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Resultaría exagerado afirmar que en España existe un contencioso multicultural. De hecho, España es un país considerablemente homogéneo. Su nacionalización temprana, la expulsión de judíos y moriscos, y la presencia opresora o vigilante de la Iglesia a lo largo de siglos, han reducido o hecho desaparecer las diversidades que se dan en otras naciones. La inmigración reviste además un carácter moderado, y no cabe hablar todavía de una cuestión racial. Nuestras tensiones multiculturales podrían recordar, a lo sumo, a las del Canadá con relación a Quebec. Y el paralelo resulta más desorientador que orientador. En vista de esto, se preguntarán ustedes qué interés reviste ocuparse del multiculturalismo… en España. El motivo es de índole estrictamente teórica. El modo como la opinión ha reaccionado frente al fenómeno del multiculturalismo, revela una comprensión incompleta de las bases morales, sociales y económicas de la democracia moderna. España no es una excepción. En España, donde sólo se comprende a medias lo que es una democracia, se comprenden todavía peor cuáles son las condiciones de su supervivencia. Por eso tiene interés para nosotros el contencioso multiculturalista.

¿En qué consiste, en realidad, este contencioso? En rigor, el multiculturalismo surge como un problema, o si ustedes quieren, como una aporía. Surge la aporía multiculturalista cuando grupos de población instalados dentro de la estructura del Estado democrático reclaman no ser tratados como iguales, sino como distintos. A partir de ese instante, se generan tensiones en planos diversos, y con relación a colectivos sociales también diversos. Consideren ustedes un tema clásico: el de la discriminación positiva en los Estados Unidos. La discriminación positiva es quizá incompatible con la igualdad de derechos civiles, pero en sí misma no va todavía al corazón del contencioso multicultural. Algunos liberales norteamericanos (verbigracia, Ronald Dworkin) han defendido la discriminación positiva con argumentos de carácter utilitario y ético al mismo tiempo. Según ellos, no es descabellado aplicar baremos más laxos a los estudiantes que quieren ingresar en la universidad cuando estos estudiantes pertenecen a minorías marginadas. Se trataría de una medida provisional, orientada a asegurar a largo plazo la igualdad de oportunidades reales de toda la población. Damos un salto cualitativo, e ingresamos de veras en la esfera del multiculturalismo una vez que, yendo más allá de la discriminación positiva, negamos que tenga sentido, o que sea legítimo, proponer desde el Estado patrones educativos comunes a todos los ciudadanos. Al problema práctico y jurídico de si es o no oportuno, de si es o no constitucional conceder mayores facilidades a unos que a otros, se añade otro de carácter político-moral: el de determinar hasta qué punto está autorizada la Administración para instar un modelo concreto de formación cívica y cultural.

Los multiculturalistas contestan que no, que esto no es algo a lo que una Administración democrática esté autorizada. Y luego añaden algo importante. Aseveran que los individuos cobran conciencia de sí y de su propia identidad no como meros individuos, sino en tanto que individuos vinculados a un milieu cultural concreto. Y exigen por consiguiente de la Administración un trato que presuponga su adscripción al milieu del que forman parte. Esto trae varias consecuencias:

