Tiempo de lectura: 22 min.

El camino del color —recordaba Picasso los comienzos de su carrera artística— estaba cerrado para nosotros; era imposible llegar más lejos que Cézanne por ese camino». Aquel pintor francés que se convirtió, en efecto, en maestro insuperable de la pintura moderna, no dispuso sin embargo de una guía autorizada para hallar y no errar su camino. A puros tanteos iba tras un método plástico que le permitiera hacer progresar una tradición cromática que unía a Corot con Delacroix y con Monet. Y como no lo encontrara allá donde se fraguaba entonces la pintura francesa —en París—, optó por un retiro provinciano, un financieramente más cómodo midi mediterráneo, donde continuó en solitario su camino.

Allí le sorprendió el mezzo della sua vita sin ser otra cosa que un anodino actor de una divina comedia, la que presenciaba su mujer cada día y premiaban a pedradas los chavales del pueblo. Pero este purgatorio un tanto cateto a él no le arredró, fue fiel a lo que hacía contra viento y marea, contra el parecer de aquellos hortelanos, a los que el destino pronto burlaría.

A aquel pintor de sucio gabán le llegó el momento de reconocer el rostro de Beatriz, es decir, para él, la lógica de la luz que amaba. Liberado del infierno de sus dudas, trabajó desde entonces febrilmente en la construcción de un magnífico, imposible paraíso. Tanto anduvo por el territorio espiritual así descubierto, tan poco descansó físicamente (la semana entera marchaba al tajo, salvo la mañana del domingo, que desayunaba como un burgués, con su camisa blanca), que abrió al color horizontes ilimitados.

La lógica de la luz descubierta por Cézanne la compendia este axioma: que no existen colores locales. Nada se opone en principio a que la superficie virgen de un lienzo quede cualificada con tantas partes de color como uno quiera, desde luego. Pero es un error, según Cézanne, creer que cada una de esas cualificaciones cromáticas no produce en el todo consecuencias decisivas. El pintor francés descubrió bajo el cielo de Aix-en-Provence que cada pincelada singular, cada nota individual de color modifica necesariamente los colores de su entorno y, modificado éste, también el todo. El azul cobalto de una mancha contigua a un blanco cadmio no es el mismo azul cobalto de una mancha, de similares proporciones, pero yuxtapuesta a un siena tostado. La luz no es avara, a cada porción de realidad da lo suyo y un ojo educado y atento no yerra en la percepción de las diferencias reales.

Ni siquiera, según Cézanne, puede decirse que el pintor haya de emplear el «dibujo» en sus cuadros. Nunca es una «línea» pura, como la que trazaría un lápiz sobre el papel, lo que distingue de su entorno a las figuras. Porque la luz actúa de modo distinto en cada segmento del límite de una superficie. El color local depende aquí también de su relación con las partes contiguas: el codo de una americana marrón oscuro podemos verlo de modo distinto a como apreciamos el puño de la misma prenda, si el codo del fumador de pipa vestido de esa guisa se apoya sobre una mesa y su puño, en cambio, sujeta un rostro melancólico, cetrino.

La misma tela, pues, la misma prenda, el mismo dueño, la misma mesa desgastada de un bar de provincias y, sin embargo, ninguna superficie en un cuadro que pueda ser definido por una línea, ninguna división que separe tajantemente, «lógicamente», lo que es cuerpo de lo que es atmósfera, lo que es codo y lo que es mesa, lo que es límite de mano y lo que es límite de rostro. «Modelar» el volumen de las figuras mediante pinceladas que configuran minúsculos planos de color: eso es lo que tiene que realizar un pintor que haga justicia a la luz, sin recurrir al más cómodo, por rápido y por más lógico, dibujo por medio de líneas y puntos.

LA MODERNIDAD, UN HORIZONTE DE COMPRENSIÓN FRUSTRADO

No sé bien por qué el pensamiento europeo ha tardado tanto en aprovechar éstos y otros logros de la actividad artística. Primero fue el prestigio de la ciencia griega que, llevada a Europa por los árabes y vertida a lenguas cristianas, sirvió como modelo al nuevo arte occidental, que se independizaba por entonces de Bizancio. Los hijos del pueblo que pintaban, esculpían o interpretaban instrumentos junto a cocineras, mozos de establo y guarnicioneros —el popolo grasso que se ocupaban de officii menores—, vieron con gozo cómo Alberti, Piero y Leonardo ajustaban su quehacer a las condiciones científicas con objeto de transformar su trabajo manual en saber universal, en facultad divina y, así, en trampolín de legitimidad para saltar a la clase de arriba.

