El polaco Adam Zagajewski (Lvov, actualmente Ucrania, 1945) es autor de una valiosa obra ensayística, poética y narrativa, algunas de cuyas muestras más representativas han sido publicadas en España por editorial Acantilado. Le entrevistamos aprovechando su presencia en Mallorca durante el mes de septiembre: ha sido invitado a inaugurar con su estancia el proyecto Habitació 2016, que pretende reflexionar sobre la relación entre hotel y escritura, turismo y cultura, a fin de recuperar vías que hoy parecen rotas entre ambos espacios.
¿Es Adam Zagajewski un turista? Nos encontramos con él en el hotel donde ha residido este mes: un lugar silencioso, de espléndida sencillez, en una antigua finca que representa uno de los enclaves más hermosos de la isla. Nos recibe con preguntas en torno al enigma que pesa sobre esta isla y por el que más de una vez los locales somos objeto de curiosidad: nuestro invierno. La sombra de George Sand y su Un invierno en Mallorca es alargada, y el paso de Chopin enfermo por tan húmedos parajes arroja sobre la isla un imaginario gris, frío, algo tenebroso. Querríamos, al ser preguntados, aportar una visión más luminosa. El artista Miquel Barceló, con quien Zagajewski se ha encontrado estos días, le ha contado que él se baña todo el año, que el agua nunca se enfría por debajo de los 18 grados. Escribir por las mañanas, nadar por las tardes, en eso ha consistido la rutina del poeta estas semanas. Nos asegura que ha descubierto un pequeño rincón, una de esas calas minúsculas donde uno se encuentra de pronto en la más absoluta y sorprendente soledad, y le aconsejamos que no revele el secreto, ni siquiera a nosotros. Su mirada es escrutadora, y su rostro transita entre la seriedad, la timidez y la afabilidad. Se toma su tiempo en escoger las palabras, así que la cadencia de sus respuestas es sosegada, pero no vacilante.
¿Cree usted que en el contexto de masificación y uniformidad que genera hoy el turismo es posible todavía el viaje como tal? Si fuera así, ¿cuáles serían sus espacios y procedimientos?
Es una cuestión complicada. Respecto del turismo, ocurre que cuando estamos dentro de la masa de turistas tendemos a pensar que no somos como los demás, que somos en cierta manera mejores, pero no somos los únicos que tenemos ese pensamiento. Hay, por supuesto, personas que no son muy reflexivas y que por tanto no se hacen preguntas cuando viajan, pero es probable que dentro de esa masa estemos rodeados por otras personas que, como nosotros, piensen que son diferentes a los demás, que no son turistas comunes. Caemos en cierto esnobismo, en cierta arrogancia. En relación con su pregunta, creo que sí, que el viaje todavía es posible, y que siempre habrá viajeros y escritores de viajes, aunque yo no me considero un viajero. A lo largo de mi vida he vivido en diferentes ciudades: Cracovia, París, Chicago, e incluso Texas, en Houston. Prefiero habitar los lugares que moverme de un lado a otro. Me gustan, eso sí, los primeros momentos del viaje: no en coche, porque entonces uno está tan concentrado en la carretera que es difícil ver nada, pero sí en tren, en avión, o incluso en barco. Adoro eso, hay momentos en que se está como suspendido. No se está en un lugar concreto, se está en ninguna parte. Eso es para mí un gran placer, estar separado momentáneamente de la propia dirección, del lugar donde se pasa la mayor parte del año, de la propia vida. Son buenos momentos para la reflexión, para la escritura. Muy a menudo las ideas vienen a mí cuando estoy en ese estado de gracia que está ligado al viaje. Aún así, nunca he escrito libros de viaje, y tampoco me interesan o me gustan mucho. Los he leído, en ocasiones, pero no son mi pasión. Me parece que lo más interesante del mundo son las personas: los hombres, las mujeres, los niños… y los gatos, a los que adoro. No tanto los lugares, que se parecen unos a otros. Hay personas a quienes apasiona ver constantemente cosas diferentes, pero no es mi caso. Pienso que en principio es posible pasar la vida en un pequeño pueblo, y, si se lee mucho y se posee una imaginación, conocer el mundo sin moverse. Eso no quiere decir que esté absolutamente desprovisto de curiosidad por otros lugares, de vez en cuando me fascinan los cambios de ubicación.
Es cierto que si se indaga un poco en su biografía, se encuentra de inmediato que está efectivamente marcada por el paso por diferentes ciudades. Su primer cambio de ciudad se produjo por motivos geopolíticos, al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados cedieron su ciudad natal a la República Socialista Soviética de Ucrania y la población polaca fue expulsada, con lo cual su familia se vio obligada a trasladarse a Silesia. Su libro Dos Ciudades (Acantilado, 2006) no habla tan sólo de esas dos ciudades, sino de La Ciudad como una amalgama entre lo extraordinario, (en el libro podemos pasear con Jünger por París, por ejemplo), pero al mismo tiempo lo ordinario, la cotidianidad y sus fenómenos pequeños y continuos. ¿Son la ciudad y la cotidianidad urbana su espacio vital y literario privilegiado?
