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Ver productosLa lucha por llegar el poder, el maquiavelismo y la defensa de la democracia frente a la dictadura son los ejes argumentales de algunas de las películas más representativas de este subgénero
19 de junio de 2025 - 11min.
Avance
El interés del cine por la política es un hecho desde los albores del séptimo arte, como pone de manifiesto El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith. Cuestiones como la libertad, los derechos humanos, la separación de poderes, la vida interna de los partidos o la actuación de grandes estadistas han merecido reiterada atención en la pantalla. El arco de temas que tienen que ver con el cine político es amplísimo.
Seleccionamos a continuación tres motivos argumentales que se repiten en los filmes o las corrientes más representativas: la lucha por llegar al poder, el maquiavelismo y la defensa de la democracia contra la amenaza de la dictadura. Y lo hacemos con numerosos ejemplos de películas, desde las versiones cinematográficas de Shakespeare hasta el cine de denuncia contra dictaduras en Latinoamérica, con Missing, de Costa-Gavras, como referencia, pasando por los filmes que reflejan la trastienda electoral de EE. UU.
El interés del cine por la política es un hecho desde los albores del séptimo arte, como pone de manifiesto El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith. Y ese subgénero es lo suficientemente amplio para que abarque todo tipo de filmes, incluidos los que abordan el tema indirectamente, como Espartaco, de Stanley Kubrick, Gladiator, de Ridley Scott, y la famosa serie de la BBC, Yo, Claudio, basada en la novela de Robert Graves. En estos casos, la Antigüedad opera como espejo de la política contemporánea.
Cuestiones como la libertad, los derechos humanos, la separación de poderes o la peripecia de grandes estadistas han merecido reiterada atención en la pantalla. El arco de temas que tienen que ver con el cine político es amplísimo.
Seleccionamos a continuación tres motivos argumentales que se repiten en los filmes o las corrientes más representativas: la lucha por llegar al poder, el maquiavelismo y la defensa de la democracia contra la amenaza de la dictadura.
La liza electoral, las campañas, la vida interna de los partidos, la figura de los candidatos, los asesores de imagen y el papel de la televisión han merecido reiterada atención en la pantalla. Desde el cine clásico (Caballero sin espada y El Estado de la Unión, ambas de Frank Capra, o El última hurra, de John Ford) hasta el contemporáneo (Primary Colors, de Mike Nichols, o Nixon, de Oliver Stone). Uno de los ejemplos más emblemáticos es El candidato (1971), de Michael Ritchie, sobre un joven abogado idealista (encarnado por Robert Redford) que se presenta a unas elecciones al Senado de EE. UU. y las gana, pero pierde la inocencia y se ve atrapado en un circo de ambiciones y mentiras. El filme reflejaba, con detalle y verismo, la trastienda de las campañas electorales, gracias al guion de Jeremy Larner, que la conocía bien por dentro por haber sido speechwriter del senador Eugene McCarthy en su carrera (fracasada) por hacerse con la nominación demócrata a la presidencia de 1968. Significativamente, el guion fue premiado con el Oscar.
La imagen es crucial en la política y más en la era de la tele-democracia, como reflejaba la obra de referencia de Joe McGinnis Cómo se vende un presidente. Desde el duelo televisado entre Nixon y Kennedy, en la carrera presidencial de 1960, lo importante no es tanto el programa o el proyecto del candidato como sus estrategias persuasivas y su telegenia. Si el poder es representación, y no por casualidad los hemiciclos tienen forma de grada teatral, los representantes del pueblo son actores que hacen su papel. Lo señaló el jurista y filósofo Norberto Bobbio: «El parlamento es el lugar donde sucede una verdadera y apropiada representación que, como tal, tiene necesidad del público y debe suceder en público». Las funciones de actor y gobernante se confunden en el filme El discurso del rey (2011), de Tom Hooper, donde el duque de York (encarnado por Colin Firth) supera la tartamudez cuando se corona rey de Inglaterra con el nombre de Jorge VI, gracias a la ayuda de un fonoaudiólogo (Geoffrey Rush). Si el gobernante domina la palabra, el gesto, la presencia —es decir la actuación— domina la escena.
Y tan decisivo como el político es el asesor de imagen. Este trabajo tiene algo de prestidigitador, como indica el profesor de Derecho Constitucional Carlos Flores Juberías. Pone el ejemplo de Cortina de humo (1997), de Barry Levinson, sobre los asesores de imagen (encarnados por Robert De Niro y Dustin Hoffman) de un ficticio presidente americano, que «para ocultar un escándalo sexual en la Casa Blanca se inventan literalmente una guerra en los Balcanes» y distraen así la atención del pueblo.
