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En un mundo erizado de estereotipos, Alain Finkielkraut (nacido en París en 1949) encarna el caso del pensador reacio a ser etiquetado, denunciado por los nuevos inquisidores (multiculturalistas, neofeministas, proislamistas, populistas, como DieudonnéAlain Soral…), atacado físicamente durante las protestas de los “chalecos amarillos al grito de “sionista”, y tachado de converso y de traidor a unos ideales rebasados por la realidad. La influencia de su obra reside tanto en la calidad de su escritura y lo afilado de sus análisis cuanto en su peripecia biográfica, muestra ilustrativa del sino de una generación incrustada en los abismos de la Historia reciente.

Ya en la década de los años 80 vislumbró el panorama actual, un ambiente mediático reaccionario, relativista, que somete la razón común a la sentimentalidad y los particularismos

Judío ateo, izquierdista desencantado, progresista desengañado, ilustrado crítico, es de los pocos que ya en la década de los 80 vislumbró el panorama actual, un ambiente mediático reaccionario, relativista, que somete la razón común a la sentimentalidad y los particularismos (en los medios apenas hay espacio para el análisis, saturados de buena conciencia y moralina). Avivó los debates intelectuales y se posicionó a la contra, como prueba la polémica sobre el velo islámico en Francia. Es precisamente por ello un autor de referencia en los debates del cambio de siglo, con mucha presencia en los medios, muy influyente, tanto por las adhesiones como por los rechazos que sus intervenciones generan.

Su figura presenta la peculiaridad biográfica de pertenecer a la estirpe de los judíos franceses ateos de izquierdas, arrasados por la memoria de un pueblo singular en conflicto con la historia de Europa y Francia y con las mutaciones de una intelectualidad arrojada a las sombras de su reflejo en el espejo del tiempo. Esa condición hace de Finkielkraut un testigo excepcional de los vericuetos por los cuales el pensamiento de una generación a caballo entre dos milenios transita, sacudida por la perplejidad, la incertidumbre y las paradojas de una realidad que en su aparente novedad repite cíclicamente los vicios del pasado.

Nacido en París en 1949, es hijo único de judíos fugados de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre era superviviente del campo de Auschwitz, adonde había sido deportado en 1941. Su formación intelectual es filosófica. Profesor de Historia de las Ideas en la Escuela Politécnica de París, ha impartido también clases en Berkeley. Desde los años 70 publica ensayos de crítica social y política que han suscitado encendidas polémicas.

Los autores en los que se apoya en sus obras son, por ejemplo, Condorcet, Tocqueville, Renan, Péguy, Lévinas, J. Benda, Lévi-Strauss, Kundera… Y, a la contra, disputa con los reaccionarios de ayer y hoy, los defensores del Antiguo Régimen del pasado y de los nuevos privilegios identitarios del presente, frente a la igualdad ante la ley y la ciudadanía, los que llevarían la etiqueta con orgullo, De Maistre, Barrès, y los que repudiarían tal condición, especialmente Régis Debray.

Esta secuencia intelectual y biográfica puede recorrerse en sus puntos más decisivos a través de la lectura de tres obras esenciales del autor: El judío imaginario (1980), La derrota del pensamiento (1987) y, unas tres décadas luego, La identidad desdichada (2013) y En primera persona (2020).

EL JUDÍO IMAGINARIO O LA TRAMPA DE LA ASIMILACIÓN

En El judío imaginario, (1981), Finkielkraut afronta la paradójica identidad del judío, que es la suya como hijo de inmigrantes judíos del Este en la ilustrada Francia tras la Segunda Guerra Mundial. En tal tesitura, el judío francés se topa con un privilegio inverso, según Finkielkraut, con un regalo inmerecido capaz de situar al titular en la nobleza de la era de la victimización, y su identidad consiste en un paradójico desarraigo, en una carencia de anclajes. Acaso lo más sugerente de su apuesta filosófica sea el reconocimiento explícito pero inquietante de ser, como judío asimilado, un nómada sin identidad, una perplejidad errante: «judío sin sustancia, (…) en estado de ingravidez, despojado de lo que había podido ser su universo simbólico. (…) La judeidad es lo que me falta y no lo que me define; es la quemadura ínfima de una ausencia

En el judaísmo, la precariedad de la condición humana produce una identidad errante, en diáspora, que da el paradójico ejercicio de la forja de una identidad que nada en la nada.

