Tiempo de lectura: 18 min.

La entrevista tuvo que hacerse en tres sesiones, en tres bares de tres hoteles de Madrid, pues coincidió con la publicación en El Mundo de una conversación con Montoro, con firma en un recuadro del entrevistado, y, claro, durante tres días su móvil no paró de echar humo: llamadas de la redacción, llamadas del ministerio, llamadas de las televisiones… Sirva lo anterior no como composición de modo ni de lugar ni de tiempo, en todo caso de personaje: Jorge Bustos, un periodista que lo mismo es capaz de un scoop que hace moverse el suelo del partido en el Gobierno que de llegar al punto final de una columna sin esfuerzo aparente, que de frecuentar las tertulias del prime time sin parecer un tertuliano, que de estrenarse como autor -y aquí va la razón de esta entrevista- con un libro de ensayo. Un libro que huye del recurso facilón del refrito recopilatorio, del manual de autoayuda del que solo se alimenta de galletitas chinas y de frases de almanaque, del comentario a mil fotos en blanco y negro de Steve McQueen y Audrey Herburn, del relato nostálgico de uno que aprendió a escribir en los cuadernos de caligrafía Rubio. La granja humana, en fin, lecciones amenas de Filosofía -y de Política, y de Literatura, y de Sociología…- profunda.

 -Quien llegue a su libro por sus columnas y, al revés, a sus columnas por su libro, ¿se llevará una sorpresa o verá en el trayecto una lógica continuidad?

-No debería llevarse una sorpresa, creo. El libro pretende conectar con el género canónico del ensayo, de más aliento que la columna, y la columna es, a su vez, un subgénero del ensayo. El resultado de esos dos vectores son los ensayitos de tres o cuatro páginas de los que está compuesto el libro, en el que he tratado de huir de cierta tendencia al academicismo aplicando el tono ligero del columnista pegado a la actualidad.

 -¿Cree haberlo logrado?

-En un primera versión del libro no. Porque cuando me llaman para hacerme el encargo, enseguida pienso en Ariel como la gran editorial del mundo académico y fijo en mi cabeza un lector ideal al que me quiero dirigir, un catedrático campanudo cuya aprobación debo merecer. Cuando enseño en Ariel lo que llevo escrito, me dicen que lo rehaga. En su momento, me cabreé bastante. Pero ahora entiendo la labor benéfica del editor.

 -¿En qué cambia la segunda versión de la primera?

-Vengo de la Filología, no del Periodismo, y eso significa que por formación me inclino a la erudición, lo que lastra mi estilo e imposta mi voz, estilo y voz que son los de las columnas. En Filología, cuantas más referencias manejes mejor. Y no digo que esté de más hacer una o dos citas por columna, pero lo que ahí se valora es el criterio propio, que la firma se la juegue. En el libro, por tanto, intento el equilibrio de deslizar mi pensamiento entre referencias a autores muy importantes para mí.

 -Así que Ariel le pidió rebajar la edad del catálogo de sus autores. ¿Le pidió también que hiciera lo mismo con la calidad?

-No. Y por eso hablaba antes de la labor del editor, de la que se está perdiendo el sentido, y más ahora que todo es autoedición. Hoy lo que se da es una corriente facilona que esconde su falta de lecturas en la necesidad de llegar a la gente. Y es la gente, los lectores, los que tienen que llegar a ti, y el que no llegue, que estudie. La misión del intelectual, del escritor, incluso la del periodista no es la de rebajarse.

 -¿Y cuál es?

-Elevar al lector a tu nivel. Al más humilde de tus lectores, ojo, porque habrá muchos que sean mejores que tú. En este siglo de tuits, WhatsApp y autoediciones no podemos avergonzarnos de las palabras. Porque si nos resignamos a empobrecer el lenguaje, empobreceremos también el pensamiento.

 -El límite con la pedantería, sin embargo, está ahí.

