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El 19 de mayo de este año de 2012 se ha cumplido el centenario de la muerte de don Marcelino Menéndez Pelayo, la figura central de la historia y crítica de la cultura hispánica de los dos últimos siglos. Casi nadie, suplementos de letras, organismos académicos, fundaciones de cultura, se ha querido acordar de la efeméride. Si acaso, el día de la fecha, alguien, rememorando su impetuosidad y actitud políticamente incorrecta donde las haya, ha osado algo así como una antología del disparate. La Real Sociedad Menéndez Pelayo, en su condición de cátedra de la UIMP de Santander, nos ha convocado a unos cuantos a un congreso en el palacio de la Magdalena, que se celebrará entre los días 3 y 7 de septiembre. Menos mal.

Aunque nadie se quiera acordar del prócer, yo he tenido que frecuentar en los últimos años su biografía y su obra porque sucesivamente me han ido pidiendo un estudio del polígrafo santanderino para el Diccionario de Literatura española e Hispanoamericana de Ricardo Gullón, la Historia de la Literatura Española dirigida por García de la Concha, el Diccionario de Críticos Literarios Españoles del Siglo XIX, coordinado por Baasner, y el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. En fin, donde ha sido imprescindible. Y no tendré más remedio que repetirme ahora.

Veamos. Menéndez Pelayo fue polémico, intemperante, erudito, sabio y trabajador infatigable. Todo esto se empieza a ver muy pronto en su biografía. A los diecisiete años, siendo estudiante en la entonces Universidad Central de Madrid, tiene un encontronazo con el catedrático de Metafísica, el krausista Salmerón, quien había anunciado que suspendería a todos los alumnos. De la correspondencia de Menéndez Pelayo con sus padres cabe deducir un innegable sectarismo por parte de Salmerón, pero también la intransigencia que caracterizaría muchas de las actuaciones del joven Marcelino. Para terminar la carrera sin pasar examen con Salmerón, se presenta en septiembre en la Universidad de Valladolid, donde encuentra en el tribunal a Gumersindo Laverde, quien, desde este momento y hasta su muerte en 1890, había de ejercer una influencia decisiva en el joven colega a través de una amistad tejida de una admiración sin límites del profesor hacia Menéndez Pelayo y un reconocimiento y afinidad ideológica de este hacia el catedrático.

Se doctora en 1875 y como no tiene aún la edad para presentarse a oposiciones, solicita y obtiene pensiones para viajar por el extranjero, del Ayuntamiento de Santander (1875), la Diputación montañesa (1876) y el Ministerio de Instrucción Pública (1877). Así, en 1876 recorre diversas bibliotecas de Portugal e Italia y en 1877 las de Roma, Nápoles, Florencia, Bolonia, Venecia, Milán, París, Bruselas, Amberes y Amsterdam. Con excepción de otra visita que realizó a Portugal en 1883, estas son sus únicas salidas al extranjero, aunque durante toda su vida estuvo en contacto con una numerosa pléyade de intelectuales de todo el mundo. Estaba muy lejos de la actual era del turismo científico.

Bien pronto empieza con la actividad de polemista católico que lo caracterizará para siempre. Antes de su primer viaje había publicado en la Revista Europea sus cartas a Laverde en las que defendía la existencia de una ciencia española en contra de Azcárate que la negaba y explicaba tal lacra por la influencia de la Inquisición y la Monarquía. La continuación de la diatriba permitirá mostrar a Menéndez Pelayo una portentosa erudición, dando a conocer autores y obras de los que muy pocos habían tenido noticia. El calor de la polémica y la juventud del polemista explican las evidentes hipérboles e inexactitudes que, como él mismo reconocerá en su madurez, cabe encontrar en el libro La ciencia española que recoge los diferentes escritos a los que dio lugar esta contienda ideológica y erudita. No menos conflictivo resulta el estudio que empieza a preparar en 1878, la Historia de los heterodoxos españoles, donde como en el anterior, abraza un tema nada tratado y muy provocador cuyo tenor tendrá que matizar también en su segunda edición. Con todo, para siempre quedará el territorio marcado por el sabio en un párrafo de los Heterodoxos, que se convirtió bien pronto en tópico: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio…; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de Taifa». He aquí la adscripción inequívoca de don Marcelino a una línea que funde lo «nacional-español» y lo «tradicional-católico», que lo ha convertido, con razón, en bandera de facciones y que ha dado lugar a que se desatienda con frecuencia el meollo de su aportación.

