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En nuestra era electrónica, si queremos leer a santa Teresa no nos tenemos que preocupar de si están en la biblioteca doméstica los tres volúmenes clásicos de las obras completas, editadas en la BAC por el padre Efrén de la Madre de Dios, ya que a un golpe de tecla accedemos ahora en la pantalla a estas obras completas, en edición del padre Efrén y Otger Steggink (2012) o la edición crítica de Tomás Álvarez en la Editorial del Monte Carmelo, por ejemplo.

Libro de la Vida, Camino de perfección, Castillo interior o las moradas, Las fundaciones, Conceptos de Amor de Dios, Exclamaciones del Alma a Dios, Constituciones, Modos de visitar conventos, Poesías, escritos menores y cartas ahí están. Y si queremos una edición netamente literaria, podemos acudir al volumen I de Místicos del siglo XVI, preparado por Francisco Javier Díez de Revenga para la Biblioteca Castro.

El libro de la vida, (Lumen), 520 págs.

Da qué pensar especialmente las muchas reediciones del Libro de la Vida realizadas en el último año, sin duda al calor del centenario. Hoy, además del mencionado padre Efrén de la Madre de Dios, que lo publicó en la BAC en 1974 y la edición de Dámaso Chicharro (Madrid, Cátedra, «Letras Hispánicas», 1979) y la mencionada de la Biblioteca Castro, está la de José López Navarro (Madrid, Rialp, «Patmos», 2014), la de Fidel Sebastián (Barcelona, RAE, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2014) o la de Elisenda Lobato (Barcelona, Lumen, 2015), por ejemplo.

La edición de Rialp divide la Vida en dos tomitos, los capítulos de la «vida externa» forman el primer volumen; los que constituyen un tratado de oración, inextricablemente unidos en el original a los de su experiencia vital, forman el segundo.

No deja de ser sorprendente que una «cuenta de conciencia», pedida por el confesor, llegue a convertirse en literatura

En todo caso, la proliferación de ediciones y la variedad de editoriales sugieren un público que acude al encuentro del Libro de la Vida (1ª edición sin capítulos, de 1562, edición de Fray Luis de León, 1588. Imprenta de Guillermo Foquel) en busca de una lectura «literaria» y no deja de ser sorprendente que una «cuenta de conciencia», pedida por el confesor, llegue a convertirse en literatura. Y lo que decimos de este libro, podríamos hablarlo igualmente del Libro de las fundaciones (texto elaborado por indicación del padre Ripalda en 1573) o de Las moradas, comenzado en junio de 1577 por encargo del padre Gracián.

¿Es literaria la obra escrita de santa Teresa? ¿Pero qué significa literatura?

Terminológicamente hablando, literatura, con el perfil que hoy damos por supuesto en sus variadas acepciones, es un término que solo tiene una vigencia de dos siglos, el XIX y el XX, pero que todavía no existía como tal en el siglo XVIII y que se está viendo hostigado en sus fronteras en estos comienzos del siglo XXI.

En el siglo XVIII se hablaba de «poesía» con el término aristotélico que significa creación o recreación: «a la recreación hecha con palabras le ocurría —según Aristóteles— que no tenía en su tiempo un nombre particular» y, así, sin nombre particular fue sobreviviendo siglo a siglo el hecho y la disciplina que lo estudiaba (Poética: «Sobre la creación»).

La difusión de la Galaxia Gutenberg, que había propiciado la proliferación del libro y el surgimiento del periodismo, propicia también que nos fijemos en el carácter de escrito que tiene ahora el soporte de toda creación hecha con palabras y que la denominemos así por metonimia.

Nadie pensará, no obstante, que el hecho humano que está detrás de la literatura es igualmente temporal y perecedero. No, pero que haya personas a las que les gusta crear historias o transmitir sentimientos y que haya otras a las que nos gusta que nos cuenten esas historias o nos transmitan esos sentimientos es algo que pertenece a lo eterno del ser humano y salta de cultura en cultura. Por eso, por ejemplo, podemos emplear sin inmutarnos el oxímoron «literatura oral» y podemos haber convertido en «literatura», ya en los siglos XIX y XX, toda la «poesía», desde la Ilíada hasta nuestros días.

Pero la creación literaria de contar historias y transmitir pensamientos se concreta a partir de aquí en un específico modo de comunicación: comienza en un autor o autora (no en uno cualquiera), codifica un mensaje especialmente elaborado para este fin, necesita ser reconocido como tal por el lector. Y el caso es que santa Teresa no se reconocía «autora».

