Misión de audaces (1959)
de John Ford
La guerra era la guerra en aquella película.
Los cañones sonaban de verdad. Los heridos
sufrían de verdad. El cielo reflejaba
el rojo de la sangre mezclado con el fuego
de las detonaciones, y el terror se extendía
por el estremecido paisaje, como un ángel
oscuro desplegando sus alas de murciélago
sobre la inmensidad de la verde planicie,
salpicada de cuerpos destrozados. La guerra
era furia en Misión de audaces, y sonido
que estallaba en las sienes, y era un cuento contado
por un idiota (y todo eso que dice Shakespeare
en Macbeth).
Pero había grandeza en esa guerra,
Y John Ford, que no era ningún idiota, supo
subrayar ese aspecto (hoy tan poco política-
mente correcto) y darle a la guerra un sentido
más allá del vacío, más allá del dolor.
La nobleza, el honor, la bravura, el espíritu
de sacrificio, la caballerosidad,
el coraje y la buena crianza son virtudes
que habitan en el pecho de los héroes del Norte
(y también, cómo no, de los confederados)
mientras van a la guerra y desgranan sus épicas
canciones de batalla, y mientras sus azules
siluetas a caballo se recortan, triunfales,
sobre un alucinante crepúsculo de gloria.
Mientras van a la muerte como quien va a una cita
de amor o de amistad.
La guerra de las galaxias (1977)
de George Lucas
Hace ya tanto tiempo que no puedo acordarme,
pero sé que ocurrió. No sé dónde. En galaxias
improbables, difusas. Acaso en mi cerebro
tan sólo. No recuerdo ni el tiempo ni el lugar,
pero pasó. Las cosas importantes que pasan
parecen no pasar. Una chica muy rubia
venía de algún astro a jugar en tu sueño
contigo: era tu amiga, la que se fue de viaje
por el cielo, y volvía para no abandonarte
nunca más. Sonreía como una aparición
surgida de las páginas de una novela gótica
y, a la vez, como un hada de los hermanos Grimm.
Se hacía llamar Leia en nuestros juegos. Leia
Organa, para ser más precisos. Un nombre
que sonaba a romance galáctico, a balada
espacial, a cantar de gesta del futuro.
Un nombre que sabía a chicle americano
y a bolsa de patatas fritas en el descanso
de una doble sesión de cine, y a sirena,
y a caricia dulcísima, y a promesa de amor.
Hace ya tanto tiempo que no puedo acordarme,
pero sé que ocurrió. Y sé que a la princesa
Leia irán dirigidas mis últimas palabras
cuando la luz se apague, y que repetiré
su nombre en mi agonía, como si ella tuviese
un nombre, antes de hundirme en la noche total.
La Bella y la Bestia (1991)
de Gary Trousdale y Kirk Wise
¡Ah, mi Bella lectora, qué cara de radiante
felicidad pusiste cuando él abrió la puerta
de su maravillosa biblioteca! Tus ojos
prendían fuego al mundo y tus manos surcaban
océanos de libros sin temor al naufragio,
como quien cumple un sueño largamente esperado.
Sólo a partir de entonces el palacio de Bestia
fue también tu palacio. Sólo a partir de entonces
recibiste su cuerpo deforme en tu purísimo
santuario inviolado. Sólo entonces supiste
que lo amabas, que nada ni nadie impedirían
que te unieras a él con pasión infinita.
Faltaba sólo un pétalo por caer, y la rosa
languidecía dentro de su mágica urna.
Cayó por fin el último pétalo, y de la Bestia
bibliófila surgió un príncipe guapísimo
y analfabeto. Habría que intentar adaptarse
a aquel cambio: la vida es inferior al arte.