-Es verdad que hay novatos que se inician en el arte de la escritura con el diccionario de sinónimos de word y eligen la palabra más rara porque piensan que eso les hace escritores. Pero no es eso. A lo que me refiero es a que si uno ha leído y maneja un abanico amplio de palabras, tiene que ser exigente con la búsqueda del adjetivo, como decía Pla, o con la del sustantivo o la del verbo. Pero por cortesía con el lector. Porque, como recordaba Gómez Dávila, el escritor que no tortura sus frases termina torturando al lector.

 -¿Es este el marco de esa otra foto del 27 de desagravio a Góngora que propone usted en su libro? Mire que le van a llamar purista.

-Eso es de lo que te acusan cuando utilizas más de quinientas palabras, cuando sobrepasas el volumen léxico del Marca.

 -¿He de recordarle que firma también una columna futbolística?

-Los sábados, sí, en El Mundo, y de tema madridista habitualmente. Ahí lo que intento es trascender la pura anécdota deportiva de la semana, meter derivaciones políticas, dar una visión de la sociedad, aprovechar, en definitiva, la potencia metafórica del fútbol. Porque si la cosa es hablar solo del 4-4-2, qué coñazo, ¿no?

 -En La granja humana va más lejos todavía y habla de la necesidad de trascender la mecánica elemental del fútbol, de instrumentalizarlo como escuela de valores éticos y estéticos. ¿Cree que Cristiano Ronaldo está en eso?

-Cristiano no sé, pero Guardiola sí, al menos durante años, por ejemplo, cuando decía que el Barcelona era de izquierdas porque era solidario, por el tiki-taka y tal. Y antes que Guardiola, Vázquez Montalbán, que defendía que se podía ser comunista y del Barça en un tiempo en que los marxistas rechazaban el fútbol por burgués.

 -¿Y no tenían razón los marxistas de los sesenta? ¿No era y es el fútbol -y perdone el topicazo- el opio del pueblo?

-Es mucho más que eso y mucho más que un deporte o un negocio. Es un canal de construcción de identidades nacionales, la herramienta de masas más potente del mundo hoy. Pero sin pasarse tampoco, ¿eh?, en plan esos argentinos que le dan una centralidad absoluta, como si los niños solo aprendieran a ser humanos en las escuelas de fútbol.

 -Desde luego, donde no les enseñan a serlo es en esos colegios en los que se pretende que aprendan jugando. ¿Tiene eso algo que ver con el enseñar deleitando que usted reivindica en su libro?

-Son dos cosas distintas. El enseñar deleitando, el docere et delectare, es un mandamiento que Horacio inscribe en la carta a los Pisones, una de las poéticas fundamentales de la antigüedad grecolatina.

 -¿Y cuál es su contenido y alcance?

-Es una norma estética, no ética, que Horacio dirige a los poetas, pero que vale también para los periodistas. Porque no se trata solo de hacer un periodismo tan henchido de su papel que termine cansando a la gente, estomagándola. No, hombre, no. También se trata de divertir, de entretener. Y si, de paso, al lector le contamos una verdad, o le enseñamos un hecho histórico, o le formamos en una idea, pues mejor. Docere et delectare. Eso por un lado.

 -¿Y por el otro?

-Por el otro la bobada pedagógica de aprender jugando. Con esto no digo que haya que pegar reglazos a los niños en las uñas. Lo que digo es que hay que combinar la comprensión con la exigencia del esfuerzo. ¿Qué es eso de que no hay que estudiar, de que el modelo memorístico está traumando a los niños? ¡Pero si la educación sin disciplina no es nada! Es que no conozco a nadie -a nadie que no sea rico por casa- que haya llegado a algo sin pasarse los fines de semana empollando.

 -¿Entiende que puedan llamarle reaccionario?

