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Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a Quilmes», o: «Frank Sinatra».

Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones». Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

Conservación de los recuerdos
CORTÁZAR

Existe mucho discurso «buenista» y políticamente correcto dentro del discurso de ciudad. Encontramos abundantes títulos que dan, o pretenden dar, sensación de tranquilidad: «la ciudad humana», «la ciudad de las personas», «una ciudad para ciudadanos»… Estos, aparte de ser eslóganes políticos, no dejan de ser contradicciones en sí mismos. La ciudad, como veremos, será una tensión, y las personas que la habitan vivirán, asumirán y, en muchos casos, la potenciarán. Los ámbitos históricos de la ciudad no serán ajenos a ello. Así, vamos a ir relatando y extrayendo conclusiones de una tensión, fruto de la contemporaneidad y de los intereses que se devienen de esta, que influye en ellos y los modifica. El debate sobre los centros históricos, lejos de agotarse con la aportación epistemológica de los años setenta y ochenta del siglo XX, ha encarado el inicio del XXI con el compromiso de una renovación conceptual y metodológica que posibilite una mejor incardinación de la gestión de estos espacios en el conjunto de la ciudad. Lo que subyace en el debate es una nueva forma de entender el patrimonio cultural en la ciudad y en el territorio. Así lo expresa M. Morey en El hombre como argumento:

La pregunta por el sentido de la historia no tiene, para Foucault, lugar donde plantearse: no tiene sentido […]. Lo que importa entonces no es la pregunta por el sentido, siempre forzosamente cómplice con el orden actual, siempre encubridora de una necesidad de reconocimiento, sino la pregunta por el funcionamiento de los diferentes avatares históricos que nos empujaría al conocimiento de estos: al análisis del modo como se oponen, se anudan o se suceden los diferentes acontecimientos —discursivos, institucionales— que acaban por articular el campo de una problemática: una idea (la locura, la enfermedad, el hombre).

¿Por qué plantearnos cuestiones sobre centros históricos? Es más, ¿qué entendemos por centro histórico? Escribir sobre este ámbito concreto de ciudad puede resultar fácil si nos atenemos a la realidad física que comprende el área de ciudad en la que se concentra todo el eje cronológico y queda definido por la zona de actividades económicas y comerciales. Puede resultar algo menos fácil si usamos esa denominación para hacer referencia al área de ciudad que ha ido concentrando todo el interés a lo largo del tiempo aunque no concentre en sí todo el perfil histórico. Y no resulta nada fácil cuando se habla de ámbitos históricamente ricos pero degradados por el tiempo y prácticamente olvidados, espacios en los que el paso de los años ha hecho mella legando una herencia difícilmente reconocible. Este con-cepto, relativamente reciente, tomará su mayor densidad, no quizá tanto mirando atrás como mirando el presente, en el que una definición a priori subjetiva pretende hacerse objetiva en la redacción de planes y delimitaciones físicas.

La siguiente pregunta sería sobre el interés que los centros históricos despiertan sobre el conjunto de la ciudad. ¿Cuál es su génesis? ¿Por qué no hablamos de periferia histórica o extrarradio histórico? ¿Qué encierra en sí este proceso de génesis que no deja de ser un artificio, un constructo que, a pesar de parecer concluso y definitivo, está en un continuo cambio cristalizado? Si los centros históricos son áreas de ciudad que siguen necesitando para su comprensión de tiempo y distancia —podríamos decir que son las zonas urbanas no incluidas en la crisis gris que referencia P. Virilio—, ¿son «trozos» de ciudad diferentes del resto?

No podemos ni debemos abstraernos de las diferentes realidades que han ido conformando estos ámbitos de ciudad. Hacerlo sería meternos en la asepsia de un laboratorio inerte que facilitaría el acercamiento pero eliminaría los procesos de conformación de la misma. Lo mismo ocurre con el intento de extraer la delimitación física de la ciudad histórica de la que no lo es. Ya se ha demostrado la escasa eficiencia de estos modelos de planificación por clasificación, tal como describe M. Ayllón en El planteamiento urbanístico y la sociedad del bienestar. Entendemos el centro histórico como una realidad compleja, ubicado en un contexto urbano y que ha sido configurado por unos condicionantes geográficos y antrópicos. Igualmente, siendo conscientes de la unidireccionalidad del tiempo, nos plantearemos el intento de frenada o no que supone la conservación en los mismos. Por otro lado, la posición geográfica que ocupa así como el ente simbólico y de identidad que conserva.

La historia es objeto de una construcción obtenida por la combinación del tiempo y el espacio, un tiempo no homogéneo y un espacio lleno, lleno de «tiempos del ahora» tal como describe W. Benjamin en sus Tesis sobre la historia. Este constructo de valores relativos no nace guiado por ninguna ley subyacente ni una lógica aritmética. Intentar encontrar leyes de ordenación del devenir de los acontecimientos sería condicionar procesos y simplificar el discurso patrimonial (herencia recibida) a un discurso científico. Aquí se inicia el proceso de artificialidad que encierra todo discurso patrimonial. Desde el origen hasta nuestros días, el concepto de historia, en un continuo cambio, es un «artificio» del tiempo. El estado de detenimiento al que se somete un discurso histórico o una ciudad patrimonial será el ejercicio más plástico de negación de un presente. Perfectamente lo describe R. Maté en Justicia de las víctimas, terrorismo, memoria, reconciliación: «La idea de que siempre hay tiempo, de que el tiempo es inagotable, de que vamos hacia lo mejor, todo eso es expresión de una conciencia mítica más que racional».

