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Estas no pueden ser más que unas sencillas reflexiones de un laico católico, que no es teólogo, y que a lo largo de su trayectoria vital se ha sentido acompañado por lo que llamamos la Iglesia. En el camino de mi vida la Iglesia ha sido para mí un hogar natural, recibido de la fe de mis padres, en el que me he sentido acogido y que me ha dado lo que los hogares que funcionan dan: sosiego, compañía, relaciones fraternas y algo así como un asidero frente al desamparo. Pueden parecer estos aspectos triviales, pero no lo son. La religión vivida aisladamente o en soledad me parece poco humana. En esta relación con la Iglesia he aprendido a tener una visión de ella, digámoslo así, chestertoniana. Con todas sus debilidades y flaquezas, que las conozco, es mi hogar. Y, además, tiene santos, que son los que nos salvan a todos. He ido aprendiendo que al único a quien puedo exigir algo es a mí mismo.

Confieso que he ido profesando a Benedicto XVI una creciente admiración. Es el Papa a quien más he leído y quien, probablemente, más me ha ayudado a comprender aspectos esenciales del cristianismo. Ha sido para mí un maestro en el más completo sentido del término. El legado doctrinal que nos deja es inmenso. Es pronto para establecer las claves de su pontificado. Y soy, desde luego, el menos indicado para intentarlo. Pero tengo la convicción de que van a ser de muy largo recorrido. Porque me parece —y me extenderé en ello más adelante— que un eje central de su magisterio ha sido sentar bases indispensables para una nueva —tiene que ser forzosamente nueva— presencia y relación de la Iglesia (de los discípulos de Jesús) con un mundo profundamente secularizado, en el que Dios se ha eclipsado y en el que el sentido de la trascendencia y de la religación se ha desvanecido como nunca en tantas gentes. Este es, al menos, el panorama de la sociedad europea. Nuestra civilización ya no acoge al homo religiosus como algo natural. En muchos ambientes es ya un ser extravagante al que se mira con sospecha.

Benedicto XVI ha entendido que este hecho conforma la realidad de una época. Es decir, no es pasajero ni superficial. Debemos, pues, estar preparados para hacer nuestra travesía contando con este dato de la realidad, aunque estemos contagiados de optimismo evangélico. La relación de los discípulos de Jesús (no somos otra cosa en cuanto cristianos) con este mundo secularizado reclama una profunda renovación de la Iglesia, no solo para hacer posible la evangelización en medio de la increencia sino para afrontar el mayor riesgo para ella en esta época: susecularización interna. Esta ha sido una batalla crucial del pontificado de Benedicto XVI, en la que ha puesto todo su empeño y no poco sufrimiento. Es evidente (y acaso empleo mal esta palabra, porque son muchos los que no lo han entendido así) que esa renovación, que es también purificación en el programa de Benedicto XVI, reclama mayor fidelidad a las raíces del cristianismo y más aprecio a la tradición. Renovación y tradición no son términos antagónicos sino complementarios. Sin la concurrencia de ambas la fuerza expansiva de la secularización dominante en la sociedad contagiará y minará la vida interna de la comunidad católica. Es lo que ya ha ocurrido en algunas de las desfallecientes confesiones protestantes.

 

DOS CLAVES DE UN PROGRAMA: CARIDAD Y DIÁLOGO

Para orientar esta nueva relación con el mundo, me parece que en el programa que Benedicto XVI ha ido trazando a lo largo de su magisterio ha puesto el acento en dos pilares fundamentales: la caridad y el diálogo.

Al primero de ellos dedicó su primera encíclica (2005), Deus caritas est, un documento luminoso sobre el amor que Dios ofrece al hombre y sobre el mandamiento del amor al prójimo, que es consustancial al cristianismo. «El buen samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento» para los discípulos de Jesús, nos exhorta. Debe, pues, convertirse en el modo privilegiado, real y visible de presencia de los cristianos en el mundo y por él deben ser reconocidos. A este propósito evoca a Juliano el Apóstata, quien escribió en el siglo IV que «el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era su actividad caritativa». En el mundo de la increencia en que vivimos también debería suceder así. Ante las dificultades de hacer a Dios presente en el mundo, la fuerza de la caridad es el mejor instrumento de la nueva evangelización. Lo subraya Benedicto XVI con estas palabras: «El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable solo el amor». Ya Maritain había dicho que «el arma secreta del cristianismo es la caridad».