Luego la Modernidad aceptó determinadas hipótesis geométricas (relativas a la homogeneidad del espacio) y físicas (relativas a la constancia de las fuerzas naturales) como principios de unas ciencias demostrativas que se llamarían empíricas, y que probaron ser de una eficacia cognoscitiva tal, que a ningún pensador ilustrado se le ocurrió mirar en otra dirección en busca de modelos alternativos: que hubiera algún tipo de experiencia guiada por descubrimientos inteligentes y que no fueran la homologada por las ciencias empíricas, eso pareció inconcebible.

El proyecto kantiano consagró el cisma entre la realidad racional —inteligible— y la empírica —sensible, fuente de emociones, pero incomprensible—. La lógica es soberana cuando se investiga a sí misma, dijo Kant; pero nada más que cuando se investiga a sí misma. Por su parte, la realidad en la que vivimos (es decir, aquella en la que no sólo pensamos), se encuentra dominada por demonios que no obedecen a nuestras razones. Pero hasta qué punto los trabajadores de la experiencia sensible, como Cézanne, se alejaban sin remedio de los profesionales del concepto, lo ilustra del mejor modo el ensayo filosófico de Hegel.

Si el de Prusia era un ciego voluntario, un creyente practicante de la racionalidad sin experiencia, había, según Hegel, que convocar a la experiencia, a la historia, de nuevo al pensamiento, pero no recuperando esa perdida realidad sensible, sino dando otra vuelta más al torno de la lógica: a ello se orientaba el hegeliano sistema de conceptos en movimiento.

El filósofo de Jena declaró que si la experiencia no era conceptualmente inteligible —«todo lo real es racional»— y, además, no era susceptible de una dialéctica oppositorum, entonces habría que estar seguro de que esa realidad no lo es más que en apariencia. Toda experiencia inteligible genera necesariamente su contraria, según este dogma lógico y, después de contender y luchar entre sí, una cosa y su contraria milagrosamente se reconcilian, se sintetizan y proceden a crear, después de autoinmolarse, el novum, el milagro, lo inédito.

Es verdad que la filosofía había reconocido desde Platón, tanto en las ciencias como en las artes —en general, en toda potencia— facultades para pensar o producir cualidades contrarias. Quien es capaz, por ejemplo, de dominar lo grave ha de poder dominar también lo liviano, en el ejercicio de la facultad constructiva que llamamos arquitectura; quien es capaz de proponer demostraciones concluyentes —verdaderas— ha de ser capaz también de refutar otras sólo en apariencia evidentes —sofísticas—. Siendo esto así, sin embargo, ni siquiera a Aristóteles, que llevó hasta el extremo el empleo de la dialéctica y de la división sistemática (los géneros y las especies), nunca se le ocurrió construir un fantasmagórico sistema donde la Lógica tuviera que hacer su aparición para disolverse luego ante la Física y ésta luego ante la Ética y finalmente todas ante el Estado.

El Estado como resultado de una lógica dialéctica es uno de los más graves errores de nuestra época —mejor: de la época anterior a la nuestra—. Marx anotó que la historia de las instituciones elige siempre el peor de los desarrollos posibles, ló que seguramente halla confirmación en la evolución de los Estados europeos poshegelianos (como también en la de los marxistas). Porque de acuerdo con esta dialéctica, un Estado francés plenamente desarrollado excluiría necesariamente el desarrollo de las potencialidades contenidas en la idea de un Estado alemán; y las de un Estado prusiano las de otro polaco; y las de un imperio turco las de otro ruso, y así con todas las naciones que se sintieran entonces convocadas a ser modernas. Una primitiva pintura en blanco y negro.