¿Cómo poder hacer una referencia sistemática, una línea, un «espíritu objetivo» que nos permita observar con cierta continuidad el planteamiento de lo heredado? ¿Cómo hablar de progreso, de «evolución», sin una referencia fija? ¿Cómo poder objetivar la herencia? ¿Podríamos materializar la herencia en el soporte físico e histórico de la ciudad junto con la memoria? ¿Podemos hablar de patrimonio vacío?

Si sentamos como premisa que la herencia se materializa, entre otras cosas, en un soporte físico y objetivable, será el ámbito de los centros históricos el que lo ocupe. Si a esto unimos la memoria que de ellos emana, tendremos el legado heredado. En la actualidad observamos procesos por los cuales el soporte físico del patrimonio va siendo desprovisto de memoria, de reconocimiento histórico en la sociedad. Si esto es así, ¿podemos seguir afirmando que los centros históricos son tales cuando han sido privados de la memoria?

Podemos asegurar que los centros históricos son los espacios urbanos más complejos y frágiles de la ciudad, dado que en ellos convergen valores de tipo simbólico y social compaginándose con una fuerte degradación. Consideramos a la ciudad como resultado de la historia, como elemento fundamental del desarrollo del presente y sustento del porvenir. La herencia del pasado debe conservarse, permanecer y transformarse, preservando siempre su valor y asumiéndolo.

Conservar con vida los centros históricos y prever su futuro es nuestra obligación; hay que habitarlos y disfrutarlos, impulsar en ellos el uso de vivienda y las actividades compatibles, culturales y de servicios que los mantengan en valor. Todo ello como un sustento y no un riesgo, ya que el patrimonio puede ser afectado por ignorancia, indolencia, especulación o por el progreso mal entendido.

El valor cultural reconocido y auspiciado por la UNESCO tuvo como antecedente la Carta Internacional sobre la Conservación y Restauración de Monumentos y Sitios (Carta de Venecia, 1964). La Convención sobre la Protección del Patrimonio Cultural y Natural, celebrada en París en octubre de 1972, estableció como patrimonio cultural a los monumentos y conjuntos arquitectónicos de valor excepcional desde el punto de vista histórico, artístico y científico, así como a los sitios arqueológicos.

Los centros históricos presentan, en definitiva, una gran complejidad, deterioro, abandono, usos y destinos incompatibles, derivados de la disminución de los espacios en las viviendas por el establecimiento de sector terciario y de la explotación económica de los mismos. La ciudad histórica, en tanto que recurso turístico, es un bien escaso, no renovable, y no reducibles a mercancía, por lo tanto su utilización debe de partir de esta premisa, lo que nos lleva a la exigencia de regulación de los flujos turísticos, estableciendo aforos que permitan que se visiten sin una masificación degradante; establecer, en suma, la relación adecuada entre espacio, visitantes y equipamientos requeridos por los mismos.

Por otro lado, una relación adecuada entre espacio y usuario permite comportamientos cívicos que redundan beneficiosamente no solo en la preservación material sino en la propia imagen de la ciudad percibida por el visitante, posibilitándose de esta manera una experiencia estética de calidad.

La naturaleza económica secundaria del patrimonio cultural en general y el patrimonio arquitectónico en particular se ha convertido en su naturaleza esencial. Ante todo es considerado como factor económico, lo mismo que el usuario. La experiencia de encuentro (patrimonio-turista) reviste hoy un interés y entendimiento prevalentemente mercantil, de hecho esa relación concreta se analiza principalmente dentro del ámbito de la «economía de la experiencia». Pero la relación del hombre con el patrimonio histórico no puede estar determinada fundamentalmente por su carácter económico, abarca el sentido de la vida, la memoria del pasado, el estímulo y la necesidad de la belleza, etc., posee por tanto, un valor metaeconómico. La reconsideración del patrimonio en su carácter metaeconómico sería la base de una gestión distinta, con un sentido humanista del que hoy en gran parte carece.

En la Declaración de Manila, en un principio establecido por la propia Organización Mundial del Turismo, se afirma que «en la práctica del turismo, sobre los elementos técnicos y materiales deben prevalecer los elementos espirituales», lo que equivale al reconocimiento de su valor metaeconómico, hoy negado. La tendencia actual del crecimiento de la población mundial y el estándar occidental de modo de vida entran en contradicción. La población mundial en su totalidad no puede alcanzar un bienestar basado en la idea de no limitación y despilfarro. Si esto es cierto en la esfera de los recursos naturales, no digamos para ciertos modos de consumo cultural.

Hoy la población mundial que goza del privilegio de viajar y visitar monumentos, tanto por formación como por capacidad económica, es una relativa minoría. Si esta práctica, y el modo actual de realizarla, se generalizara a toda la población del planeta, no habría forma de satisfacerla. La solución está no solo en el objetivo demográfico de una población estable frente al actual crecimiento exponencial, sino en un cambio radical del modo de vida y su relación con el patrimonio.

Profesor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Sevilla