-Lo que no entiendo es que la izquierda haya abandonado esta bandera. La izquierda, mucho más que la derecha, debería ser sensible a esos hijos de familia humilde que únicamente con su esfuerzo podrán llegar a algo en la vida porque papá no les va a colocar. Y, sin embargo, en una traición histórica, la izquierda abrazó el blandiblú posmoderno de aprender jugando y salieron perdiendo sus hijos, que ya no podrán competir con los de la derecha.

 -¿Dónde encajamos en este esquema a Pablo Iglesias y su expediente cuajado de matrículas?

-Pablo Iglesias es un tío exigente, formado y brillante (dentro de su hemiplejía ideológica, eso sí, porque solo ha leído una parte del pensamiento, el marxista). Y porque es alguien leído le da sopas con ondas a tanto tertuliano del PP cuya única lectura son los argumentarios del partido.

 -Pedro Sánchez en cambio…

-Es un producto perfecto de marketing. De verdad, he estado con él y no tiene nada dentro. A Pedro Sánchez lo construyen de forma vertiginosa sus asesores de imagen, en un momento en que el PSOE necesitaba un liderazgo exprés. El resultado es un líder nuevo, pulido, satinado, pero que en lugar de crecer a expensas de la pérdida del PP, está llevando a su partido a sus mínimos históricos.

 -¿En qué ha fallado?

-Su problema es que escucha tanto a sus asesores que no ha tenido tiempo de desarrollarse de dentro afuera, de madurar una personalidad política. Es puro envoltorio. Y de eso se da cuenta el votante, que puede ser lo más estúpido, sí, pero también lo más inteligente.

 -Albert Rivera tampoco es que sea un carácter intelectual rutilante.

-Pero en su nacimiento, en el nacimiento de Ciudadanos, sí hay mentes poderosas. Ciudadanos nace para la lucha más noble del panorama político español, que es la lucha contra la manipulación nacionalista, y luego se enfrenta al populismo con una propuesta de regeneracionismo sensata, sin grandes ínfulas. Son, por tanto, un nacimiento y una lucha nobles. Porque ahora mismo las dos principales amenazas para la libertad en España son el nacionalismo y el populismo.

 -Y en Cataluña se dan las dos.

-Blindadas, además, por una trama de corrupciones y omertá, una trama de tres décadas que nos devuelve imágenes que creíamos superadas. Y es contra esa maraña, contra esa pestilencia como diría Arcadi, que nace Ciudadanos.

 -Y en su salto al resto de España, ¿perderán la inocencia, la gracia?

-El salto se está haciendo de forma abrupta, vertiginosa, con prisas por ocupar el espacio que dejan en su caída los dos grandes. Evidentemente, eso crea disfunciones, como esos candidatos arribistas que falsean el currículum y a los que Rivera ha tenido que poner detectives. Porque lo que Ciudadanos necesita es músculo, cuadros, un buen casting. Si no, saltarán los escándalos y lo pagará.

 -O sea, que Ciudadanos corre el peligro de convertirse en una agencia de colocación de políticos profesionales.

-El del político profesional es un debate que suscitaron en España tantísimos militantes de Nuevas Generaciones y de Juventudes Socialistas que nacían, crecían y morían en el partido, y escalaban peldaños no por méritos propios, sino por su docilidad. Jóvenes, en fin, con poco talento, porque el talento conlleva una subjetividad fuerte que te lleva a chocar con una estructura orgánica.

  -¿Lo contrario de esos jóvenes sería, pongo por caso, José Luis Sampedro?

-José Luis Sampedro, que en paz descanse, o ahora Ángeles Caso, son dos ejemplos de intelectuales metidos a políticos, figura que a la izquierda le encanta y de la que yo desconfío. Ojo con los intelectuales, muy capaces algunos de la fatuidad de hacer una revolución para tener lectores. Y con esto no digo que el político no lea. Si ha leído, mejor, pero porque será una persona más entera, no porque su acción de gobierno la tenga que guiar una relectura, no sé, de los discursos de Tucídides.