En 1878 obtiene la cátedra de Historia de la Literatura en la Universidad Central, en la que sucederá a José Amador de los Ríos. Ha podido optar con solo veintiún años, porque Alejandro Pidal había conseguido de Cánovas del Castillo una ley especial que fijaba en esa edad el mínimo que permite presentarse. A partir de este momento, su actividad como historiador y crítico de la litera-tura estará dirigida hacia la redacción de un manual de cátedra que habrá de ir precedido de una colosal labor de desbroce del inmenso campo que está por explorar, ya que don Marcelino lo concibe como una empresa totalizadora que abarca toda la literatura en español y toda la literatura que se ha producido en la Península Ibérica, en cualquier lengua, empezando por el latín de Hispania e incluyendo las más diversas cuestiones del contexto histórico y cultural.

Su currículum es impresionante. En 1880 es elegido académico de la Real Academia Española; en 1881 publica los tomos I y II de la Historia de los heterodoxos españoles. De 1881 son también las conferencias pronunciadas en la Unión Católica que dieron lugar al folleto Calderón y su teatro. En 1882 es nombrado académico de la Historia y termina el tercer tomo de los Heterodoxos, especial fuente de problemas por abordar en él a sus contemporáneos; en 1883 sale el primer tomo de la Historia de las ideas estéticas en España; en 1887 edita las obras de su maestro Milá i Fontanals, que había muerto en 1884; en 1888 acepta el encargo de componer la Antología de poetas líricos castellanos, que se empezará a publicar en 1890; en 1889 es nombrado bibliotecario de la Real Academia de la Historia, recibe el encargo de la Real Academia Española de dirigir una edición completa de las obras de Lope de Vega y es elegido académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; en 1893 se encarga de la Antología de poetas hispanoamericanos; en 1898, a la muerte de Tamayo y Baus, ocupa la vacante de director de la Biblioteca Nacional y se pone al frente de la Revista de Archivos; en 1901 ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando; en 1905 comienza a preparar los Orígenes de la novela y la edición de sus Obras completas y en 1909 es nombrado director de la Academia de la Historia, cargo que le compensa en parte el disgusto de no haber logrado idéntico puesto en la RAE, lo que había intentado en 1906.

La recopilación de las Obras completas, iniciada por Adolfo Bonilla y San Martín y proseguida por Miguel Artigas durante dos décadas (1911-1930) alcanza los 65 volúmenes en la llamada «Edición Nacional» dirigida por Artigas, Ángel González Palencia y Rafael de Balbín Lucas y publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Santander-Madrid, 1940-1958). En esta colección se integra también, como volumen LXVI, la biografía de don Marcelino que hizo Sánchez Reyes (1974) y, como apéndice (LXVII), la traducción de Menéndez Pelayo de los dramas de Shakespeare, El mercader de Venecia, Macbeth, Romeo y Julieta y Otelo. Este último volumen lleva una introducción de Esteban Pujals. El Epistolario completo ha sido editado por M. Revuelta Sañudo en 22 volúmenes de documentos más uno de índices (Madrid, Fundación Universitaria Española, 1982-1991). Desde 1999 estas obras completas y epistolario se han editado en un CD ROM que permite lo que hasta ahora eran inimaginables combinaciones y consultas en el estudio de una obra tan amplia: Menéndez Pelayo Digital, Madrid, Caja Cantabria/Fundación Histórica Tavera («Biblioteca de Polígrafos»).

Resulta aquí imposible pormenorizar la ingente aportación de Menéndez Pelayo a la historia y crítica de nuestra literatura y nuestra cultura. El imponente mapa que traza en sus oposiciones a cátedra es transitado por él mismo en múltiples direcciones y ha continuado siendo transitado por otros muchos durante todo el siglo XX. Bien es verdad que con su labor ciclópea no pudo concluir ninguno de los frentes abiertos que, como digo, han seguido siendo cultivados en su mayoría, aunque sin que casi ninguno haya alcanzado todavía hoy cabal culminación.

