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La crisis actual tiene una dimensión mundial y unas causas complejas, pero es evidente que en España tiene una especial gravedad, derivada de la combinación de la crisis inmobiliaria y del enorme crecimiento del crédito hipotecario. Entre 1995 y 2008 tanto el precio de la vivienda como el endeudamiento privado se incrementaron en más de un 300% —mientras el PIB aumentaba solo en algo más del 100%— , y en ese último año el crédito hipotecario concedido por los bancos españoles superaba el billón de euros.

Tras estas cifras enormes se esconden dos problemas distintos. El primero es el del crédito hipotecario al promotor, que en 2007 representaba un tercio de todo el dinero prestado a todo el sector privado por las entidades financieras. Cuando comienza la crisis, estas optan por la famosa «patada adelante», con la complicidad del gobierno y del Banco de España, lo que ha conseguido paralizar el mercado inmobiliario y el crédito, y multiplicar las pérdidas de los bancos. El nuevo gobierno, consciente de esta situación, dictó en febrero el RDL 2/2012, que obliga a los bancos a actualizar la valoración de los activos inmobiliarios, y el 11 de mayo, el RDL 18/2012, que obliga a aumentar las provisiones de créditos al promotor y a ir vendiendo parte del stock inmobiliario acumulado. Ambas medidas a mi juicio en la buena dirección, aunque es mucho el tiempo (y el dinero) perdido y tendremos que esperar a que produzcan efecto.

Pero me voy a ocupar del segundo aspecto del problema, el del crédito hipotecario a las familias, y en particular del número creciente de particulares que no pueden hacer frente a las cuotas de la hipoteca. Con nueve millones de hipotecas sobre viviendas constituidas entre 2000 y 2008, y con un paro del 25% (casi un 40% del mismo del larga duración), las ejecuciones hipotecarias han crecido de forma exponencial en los últimos años, pero la si-tuación económica hace temer que lo peor esté aún por llegar, lo que plantea gravísimos problemas de tipo social, financiero y económico.

Desde el punto de vista social, cada ejecución hipotecaria supone que una familia no solo pierde su vivienda habitual, sino que, por la combinación de los bajos precios de adjudicación y los altos intereses de demora, quedan frecuentemente con una deuda que los condena a la insolvencia y a la exclusión social.

Desde el punto de vista financiero, el impago empeora la solvencia del banco y la ejecución termina casi siempre con la adjudicación del bien al banco, agravando el problema de los activos inmobiliarios de los bancos.

Desde el punto de vista de la economía en general, un reciente informe del FMI (WEO, abril 2012) alertaba de cómo las crisis inmobiliarias son mucho más profundas y persistentes cuando van precedidas de un alto endeudamiento de las familias. La razón es que esa combinación tiene un efecto multiplicador de la contracción del consumo interno y provoca una espiral en la recesión. Y por ello recomendaba la adopción de políticas públicas dirigidas a evitar las ejecuciones hipotecarias y al desapalancamiento de las familias a través de reestructuraciones de la deuda.

La gravedad del problema ha dado lugar a dos decretos leyes. El RDL 11/2011, bajo el gobierno anterior, aumentó el importe inembargable de los salarios para las familias que habían perdido su vivienda como consecuencia de la ejecución hipotecaria, y subió el valor por el que los bancos se podían adjudicar la vivienda del 50 al 60% del valor de tasación. Estas medidas se consideraron insuficientes por el actual gobierno, que dictó el RDL 6/2012 para la protección de deudores hipotecarios sin recursos. A través de un código de buenas prácticas —suscrito ya por casi todos los bancos—, prevé que el deudor hipotecario pueda obtener una reducción de los intereses de demora, y la carencia de capital y reducción del interés al euribor más 0,25% durante cuatro años y la ampliación del plazo a 40 años. Si esta novación sigue haciendo inviable la devolución, el deudor puede imponer al banco la dación en pago liberatoria. Los beneficios son por tanto muy importantes, pero los requisitos exigidos para que el deudor pueda acceder a ellos son tan estrictos (falta absoluta de trabajo, ingresos y patrimonio del deudor, sus garantes y de todos los miembros de su unidad familiar, bajo valor de la vivienda, etc.), que parecen una perversión del dicho del evangelio: es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un deudor entre en el ámbito de aplicación del RDL.