 -¿Qué ha de guiar entonces su gestión?

-La diligencia, la eficiencia y la honestidad, sobre todo la honestidad, porque es la corrupción la que puede corroer la democracia.

 -Por seguir con los políticos y los intelectuales, la izquierda siempre ha echado en cara a Rajoy -y antes que a Rajoy a Aznar- el cierre de la bodeguilla de La Moncloa, donde Felipe reunía a la política y a la intelectualidad.

-Hoy asociamos a Rajoy al Marca, pero lo que no se sabe es que durante años, antes de tener las responsabilidades que ahora tiene, frecuentó los cenáculos culturales. Ese era el Rajoy con el que Umbral se entendía.

 -¿El mismo Umbral que reivindicó a Benedicto XVI?

-Escandaloso, sí. Umbral, uno de los grandes popes de la progresía, el cronista del destape y por ahí, escribiendo de Rajoy y de Benedicto.

 -¿No lo haría para epatar?

-Marsé tildó la prosa de Umbral de prosa sonajero, un envoltorio muy bello pero sin nada dentro. Pero la verdad es que Umbral, sobre todo al final de su vida, se dio mucho a la reflexión, con páginas verdaderamente profundas que no eran ninguna boutade. Es normal que al correr de los años a uno le estimulen otras cosas que no sean las batallas de barricada.

 -O sea, que Umbral nunca hubiera hecho en una de sus columnas el cantar de gesta de Gamonal.

-Corren malos tiempos para la épica y eso explica aquellas crónicas de unos reporteros, en su mayoría jóvenes, contando las revueltas de los vecinos de un barrio de Burgos contra los planes urbanísticos de un alcalde del PP como si se tratara de Mayo del 68 y ellos Norman Mailer en Vietnam. Era… era… era sonrojante.

 -Pero la cosa no quedó en Gamonal.

-A veces veo los informativos de algunas cadenas (en las que, por cierto, colaboro) donde llevan a un pobre inmigrante al que hacen llorar delante de la cámara para cargar contra los recortes en Sanidad del malvado Rajoy. Es la búsqueda de la entraña emocional, del caso particular para derribar Gobiernos. Y no es deontológico. Ni justo.

 -¿Por qué no?

-Porque los que nos constriñen a la emotividad, los que nos obligan a ser tiernos, entrañables, a conmovernos las 24 horas con el testimonio de un refugiado sirio no son los que ponen luego la solución. Los que solucionan los problemas de ese y de otros ciento cincuenta mil refugiados son los denostados euroburócratas de Bruselas, que con sus no menos denostados cupos los están recolocando por todos los países de Europa.

 -Es decir, que al final son los tecnócratas los que mueven a los pueblos, y casi en un sentido literal.

-Decía José Antonio -José Antonio Primo de Rivera- que a los pueblos solo los mueven los poetas. Lo que no decía es que, en ocasiones, los mueven al precipicio. A ver, no digo que la solución sea Rajoy, que ya sé que es poco votable el hombre. Pero, ojo, a lo mejor no había mejor piloto para la tormenta que él.

 -Con la cita de José Antonio volvemos, de alguna manera, a la figura del político metido a intelectual, mitad político, mitad poeta.

-He leído hace poco Fuego y cenizas, un libro que, por cierto, me regaló Rajoy. En un momento dado, al autor, Michael Ignatieff, miembro de una familia de patricios canadienses, brillante politólogo en Harvard, le ofrecen liderar en su país el Partido Liberal, que es la opción socialdemócrata allí. El tipo no solo acepta, sino que se apasiona, y empieza a elaborar un proyecto para Canadá desde las bases, creyéndose un nuevo Lincoln.

-El título no presagia nada bueno.

