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El escritor y diplomático Paul Morand (París, 1989-1976), pese a su condición rigurosamente occidental, tenía facciones de mandarín chino, cosa que se aprecia en el retrato que le hizo Valentine Hugo en 1922. Quizá por eso, y porque vivió increíblemente mimado por la fortuna, se retrató como Buda, «al que su familia ocultó hasta los treinta años la existencia de la muerte». Morand fue protagonista de otra importante paradoja: coqueteó con el régimen colaboracionista de Vichy (De Gaulle impidió durante muchos años su acceso a la Academia), pero después de muerto su obra ha sido redescubierta por los jóvenes de extrema izquierda. Los intrépidos repertorios de historia de la literatura universal y las enciclopedias cuentan que alcanzó notoriedad con la colección de narraciones Abierto por la noche (Ouvert la nuit, 1922) y su continuación Cerrado por la noche (Fermé la nuit, 1923), y que gran parte de su obra se inspira en recuerdos y experiencias de sus viajes a través del mundo, recogidos en novelas y relatos -La Europa galante {L’Europe galante, 1925), Buda viviente (Boudha vivant, 1927), Campeones del mundo (Champions du monde, 1930)- o en ensayos y libros de crónicas viajeras —La tierra sólo (Rien que la terre, 1926), Crónicas del hombre delgado (Chroniques de l’homme maigre, 1941), Agua bajo los puentes (L’eau sous lesponts, 1954).

Paul Morand participó de esa condición excesiva y elegante de vivir la vida que tienen algunos poetas («Comprendí que no se puede servir al Estado y a otros amos. No puede haber un segundo oficio»). Eso lo llevó a abandonar la política. Como poeta, dejó cinco libros: Lámparas voltaicas {Lampes à are, 1919), Hojas de temperatura (Feuilles de température, 1920), Veinticinco poemas sin pájaros (Vingt-cinq poèmes sans oiseaux), USA. Album de fotografías líricas (USA. Album de photographies lyriques), Papeles de identidad (Papiers d’identité, 1931). Viajero impenitente y hombre de mundo -«veinticinco años en Suiza, diez en Tánger o en España, ocho años en Inglaterra»- Morand dispuso de muchos lugares para vivir —»el Berlín expresionista, la Inglaterra de Huxley, la Roma de Malaparte, el Nueva York del Dial’- y dos ciudades para volver siempre: París y Venecia. Conocida es también su larga vinculación con España. Aquí pasó muchas temporadas: año y medio, entre 1918 y 1919, duró la primera, en Madrid, como secretario de Embajada. Dos años más tarde visitó la isla de Mallorca, a donde volvería un tiempo después y a la que dedicó un libro. Al final de los años cuarenta pasó unos cuantos meses en Sevilla, escenario de su novela El flagelante de Sevilla {Le flagellant de Seville, 1959). Desde esa ciudad universal, Marie Christine del Castillo ha traducido con pericia, sensibilidad e inteligencia los poemas de estas Poesías Completas, incorporando en el Apéndice algunas composiciones aparecidas antes en la revista Grecia de Rafael Cansinos Assens o en La Gaceta Literaria de Giménez Caballero.

Es ésta una poesía que capta muy bien los gustos de los treinta primeros años del siglo, y que se elabora contando – de esa forma alusiva y elusiva a un tiempo en que cuentan sus cosas los poetas y las personas inteligentes- anécdotas fugaces, descubriendo momentos de rara intensidad. El poeta Morand percibe desde el comienzo de su vagarosa trayectoria que los signos del nuevo siglo, lejos del lenguaje celulítico del XIX, son las rotundas palabras ante los micrófonos, los rostros expuestos a la pública luz de los reflectores, el tráfago de automóviles y gentes bajo el pálido neón nocturno, la peripecia humana volcada en los llamativos titulares de los periódicos. La de Morand es una poesía poblada de viajeros errantes y evocadora de erráticas y dramáticas aventuras y atenuada por la frialdad de las metáforas y el calculado sabotaje vanguardista de las imágenes. «Aquellos años locos llaman la atención hoy por el número de víctimas, los suicidados, los desesperados, los desertores, los fracasados ¡Cuántos Picassos se quedaron en el camino!», recordará más tarde. Vaivenes de la Bolsa y fluctuaciones del mercado monetario; obreros en huelga y patronos intratables; tenderos arruinados por el golpe brutal de 1929 y el rostro crispado de los suicidas; los alegres compases de los cabarés y la vida miserable de los arrabales… Todo eso y mucho más, captado simultáneamente por el «ojo cinematográfico» de Dos Passos para describir el mundo americano en su trilogía novelesca USA —Morand dio igual título a su cuarto libro de poemas— lo traspasa Morand al verso libre y a la polimetría de los versículos. Trazos ágiles y estampas escuetas que nos hablan de la vieja Europa (Praga, Venecia, París, San Sebastián, Madrid) y de las grandes ciudades norteamericanas (otra coincidencia con Dos Passos su libro Nueva York, paralelo a la novela Manhattan Transferáú americano).

Poesía de ritmo trepidante, con trenes cosmopolitas y venturosos paquebotes captados por las cámaras imprecisas de Pathé. Poesía también de esforzada imaginería vanguardista, con su carrusel de vocabulario desconcertante, que hoy suena algo averiado o simplemente antiguo cuando sentimos al sujeto poético – e l poeta o quien quiera que hable en el poema- obsesionado por prestigiar sus inventos léxico-semánticos con su «tic» de incurable ventrílocuo, audaz, moderno, temerario. Poesía de distanciamiento irónico cuando el poeta hace sociología de tertulia (La calle Réamur está llena de lesiones, de ganancias agotadoras, / de fallos morales / y de errores de contabilidad), y poesía de trote épico (En mil novecientos veinte / las naciones tuberculosas, los regímenes anémicos que para perdurar tomaban hierro, / las autocracias y sus accidentes terciarios, / e incluso las democracias arterioescleróticas, / […] zozobran, / se van a pique, / haciendo agua por todas las deshonestas averías / que no quisieron restañar) cuando traza la crónica desalentadora de su época. Poesía vitalista y espléndida la de este corazón infatigable que se sabe único en su intento desesperado de estar en el mundo. De otra forma – e n otro sitio— dejó Morand un lema: «Se nos brindaba todo, esperando que lo tomáramos, y todo lo tomamos». Algo de esa ambición se echa en falta en numerosos poetas de este final de siglo.