El peligro de caer en el maquiavelismo o en la corrupción en lugar de servir al bien común está presente en la ficción cinematográfica. En este sentido, los especialistas consideran cine político las adaptaciones de Shakespeare. Desde Julio César (1953) de Joseph L. Manckiewicz, con Marlon Brando; hasta Ricardo III, en las versiones de Laurence Olivier (1955) y de Richard Loncraine (1995); pasando por las revisitaciones de Macbeth. Desde la más canónica de Orson Welles (1948) hasta la centrada en la figura de la esposa, Lady Macbeth, (1971) de Roman Polanski, sin olvidar la versión de Akira Kurosawa Trono de sangre (1958). Existe incluso una película eslava, Lady Macbeth en Siberia (1961) del realizador polaco Andrzej Wajda. En La semilla inmortal (Los argumentos universales en el cine), Jordi Balló y Xavier Pérez sostienen que es Welles el cineasta que más frecuentemente ha retratado la ambición de poder. Al margen de su adaptación de Shakespeare, son personajes macbethianos el misterioso millonario de Mr. Arkadin, (1955) el policía corrupto de Sed de mal (1959) y, sobre todo, el magnate Chales Foster Kane de Ciudadano Kane (1941), un «protagonista elegido, al igual que Macbeth, por un destino profético».
En el cine europeo tenemos Il divo, de Paolo Sorrentino —el director de La gran belleza— que retrata al demócrata-cristiano «Giulio Andreotti, el político más importante que ha dado Italia en el último medio siglo», ejemplo de superviviente del poder.
El cine (y las series) de mafiosos constituyen un expresivo espejo del maquiavelismo. El caso más icónico es la trilogía de El padrino, de Francis Ford Coppola, que Hernán Becerra Pino ha calificado como «una obra maestra de la ciencia política» en Posibilidades del análisis cinematográfico. Luchas por el poder, estrategias para mantenerlo, pactos, alianzas, traiciones… y hasta crimen de estado, como plasma una escena de El padrino. Cuando Kay (Diane Keaton) le pregunta a Michael (Al Pacino) a qué se dedica su padre, Vito Corleone, el joven responde: «Mi padre no es diferente de cualquier hombre poderoso, con grandes responsabilidades, como un senador o un presidente»; «Qué ingenuo eres, los presidentes no matan a nadie» repone Kay, ante lo que Michael replica «¿Quién está siendo ingenuo?».
Al filósofo Julián Marías, autor de más de 1.500 críticas de cine a lo largo de treinta años, la novela de Mario Puzo y su versión cinematográfica le recordaban «los comienzos del Estado moderno, a fines del siglo XV y comienzos del XVI; la época de «Maquiavelo y Richelieu […], la invención de la razón de Estado. De eso trata El padrino, esta es su clave, el núcleo de su argumento». (Cfr. «Ragione di stato», en La Gaceta Ilustrada, 26.XI.72)
Y Jordi Balló y Xavier Pérez ven en la saga de Puzo y Ford Coppola la huella de Shakespeare: «Las conspiraciones entre miembros de un clan remiten a Julio César; la locura sanguinaria está inspirada en los excesos de Ricardo III; el desmembramiento de la familia, un motivo permanente de la trilogía, es el argumento del Rey Lear».
Especialmente incisiva es El político, (1949), de Robert Rossen, adaptación de la novela de Robert Penn Warren, ganadora del Premio Pulitzer, porque deja al descubierto el maquiavelismo. Cuenta la historia del gobernador de un Estado, desde que es un ingenuo estudiante de derecho, dispuesto a ayudar a los más desfavorecidos, «hasta que, fagocitado por los mecanismos del poder, utiliza las mismas armas sucias de sus predecesores, aunque sea para lograr metas loables, como la construcción de un hospital», como subraya el crítico José María Aresté en decine21.com.
Respecto al peligro de la corrupción, el cine norteamericano lo abordó en el pasado con un clásico como Tempestad sobre Washington (1962), de Otto Preminger. Más reciente en el tiempo, Los idus de marzo (2011), de George Clooney, muestra que lo que impera en la trastienda del poder no es la verdad sino «el pragmatismo para alcanzar la victoria», apunta Carlos Boyero en El País. Es la historia de un idealista secretario de prensa (Ryan Gosling) que se entera de que su jefe, el candidato (George Clooney) ha dejado embarazada a una becaria de la campaña que ha fallecido al abortar, y decide chantajearlo. La mentira, el crimen, la traición se ocultan tras los discursos buenistas de cara al electorado. El filme pone en la picota a los políticos, pero también a los asesores de imagen y a los estrategas. Los directores de campañas «hacen de la manipulación su forma de vida, creen utilizar a los candidatos como un niño a sus juguetes y cobran una fortuna por algo que no reporta beneficio alguno al resto de la sociedad» señala el crítico Fernández de Castro a propósito de Los idus de marzo.
El filme italiano La hora del cambio (2017) de Salvatore Ficarra y Valentino Picone, con un tono de comedia instrascendente, pone al descubierto la verdadera naturaleza de la corrupción con un original argumento: Un candidato gana unas elecciones municipales por mayoría, pero una vez en el cargo el nuevo alcalde cumple la normativa y decide que no hará favores a ningún ciudadano ni repartirá prebendas, lo cual descoloca y contraría al electorado. ¿Qué sucedería si un político o un partido cumpliera todas las promesas electorales y actuara con insobornable honestidad? ¿Le parecería bien a todos? Esta sátira viene a decir que existe la corrupción no solo por culpa de los gobernantes sino también por la connivencia de los gobernados.