-Ignatieff termina por descubrir que la política no está diseñada para que en ella sobrevivan los puristas del intelecto, sino que está hecha de navajazos y traiciones. Pero al menos tiene la honestidad de reconocer que el votante rechaza el elitismo, y lo rechaza por instinto. Que la gente no quiere ideas geniales, sino soluciones modestas a sus problemas. Que la política, en fin, es otra cosa, o debería ser otra cosa.

 -¿Qué otra cosa?

-El arte de lo posible, una negociación que exige cesiones, un pacto para poner de acuerdo a los que no lo están y que nunca deja contentos a los partidos basados en idearios fuertes; idearios que si se llevaran al extremo harían inviable la sociedad. Porque solo si fuéramos más homogéneos podría hacerse una política menos tecnocrática.

 -La realidad es que no lo somos.

-Por eso el político tiene que buscar la convivencia, no crear problemas o, al menos, no crearlos donde no los hay. Lo que no se puede hacer es lo que hizo Zapatero con sus leyes de ingeniería social ni, por ir al extremo contrario, imponer una vuelta al nacionalcatolicismo. Es poco lucido el papel del político de nuestro tiempo, lo sé. Pero frente a los excesos de la utopía está el papel ordenador de la política.

 -Entonces ¿otro mundo no es posible? ¿El hombre, definitivamente, no tiene solución?

-Me temo que no.

 -¿Cabe, pues, abandonar toda esperanza?

-Un mundo que alcanzó hace ya años el poder de autodestruirse y todavía no ha apretado el botón merece una oportunidad. Lo mismo que un ser humano que, a pesar de ocasionales retrocesos, prospera poco a poco, lentamente, en forma de espiral. Y que una democracia siempre amenazada, siempre perfectible, siempre en peligro de regresión y que, sin embargo, se impone lentamente.

 -¿Quiere decir que la revolución ya no tiene cabida?

-No debería tenerla, desde luego. Yo no creo ni en la revolución ni en la reacción. Tampoco en las grandes causas, en ninguna de las grandes causas. Creo en la democracia, en la democracia liberal, occidental, la del siglo XXI, entendida, además, como Estación Termini. En ese sentido, sí estoy con Fukuyama y su fin de la Historia.

 -Y el tan anunciado auge del populismo, ¿qué?

-Se está desinflando un poco. El populismo necesita para triunfar una situación de catástrofe nacional, caso que no es el de España, por más que algunos se empeñen en vender lo contrario. Conforme la situación económica ha mejorado, la gente se ha dado cuenta de que tenía demasiado que perder y ha vuelto a la condición de apacible burguesía (condición esta, por cierto, que no la hay mejor). Al final, el clamor contra la casta ha durado dos años.

 -¿El fin del bipartidismo, por tanto, tendrá que esperar?

-Vamos a un escenario con más actores, que va a exigir de todos mucha madurez y a la que no todos van a estar dispuestos, eso es cierto. Pero también lo es que la amenaza de Podemos se diluye y que el auge de Ciudadanos va a apuntalar el sistema más que otra cosa. Y en cuanto al fin del bipartidismo, cuidado.

 -¿Cuidado de qué?

-Cuidado de si no nos arrepentimos, de si no estaremos yendo a una italianización del sistema, donde al final ha sido necesario establecer criterios estabilizadores porque si no aquello era ingobernable, con un parlamento reducido a gestionar las nóminas de los diputados. No olvidemos que hay democracias de siglos basadas en la alternancia de tories y whigs, o que antes del 78 el régimen más laureado por los historiadores fue el turnismo de Cánovas y Sagasta, o que en el mundo civilizado de hoy la norma es el bipartidismo.

 -Ese escenario de recuperación del que habla, entorpecedor del avance del populismo, se da en España, pero ¿y en el resto del mundo?

-Fíjese a quién le han dado el Nobel de Economía este año, a Angus Deaton, un economista que defiende que nunca en la Historia ha habido menos pobreza y más prosperidad, lo cual es un jarro de agua fría para los inquisidores del capitalismo, esos que esperan cada crisis a ver si levantan de nuevo el Muro de Berlín, con esa pasión tan difícil de entender por la esclavitud.