Ante el vacío dejado por el declive de las grandes narrativas tras la caída del Muro de Berlín, las generaciones en ciernes necesitaban viejos mitos actualizados: «La adolescencia del 68 tenía la cabeza repleta de relatos legendarios»

Pero Finkielkraut, vástago del izquierdismo sesentayochista al mismo tiempo que judío imaginario, formaba parte de una identidad hecha a un tiempo de vacío histórico y de opulencia social, de mitologías revolucionarias y anticolonialismo colonial. Esa fractura generacional, abierta en toda su crudeza unas décadas más tarde, cuando la alternativa parecía ser el revisionismo del converso o el empecinamiento nostálgico de la rebeldía juvenil, muestra la vía de fuga que la Europa del siglo XXI habría de padecer. Ante el vacío dejado por el declive de las grandes narrativas tras la caída del Muro de Berlín, las generaciones en ciernes necesitaban viejos mitos actualizados: «La adolescencia del 68 tenía la cabeza repleta de relatos legendarios.»

Así, el pensamiento de Finkielkraut se va configurando en disputa con su condición de judío sin Dios y de izquierdista sin Revolución, empeñado en el intento por escudriñar las peculiaridades de la identidad como síntoma que atraviesa los tiempos postilustrados. Esa identificación se materializa en el lenguaje y en su ritualización, fuerza capaz de dotar de sentido a base de vocablos sagrados, como revolución, democracia, libertad, progreso (palabras-espejo, las llama Finkielkraut), que garantizan la solidez de los lazos de comunión con los cuales los sujetos desamparados se identifican y hallan amparo en un mundo simbólicamente indestructible, pues «son vocablos que no se eligen por su contenido: nos dejamos seducir por su magnificencia.»

LA DERROTA DEL PENSAMIENTO O EL FRACASO ILUSTRADO

En La derrota del pensamiento (1988) Finkielkraut destaca por detectar los síntomas de una crisis que hacía patente el fracaso del proyecto ilustrado: La eclosión de identidades (tribalismos, localismos, orgullos sexuales, folclóricos, feminismo, ideología woke, populismos, nacionalismos étnicos…), la erupción de identidades disgregadoras de la razón común y, por tanto, de los lazos de ciudadanía, de las bases objetivas del saber, el desprestigio del conocimiento bajo el imperio de los afectos, el narcisismo generacional, la persistencia bajo formas renovadas de viejas fobias, como el antisemitismo. La denuncia de esas reacciones a los principios de la Ilustración relegó a Finkilekraut a los márgenes del proscrito por los biempensantes, señalado -como él mismo afirma- con la letra escarlata.

Para entender ese proceso a gran escala, Finkielkraut disecciona las transformaciones sufridas por Europa y sus peripecias hasta las dos grandes guerras a raíz de la sacudida histórica generada por la Revolución francesa y la constitución de los Estados-nación. El vacío de trascendencia abierto trastrueca las dinámicas de poder y deja a expensas de nuevas fuerzas un sujeto político nuevo, las masas, el pueblo, al que costará dar forma cultural e ideológica, como trasunto operativo de una religiosidad obsoleta. Pero Finkielkraut no cedió a la tentación del populismo ni condescendió con la demagógica alabanza de las masas para evitar caer antipático mediáticamente.

La cuestión que se atrevió a dilucidar, a trasmano de las modas intelectuales de la postmodernidad, fue el papel de la tradición, que entendió críticamente, es decir, ni santificando el pasado ni glorificando el futuro, ni repudiando la herencia ni sublimando la innovación, pues la presunta ruptura con la herencia se materializa en una herencia legitimada en cierto modo por su novedad. Los mecanismos de dominación se sofistican y consolidan, no se eliminan. Cambian las modas retóricas a la hora de buscar legitimidad, pero no se produce una inversión real del poder que haga de las elites subordinados de las bases. La disolución del derecho divino en derecho humano no podía fundarse en la inmanencia el poder político. La Humanidad, plural y multiforme, cuando no mera abstracción metafísica, resultó inasequible a un proyecto político global. Finkielkraut confronta, en este punto, las diatribas de Joseph de Maistre contra los espasmos revolucionarios para desvelar sus pulsiones idealistas. Los tradicionalistas, desde su sesgo ideológico, denunciaban las inercias del nuevo ideal, lo cual no deja de resultar amargo para el ilustrado crítico que Finkielkraut trata de ser.