Si nos detenemos, por ejemplo, en los cinco tomos de la Historia de las ideas estéticas en España (1883, 1884, 1886, 1888-1889 y 1891), veremos que constituyen la primera gran aportación de conjunto a la historia de nuestra Retórica y nuestra Poética. Pero no son solo estas disciplinas directamente relacionadas con la literatura las que se abordan aquí. También el contexto filosófico y cultural tiene lugar en el siguiente ambicioso plan: «1. Las disquisiciones metafísicas de los filósofos españoles acerca de la belleza y su idea. 2. Lo que especularon los místicos acerca de la belleza en Dios, considerándola principalmente como objeto amable, de donde resulta que no podemos separar siempre en ellos la doctrina de la belleza de la doctrina del amor, que llamaremos, siguiendo a León Hebreo, Philografía, y que, rigurosamente hablando, corresponde a la filosofía de la voluntad y no a la del entendimiento ni a la de la sensibilidad, que son las facultades que principalmente intervienen en la contemplación o estimación o juicio de lo bello. 3. Las indicaciones acerca del arte en general, esparcidas en los filósofos y en otros autores de muy desemejante índole. 4. Todo lo que contienen de propiamente estético, y no de mecánico y práctico, los tratados de cada una de las artes, verbigracia, las Poéticas y las Retóricas, los libros de música, de pintura y de arquitectura, etc. 5. Las ideas que los artistas mismos, y principalmente los artistas literarios han profesado acerca de su arte, exponiéndolas en los prólogos o en el cuerpo mismo de sus libros». Tampoco en esta obra consiguió completar el proyecto concebido, que tenía el propósito de llevar en el tiempo hasta sus días, pero sí dejó escrito lo principal y, desde luego, sentadas las vías para la investigación posterior. Los que hemos dedicado años a proseguir el programa de la Ideas estéticas (muy avanzado ya, pero, una vez más, inconcluso todavía) podemos dar testimonio del pasmo que produce su herencia cultural, llena, por cierto, de una libertad intelectual que lleva a don Marcelino a distinguir también los méritos del adversario. A propósito, hechos como, por ejemplo, su respuesta al discurso de recepción de su adversario ideológico Pérez Galdós en la Real Academia Española y, sobre todo, muchísimas opiniones que podemos encontrar en su ingente epistolario, ilustran esta afirmación sin ningún género de duda a pesar del tópico vigente.

Aunque no exista propiamente un manifiesto teórico ni historiográfico de Menéndez Pelayo, está presupuesto a lo largo y lo ancho de toda su obra. En la Historia de las ideas estéticas reconoce la primacía de la forma en la definición del arte sin descuidar la dimensión histórica y social. No se aprecia en él rancio historicismo tan propio de su época. Sus apreciaciones que tienden a considerar la crítica literaria como crítica «de artista» deben estar conectadas con su propia experiencia como poeta. Desde luego, es posible hallar aquí y allá diversos aciertos teóricos sueltos: R. Wellek afirma que don Marcelino aporta a la periodización el concepto de «barroquismo literario» antes que el propio Wölfflin.

Sin duda, Menéndez Pelayo es, ante todo, historiador. En su época no se concebía que fuera posible en Humanidades otra «ciencia» que no fuera la Historia. La Historia de la Literatura española es, pues, la máxima beneficiaria de su quehacer. Según he dicho antes, la considera ligada al territorio nacional y entiende por «español» igual la literatura castellana que la gallega, portuguesa o catalana, siendo así que estas tres últimas nunca se habían tenido en cuenta fuera de sus propios ámbitos. También considera la hispanolatina, la hebrea y la árabe producida en suelo español.

Relaciona estrechamente Historia de la Lengua e Historia de la Literatura, atribuyendo a aquella una virtualidad propia, próxima al Volksgeist («espíritu del pueblo»), que él llama «estilo». Con evidente exageración, busca rasgos similares entre los escritores hispanolatinos y los castellanos. Ese desmedido afán globalizador es el que lo lleva a no poder roturar nunca enteramente el campo previamente acotado para el «manual» completo de la Historia de la Literatura española.

Hay en la obra historiográfica de don Marcelino apreciaciones interesantes sobre muchos temas, unas son propias del momento y otras tienen valor intemporal, unas son revisables o han sido ya revisadas (por él mismo o por otros), otras se han incorporado al diseño básico de la historia literaria. Siempre está presente la polémica presuposición que atribuye a la literatura la virtualidad de convertirse en una vasta interpretación de España. Como he repetido en diferentes lugares, lo más actual radica en la unión que se da en Menéndez Pelayo entre sensibilidad histórica y reconocimiento de la libertad creadora: se trata de una crítica de la relación entre literatura y sociedad tan lejana de la interpretación de «clase» como de una ingenua estética del «arte por el arte».

