ser de los suyos.

Profesor de Filosofía y escritor.