  • Se niega un orden social basado exclusivamente en los derechos individuales. Los derechos individuales son ciegos a las categorías colectivas con ayuda de las cuales se autodefine el ser humano, y por tanto resultan inhábiles, según parece, para recoger o resumir sus aspiraciones básicas.
  • Se rompe el concepto clásico de igualdad ante la ley. Parafraseando con mucha libertad a Aristóteles: la justicia es ahora tratar a los iguales como iguales, y a los desiguales como desiguales.
  • Esta ruptura no va acompañada de un concepto jerárquico de la sociedad. En caso tal, estaríamos en el aristotelismo, y la alusión a Aristóteles no habría sido retórica sino estrictamente pertinente. En el lenguaje políticamente correcto que usan los multiculturalistas, no hay grupos peores o mejores, culturas excelentes o menos excelentes. Todas son buenas a su manera, y todas exigen que se las trate con el mismo respeto. Con el mismo respeto, aunque de modo distinto en cada caso. El principio de la igualdad ante la ley se complica y adquiere visos paradójicos.
  • Se considera que el Estado tiene hacia los distintos grupos las mismas obligaciones que ligan al Estado benefactor con los individuos sueltos. Así como el Estado benefactor ha de velar por la situación material y espiritual de los ciudadanos, debe ocuparse, igualmente, de la promoción y preservación de las culturas que florecen dentro de su jurisdicción. No suele haber un tope para los deberes que los multiculturalistas señalan al Estado. Un ejemplo: se supone que corresponde al Estado la tarea de alimentar la autoestima de los diversos colectivos culturales.
  • Tampoco se pone un límite a qué es lo que puede contar como una cultura. Según algunas feministas, ser mujer entraña estar dentro de una cultura determinada. Mientras las feministas de primera generación persiguieron objetivos tales como el derecho al voto, o la igualdad de oportunidades en el mercado laboral, el feminismo multiculturalista demanda que se reconozca el hecho diferencial de ser mujer. Los multiculturalistas incluyen en su horizonte un abanico enorme de agregados humanos. Valen las razas, los colectivos definidos por minusvalías, las culturas en sentido tradicional, las clases sociales y los géneros sexuales.

Multiculturalismo, diversidad y democracia

Confío en que los cinco puntos enumerados sirvan para precisar lo que antes denominé la «aporía» multiculturalista. El multiculturalismo, en efecto, constituye un fenómeno estrictamente contemporáneo. No se entiende lo que es el multiculturalismo si no se entiende previamente lo que son la democracia… y el Estado benefactor.

Empiezo por la democracia. La mejor manera de demostrar que no existe síndrome multiculturalista sin democracia, es recordar cómo eran las sociedades antiguas. En las sociedades europeas predemocráticas, la diversidad social no planteaba dificultad alguna. Es más: esas sociedades estaban erigidas sobre la diversidad. La diversidad social se traducía de inmediato en una diversidad política que los varios grupos y estamentos percibían como congruente con el orden general de las cosas. Dos botones de muestra. El iv Concilio Lateranense, aquél que, en 1215, fijó en siete el número de sacramentos, decretó también un atuendo especial para los judíos. Por supuesto, las preocupaciones de Inocencio III no eran de índole estética. La medida por él postulada estaba en línea con la idea de que ciertas prácticas, ciertos derechos, ciertas obligaciones, habían de enunciarse no en relación con los individuos, sino en relación con los estamentos a que éstos pertenecían. Desde el siglo ix la práctica de la usura, prohibida a los cristianos, se convierte en una singularidad hebrea. La religión, la etnia, el estatus social, determinaban la división del trabajo y las relaciones con el poder y con la ley.

Otro ejemplo: hasta la implantación del Código napoleónico, y a despecho de siglo y pico de experiencia absolutista, Francia es una auténtica jungla legal. El Midi se gobierna por el Derecho Romano; el norte, por un derecho consuetudinario de estirpe franca y germánica. La Iglesia está sujeta a una jurisdicción distinta, y a su vez rige la vida familiar y religiosa de los franceses a través del Derecho Canónico. Y a este caos se añade la acción de los decretos reales y la legislación específica emanada de los parlements. Nos encontramos, todavía, en el Antiguo Régimen, en que la ley no es igual para todos los franceses y donde no ha surgido todavía, técnicamente, le citoyen. Entiéndase, el individuo moderno, cuya definición política y jurídica hace abstracción del origen geográfico, la alcurnia, la profesión o el ideario. Esta sociedades premodernas llevaban la diversidad incrustada en su propia estructura, en los entresijos de su constitución política. En ellas, sin embargo, no surge la tensión multicultural. ¿La causa? Que la diversidad de los grupos en cuestión iba aparejada al reconocimiento de asimetrías de poder, mérito y responsabilidad social incompatibles con el Ethos multiculturalista. En el multiculturalismo todos los grupos son iguales, pero distintos. El multiculturalismo no obedece a un modelo organicista de la sociedad: brota en comunidades por las que ha pasado el rodillo igualador de una larga experiencia democrática.