 -Es poco frecuente leer una defensa del capitalismo.

-Pero es que no se trata de un invento de Margaret Thatcher, como mucha gente piensa, en todo caso de Pericles. Los bancos en la Grecia del siglo V antes de Cristo ya prestaban al siete por ciento y concedían hipotecas. O sea, que los griegos no solo inventaron la democracia, también el capitalismo. Lo que pasa es que eso no se dice en la plaza Syntagma.

 -¿Y que el invento traiga su origen en la antigua Grecia lo legitima sin más?

-Defender la propiedad como algo connatural al ser humano -tan connatural que su abolición solo genera crimen- no lo convierte a uno en un liberal puro. Por mi parte, creo en el Estado y en la necesidad de matizar e incluso corregir las veces que sea preciso el capitalismo, las formas exacerbadas y censurables de capitalismo.

 -¿Por ejemplo, la imposibilidad de muchas mujeres y muchos hombres de conciliar vida profesional y familiar?

-Se habla ya del complejo de Telémaco, el niño que espera que Ulises llegue a casa, que papá llegue a casa de una vez y no siga de viaje por ahí. Algunos ensayistas lo interpretan como un retorno al modelo antropológico de la familia, modelo que se ha demostrado insuperable. Otros indicadores en la misma línea serían el repunte del matrimonio en todo Occidente, y también el de los usos religiosos. Que los dos grandes novelistas franceses del momento, Houllebecq y Carrère, traten el fenómeno religioso en sus últimas novelas no es casual.

 -Todo esto que dice le aleja del tono apocalíptico, del que también huye en su libro, por cierto.

-Precisamente huyo porque tengo tendencia a él. Quizás sea porque empecé en el columnismo cuando aún gobernaba Zapatero, y la situación del país era favorable al apocalipsis. Pronto descubrí que rasgarte las vestiduras -“¡qué juventud esta!”, “¡ya no se respeta nada!”, “¡adónde vamos a parar!”,- te atraía lectores muy rápido. Pero luego lees a los romanos y te das cuenta de que todo está en Catón.

 -¿Es por eso que modera el tono?

-Por eso y, sobre todo, porque le resta verosimilitud al relato. Y le resta verosimilitud porque no es verdad. Y a mí me interesa la verdad. La búsqueda de la verdad.

 -¿La ha aprehendido en su libro?

-No seré yo el que tenga la arrogancia de decir que sí, pero al menos he intentado captar su tono mate, grisaceo, alejándome del polo de la corrección política y de lo mainstream, y del polo de los que creen que nada tiene solución y se acerca ya la parusía.

 -¿Y entre un polo y otro no se halla la equidistancia?

-Hay quien me ha criticado por no dar en La granja humana un decálogo moral formulado como tal.

 -¿Por qué no lo ha hecho?

-Porque el ensayo no debe perseguir verdades absolutas. Para eso están otros libros, como los de sermones. Y el mío no lo es. El mío no es un libro doctrinario. Es un libro de investigación, una puesta a cero de mis prejuicios, una antología de mis itinerarios mentales si se quiere, pero no un catálogo de convicciones firmes sobre las cosas, que claro que las tengo, y el lector avezado las adivinará.

 -A lo que no renuncia en el libro es a la ironía, sin llegar a caer en la ironía total, que critica.

-La ironía es una gran conquista. De hecho, en tiempos de inquisiciones y absolutismos, fue de mucha utilidad como sutil erosionadora de las instancias opresoras del pensamiento, como vía de ensanche de los márgenes de la libertad. El problema es el paso adelante que se da en la posmodernidad, cuando la ironía se convierte en la liquidación de cualquier relato, de cualquier propuesta, de cualquier credo. La ironía total lleva al nihilismo. Y esto no lo digo solo yo.