Al segundo pilar, el diálogo, Benedicto XVI ha dedicado una parte sustantiva de su magisterio y lo ha practicado con tenacidad y humildad. En sus intervenciones con mayor resonancia en la esfera pública —Bernardinos en París (2008), Westminster en Londres (2010) o en el Bundestagde Berlín (2001), entre otras— el hilo conductor ha sido la necesidad de restablecer un diálogo fecundo entre fe y razón, que ha sido un elemento consustancial a la civilización judeocristiana. A este diálogo otorga Benedicto XVI una importancia decisiva para el porvenir mismo de nuestra civilización. Si leemos con detenimiento sus textos —lo que recomiendo vivamente—, descubrimos que hay siempre una oferta a entablarlo, incluso una invitación apremiante, que reviste alguna vez tonos dramáticos. Esta oferta viene acompañada con una actitud de predisposición del cristianismo a procurar las condiciones que lo posibiliten y lo faciliten. Benedicto XVI ha querido que la Iglesia se despoje de todo aquello que dificulte esa relación dialogal. Y, por ello, hay en sus textos una reiterada condena de los «fundamentalismos y sectarismos» religiosos, y también el reconocimiento del papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión.

Las dificultades de ese diálogo resultan evidentes en el estado de los espíritus que predomina en estos tiempos, sobre todo en nuestra Europa. La hegemonía del positivismo jurídico —que trata especialmente en su discurso en el Bundestag— ciega las fuentes posibilitadoras de un debate fecundo sobre la fundamentación ética del derecho y de las deliberaciones políticas. A esta situación Benedicto XVI la califica de «drama». Resulta una especie de repudio a la identidad de nuestra civilización, en la que precisamente en virtud de esa tensión dialogal se alumbraron nuestras democracias. Y en los Bernardinoscalifica el rechazo, en buena parte de nuestra cultura, a plantearse el tema de Dios, la negación de su búsqueda por considerarlo absurdo o inalcanzable, como una «capitulación de la razón». El malestar de la cultura está generado por esta mutilación que la empobrece, al hacer de Dios el gran desconocido y cerrarse a ver sus «señales».

Con conciencia de las dificultades de ese diálogo, Benedicto XVI ha promovido (Navidad del 2009) la recuperación o reinvención del atrio de los gentiles, aquel espacio que había en el templo de Jerusalén donde podían encontrarse y debatir judíos y no judíos. El propósito de la iniciativa es mantener despierta la búsqueda de Dios a quienes ya no lo conocen. «La búsqueda comporta ya en sí misma un hallazgo», había dicho en los Bernardinos de París.

Entre la pléyade de los alejados de Dios hay un archipiélago formado por los que comienzan a llamarse «católicos agnósticos», lo que prima facie resulta una contradicción en sí misma, pero que hay que seguir con atención. Son quienes confiesan no tener fe, pero reconocen, al menos culturalmente, una sintonía con el cristianismo por su contribución determinante, a lo largo de la historia de nuestra civilización, a la concepción de la persona y de su dignidad, a los planteamientos morales y a los valores básicos sobre los que ha descansado hasta ahora la sociedad occidental. Son, de alguna manera, los herederos de aquella afirmación de Benedetto Croce, al referirse a la cultura europea: «non possiamo non dirci cristiani», «no podemos dejar de llamarnos cristianos». Para los «católicos agnósticos» estos valores (que garantizan una sociedad libre) son básicos para nuestra civilización y deben preservarse, frente a las tendencias destructoras de ellos, tanto las impulsadas por los enemigos de la libertad como por las corrientes relativistas. Pienso que los «católicos agnósticos» son los más proclives a acudir al atrio y los  más abiertos a buscar «señales» de Dios en el horizonte.