Paso al segundo punto, el de la intervención del Estado. Supongan ustedes que contraemos el Estado a las dimensiones propugnadas por el liberalismo clásico. Ese Estado limitará sus funciones a la salvaguarda de la libertad, el orden público, y la garantía del cumplimiento de los contratos. ¿Sería concebible, en este caso, el síndrome multicultural? No. Ese Estado podría sucumbir por disidencias interiores: verbigracia, la disidencia integrista o la disidencia socialista.

Pero ése no es el asunto. El asunto consiste en que no podríamos formular siquiera, en el marco liberal, o hiperliberal, el contencioso multiculturalista. Ello se debe a que el multiculturalismo propugna algo más que la coexistencia de muchas culturas. Sobre propugnar esto, postula una relación determinada entre dichas culturas y el Estado. En realidad, traslada la función intervencionista que ha venido ejerciendo el Estado durante los últimos decenios a un plano inédito: el de la protección de colectivos, de grupos con señas de identidad peculiares. El Estado liberal no entra en ese baile. Lo suyo es levantar las manos y abstenerse. En un Estado liberal, el multiculturalismo es imposible por definición.

Mi tesis es simple. Es que, en contra de lo que afirma el lugar común, la democracia contemporánea, sustentada por el trípode de la libertad, la igualdad, y la protección de los derechos sociales a través de Estados benefactores al filo de la bancarrota, constituye la estructura política menos adecuada desde el punto de vista moral y técnico para cobijar en su interior a una masa humana excesivamente diversa. Por tanto, es inhábil para resolver una cuestión que ella misma ha generado: la cuestión multicultural. Por eso se justifica plenamente el uso de la palabra «aporia». El multiculturalismo, en efecto, es un camino sin salida. A estas alturas, estimo que están ustedes en situación de adivinar sin mayor dificultad en qué fundo mi tesis. La resumiré, y ampliaré a un tiempo, explayándola en forma de tríptico. Los tres argumentos que siguen son las tres hojas del tríptico.

Los tres argumentos

El argumento de la igualdad. Es el más simple y quizá decisivo de los tres, y debe formularse en términos éticos y jurídicos-políticos. El orden liberal-democrático presupone la neutralidad de la ley, y ésta su generalidad. La generalidad de la ley es un fundamdento inexcusable de la igualdad civil. En la Francia prerrevolucionaria, esto se expresaba a través de una fórmula indirecta: la abolición de los privilegios. Define así Sieyès los privilegios: «todos los privilegios, sin distinción, tienen ciertamente por objeto dispensar de la ley o conceder un derecho exclusivo a alguna cosa que no está prohibida por la ley». La abolición de los privilegios entraña la igualdad civil, por cuanto la ley se aplicará ignorando las circunstancias específicas del ciudadano. Tanto sus circunstancias personalmente específicas, como las que se derivan de su ubicación en la jerarquía social. De ahí la ligazón íntima entre libertad, democracia, e igualdad de derechos. Cito de nuevo a Sieyès: «Las ventajas por las cuales los ciudadanos difieren entre sí están más allá de su carácter de ciudadanos. Las desigualdades de propiedad e industria son algo así como las desigualdades de sexo, edad, tamaño… no desnaturalizan la igualdad cívica».

Es obvia la contrariedad entre este orden moral y el multiculturalismo. Llevado a sus últimas consecuencias, el multiculturalismo es incompatible con la generalidad de la ley porque exige que esta última registre y tome en consideración una circunstancia específica: la silueta cultural del grupo al que un sujeto determinado pertenece. El multiculturalismo… anula al ciudadano, al actor y beneficiario de la igualdad cívica.