 -¿Quién más lo dice?

-Por ejemplo, este escritor americano… uno de los grandes de la novela estadounidense… el autor de La broma infinita… este que terminó suicidándose… no me sale ahora el nombre… ¡Wallace! David Foster Wallace. Decía Wallace que la burla sistemática de cualquier valor, de cualquier propuesta positiva, le encierra a uno en un callejón sin salida. Y lo decía él, que forzó hasta más allá del límite los mecanismos de la ironía posmoderna. Todo esto se ve muy bien en Twitter.

 -¿En Twitter?

-Sí, en Twitter, donde si haces una afirmación demasiado comprometida, al instante te caen cuatro tuits ridiculizándote. Y esto es así porque la posmodernidad no se siente cómoda en los principios. Por eso necesita no dejar en pie nada, reírse de todo. El problema es que después de esa risa, queda el vacío. Y por eso ciertas cosas, ciertos principios, deberían quedar a salvo de la ironía.

 -¿Por ejemplo?

-España. Y no digo que no puedas reírte de la españolada. Si no es eso. Claro que puedes. Hablo de España como Estado de Derecho, como nación con muchos siglos de Historia, como comunidad de cuarenta siete millones de habitantes, como acuerdo para vivir juntos los distintos, aunque todo esto suene cursi, que ya sé que suena, pero no sé decirlo de otra manera. Hablo, en fin, de ser lo que somos con naturalidad, sin necesidad de ponernos una pulserita rojigualda.

 -Pedirle a un español hoy que se acepte como tal, ¿no es pedirle demasiado?

-Lo de que España es diferente es algo que a los extranjeros vuelve locos. Hasta que llega un Raymond Carr o un John Elliot y te demuestran que el mito de la excepcionalidad histórica española es eso, un mito. Que si comparas a España con otras naciones tampoco es tan diferente. Ahora bien, lo que sí es distinto es el autoodio de los españoles. Ningún otro pueblo se odia tanto como nosotros, y encima con esas canalizaciones externas que son los nacionalismos, pura autoxenofobia. Y nada de esto es una anécdota, porque lleva dos siglos pasando.

 -El español ya no muere por su patria.

-Pero sí por su terruño. Puedes hablar mal de España, pero no lo hagas de Villanueva de los Infantes. Esto lo vi este verano haciendo una serie de reportajes sobre los pueblos del Quijote. Por poco me linchan. Y todo por escribir que Alcázar de San Juan no me parecía Florencia. Y esto en los tiempos de internet y la globalización. Lo que tuvo que ser hacer reporterismo en la España de Azorín. Algo apasionante. Debías de encontrarte cada cosa, cada ejemplar antropológico…

 -Por cambiar de tema y por volver a Twitter, otra propuesta de su libro de la que harían burla es la de devolver lustre al discurso de la continencia emocional.

-Esto está relacionado con la bobada pedagógica de aprender jugando, de la que hablábamos antes. Es como un entendimiento tardío del psicoanálisis. Me refiero a lo de decirle a los niños que no se coarten, que se dejen llevar, que canalicen lo que sienten, que no se guarden nada, que lo expresen todo. El resultado son todas esas frases de camiseta y de muro en Facebook de niñas a las que ha dejado el novio. Es una cosa terrible.

 -Ante eso, ¿qué cabe?

-Una vuelta a la virilidad. Porque hay un afeminamiento general, entendido lo femenino no como lo propio de la mujer, sino como lo emocional. Una vuelta a la virilidad, por tanto, como virtud masculina, pero también femenina. Que hay mujeres muy viriles, oiga, mucho más fuertes que los hombres.

 -Entonces ¿la incontinencia emocional no solo afecta a los niños, también a los adultos, como esos que lloran en público?

