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En 1922, el sociólogo norteamericano William Ogburn acuñó el concepto de «retraso cultural» para referirse al desajuste entre las condiciones materiales de vida y las actitudes y comportamientos sociales: mientras las primeras cambian con rapidez, o al menos vienen haciéndolo durante la modernidad, los segundos presentan mucha más resistencia al cambio[1]. De ahí un retraso que, en períodos de cambio tecnológico a la vez acelerado y sostenido, amenaza con perpetuarse: como si en la tortuga nunca pudiera alcanzar a Aquiles. Ahora bien, a la vista del actual panorama político y atendidos los discursos dominantes, habría que preguntarse si ese cultural lag no afectaría también a las mismísimas ideologías políticas, provocando un desajuste entre los problemas sociales y las soluciones políticas propuestas. Desajuste que, como es natural, afectaría en mayor medida a aquellas ideologías que se oponen más frontalmente a la organización social vigente.

Tal es el caso de la izquierda radical, cuyos representantes, en los últimos años, han tomado al asalto las posiciones socialdemócratas o amenazado su predominio a la izquierda del espectro político: véase a Syriza en Grecia para lo primero y a Podemos en España para lo segundo. Inesperadamente, una variante de este desplazamiento ideológico se ha producido en el interior del venerable partido laborista británico, cuyo veterano diputado Jeremy Corbyn se ha hecho con el liderazgo ante la perplejidad de blairitas y demás especies reformistas del género labour. A pesar de la abierta oposición de estos últimos, el alambicado sistema de elecciones primarias del partido, que otorga un notable protagonismo a los sindicatos, sumado al apoyo decisivo de los jóvenes, ha terminado por aupar al liderazgo del partido a quien hasta hace poco era un representante maginal de su ala más nostálgica. La sorpresa es tanto mayor, desde el punto de vista de la competitividad electoral del laborismo, si tenemos en cuenta la estruendosa derrota sufrida hace unos meses por Ed Miliband, quien aspiró a la presidencia del gobierno dotado de un indiscutible carisma negativo y apoyado en un programa notablemente escorado a la izquierda; al menos, para los parámetros de la pragmática sociedad británica. ¡Cómo no se habrá pagado, en las casas de apuestas británicas, una apuesta temprana por Jeremy Corbyn, el gran underdog!

Tras el anuncio de su aplastante victoria, ha tenido lugar la habitual marea de entusiasmo en los medios de comunicación y redes sociales, que saludan la presunta novedad como lo que no deja de ser: una buena historia que vender a votantes y espectadores. ¡La socialdemocracia se radicaliza! Sin embargo, el comprensible entusiasmo por esta nueva izquierda esconde una realidad programática más bien decepcionante. Ni los enemigos del capitalismo liberal ni los amigos del debate de ideas pueden sentir demasiado interés por los planteamientos que Corbyn -pero también Podemos y Syriza- están poniendo sobre la mesa. O en las pantallas, ya que la metáfora de la mesa se nos va quedando anticuada. Y por ahí, precisamente, van los tiros.

Es sabido que la nueva política no tiene, en sentido estricto, nada de nueva. Ni siquiera lo es su proclamación: Ortega y Gasset ya en 1914, así como distintos pensadores a partir de los años 60, como Claus Offe, habían presentado un conflicto entre los modos de una vieja política anquilosada y una nueva política más dinámica y apoyada en los movimientos de base, llamada a cambiar el modo en que se organiza el proceso político en las sociedades democráticas[2]. Frente a los partidos burgueses, los movimientos antiburgueses; en lugar del buzoneo, la plataforma digital; contra la hegemonía, contrahegemonías. Este diagnóstico recurrente puede leerse alternativamente como el fruto de un espejismo cíclico o como el señalamiento, también cíclico, de un fenómeno discontinuo pero real. Su reaparición en una época como la nuestra, donde el etiquetado erotizante es un valor fundamental de la práctica comunicativa, no puede así sorprender a nadie: la novedad excita, lo conocido aburre. Pero la izquierda radical ahora en boga, de Podemos a Corbyn, es peculiar al respecto: es una novedad algo aburrida, como un joven prematuramente avejentado. Y no tendría por qué ser así. Si lo es, como se ha sugerido, se debe principalmente al contraste entre la naturaleza de los desafíos contemporáneos y la índole de la respuesta que los partidos de izquierda radical están proponiendo a los electores. Un problema al que no son ajenos, dicho sea de caso, ni la socialdemocracia ni el conservadurismo: la confusión es generalizada.