En resumen, las primeras medidas adoptadas pueden paliar ligeramente la situación de muchos deudores, y las segundas solucionar la de un pequeñísimo grupo, pero no son una respuesta adecuada al problema. Es cierto que no hay solución fácil: el déficit no permite políticas de estímulo, como el aumento de las transferencias a las familias con menos ingresos, y tampoco el gobierno tiene en sus manos rebajar los tipos de interés, para lo que en todo caso hay poco margen. Se puede imponer a los bancos la reestructuración de la deuda, pero —como recuerdan sus lobbys— en perjuicio de su solvencia y de la seguridad jurídica, y con el riesgo moral de rescatar a deudores que han actuado de forma irresponsable. Esto es cierto solo hasta cierto punto, porque se pueden tomar medidas que benefician a ambas partes —colocando los incentivos de forma correcta para evitar la ejecución— y otras que no implican riesgo moral alguno, pues solo corrigen abusos y situaciones injustas.

Lo primero que hay que mejorar es la información de los particulares, que a menudo no son conscientes ni de la gravedad de las consecuencias del impago ni de las opciones que tienen para evitarlo. Es llamativa la ausencia de información en Internet sobre esta cuestión, a diferencia de lo que sucede en EEUU (busquen en Google y lo verán). Es necesario que antes del impago los deudores inicien una negociación con el banco, y para favorecer el éxito de la misma hay que organizar sistemas de mediación a través de organismos creados al efecto o con la colaboración de otros. Por ejemplo, en el marco de la preparación de una novación, los notarios podrían asesorar al deudor, ayudándole a calcular cuál es el plan de pagos que puede afrontar, y actuar como mediador si se le facilita la comunicación con el banco.

Una norma podría establecer que una vez solicitada la renegociación de la deuda por el particular al banco, los intereses de demora pasaran a ser como máximo 2,5 veces el interés legal del dinero. Se conseguiría a un tiempo incentivar la negociación y evitar el devengo de unos intereses que son abusivos (así lo han declarado reiteradamente los tribunales), además de un incentivo perverso para alargar la ejecución. Para el caso de falta de respuesta del banco, se podría ampliar el código de buenas prácticas para que cualquier persona física que pueda probar la reducción sustancial de ingresos pueda obtener un periodo de carencia de capital de tres o cuatro años, pasando el importe del capital no pagado a una cuota final.

Cuando el simple aplazamiento no haga viable el pago, hay que encontrar soluciones que eviten el coste que para todos supone el abandono de la vivienda habitual, pues normalmente no hay mejor destino para el inmueble que el que permanezca en él el que vive allí. Por tanto se debe favorecer el acuerdo de dación en pago con permanencia del deudor como inquilino con opción de compra. Para ello esta operación debería estar exenta de impuestos (salvo que por impago se resolviera el arrendamiento), y se debería permitir al banco hacer una dotación menor que en caso de adjudicación en subasta.

Es posible que en el futuro cercano nos encontremos con numerosos deudores «sumergidos» (underwater), es decir, cuya deuda hipotecaria es superior al valor de la vivienda. En Islandia se ha pactado entre banca y gobierno un nuevo programa de reducción de la deuda al 110% del nuevo valor de tasación de la vivienda. La quita podría tener como contrapartida la cesión al banco del derecho a la revalorización de la vivienda. Este derecho del banco (una opción ejercitable al final del plazo de la hipoteca) tendría un valor económico que permitiría reducir la pérdida derivada de la quita.

Si la permanencia del deudor no es posible, se debe favorecer la dación en pago pactada de la vivienda habitual, aplicándole los beneficios fiscales que ha establecido el RDL 6/2012. Además hay que penalizar al banco que no es capaz de evitar la ejecución. Dado que en la práctica resulta casi imposible cobrar la parte no pagada de un deudor cuya vivienda habitual se ha ejecutado, la provisión en este caso debería ser casi del total de esa parte.