Yo no creo que santa Teresa se engañara a sí misma sin querer. Ocurre, en cambio, que la riqueza de su personalidad, la viveza de su natural lenguaje, el interés que despierta un ser humano tan auténtico convierte en literatura («semiotiza» como literatura) lo que quien escribe nunca pretendió que lo fuera. En casos excepcionales, los lectores acaban por admitir como autor a quien nunca quiso serlo y la falta de elaboración, la sencillez y naturalidad del estilo se aceptan como «estilo» peculiar (un grado cero) que cautiva por estar a tono con lo que se dice y con quien dice. No es cosa frecuente, pero santa Teresa no es caso único, aunque sí singular.

Pero ¿es posible considerar literatura un tratado de oración?

Depende. Pedro Sainz Rodríguez inventarió más de cuatrocientas obras españolas desde la Edad Media hasta el siglo XVIII que clasificó como literatura ascética o mística en virtud de rasgos que corresponden a una sistematización externa de teología espiritual en la que cabría incluir temáticamente estos textos. Se trata de obras que cuentan las experiencias espirituales de sus autores o instruyen sobre el cultivo de la vida del espíritu.

Como en el caso de La Vida de santa Teresa de Jesús, por la calidad de su contenido o por la amenidad de su forma, nos encontramos con un conjunto que cabe inventariar como género literario, aparte de que formalmente se pueden incluir muchas veces en los apartados de colección de máximas, autobiografía, poesía lírica o relato.

Es de notar que nadie ha continuado el inventario de estas obras a partir del siglo XVIII. En parte se debe a que empezaron a proliferar textos más bien teológicos que religiosos, o sea, más directamente relacionados con el género expositivo del tratado filosófico que con el género literario. Ocurre también, sin duda, que la crítica literaria de la época moderna ha prestado menos atención a esta clase de escritos, por lo que se puede aventurar sin temor a equivocarnos que existen muchísimos textos de este tipo sin investigar literariamente, aun poseyendo la misma o mayor categoría estética que los registrados por Sainz Rodríguez.

La obra de santa Teresa enlaza con unas fuentes que se alojan sin duda también en el canon literario: en primer lugar, las Confesiones de san Agustín (leída por Teresa en la edición salmantina de 1554), origen del género autobiografía e inspiración explícita de la Vida. Además de fray Bernardino de Laredo (1482-1540), Subida al Monte Sión (1535); fray Francisco de Osuna (1497-1540), Tercer Abecedario Espiritual (1525-1527); san Juan de Ávila (1500-1569), Audi, filia (1556); san Alonso de Orozco (1500-1591), Epistolario cristiano (1567).

Y esa línea de fuentes se continúa en la serie en que la «fuente» es la obra de Teresa: así, la biografía novelada de Marcelle Auclair (1899-1983), La vie de Sainte Thérèse d’Avila. La dame errante de Dieu (París, Seuil, 1950), cuya 17ª edición española ha sacado la editorial Palabra en 2014, y otros muchos libros literarios bien recientes, editados o reeditados al calor del centenario.

Recordemos el diálogo dramático de Juan Mayorga, «La lengua en pedazos», estrenada en 2011 y  la novela de Jesús Sánchez Adalid, «Y de repente, Teresa» (Ediciones B)

Recordemos ahora el diálogo dramático de Juan Mayorga, La lengua en pedazos, estrenada en 2011 y representada después en el teatro Fernán Gómez de Madrid; la novela de Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa (Madrid, Ediciones B, 2014); la reedición de Teresa de Jesús, Una mujer extraordinaria, de Cathleen Medwick, con prólogo de Pablo d’Ors (Madrid, Maeva, 2002, 2014); la obra de Espido Freire, Para vos nací. Un mes con Teresa de Jesús (Barcelona, Ariel, 2015), o el estudio de Clara Janés en Santa Teresa de Jesús. Poesía y pensamiento. Antología (Madrid, Alianza, 2015) y, por fin para esta relación, Malas palabras de Cristina Morales (Barcelona, Lumen, 2015); por no hablar de impactos más o menos indirectos como los reconocidos en Thomas Hardy, Tess la de los d’Urberville, 1871 (Madrid, Alianza, 2015), el prólogo de George Eliot a Middlemarch, y así sucesivamente: Truman Capote, Plegarias atendidas, Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Edith Stein.

El Libro de la Vida será, como es, una cuenta de conciencia, un tratado de oración o lo que se quiera, pero nadie duda de que también es una obra imprescindible del canon literario en español.

En todo caso, ¿destinado a desaparecer con el resto de la literatura?