Hace unas semanas, Chris Giles se preguntaba en las páginas del Financial Times si era posible situarse a la izquierda de la izquierda sin -dejando a un lado los lugares comunes sobre la necesidad de cambiar la política y demás eslóganes bienintencionados- ser económicamente estúpido[3]. O sea, sin regresar a fórmulas caducas cuya inviabilidad ya comprobó, entre otros, el fallecido Miterrand con su fallida «ruptura con el capitalismo» a primeros de los años 80: nacionalizaciones, sobreendeudamientos, regulaciones. Eso no significa que la corbynomics carezcan por completo de coherencia o estén ayunas de elementos de interés. Pero sí que sus planteamientos parecen la recuperación de viejas ideas, no la creación de ideas nuevas. Y ello cuando la sociedad sobre las que habrían de aplicarse tan poco se parece a aquella que la vieja socialdemocracia de posguerra supo modular eficazmente, con la ayuda proporcionada por el dividendo demográfico y la natural igualación de rentas que -como acaba de recordar Thomas Piketty[4]– produjo la formidable destrucción bélica sufrida por todo el continente.

Ahora, por poner un solo ejemplo, nos encontramos con la necesidad de averiguar qué es exactamente un empleado en la nueva economía digital, que es aquella que permite prescindir de los intermediarios y aprovechar recursos antes inaprovechables debido a los costes de transacción asociados a la asignación de recursos. ¿Es un conductor de Uber un empleado de Uber? A esa pregunta se enfrenta un tribunal federal norteamericano, que aceptó la demanda de tres conductores que reclaman ser tratados como trabajadores de la compañía[5]. Si la respuesta es afirmativa, como sin duda esperaría un corbynita, la economía «a demanda» -basada en la acción de intermediarios digitales que conectan a los consumidores con médicos, limpiadores, conductores, floristas e tutti quanti– experimentará un súbito aumento de sus costes, forzando a miles de empresas a cambiar su modelo de negocio.

Sobre esas premisas construye Paul Mason, periodista económico británico, su libro Postcapitalism: un completo programa para la izquierda transformadora en la era digital global[6]. Sus fines no difieren de los de la nueva izquierda aquí glosada, porque todos ellos quieren ‘superar’ el capitalismo liberal, pero sí lo hacen los medios y, seguramente, el tipo de sociedad que imagina como resultado de su aplicación. En lugar de adaptar la realidad a la ideología, Mason trata de ajustar la ideología a la realidad. Sostiene así que la superación del capitalismo no puede basarse en diktats estatales ni en políticas públicas intervencionistas, sino en micro-mecanismos capaces de procurar un desarrollo orgánico del cuerpo social, una suerte de evolución natural del mismo hacia formas distintas de las que ahora conocemos. A su juicio, el postcapitalismo es concebible por la concurrencia de tres novedades: las tecnologías de la información han reducido la necesidad total de trabajo, diluyendo la distinción entre trabajo y ocio y atenuando su relación con el salario; además, los nuevos bienes están dificultando la correcta asignación de precios; finalmente, está aumentando espontáneamente la producción colaborativa al margen del mercado y de la jerarquía empresarial. En suma, la sharing economy ha creado una entera subcultura económica que puede servir de palanca para el cambio social. Mason advierte que, si desea aprovechar esta oportunidad, «el entero proyecto de la izquierda tiene que ser reconfigurado». Y eso, se atrevería uno a decir, no es lo que hacen Corbyn, Iglesias o Tsipras. Este último, de hecho, tuvo la oportunidad de plantear a sus ciudadanos una verdadera ruptura con el capitalismo, pero no quiso llegar tan lejos. Tal vez porque la mayoría de sus ciudadanos no la deseaba.