Los Estados entendidos según la dialéctica oppositorum —los Estados nacionales europeos— consideraron los elementos de su historia peculiar como un primer nivel de diferenciación excluyente frente al resto de los Estados. El relato de los sucesos constituyentes del pueblo, más o menos mitificados, eran suficientemente operativos en una fase que podríamos llamar poética —o, al menos, pseudopoética, como en Wagner—. A la larga, sin embargo, y frente a otros mitos nacionalistas que daban vida a otros Estados, resultaron insuficientes. Ni las acciones de los hombres ni su concreta biología permiten diferenciar netamente unos pueblos de otros, porque tales rasgos se difuminan en la noche ancestral de la humanidad. Así que seguíamos a oscuras.

Así que los ideólogos echaron mano de la ética, de los valores morales. Como la identidad de los pueblos había sido en gran parte configurada por las religiones, la formación de sus conciencias y los cultos tradicionales, los elementos espirituales se introdujeron en el torno de la dialéctica para obtener un nuevo caldo de cultivo para el Estado: el inglés —anglicano— resultaba incompatible con un Estado irlandés —católico—; un unificado alemán —protestante—, incompatible con una comunidad judía en su seno —un Estado dentro del Estado—; un imperio del zar ortodoxo, incompatible con el del Gran Turco mahometano.

Claro que todos estos valores religiosos no eran considerados por sí mismos, su belleza y su función humanizadora no importaba, sino que estaban ordenados ad maiorem gloriam civitatis (según la lógica excluyente de la dialéctica oppositorum, no lo olvidemos). De ahí que, llegado el momento en que la competencia entre los Estados se hallaba en un punto comprometido de indeseables victorias, la organización de la fuerza pura—el Ejército nacional— reemplazó a los mitos, a las religiones nacionales e inició una inédita fase de barbarie a partir de la que, según la inexorable lógica de Hegel, habría de surgir la gran monarquía universal que regiría al mundo de acuerdo con una incontrovertible lógica —la alemana—.

No voy a recordar cuántas muertes empíricas, cuánta experiencia concreta de dolor y de humillación, grabada para siempre en la memoria de nuestro género, hubieron de emplearse para convencer a estos pseudofilósofos transportados en carros acorazados de que la Ética no se subordina al Estado, ni ambos a la Lógica de los contrarios. En este mismo número de Nueva Revista publicamos un ensayo del realizador de cine polaco Zanussi, quien, a propósito de su experiencia como ciudadano de un Estado poshegeliano, ha comentado en qué vino a parar la lógica de la contradicción —en un interesado expediente para justificar lo absurdo—.

Tampoco la enmienda que aquel judío economista hizo a la lógica de Hegel trajo los frutos apetecidos. Marx creyó más que nadie en la lógica de los opuestos, lo que pasa es que la aplicó no a los Estados, que se desarrollaban impetuosamente en Europa después de Napoleón, en versión nacionalista, sino a unas realidades transnacionales, transestatales, que eran las clases sociales. Además, declaró la técnica de producción como partner inexcusable en este negocio del desarrollo progresivo de la historia. Lógica oppositorum más máquina de vapor y toda su progenie, en eso consistió la receta sapiencial de Marx. Si la poderosa Racionalidad alemana se ve reforzada con la Ciencia Económica inglesa —si al concepto le sumamos la experiencia técnica, y ambas las escribimos con mayúscula—, ¿qué podrá oponerse al necesario progreso histórico del proletariado?

Como en Kagemusha de Kurosawa, también en el cuadro de la Revolución rusa, donde los postulados de la ciencia marxista se ponían en práctica de modo violento, intervenían dos bandos de caballería marcados por gualdrapas de colores: había unas rojas y otras blancas. Los segundos perdieron frente a la Revolución y se exiliaron en Occidente. Luego los rojos supieron que la lógica de los opuestos y la economía materialista solas no bastan, sino que había que formar unos cuadros capaces de liderar la puesta en escena cotidiana de la Revolución, y agruparlos en torno a un partido, depósito único de la inteligencia democrática y único ejecutor de las mandas revolucionarias.