Sí, aunque habría que precisarlo un poco. La ciudad, por supuesto. La ciudad es un lugar donde vemos a las personas, a los otros, día tras día. Pero hay ciudades demasiado grandes, donde la gente va en metro en medio de una multitud enorme. Nunca he estado en Japón, pero leí sobre ese fenómeno en Tokyo, donde existe una profesión que consiste en empujar a las personas dentro del metro para que quepan. Eso es un poco exagerado para mí. Mi ideal es una ciudad media, como Cracovia. En China, por ejemplo, hay ciudades con 27 millones de habitantes. No puedo decir que no me interesen, pero… Hace un tiempo pasé algunos días en Guangzhou, que tiene unos 13 millones de habitantes. Si pensamos en la noción de flâneur de Baudelaire, hay que concluir que no es posible serlo en Guangzhou, simplemente porque hay demasiada gente y las calles no están hechas para pasear, son arterias para los coches. En cambio en París, que tiene un número de habitantes similar al de Guangzhou, se puede todavía ser flâneur. Baudelaire podría hoy todavía pasearse por allí. Mi ideal es, pues, una ciudad de tamaño medio, como en Europa hay muchas: Barcelona (aún con sus problemas de sobrepoblación precisamente a causa del turismo), Múnich, Colonia, o incluso Berlín, que es mucho más grande pero permite todavía cierta libertad de movimiento. El gran placer de una ciudad mediana es ver a la gente. Me gusta mucho observar a las personas, sus rostros. No es fácil, pero lo ideal para mí es no ser visto. Hay, además, días especiales: me gusta mucho el primer día de colegio en Cracovia. Los estudiantes se visten muy bien, con una camisa blanca. Lo hacen sólo el primer y el último día de colegio. Es muy bello, la ciudad está de pronto completamente cambiada por esta festividad de los niños, que están por todas partes con sus camisas blancas. Es uno de esos pequeños fenómenos que hacen la vida interesante. La ciudad es un teatro para aquellos a quienes nos gusta mirar. Lo cual es un privilegio. Hay personas que trabajan tanto y tan duro que no tienen tiempo para tener esa actitud de contemplación, que corren a todas horas. Soy consciente de que soy privilegiado por poder hacer lo que hago, por poder escribir y vivir de mi pasión intelectual. Hay otra cosa que me gustaría mencionar: en la ciudad mediana, muchas veces, la naturaleza no ha sido aplastada por la ciudad. Hay parques, árboles, pájaros: los mirlos, que adoro. De ese modo se puede ser naturalista en la ciudad. Es una de mis pequeñas pasiones, si bien no soy ningún especialista. Conozco algunos tipos de pájaros y de árboles y estoy lejos de ser un gran experto en la materia, pero me fascina observar el equilibrio que existe (si todo va bien) entre la naturaleza y la ciudad. La ciudad tiene de por sí tendencia a destruir la naturaleza, pero hay fuerzas de la naturaleza que se defienden. Por ejemplo los mirlos: leí en alguna parte que hace 100 o 150 años no se veían mirlos en las ciudades. Vivían en los bosques, pero hubo quizás un primer mirlo “genio” que descubrió de pronto que la ciudad ofrece condiciones incluso mejores que el bosque para los mirlos: hay más comida y las personas no son hostiles a ellos. Tan sólo los gatos son peligrosos para los mirlos en las ciudades. En fin, hay otros privilegios que da una ciudad, como grandes bibliotecas, teatros o cines, cosas evidentes sin las que me cuesta imaginarme, de las que carecería en un pueblo pequeño, por ejemplo.
Siguiendo con esa relación entre cotidianidad y belleza, entre lo ordinario y lo extático, en su prefacio al libro de Aleksander Wat, Mi Siglo (Acantilado, 2009), usted escribe: “Wat reconstruye su pasado en dos planos, el de la creciente experiencia de lo cotidiano y el del éxtasis. Todo lector reconocerá en este dualismo la materia de la vida espiritual, una vida siempre desdoblada entre el continuo de la experiencia y los intervalos de las experiencias extáticas”. ¿Cómo piensa usted que la literatura, la poesía en especial, da testimonio de esta doble experiencia? ¿Qué relación tiene ello con la memoria, en el sentido defendido por usted en dicho prefacio, como un mecanismo imperfecto pero cercano a la verdad?