Finalmente, si no hay acuerdo y no se puede evitar la ejecución, esta tiene que ser rápida y tiene que permitir obtener por la vivienda un auténtico precio de mercado, a diferencia de lo que sucede en la actualidad. El que puede obtener el mejor precio por su vivienda es el propietario, por lo que se debería permitir al deudor solicitar al juzgado una tasación independiente del inmueble, y obtener la cancelación total de la hipoteca en su totalidad si lo vende al menos por ese valor —sin perjuicio de su responsabilidad por el resto—. Esto se debería combinar con la obligación del banco de admitir la subrogación del nuevo comprador persona física en el préstamo por parte del precio de venta (por ejemplo, un 60%).

Se tiene también que reformar el sistema de subasta para que en ella se obtenga un precio de mercado. Para ello se ha de crear una web en la que se publiquen todas las subastas judiciales o notariales de toda España, y en la que se puedan buscar todos los inmuebles por criterios de zona, valor de tasación, superficie, y consultar sus datos registrales y catastrales. La incertidumbre sobre la situación posesoria del inmueble es otra de las razones por las que los potenciales compradores no asisten a las subastas. Por ello se debe incentivar el abandono voluntario de la posesión por el deudor concediendo a cambio el cese de intereses o de una quita, y teniendo en cuenta su actitud en un futuro concurso. Además se tiene que facilitar la financiación al comprador persona física, obligando por ley al banco a subrogarle en parte del precio.

Hay que conseguir una mayor rapidez en la ejecución, lo que favorece a todos salvo a los deudores de mala fe. Dada la crónica sobrecarga de los juzgados —agudizada por la crisis—, se tiene que promover la utilización de la ejecución hipotecaria extrajudicial, que tiene una duración media muy inferior. Para ello es necesario generalizar las importantes mejoras que el RDL 6/2012 ha introducido para el caso de ejecución de vivienda habitual y permitir la notificación al deudor por edictos.

Finalmente se tiene que establecer para el caso de insolvencia de personas físicas un sistema de segunda oportunidad semejante al de países como Inglaterra, Francia o Alemania. Se trata de que el juez, una vez ejecutados todos los bienes presentes del deudor, y si este es de buena fe, pueda cerrar el concurso con un convenio o con la liquidación, sin que se le pueda seguir reclamando indefinidamente la deuda. Esto sería un estímulo para la colaboración del deudor en la ejecución, que tendría un incentivo para abandonar la posesión y evitar dilaciones en el procedimiento, pero también del acreedor, que lo tendrá para llegar a acuerdos con el deudor. Los beneficios de esta solución van más allá del ámbito de la ejecución hipotecaria pues evita la exclusión social de los deudores sin dar patente de corso a los de mala fe. Además sirve para el control del crédito abusivo pues si los prestamistas saben que en un caso de concesión inmoderada el deudor no quedará atado de por vida a la deuda, serán más prudentes en su concesión.

Ni esta reforma —que estaba en el programa del gobierno— ni las anteriores pueden esperar, aunque desde la banca intente rebajar la gravedad de este problema señalando que la mora en este tipo de crédito es aún inferior al 3%. La realidad es que el agotamiento de la prestación por desempleo y las nuevas bajadas de precios de la vivienda provocarán el aumento de los impagos. Lo que nos jugamos no es solo la recuperación económica sino la paz social, pues si el sistema jurídico lleva a soluciones injustas y el legislador no reacciona, lo hace la sociedad y sus instituciones. En el mejor de los casos tendremos más litigios y menos seguridad jurídica, pues algunos jueces irán adaptando su interpretación a la nueva situación. Mucho mayor es el peligro de que al no verse defendidos por el derecho, los ciudadanos acudan a las vías de hecho, en perjuicio no ya de la seguridad jurídica, sino del estado de derecho y de la seguridad a secas.