Más recientemente, Benedicto XVI, con ocasión de un atrio de los gentiles celebrado en Portugal (noviembre de 2012), ha formulado una sugestiva y provocadora propuesta, que da la vuelta al famoso etsi Deus non dareturde Grocio. «Sería bello —afirma Benedicto XVI— si los no creyentes quisieran vivir “como si Dios existiera”». ¿No nos recuerda algo la famosa «apuesta» de Pascal? ¿No resulta razonable aceptar esta propuesta a quien no tiene fuerza para creer?

 

EL AÑO DE LA FE

La última de las iniciativas pastorales del pontificado de Benedicto XVI ha sido la convocatoria del año de la fe,coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II (octubre de 1962). ¿Por qué el Papa ha querido ligar la conmemoración del concilio con un periodo «fuerte» en el que invita a toda la Iglesia, a todas las comunidades eclesiales, a todos los fieles a dedicar tiempo, esfuerzo y reflexión sobre la profesión de la fe, sobre sus contenidos y sobre sus implicaciones para la vida del cristiano? ¿Por qué invita a todos los fieles como tarea prioritaria el «redescubrimiento de la fe»?

Pertenezco a una generación de cristianos para quienes el concilio fue un hecho determinante. Nuestra andadura —la de quienes desde dentro hemos seguido las vicisitudes de la Iglesia en este medio siglo, pero también, aunque de otra manera, la de quienes tomaron otros derroteros vitales— no podría entenderse sin la huella que dejó en nosotros el concilio. Lo viví en mis años universitarios con gran intensidad y con gran entusiasmo. Se nos antojaba un acontecimiento extraordinario no solo por las inéditas imágenes que transmitía la asamblea conciliar, no solo por la novedad del lenguaje de los textos que iban adoptándose, a veces producto de vivos debates, sino, sobre todo, porque la Iglesia estaba emprendiendo una tarea que a muchos de nosotros nos parecía imprescindible: acabar con los malentendidos que, por diversas vicisitudes históricas, se habían producido entre el catolicismo y la modernidad. Contra los «profetas de las calamidades», «que se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia», Juan XXIII, en el discurso de apertura del concilio, invitaba a una nueva actitud de la Iglesia, que expresó gráficamente así: «la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas».

Con ese espíritu de confianza y de optimismo abrazamos el concilio en el clima de aquellos «felices» años sesenta, en los que parecía irrefrenable el progreso del mundo. En el ámbito español la Declaración sobre libertadreligiosa y la constitución pastoral Gaudium et spes iban a ser motor de transformaciones sustanciales para el futuro de la convivencia de los españoles, en el que los católicos podíamos contribuir sin rémoras y con renovados planteamientos. Y fuera de este ámbito doméstico, la Iglesia dejaba de estar en una posición reactiva, elaboraba una teología sobre la «justa autonomía de la realidad terrena», que responde a la «voluntad del Creador», lo que abría el camino para la reconciliación con el mundo de la ciencia. El ecumenismo daba un paso vigoroso y la eclesiología se cimentaba en el concepto de «pueblo de Dios» y otorgaba al laicado un status de mayoría de edad. Todos estos, y otros más, son genuinos frutos del concilio, que trazaban un camino de esperanza ad intra y ad extra de la Iglesia.

Benedicto XVI, al inaugurar el año de la fe, ha reiterado: «Siento más que nunca el deber de indicar al concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado enel siglo XX. Con el concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Esta reivindicación del Vaticano II, presente en todo el pontificado de Benedicto XVI, ha tenido su última expresión en el encuentro con el clero romano del pasado 15 de febrero, de despedida tras su renuncia, dedicado precisamente al concilio. Aconsejo la lectura de esta «chiacchieratta» (pequeña charla), como la llama Benedicto XVI, llena de frescura y vivacidad, en la que contrapone el concilio «virtual» al «real». El virtual fue, a veces, más fuerte que el real, y provocó calamidades y problemas en la vida de la Iglesia de estos años. Pero nos dice: «Cincuenta años después vemos aparecer al verdadero concilio con toda su fuerza espiritual. Y nuestra tarea, justamente en este año de la fe es trabajar para que el verdadero concilio, con la fuerza del Espíritu Santo, se lleve a cabo y la Iglesia sea verdaderamente renovada».