En suma, aunque sea preciso actualizar muchos registros de su retórica decimonónica, hemos de reconocer que Menéndez Pelayo ha legado el diseño básico de la Historia de la Literatura y la cultura literaria española por donde ha debido transitar la investigación del siglo XX, numerosos estudios insuperables sobre obras concretas de nuestro canon literario y una crítica llena de buen sentido. Y desde luego, estamos de acuerdo con Emilia de Zuleta cuando escribe hace ya muchos años: «Luce con plena vigencia la lección esclarecedora del maestro santanderino: la crítica literaria debe respetar la libertad del creador; debe atenerse tanto al plano de la intención de la obra como al plano de la expresión; debe indagar en su contexto histórico y llegar al juicio de valor estético». Más lectura de Menéndez Pelayo habría evitado mucha desorientación.

Al cabo, se alza imperiosamente una pregunta. Menéndez Pelayo, autor de una obra ingente, es valorado en su tiempo como hemos visto, respetado por la Institución Libre de Enseñanza, que lo invita a participar en el Centro de Estudios Históricos porque lo considera el Ramón y Cajal de las letras, y ponderado por su discípulo Ramón Menéndez Pidal en las conferencias que pronuncia en Es-paña y América tras su muerte. ¿Cómo es posible el ninguneo a que se ha visto sometido desde hace décadas?

La cosa es clara y tiene origen ideológico. El compromiso del polígrafo santanderino, lleno de excesos verbales (sobre todo, en su juventud) constituye un reto que no solamente exige reinterpretar la retórica decimonónica, sino también responder a las cuestiones que plantea para situarlas en su lugar oportuno una por una. Será fácil para el que tiene su respuesta, pero imposible para el que no quiere/puede contestar por disimulo o ignorancia.

El 30 de mayo de 1881, con ocasión del segundo centenario de la muerte de Calderón de la Barca, se celebró un banquete en la Fonda Persa del Parque del Retiro. A los postres, y en respuesta a intervenciones de algunos hispanistas, que habían molestado a don Marcelino, este se levanta y pronuncia el que se convertirá en el célebre Brindis del Retiro, que disgustó tanto por su intemperancia a su hermano Enrique y a muchos de sus amigos. Lo transcribimos a continuación como colofón. Me parece que el exceso que supone este texto explica mejor que ningún otro testimonio el ninguneo de nuestro hombre en el centenario de su muerte (así como su manipulada exaltación en el centenario de su nacimiento). Muchísimos podrán descalificar sus afirmaciones, pero ¿cuántos podrán ofrecer alternativas concretas a cada punto de este guión? Seguramente el problema no radica hoy en el Menéndez Pelayo erudito, sino en este otro Menéndez Pelayo.

Yo no pensaba hablar, pero las alusiones que me han dirigido los señores que han hablado antes, me obligan a tomar la palabra. Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora; por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la fe católica, apostólica romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y que en la albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India, por la fe católica, que es el substratum, la esencia y lo más grande y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía, de nuestra literatura y de nuestro arte.

Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que durante todo el siglo XVI vivió de un modo cenobítico y austero; y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en portaestandarte de la Iglesia, en gonfaloniera de la Santa Sede durante toda aquella centuria.

Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía que separó de nosotros a las razas septentrionales.

Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en El alcalde de Zalamea y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia.

En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos como propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos nosotros, los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia; el poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; el poeta teólogo; el poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos, y festejamos y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales, que en nombre de la unidad centralista, a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la península, asesinada, primero, por la casa de Borbón y luego por los gobiernos revolucionarios de este siglo.

Y digo y declaro firmemente que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana, informada por principios que aborrezco y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón, si levantase la cabeza.

Y ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divisiones, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta, y a quienes miro y debemos mirar todos como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española; y no digo ibérica porque estos vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista. [Murmullos]. Sí: española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens, y aun en nuestros días Almeida-Garret, en las notas de su poema Camoens, afirmó que españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos en la Península Ibérica.

Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas que, como arroyos, han venido a mezclarse en el grande océano de nuestra gente romana.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).