Algunos agoreros vienen diciendo en las últimas décadas que la literatura desaparecerá acosada por el fenómeno cíber. Cuando se empezó a difundir el vídeo doméstico, también hubo quien anunció la desaparición del cine, lo que evidentemente no ha llegado a ocurrir. Es cierto que el número de espectadores ha decrecido de modo notable, pero también lo es que se ha recategorizado el hecho de salir a ver una película. Una cosa es tumbarse en el sofá al final de la jornada y contemplar en duermevela la película que ponen en el televisor y otra es salir a la calle a cumplir una actividad, normalmente integrada en un plan más amplio, en la que nuestra actitud de espectador será más voluntaria y más activa. La incidencia de la tecnología ha diversificado las opciones, pero la del «cine» de antes sigue ahí, minoritaria, pero con más entidad.

Ya a lo largo del siglo XX, el desarrollo de los medios audiovisuales planteó un radical interrogante a la literatura, el cual se ha visto incrementado de manera notable a finales de siglo XX y principios del XXI por la revolucionaria incidencia de las nuevas tecnologías.

En septiembre de 2003 dictaba yo un curso en la Universidad de Puerto Rico y vinieron a invitarme a pronunciar una conferencia en un ateneo. «Se trata de un público no especializado —me dijeron—. Conviene que aborde un tema general». «¿Puedo hablar de cómo se comenta una novela?», inquirí yo. «Ah, quiere hablar de televisión. Está bien». Para mis interlocutores, el término «novela» sin más explicaciones significaba telenovela y sería, al contrario, la referencia al soporte libro la que estaría necesitada de explicitación.

El cine (el vídeo) y la televisión, en efecto, han sustituido muchas veces con ventaja la acción de leer un libro en que se nos cuenta una historia. Los niños de hoy consumen dibujos animados y películas desde su más tierna infancia. Para ellos, la antigua literatura oral de los cuentos narrados por su abuela dista mucho de ser lo único connatural.

Como se sabe, estos anuncios apocalípticos de desaparición de la literatura están frecuentemente basados en el hecho de que a medio o largo plazo la lectura digital ganará terreno en detrimento de la lectura del libro de papel y se impondrá casi con seguridad en las generaciones que habrán aprendido a vivir con una pantalla ante sus ojos al mismo tiempo que a caminar y a hablar. Pero está por demostrar que resulte letal para la literatura que se lea en tableta el texto de un clásico que la casa fabricante del artilugio electrónico regala junto con otros contenidos que constituyen el «paquete» promocional.

En los datos que en un reciente congreso organizado en 2013 por la Universidad Internacional de La Rioja adujo el profesor Zink, provenientes de una encuesta realizada a propósito del consumo de libros digitales en Francia, dos tercios de los lectores de tales libros declaran que no han cambiado sus hábitos de lectura y además creen que cuanto más libros digitales leen, más libros impresos consumen y el 58% piensa que su uso de libros electrónicos permanecerá estable.

El que alguien lea en su agenda electrónica un libro mientras viaje en el transporte público (yo mismo) no lo convierte en un nuevo tipo de lector, propiamente hablando. Claro que eso no tiene nada que ver con la nueva competencia surgida a la literatura y que se llama «ciberliteratura»: un nuevo paradigma que da lugar a la lectura que salta de icono en icono y que, realmente, no integrará la literatura, al revés de lo que la «literatura» hizo con la «poesía», ya que, en efecto, como he dicho, toda «poesía» se convirtió en «literatura» sin más. Supondrá más bien una nueva restricción de tiempo disponible para la lectura literaria que sumar a las mencionadas, provenientes de la radio, el cine, la televisión o el vídeo.

Termine como termine la competencia de que venimos hablando, no afectará de modo especial la vitalidad del libro teresiano

Pero termine como termine la competencia de que venimos hablando, no afectará de modo especial la vitalidad del libro teresiano. Y si hablamos de la pervivencia de su obra por otros canales de expresión, no solamente llama la atención su continuidad en la historia con las pinturas de Rubens o de Ribera, sino que la escultura de Bernini, Éxtasis de santa Teresa (1647), que se encuentra en la iglesia de Santa María de la Victoria (Roma), se replica hoy en las calles de Nápoles por obra del grafitero Banksy; Rey Loriga ofrece como guión, Teresa: cuerpo de Cristo; Jorie Graham habla de Breakdancing; y Sonic Youth presenta la canción Theresa’s sound world (1993). ¿Hay quién dé más?

En cuanto al cine y la televisión, desde la película Teresa de Jesús, dirigida por Juan de Orduña en 1961 (con excelente representación de Aurora Bautista y José Bódalo), hasta la memorable serie de Josefina Molina en TVE, donde Concha Velasco borda el papel de su vida a propósito de un texto en cuya asesoría colaboró eficazmente como especialista Víctor García de la Concha, la capacidad fílmica del relato teresiano está asegurada. Se espera una nueva próxima película.