He aquí la aporía fundante de la política contemporánea: la aspiración a una universalización por la vía de los derechos humanos que reemplace la globalización ecuménica de la vieja religión se demuestra inviable y, en su lugar, el enraizamiento en un fondo nacional actualiza en términos políticos las deudas étnicas supuestamente superadas. ¿Cómo resuelve la Historia semejante paradoja? Según Finkielkraut, por la vía de la identidad nacional, condensación histórica, social, demográfica y cultural, con implantación política histórica que, una vez entrada en fase de debilitamiento orgánico en los inicios del siglo XXI, romperá en particularismos, populismos y nacionalismos étnicos, fragmentando los ya de por sí precarios vínculos comunes que, cada vez con menos fuerza, sostienen la civilización.

Finkielkraut nos muestra la secuencia: De la identidad nacional al Volkgeist y la raza. De la raza, deslegitimada tras Auschwitz, a las culturas, nuevo revestimiento de las identidades triunfantes, alentadas por los vientos espirituales del romanticismo en su variante postmoderna, bajo las cuales perecen los principios de la racionalidad común históricamente cristalizados en la civilización occidental, sospechosa por colonialista a partir de ahora: «En cuanto la palabra raza pasa a ser tabú en la Unesco, el modo de pensamiento tipológico y el fetichismo de la diferencia se reconstituyen al amparo del irreprochable concepto de cultura.»

La cultura es la nueva máscara de la raza, pero «no basta reemplazar raza por cultura para terminar con el racismo.»

La cultura es la nueva máscara de la raza, pero «no basta reemplazar raza por cultura para terminar con el racismo.» Por eso, la perspicacia de Finkielkraut se demuestra al detectar el latido del romanticismo en estas formas de la identidad del tercer milenio. La soñada liberación anticolonial -insiste Finkiekraut- acaba, pues, en asfixia identitaria, en dispersión étnica, y la palabra cultura, fuente sagrada de legitimidad, hace de coartada inexpugnable.

De modo que la ideología anticolonialista oficial (UNESCO, ONU…) quizá no sea tanto producto de una suerte de cargo de conciencia del Occidente colonial cuanto el cauce por el cual garantizar la perpetuación de nudos de poder investidos de una renovada legitimidad mediática y política, en una monstruosa confluencia de Joseph de Maistre y Marx. Sin embargo, Finkielkraut atina al indicar que las décadas de final de siglo XX enfilan hacia una fase más allá en la cual Marx también ha quedado rebasado. La obsolescencia histórica del marxismo, consumada a escala política con la caída de la URSS, queda sellada por el relativismo postmoderno, hecho de atomismo étnico, indigenista, narcisista y pequeñoburgués. Lo que habría triunfado es un romanticismo pertinaz, un idealismo trivial, un voluntarismo miope, encogido hasta sus átomos folclóricos o subjetivos (en aras de la Cultura) al servicio de los amos de la nueva sociedad feudal digitalizada.

En este paraíso ilusorio, una de las instituciones destinadas a ser arrasadas por los nuevos tiempos es la escuela republicana, asunto de extrema gravedad que Finkielkraut examina en profundidad también en otros textos. La suplantación de la cultura como formación e instrucción por la cultura como origen, como raíz, como sustrato étnico, como privilegio tectónico, folclórico, abre la vía segura para la difusión global de la incompetencia, para la pauperización del saber, repudiado por imperialista. Lo que no deduce Finkielkraut de esto, aunque sí lo apunta recientemente en La identidad desdichada, es que esta deriva constituye la vía populista hacia la privatización del alto saber por unas elites, una feudalización de la escuela pública de masas. El elitismo del conocimiento y su transmisión no es reemplazado gloriosamente por una igualdad plena, sino por un elitismo miserable, degradante.

Al calor de este dogma, se priorizan los saberes “ancestrales”, indígenas, primitivos frente a los saberes universales, científicos, académicos. Como si la hechicería pudiese explicar la filosofía y las ciencias, y no al revés. Como si la homeopatía fuera superior a la medicina. Los vástagos del tercermundismo y los gurús de la postmodernidad encarnan las versiones actuales de la dialéctica entre poetas y sofistas que acabó con Sócrates.