¿A qué calamidades y problemas se refiere Benedicto XVI? He vuelto a leer Le paysan de la Garonne, el libro que Jacques Maritain escribió un año después de la conclusión del concilio, en cuya sesión de clausura recibió de Pablo VI el mensaje final a los intelectuales. Le paysan dela Garonne causó ya entonces un gran escándalo en algunos maritenianos, que lo interpretaron casi como una retractación de su anterior pensamiento «progresista». Leerlo a la distancia de cincuenta años muestra la lucidez y libertad de espíritu del entonces ya octogenario filósofo. Porque Maritain no solo «da las gracias» a la obra del concilio, sino que advierte con extraordinaria claridad algunos de los peligros, que ya estaban presentes en la vida de la Iglesia y que podrían provocar una aplicación torcida y una hermenéutica no correcta de los planteamientos conciliares. Estos riesgos que advirtió ya en 1966 eran básicamente tres. El primero consistía en una «secularización plena del cristianismo», incoada ya por «la fascinación de jóvenes cristianos, clérigos y laicos», de dar absoluta primacía a la acción temporal volcada a las «necesarias transformaciones» de la sociedad. El segundo hacía referencia a la herencia de August Comte («Todo es relativo, he aquí el único principio absoluto»), que estaba impregnando de modo dominante a la cultura contemporánea y hacía a muchos «hablar como Pilatos», renunciando así a plantearse la cuestión de la Verdad, a la cual, a lo sumo, había que poner entre paréntesis. El tercero es lo que Maritain llamó «arrodillarse ante el mundo» por una errónea interpretación del esfuerzo en «reconciliarse» con la modernidad. «Arrodillarse ante el mundo» es prescindir de la idea central del cristianismo de que «mi Reino no es de este mundo», lo que exige mantener una posición «ambivalente » en relación con él, que, en cada época histórica, hay que discernir y en ello consiste la madurez del cristiano.

Estos peligros, que advirtiera tan tempranamente Maritain, han formado parte de la realidad de la Iglesia en la etapa postconciliar. Son las «sombras», que con sus «luces» han caracterizado esta etapa de la vida de la Iglesia. El añode la fe es la oportunidad de hacer una reflexión interna en la Iglesia para tomar conciencia de los caminos equivocados y, sobre todo, para redescubrir los contenidos de la fe. La fe «no es un presupuesto obvio de la vida común» del cristiano, dice Benedicto XVI. Fortalecer la fe se convierte, así, en la tarea previa para que esa nueva presencia de la Iglesia en nuestra sociedad sea fecunda y evangélica.

 

LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI

Benedicto XVI va a cumplir pronto ochenta y seis años. Ha entrado en la edad que llamamos ancianidad, en la que las fuerzas y el vigor disminuyen y la salud se va resquebrajando. El anuncio de su renuncia ha provocado inquietud y temor en algunas personas «de buena voluntad» con quienes he hablado estos días. He leído detenidamente el texto que leyó al consistorio. Es su última gran lección: una lección en la que aparece en todo su esplendor Su comienzo es una apelación a su conciencia «ante Dios». Nos ha hecho redescubrir el primado de la conciencia («que no es infalible, pero que nunca tengo el derecho de actuar contra ella», decía Maritain). Algunos han evocado el parentesco con el beato Henry Newman. Y es verdad: ambos pertenecen a la misma estirpe espiritual: buscadores apasionados de la verdad, escrutadores de las esencias del cristianismo, servidores de la Iglesia fundada por Cristo y de su unidad. También yo pensé en Newman, a quien me descubrió precisamente Antonio Fontán. Y también he pensado estos días en don Antonio, quien, si estuviera con nosotros, habría entendido perfectamente la decisión del Papa y habría explicado como nadie esta última lección de Benedicto XVI.

Benedicto XVI se ha apartado ya del mundo, pero no ha abandonado a la Iglesia. Su vida empieza ahora una etapa en la que seguirá haciendo mucho bien, aunque el mundo no lo comprenda.

Político y periodista (1946-2024). Ha sido a lo largo de su dilatada trayectoria, director general de RTVE y secretario general de Educación.