Vigencia de la obra literaria teresiana

El Libro de la Vida y el resto de la obra literaria de santa Teresa se enfrenta en cada conmemoración con el peligro de todo clásico: las capas de barniz que se van añadiendo para abrillantarlo pueden terminar por desfigurarlo hasta el extremo. El historiador progresista afirmará que la preocupación por los «puntos de honra» tiene que ver con la condena que había sufrido su abuelo por criptojudío, el filólogo con ansias hermenéuticas descodificará la sencillez de su lenguaje (y hasta sus faltas de sintaxis) como una argucia para desligarse de este baldón, apareciendo como cristiana ignorante y no culta judaizante, el crítico deconstruccionista la señalará como feminista avant la lettre, atribuyéndole imposible carga irónica cuantas veces recela de sí misma por si lo que le pasa son «disbarates de mujeres».

Incluso el teólogo moderno afirmará como inspiración profética el descubrimiento de que «Dios está entre los pucheros», interpretándolo como una llamada a la santificación de lo secular y no, como es, una alabanza de la obediencia de la persona consagrada que, haciendo lo que le mande el superior, puede encontrarse con Dios, aunque no sea en el coro, hasta… en los pucheros. El discurso laicista bobalicón llegará, en fin, hasta afirmar que Teresa, antes muerta que sencilla, se adaptará a la vida religiosa y modales de santa, tratará con Dios y se enfrentará con el demonio, como procedimiento para «ser algo» en el siglo XVI en que tan fácil sería para una mujer como ella terminar como un don nadie, una mindundi, vaya.

En la triple intentio que se da cita en la comunicación literaria, la intentio auctoris, lo que quiso decir el autor, no debe ser sustituida por la intentio lectoris, lo que el lector tiene en su cabeza. Las discrepancias se dirimen en la intentio operis, lo que dice el texto en su contexto, su cotexto y su integridad. Las obras de santa Teresa deben ser leídas, como diría san Juan de la Cruz, «con sencillez de espíritu» y así, sí, se entenderán cabalmente.

En 1575 el padre Domingo Ibáñez escribió un dictamen, encargado por la Inquisición, sobre el Libro de la Vida. Y esto es lo que dijo: «Esta mujer, a lo que muestra su relación, aunque ella se engañase en algo, a lo menos no es engañadora: porque habla tan llanamente, bueno y malo, y con tanta gana de acertar, que no deja dudas de su buena intención. Y cuanta más razón hay de que semejantes espíritus sean examinados (por haber visto en nuestros tiempos gente burladora so color de virtud), tanto más conviene amparar a los que con el color parece tienen la verdad de la virtud, porque es cosa extraña lo que se huelga la gente floja y mundana de ver desautorizados a los que llevaban especie de virtud. Se quejaba Dios antiguamente por el profeta Ezequiel (c. 13) de los falsos profetas que a los justos apretaban y a los pecadores lisonjeaban».

Corrían, como casi siempre, tiempos procelosos. Y en la España de entonces no faltaba la fe en Dios, como ahora, pero sí sobraban «alumbrados» y falsos místicos. Existía la Inquisición que evitaba que se profiriera convicción alguna distinta de lo admitido, como hoy existe la nueva Inquisición (lo políticamente correcto) que condena a la muerte civil a quien se atreve a sustentar cualquier postura incompatible con la mentalidad dominante. Santa Teresa es una mujer del siglo XVI y no de hoy. Su lectura debe tener en cuenta esa obviedad.

Por ejemplo, santa Teresa no veía culebrones en televisión, pero leía novelas de caballerías. Y esto le influía, como se ve en las formas del tan citado comienzo del Libro de la Vida: «Pues mis hermanos ninguna cosa me desayudaban a servir a Dios. Tenía uno casi de mi edad (juntábamos entrambos a leer vidas de santos), que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí. Como vía los martirios que por Dios las santas pasavan, parecíame compravan muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir ansí, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haver en el cielo, y juntávame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto. Concertávamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen» (Vida I, 35). Pero santa Teresa se arrepentía de esa pérdida de tiempo, lo que quizás ahora no ocurre con los espectadores del culebrón.

Su obra no se dirige solo a los lectores del XVI

La obra escrita de Teresa de Jesús figura con general aceptación en el canon literario del español. Su vigencia no deriva de que nos desvele a una inconformista de su tiempo ni a una feminista avant la lettre, sino de que nos sitúa ante un enorme ser humano auténtico que se compromete en el trato con Dios y con los demás seres humanos. Algo así tiene un valor público e infinito. Su obra no se dirige solo a los lectores del XVI ni a los de ahora. Teresa es una mujer para la eternidad.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid). Director de «Revista de Literatura» (CSIC) y editor-director de «Nueva Revista» (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.