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Su poema “Intenta celebrar el mundo mutilado”, se dio a conocer después del 11-S. En general, hay en su poesía esta coexistencia entre la vida y la belleza, por un lado, y el desastre y la catástrofe, por otro. ¿Cómo afronta usted esta escritura del desastre, y cómo cree que es posible dar testimonio de él?

 Yo nací justo después de la guerra. Las generaciones, en literatura, tienen su importancia. No se debe exagerar, es decir, no se puede pensar que participar en una generación es una cosa única y determinante, pero tampoco podemos negar el hecho de que los escritores y artistas pertenecen a generaciones. Yo veo mi generación como a la sombra de los desastres de la Segunda Guerra Mundial. Una sombra larga que aún hoy permanece. Es algo que me llevó tiempo comprender. Cuando era joven tenía otras preocupaciones literarias, pero terminé viendo que, si existe algo así como una lista de labores para los escritores, en la lista de mi generación está en primer lugar la de ser conscientes de esa sombra pero también contribuir a la reconstrucción de la vida. En mi caso, se podría decir que nací en medio de ruinas. No literalmente, puesto que la ciudad de Lvov, donde yo nací, no fue ferozmente bombardeada, aunque sí sufrió terriblemente el Holocausto, tal y como mis padres me contaron. Nací en el paisaje de después de la batalla, donde la pregunta “qué hacer ahora” era muy importante. Yo no quería consagrarme a la escritura de novelas sobre la guerra, eso no era lo mío. Creo que mi instinto era más bien el de construir, renacer, mirar la vida, pero no podía hacerlo sin tomar en consideración las ruinas. En la ciudad a la que mi familia debió trasladarse, en Silesia, sí había ruinas de bombardeos, americanos según parece. Como el comunismo no era un sistema económico muy fiable, esas ruinas permanecieron mucho tiempo allí. Varsovia en cambio se rehízo muy rápido, fue casi un milagro, y también Gdansk, en la costa, reconstruida de una muy bella manera, pero no las ciudades como aquella en la que yo crecí. Estaban las ruinas pero también el renacimiento con nuestro entusiasmo, el de los jóvenes. Es lo que leí y vi también en otros poetas de mi entorno en aquella época. En mí, desde luego, coexisten esos dos hechos: haber nacido en un paisaje de ruinas y estar fascinado por la plenitud de la vida. Como reconciliar ambas cosas, todavía hoy no lo sé. Es una de mis cuestiones principales.

 Eso nos lleva a la relación entre escritura y compromiso político. El hecho de haber comenzado su andadura poética en un régimen dictatorial comunista, donde la confesionalidad era quizás una disidencia, ¿ha marcado de alguna manera esa relación entre literatura y política?

 Bueno, hay que aclarar algo al respecto. En el caso de Polonia no había, como en otros países, un programa estético fijado como el del realismo social. Era casi un milagro, pero en Polonia, después de la muerte de Stalin, se había abandonado aquello. Así que de jóvenes no teníamos esa obligación de ajustar nuestra creación a un programa prefijado. Estaba completamente permitido escribir cosas confesionales. Había censura pero estaba limitada a asuntos estrictamente políticos, a las expresiones abiertamente contrarias al régimen. Por lo demás, todo estaba permitido: yo crecí en una cultura más bien permisiva, y la disidencia consistía precisamente en romper con una confesionalidad íntima, privada, que nosotros considerábamos fácil en nuestro país. Era un contexto muy diferente al que había vivido, por ejemplo, el joven Brodsky en Leningrado, donde ser confesional y metafísico era verdaderamente una rebelión. Para nosotros la rebelión era hacer cosas estrictamente políticas. Burlarse, criticar, decir no. En aquella época, a los 25 años, yo quería ser un poeta político que se alzara contra el totalitarismo, en la medida de lo posible, porque tampoco estábamos locos y queríamos seguir presentes en la vida pública. Solamente después, más o menos a los 35, comprendí que era necesario de nuevo ser metafísico y confesional; vi que la poesía política era limitada, que el campo de imaginación política resultaba insuficiente como elección estética. Ahora bien, lo cierto es que últimamente, con la situación en Europa, y sobre todo con el Gobierno actual en Polonia, y el ascenso del nacionalismo y la xenofobia, sí he sentido la necesidad de volver a ser abiertamente político. No hace mucho, por ejemplo, escribí un artículo sobre el gobierno polaco y la situación política polaca que apareció también en la prensa española.

 Durante su estancia aquí también ha hecho un paréntesis para ir a Barcelona, a un recital de sus poemas bajo el título “El éxtasis y la ironía”. ¿Por qué este título para el acto?¿Cuál es la relación entre ambos conceptos?

 “El éxtasis y la ironía” es el título de un ensayo que escribí hace muchos años. En él hablaba de cómo el éxtasis es un momento de gracia, de inspiración, de recepción, donde uno sobrevuela, alcanza las alturas. La ironía es aquello que compensa momentos así, y resulta necesaria tanto en la creación literaria o artística como en la vida, para tomar tierra. Tiene incluso una función higiénica: ayuda a distinguir los éxtasis verdaderos de los falsos, y permite tomar distancia, no tomarse tan en serio, no ser arrollado por la vida. Se vive y se escribe entre estos dos momentos, el éxtasis y la ironía. Creo que en mí la tendencia irónica procede de mi padre, que era un ironista magnífico, y que la parte extática me fue dada por mi madre.



Foto: Adam Zagajewski en el Literarische Salon de 2017, en la ciudad alemana de Colonia. Autor: Udoweier. Fuente: Wikimedia Commons bajo licencia CC-BY-SA-4.0