La nación. Es impopular hoy en día hablar de la nación. Lo es en los círculos liberales, donde la nación se interpreta como un espacio cerrado que entorpece la circulación de los hombres y de las mercancías. Y lo es también entre los socialistas, quienes, después de 1848, han tendido a infundir a su proyecto una dimensión ecuménica y transnacional. Pero es un hecho absolutamente innegable que las democracias de todo el mundo se han fraguado en el molde nacional. Cito al historiador Dietrich Gerhard (Old Europe, 1981): «De todas las formas de emancipación desencadenadas por la Revolución Francesa, ninguna fue tan fundamental como la que podríamos llamar la emancipación de las naciones. El sentimiento nacional superó en eficacia a la afiliación religiosa. De hecho, se convirtió con frecuencia en la religión del siglo XIX. La lealtad a la Corona sobrevivió o se suscitó en conexión con el sentimiento nacional. Desde la Revolución Francesa, la noción asentó sus pies en el concepto democrático de la soberanía popular».

Cabe afirmar que éste es un episodio del XIX. Cabe afirmar, con razón, que condujo a atrocidades como la Guerra del 14. Pero sería absurdo negar que sigue existiendo una relación simbiótica entre democracia y sentimiento nacional. El clima de opinión que autoriza que se destine una parte importante del presupuesto a la Defensa es el mismo clima de opinión que tolera que una porción considerable de los ahorros de los más ricos se dedique a ayudar a los menos ricos. Y la obediencia a la ley no es disociable de la lealtad a una nación concreta, distinguida por atributos concretos. La nación es todavía la gran socializadora contemporánea. Permite compensar, y en gran medida superar, las lealtades «menores» -locales, familiares, religiosas, estamentales, profesionales- que informaban a las sociedades antiguas. El multiculturalismo propone que traigamos otra vez a primer plano las lealtades menores. Luego es incompatible con nuestras democracias, asentadas sobre la nación.

Reparto del Presupuesto. En uno de los textos fundacionales de la «teoría sobre la acción colectiva» (The Calculus of Consent, Buchanan & Tullock, 1962), se afirma: «toda regla para la toma de decisiones colectivas que no sea la de la unanimidad, engrendará de modo casi inevitable costes externos».

Esta estimación arroja bastante luz sobre el carácter crecientemente disfuncional del Estado benefactor. El empleo del presupuesto es máximamente eficaz cuando va dirigido a la promoción de bienes públicos: higiene, infraestructuras básicas, educación primaria o secundaria. Y el sufragio de estos bienes es el que más unanimidad suscita. Cuando, por contra, se usa el presupuesto para beneficiar a grupos de interés, pasan dos cosas: que la inversión de fondos se hace menos rentable, y que se corrompe el proceso democrático, por cuanto una minoría impone su voluntad a la mayoría.

Ahora bien, el multiculturalismo constituye un retoño tardío dentro de un paisaje otoñal: las democracias redistributivas desarrolladas. Los grupos apuntados a las distintas culturas copian las tácticas de atracción de recursos de los grupos de presión clásicos. Las minorías solicitan que se financien desde los Ministerios de Educación currículos especiales; ciertas etnias indígenas reclaman la preservación, a cargo del presupuesto, de espacios naturales interesantes por razones rituales o tradicionales; los minusválidos exigen Olimpiadas paralelas; los menos favorecidos por la suerte o el trasfondo familiar, estándares laborales proporcionados a su menor competencia, con el coste que supone para el Estado o la sociedad pagar igual lo que no es igual. Y así sucesivamente. Conclusión: el modelo multicultural acelera la decadencia del Estado benefactor.