Bajo la denominada “cultura de la cancelación” el uso de los contenidos culturales del otro es condenada por la santa inquisición woke como invasión ilegítima

Pero este aspecto, propio de la era de la exaltación postmoderna de lo exótico y del mestizaje, ha claudicado en la segunda década del siglo XXI. Bajo la denominada “cultura de la cancelación” el uso de los contenidos culturales del otro es condenada por la santa inquisición woke como invasión ilegítima, como “apropiación cultural” de lo que sólo a los miembros de rancio abolengo de las minorías pertenece. La cultura de la cancelación es la fase superior de la postmodernidad. El postmodernismo se ha hecho tercermundista, los sofistas del nuevo milenio se repliegan al papel de profetas de la defensa de los rasgos culturales que no les pertenecen, en un acto continuado de contrición y espíritu de enmienda por el pecado original de colonialismo occidental. El cliente-rey, el consumidor de tradiciones ajenas se ha convertido en un masoquista o en un penitente que se flagela por usurpar la cultura de las minorías victimizadas. Le queda apenas su defensa folclórica y racista y su consecuente ataque a la objetividad de la razón común, timbre de honor de la civilización agonizante.

LA IDENTIDAD DESDICHADA O EL NARCISO MARCHITO

Treinta años después, la identidad diagnosticada como patología histórica ha entrado en fase de expansión global. En La identidad desdichada (2014), Finkielkraut se reafirma en sus posiciones fundamentales y ajusta el análisis corrigiendo y matizando algunas de sus claves y completándolo en función de los fenómenos históricos de la segunda década del siglo XXI.

Con la perspectiva del tiempo, la supuesta conversión del intelectual se revela más bien como el resultado de la mutación de un mundo que le ha dejado expuesto a retóricas y campos simbólicos, en los cuales el significado de las palabras ha sido trastocado o vaciado. Habrían cambiado las circunstancias más que los principios morales o vitales del intelectual etiquetado ahora de neorreaccionario. Las resistencias del pensador no se deben tanto a la furia del converso cuanto a la pérdida de un universo de sentido conceptual al hilo de las transformaciones políticas, sociales y culturales. Apegarse a una fidelidad tenaz, si bien crítica, a los principios de la Ilustración deja a Finkielkraut, como a otros pensadores de su generación, a los pies de los caballos de la acusación de alta traición a unos ideales que nunca fueron suyos. Recibiendo la etiqueta de revisionista, se enfrenta a los mitos del progreso desde un enfoque que se quiere progresista, ilustrado. La confusión es irremediable mientras el debate no se libre de las distorsiones de la identidad, de la hemiplejía daltónica de las etiquetas.

Que nacionalismos étnicos o lingüísticos, integrismos (como el islámico), indigenismos, tercermundismos, infantilismos y relativismos pasen por ser hoy reivindicaciones de la “izquierda” no impugna la trayectoria de estos pensadores, que se han negado a obstinarse en la nostalgia ideológica, sino que desmiente la autenticidad de tal impostada izquierda, medalla hueca que, como ilusorio circo de espejismos y luces de neón moralizantes, contribuye a aumentar la cuenta de ingresos de multinacionales 2.0. y grandes potencias emergentes. El fenómeno denota la debilidad del modelo de la democracia liberal occidental y explica la renuncia, o la mera incapacidad material, a su expansión por las antiguas colonias o los territorios dominados por otras estructuras de poder.

En esta sacudida histórica se encuadra la crisis de la escuela republicana a partir de los años 70, la consecuente exaltación demagógica de la juventud como valor en sí mismo

En esta sacudida histórica se encuadra la crisis de la escuela republicana a partir de los años 70, la consecuente exaltación demagógica de la juventud como valor en sí mismo, glorificado como consumidor preferente en la inmediatez del consumo compulsivo, y la condición de sospechoso o de obsoleto del saber y, por extensión, de la vejez.

Es otro de los síntomas de la derrota de la Ilustración, acaso uno de los más lacerantes, y de sus fragilidades históricas, las que la abocan al sino de consigna pervertida o corrompida, de arcaísmo obsoleto, barrido por los vientos furiosos de la Historia. La Europa que edificó la venerable tradición de la anti tradición sucumbe rendida ante sus propias contradicciones. Bajo la explosión de las diferencias identitarias, desfallece, como Narciso, hipnotizada por su propio reflejo falaz.

Profesor de Filosofía y escritor.