La denuncia de las tiranías totalitarias se remonta a los años 40 con obras como El gran dictador, de Charles Chaplin y Ser o no ser, de Ernst Lutbisch, pero este subgénero conoció un momento excepcional en los años 60 y 70, de la mano de directores de izquierda europeos, sobre todo italianos como Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, Queimada), Francesco Rossi (El caso Mattei), Elio Petri (La clase obrera va al Paraíso) y Bernardo Bertolucci (El conformista, Novecento), entre otros. Pero el rey del género sería el griego afincado en Francia Konstantinos Costa-Gavras. Con una mezcla de thriller y de filme de denuncia, Z (1968), con guión del español Jorge Semprún, el cineasta aludía implícitamente al asesinato político de Grigoris Lambrakis, líder demócrata griego en 1963, antes de la revolución de los coroneles que acabó con la monarquía helena.
Vendrían luego La confesión, escrita también por Jorge Semprún, sobre las purgas estalinistas de disidentes del Partido Comunista en Checoslovaquia; Sección especial, sobre la corrupción de los jueces en la Francia colaboracionista durante la ocupación alemana; y Estado de sitio, sobre los manejos de la CIA en América Latina, basándose en el caso real de un estadounidense secuestrado por los tupamaros en Uruguay.
Sobre la guerra sucia de EE.UU. en el patio trasero latinoamericano volvería Costa-Gavras en 1982, con Missing (Desaparecido), su película más conocida. En este caso la víctima también es norteamericana, pero quien la hace desaparecer es la dictadura de Pinochet, tras la caída de Salvador Allende, en la que había tenido parte la CIA. Basada en un caso real, provocó una gran polémica en Norteamérica. Jack Lemmon encarnaba al atribulado padre del desaparecido, un hombre de negocios de ideología conservadora, al que se le cae la venda de los ojos cuando descubre lo que los militares pinochetistas han hecho con su hijo. El actor obtuvo el Premio de interpretación de Cannes por su impresionante papel y el filme ganó el Oscar al mejor guion.
«Missing es una de las películas mejor logradas para comprender la dictadura chilena en su globalidad» afirma Luis Lloredo en «Un análisis filosófico-político de las desapariciones forzadas en Chile» (Desaparecidos en las pantallas. Editorial Tirant lo Blanch, 2021). En primer lugar, porque el de los missing es «uno de los déficits más graves en la agenda de la política transicional chilena»; y, en segundo lugar, porque ayuda a comprender «la naturaleza profunda de las típicas dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX […], ya que refleja con maestría la pesadez de la atmósfera social que es consustancial a la vida en regímenes autoritarios, esa suerte de ruptura y suspensión del tiempo histórico que tan bien describió Mario Benedetti en Primavera con una esquina rota».
El cine latinoamericano ha incidido en esta línea con numerosos alegatos en favor de la democracia y contra regímenes dictatoriales. Es lo que hizo con su estilo disruptivo, Glauber Rocha, adalid del Cinema Novo brasileño, con Tierra en trance. El filme se inspira en el golpe de estado sufrido por Brasil en 1964 contra el presidente izquierdista João Goulart, pero el cineasta sitúa la trama en un país ficticio. Pinta a diferentes políticos, de derechas y de izquierdas, tocados por la podredumbre del poder.
El peronismo y la dictadura militar de Argentina fue otro filón para ese cine de denuncia con obras tan importantes como La historia oficial (1985) de Luis Puenzo, con Héctor Alterio y Norma Aleandro; y La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera.
Y en Chile destaca Miguel Littin con La tierra prometida (1973) y dos trabajos de Pablo Larraín: No, sobre la campaña en contra del plebiscito con el que Pinochet pretendía perpetuarse en el poder, en 1988; y Neruda, sobre la persecución política que sufrió el poeta comunista del mismo nombre durante el gobierno de Gabriel González Videla. Según Luis Lloredo, No es muy significativo en la medida en que apunta «las contradicciones y con su enorme déficit de legitimidad de la transición a la democracia en Chile».
Tan eficaz o mas que la ficción puede ser el documental, especialmente en el cine de denuncia política. Lo demostró Patricio Guzmán con La batalla de Chile (1975-79), a duras penas montado en el exilio. Y ya en el siglo XXI, Marco Enriquez Ominami con Chile, los héroes están fatigados (2002). El cineasta es hijo de Miguel Enríquez, una de las figuras clave del Movimiento de Izquiera Revolucionaria (MIR) que apoyó al gobierno de Salvador Allende, y que fue asesinado en 1974 por agentes de la policía del dictador Pinochet. En este filme, Ominami sale a la calle treinta años después para reflejar el cansancio o el desencanto de quienes lucharon contra la dictadura. ¿Cómo es que antiguos veteranos de la lucha popular y el socialismo terminaron asesorando multinacionales y coordinando empresas en el corazón de la cultura neoliberal? se pregunta. A través de entrevistas, expone su tesis: el desgaste de los viejos estandartes, el recambio cruel de una ideología por otra.
Imagen de cabecera: Los actores Jack Lemmon y Sissy Spacek en una escena de la película Missing (1982), de Costa-Gavras. CC Universal Pictures.