Por qué es popular el multiculturalismo

A la vista de lo expuesto, urge preguntarse por qué es popular el multiculturalismo. Esta interrogación, por supuesto, exige una matización previa. Se comprende por qué es popular el modelo multiculturalista entre quienes se benefician de este modelo. Lo es por la misma razón por la que es popular una política imprudente de pensiones entre los pensionistas. Lo que se comprende peor es que el multiculturalismo sea popular entre quienes se ven perjudicados por él. Probemos a dar unas cuantas respuestas.

Por qué es popular el multiculturalismo entre los economistas liberales: se trata de un sencillo cruce de cables. Como he argumentado ya, los economistas liberales opinan que, en el Estado que ellos propugnan, la diversidad de culturas no suscitaría dificultades específicas. Y esto es tautológico. El Estado que ellos propugnan no se vería afectado por diversidades que ese Estado, por definición, no considera tarea suya proteger, promocionar o controlar. Pero el economista liberal comete tres errores. Primero, ignora que su orden social no es compatible con cualquier cultura – e n realidad lo es sólo, y a medias, con la occidental previa a 1914- Segundo, olvida que el Estado liberal presupone la igualdad estricta ante la ley. En tercer lugar, no advierte que el multiculturalismo, como fenómeno, aparece dentro de los Estados benefactores. El economista liberal aprueba el multiculturalismo en la misma medida en que no lo comprende.

Por qué es popular el multiculturalismo entre los partidarios del pluralismo: otro cruce de cables. Nuestras sociedades son pluralistas merced a una serie muy compleja de peripecias históricas: la tolerancia como medio de resolver las guerras de religión, el Estado aconfesional, el triunfo del pensamiento crítico sobre la doctrina de la Iglesia, la emancipación del individuo gracias a la ruptura de los estamentos a manos de reyes absolutistas y la sujeción posterior de estos reyes a Constituciones democráticas o su desalojo por repúblicas constitucionales. De aquí viene… nuestro pluralismo. Pero es un pluralismo sujeto a reglas: el imperio de la ley, la división entre lo público y lo privado, los principios de la buena dialéctica (necesarios a la supervivencia de la libertad de opinión), etc., etc… El multiculturalismo no tiene nada que ver con esto. Implica el rechazo de modelos argumentativos comunes y, por ende, el de los principios de la buena dialéctica; desnaturaliza el imperio de la ley y borra la división entre lo público y lo privado. Envuelve un retorno parcial a lo antiguo, un retorno sui generis por cuanto se verifica en el espacio de la democracia desarrollada. El pluralista echa en olvido la diferencia entre el pluralismo… y la mera diversidad.

Por qué son multiculturalistas los buenos demócratas: se trata de un espejismo intrigante. La democracia presupone cierta forma de igualdad. Me ceñiré, lo mismo que antes, a la democracia liberal. Recuerden la cita de Sieyés: la ley no distingue entre sexos, edades, tamaños ni fortunas. La ley es ciega a la diferencia. De aquí se desprende que la democracia puede alojar a cualquier tipo de ciudadano. Puede hacerlo porque todos los ciudadanos, por extravagantemente diversas que sean sus hechuras, se reducen ante la ley a un punto: son eso, ciudadanos.

Ser ciudadano comporta, por tanto, dos cosas en apariencia contradictorias: ser igual a los otros ciudadanos y ser a la vez distinto de ellos. Pero la contradicción, claro, es sólo aparente. La formulación completa sería ésta: ser igual a los otros ciudadanos en cuanto ciudadano, y distinto como persona privada. Es la vieja distinción entre lo público y lo privado, que el multiculturalismo rechaza. El buen demócrata no se da cuenta de que la diversidad propugnada por el multiculturalista identifica las dimensiones del individuo con las de su grupo. Encierra al individuo en la cárcel de su definición grupal. No percibe el buen demócrata que el multiculturalista y él pertenecen a galaxias distintas.

Por qué son multiculturalistas los españoles: porque los españoles, siempre de manera provisional, son cualquier cosa de las muchas y dispares que traen los vientos de la moda.