-Siglos atrás, si uno lloraba en público, el resto se preguntaba cómo podía tenerse tan poco cuajo. A ver, entiendo que alguien llorara en Las Hurdes el año 12, o en la revolución rusa si eras un menchevique. ¿Pero llorar hoy, en el siglo más próspero de la Historia? ¿Dónde queda la gente capaz de soportar la presión? ¿Quieres contenerte, trabajar tu carácter? Sonará retrógrado todo esto, pero terminará imponiéndose. Al final, las recetas que dan hoy los psicólogos son las viejas normas morales de las fábulas, solo que cobrando.

 -¿Quiere decir que no hay más playas bajo los adoquines de París?

-La contracultura de mayo del 68 rompió los límites y la publicidad se encargó del resto.

 -¿No es entonces de esos jóvenes autores rendidos a la narrativa de las agencias?

-La publicidad siempre me ha parecido perversa, mucho más después de ver Mad Men, una serie maravillosa, por cierto. A Chesterton le fascinaba que ese mecanismo de manipulación masiva con interés comercial, esa institucionalización de la mentira, funcionara. Y no somos conscientes de hasta qué punto ha moldeado nuestro pensamiento.

 -¿En qué sentido?

-En el de que no soy más libre por conducir un Volkswagen, y menos ahora que contamina. Porque todos los anuncios son igual: “atrévete”, “te lo mereces”, “porque tú lo vales”… Y lo cierto es que está por hacerse una campaña que diga: querido cliente, ni tú lo vales ni te lo mereces, así que mejor no atrevas porque no vas a poder; con que limítate a cultivar tu huerto, como quería Voltaire, y recuerda con Solón que nada en demasía.

 -¿Voltaire y Solón en un anuncio de la tele?

-Serviría al menos para reivindicar toda esa sabiduría destruida por el tardoromanticismo sesentayochista que tanta frustración ha generado. Que no digo que no fuera necesaria la crítica a ciertos resabios victorianos que coartaban la libertad. Pero una cosa es esa y otra prometerlo todo, abocando a la gente a la infelicidad, con el ideal siempre en la cabeza y la insatisfacción en el cuerpo.

 -Llegados a este punto, ¿qué se impone?

-Volver a educar en la modestia de las aspiraciones, ajustando de nuevo estas a nuestras posibilidades, que en eso consiste la felicidad, según Bertrand Russell. Se impone, por tanto, un neoclasicismo, una vuelta a lo mejor de la Historia de Occidente, un retorno al humanismo.

 -¿Humanismo entendido de qué manera?

-Como esa sucesión de enanos subidos a hombros de gigantes para ver más lejos. Por eso urge salvaguardar las bibliotecas, pero no en su estado físico, que ahí están, sino en el sentido de sacar los libros y darlos a leer a la gente en un proceso de transmisión, de vivificación de la cultura.

  -¿Es eso posible hoy?

-Ya sé que barbarie digital es un pleonasmo. Y que hay un desprestigio del silencio, y un horror a mirarse al espejo y que no te conozca nadie, y una incapacidad de disfrutar de algo sin subirlo de inmediato a una red social. Y que todos estas tendencias están detrás de esa virtualización de la vida pública, como esos singles -cada vez más- que satisfacen sus necesidades afectivas por internet.

 -Y sin embargo…

-Sin embargo, hay motivos para la esperanza, con los bares y terrazas llenos de gente y jóvenes que te escriben por Twitter para que les recomiendes algún título. Y quién sabe. A lo mejor, cae en sus manos un libro escrito hace siglos y encuentran en él respuestas mucho más sugerentes que las de cualquier gurú de hoy, y descubren qué cosa fue Grecia, y Roma, y el Renacimiento, y la Ilustración, y llegan a la conclusión de que sus vidas ya las vivieron otros antes que ellos, y día por día.

 -¿Y qué papel les quedará cuando asuman que todo ha pasado ya, que todo se ha dicho ya, que todo se ha escrito ya?

-El de recordárselo a los que nacen cada día y lo ignoran, que a mí no me parece un mal papel.