En el caso de Aleksander Wat, esos dos niveles son especialmente importantes. En su juventud fue un modernista radical, un futurista, que había estudiado mucho y era ya uno de los poetas más eruditos de Polonia. Estaba fascinado por la energía del modernismo, también en su sentido destructor. En Mi siglo describe al menos dos momentos de éxtasis que tienen para él un gran valor didáctico, puesto que le enseñan cosas que tienen en su vida y en su pensamiento una importancia fundamental. Uno de estos momentos es para él una auténtica revelación: de pronto ve la lengua como algo que es necesario defender. Los futuristas la masacraban porque para ellos se trataba de un objeto burgués, lleno de tesoros ficticios, que había que destruir para crear una nueva lengua. Pero cuando Wat se encuentra en el centro de la opresión totalitaria comunista, descubre que la lengua es frágil, que es necesario protegerla en lugar de atacarla. Se trata de una visión mayor, que me ha enseñado mucho a mí también. Wat relata también ese otro momento en que desde el tejado de su prisión oye tocar música de Bach, y ello supone para él un momento absolutamente iluminador, una revelación de belleza. Me resulta conmovedora la imagen de una persona que estaba en prisión y cuyo futuro era más que dudoso, con la posibilidad de ser enviado a los confines de Siberia, que de pronto descubre de nuevo la belleza de la música y recibe su consuelo. Al mismo tiempo hay, también, ese segundo nivel de lo cotidiano. Wat recopila conversaciones con otros presos, entre ellos viejos bolcheviques que llevan muchos años en prisión, y ello tiene un gran valor histórico. Construye su narración con esos dos niveles: recopilación de hechos históricos y políticos como los ve y oye un prisionero, en su día a día, junto con esos momentos de gracia que coronan la experiencia.
Cuando el libro fue publicado Wat ya había muerto, y el proceso de publicación, además, fue largo. El libro recibió críticas: es impreciso, menciona cosas que no son exactamente verdad, o hechos que no han sido debidamente verificados. Se dudó incluso de la veracidad del momento extático que mencionábamos antes, sobre la música de Bach desde el tejado de la prisión. Su actitud no es ciertamente la de un historiador que no dice nada sin verificarlo. Wat menciona las cosas tal y como acuden a su mente. Aparentemente comete errores por lo que respecta a los hechos, pero yo tampoco soy historiador y no me parece un crimen cometerlos. Wat era además un gran poeta, y sus poemas albergan una memoria aún mayor. Era alguien que conocía la Biblia a la perfección, y que abrazó las tradiciones judaica y cristiana, alguien ecléctico en el buen sentido de la palabra. Es para mí, en ese sentido, alguien parecido a Ezra Pound, pero mejor que Ezra Pound, con una clara intención de comprender el pasado y hacerlo vivir, sin por supuesto el antisemitismo de Pound, que para mí estropea completamente su obra.
Eso nos lleva a un camino interesante, la relación entre la ideología y la vida de un escritor y su obra, y esa idea de si ciertas adhesiones o comportamientos en vida “estropean la obra”, así como la cuestión de nuestra actitud ante todo ello. Pienso por ejemplo en el debate en Francia hace unos años, sobre si celebrar o no a Céline.
Sí, es complicado… Céline no es precisamente mi escritor favorito, aunque lo haya leído y lo conozca. Su caso es especial porque no se trata solamente de su panfleto antisemita, sino que sus novelas son abiertamente violentas, y están animadas por la energía del odio. Pero tenemos, por otra parte, a Gottfried Benn, que junto con Rilke o Bertold Brecht es uno de los grandes poetas alemanes del siglo XX. Es un poeta importante para mí, un poeta que adoro. Tuvo un momento nazi en su vida, 12 o 16 meses, pero jamás escribió un poema nazi. Publicó, eso sí, algunos artículos no muy agradables. Pero yo adoro sus poemas. Mi problema es Gottfried Benn (risas). Lo hablaba con alguien no hace mucho, y esa persona me preguntaba cuán lejos se puede llegar en la tolerancia. Yo respondía que si Goebbels hubiera escrito poemas tan buenos, yo habría dicho no, pero Benn no era Goebbels. Él comprendió enseguida que se había equivocado, y cambió completamente de camino. Considero que es necesario analizar esta cuestión caso por caso, porque no creo que haya una regla general al respecto. Además, es de notar que la Europa intelectual tiene tendencia a ser mucho más severa con los escritores fascistas que con los comunistas. Ambos totalitarismos son muy diferentes ideológicamente, pero no por lo que respecta a los crímenes. Nadie dice “Brecht es un monstruo”, o Maiakowski, aunque este último sea un caso algo especial. Brecht era un poeta talentosísimo, sin lugar a dudas, y algunos de sus poemas me gustan mucho, pero… es difícil. Definitivamente, no hay una regla general.
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Foto: Adam Zagajewski en el Literarische Salon de 2017, en la ciudad alemana de Colonia. Autor: Udoweier. Fuente: Wikimedia Commons bajo licencia CC-BY-SA-4.0