 Por supuesto, las tesis de Mason son discutibles. Baste decir que la economía colaborativa admite sin mayores dificultades -al contrario- una lectura hayekiana. Su confianza en que el capitalismo habría alcanzado sus límites de adaptabilidad bien podría ser un espejismo. Sin embargo, un pensador tan poco estatalista como Matt Ridely ya apuntaba, en los capítulos finales de El optimista racional, la hipótesis de una transformación sustancial del capitalismo por la vía de su desjerarquización y flexibilización: una sociedad marcada por la permanente reconfiguración espontánea de sus elementos infraestatales[7]. Algo que John Barlow llama, no por casualidad, «comunismo.com«: una fuerza de trabajo formada por free-lancers que intercambian libremente sus ideas y esfuerzos[8]. Y no necesariamente por dinero: también por otros bienes, experiencias, reputación. Tampoco se trata de un cambio sencillo, porque esos trabajadores autónomos -el centro despreciado de la sociedad bienestarista contemporánea, al decir de Peter Sloterdijk[9]– tienen una menor cobertura social que los asalariados y no cotizan para una futura jubilación: los ajustes son necesarios. Pero ésa es otra historia.

 Salta a la vista que éste no es el lenguaje que hablan Jeremy Corbyn o Pablo Iglesias, acaso porque su aprendizaje sentimental dificulte toda apreciación positiva de los males del capitalismo occidental. Y esta inadecuación conduce a una pregunta insoslayable: ¿es posible ilusionarse con lo nuevo si presenta un viejo aspecto? Más aún: ¿tiene esta vieja novedad alguna posibilidad de triunfar políticamente si cataloga las preferencias mayoritarias como un error derivado de la socialización en el mismo sistema liberal-capitalista que -por su sola existencia- se nos figura ‘natural’? ¿Por qué no es capaz esta nueva izquierda de presentar un programa más atractivo y acorde con los tiempos? ¿No es posible hablar en otros términos?

 Pueden aventurarse varias razones. Hay que empezar por recordar la nueva izquierda radical está obligada a presentar una promesa de acción inteligible al electorado por cuyo voto compite. Y que esa promesa, que a su vez representa la esperanza de cambio asociada al sistema democrático, tiende de manera natural a asumir la forma de un estatalismo intervencionista obligado, por añadidura, a contar historias sencillas sobre sociedades complejas: la casta, la oligarquía, el Club Bilderberg. You name it. Añádase que el rechazo visceral del capitalismo y la tardía cooptación del discurso ecologista -con sus acentos decrecentistas- dificultan sobremanera la articulación de una alternativa más audaz en sus conceptos y, sobre todo, más atractiva para las clases medias globales. Sin duda, la era dorada del Estado de Bienestar contituye un comprensible objeto de nostalgia. Pero sabemos que la nostalgia destruye -deformándolo- su objeto. Por eso, regresar al pasado no suele ser buena idea: porque es un viaje imposible. Y conviene darse cuenta antes de que los votantes lo recuerden.


[1]William Ogburn, Social Change. With Respect to Culture and Original Nature, Forgotten Books, Londres , 2012.

[2]José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política y otros escritos programáticos, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007; Claus Offe, Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Editorial Sistema, Madrid, 1992.

[3]http://www.ft.com/intl/cms/s/0/49454d12-4a59-11e5-9b5d-89a026fda5c9.html

[4]Thomas Piketty, El Capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2014.

[5]http://www.economist.com/news/business/21663191-judges-and-regulators-ponder-what-it-means-be-employee-work-rule

[6]Paul Mason, Postcapitalism. A Guide to Our Future, Allen Lane/Penguin, Milton Keynes, 2015.

[7]Matt Ridley, The Rational Optimist. How Prosperity Evolves, Fourth State, Londres, 2010.

[8]http://archive.wired.com/culture/lifestyle/news/1999/10/31922?currentPage=all

[9]Peter Sloterdijk, Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana, Siruela, Madrid, 2014.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).