Supresión de los derechos civiles, violencia, exilios forzosos, campos de concentración, ejecuciones colectivas: en esto consistió la puesta en práctica de esa lógica histórica liderada por los Partidos Comunistas, según la cual todo el que se contara entre aquellos oppositorum al régimen estaba abocado, con lógica de necesidad, al exterminio. La lógica marxista-leninista sublimó místicamente la lógica de la exclusión y desde entonces todo lo que no era rojo era blanco, sin término medio, sin matices: los que no eran amigos eran necesariamente enemigos.

Tampoco voy a detallar aquí la verdadera historia de los opositores a los regímenes comunistas, de la que todos sabemos algo. La caída del Muro de Berlín señaló el comienzo de una secuencia de transformaciones en todos esos Estados, que llega hasta nuestros días. La abultada factura a la que se enfrentan los ciudadanos de esos Estados del Oeste europeo por los desastres del pasado; los dolores empíricos, la humillación concreta, en muchos casos la total sensación de desamparo y una hiriente desesperanza, vividos día tras día, son la prueba irrefutable de hasta qué punto la lógica oppositorum conduce a un callejón sin salida.

OCCIDENTE FIN DEL MILENIO

Tras el colapso del comunismo, Occidente no pudo más que celebrar el inequívoco triunfo de esa lógica de oferta y de demanda, en que consistía el occidental mercado. A comienzos de los noventa, el liberalismo abrió botellas de champán sin número, para celebrar su triunfo y para incitar a las masas a vaciar los mercados. Y resultó. No obstante estar presidido su Gobierno por un demócrata, nunca una nación había consumido más y desarrollado tanto las potencialidades del mercado, como los EE UU en la pasada década. El Estado, no contento con promover los derechos asistenciales y de formación de los ciudadanos, acabó por primera vez la década con números negros. La incertidumbre milenarista ante el efecto 2000 se disolvió como una burbuja de jabón, desplazada por la onda consumista.

Los avances técnicos, cruciales como desde Marx sabemos que son en el desarrollo de las sociedades, no fueron menos espectaculares en la década pasada. Empezamos a hablar de la «globalización» con manifiesta satisfacción, de la «red de redes» como del fin de la historia. Nos referíamos a ese tupido sistema amorfo de relaciones informativas, económicas y personales, posibles merced al empleo de los materiales de gran capacidad conductiva y a la transformación de la corriente eléctrica en sistemas de computación. La lógica de Bool encontraba una aplicación inmediata y universal en los sistemas digitales que, en apariencia, se revelaron capaces de resolver todos los problemas del mundo, siempre que el sabio de nuestros días —el ingeniero— encontrara el modo de reducirlos a esta fórmula: pasa o no pasa (la corriente eléctrica). Todo el material informativo, todas las conversaciones, todas las transacciones, todos los pensamientos, afectos y pasiones hallaban su reducción a esta lógica binaria, según la cual el universo entero resultaba cabalmente comunicable gracias al sistema de pasa o no pasa, voltio o no voltio, luz o no luz.

La lógica digital del mundo globalizado prometía resolverlo todo en el mundo financiero y económico, científico y militar, personal y colectivo, democrático y estatal. Haberse incorporado, o al menos desearlo ardientemente, al mundo global era sinónimo a finales de los noventa de avanzar necesariamente en el camino del progreso.

Si a estos elementos pudiéramos añadir avances en el dominio de la cultura, entonces tendríamos que reconocer que la historia gasta pesadas bromas a sus intérpretes. Porque Marx soñó un paraíso social en el que el empleado fabril abandonaría el recinto industrial a media tarde para ocupar su ocio vespertino en actividades de pesca y luego, al atardecer, ya en casa, componer odas — pero este paraíso no se realizó en los países del Oriente europeo, a pesar de sus Razzia y sus Stasis; ese paraíso era el pan cotidiano de la mayor parte de los ciudadanos de los Estados occidentales.

A este respecto, es inevitable reconocer que en nuestras sociedades se han afianzado los roles de la opinión pública, la industria editorial y la industria del cine, entre otros aspectos culturales; al menos así nos lo parece, a juzgar por las cuentas de explotación de no pocas empresas en estos sectores. Nada de ello, sin embargo, garantiza que los ciudadanos se hayan apropiado de los bienes de la cultura que se ofrecen por esos medios (hay más bien motivos para pensar que ocurre justamente lo contrario).

Pero demos de barato que los individuos de las sociedades occidentales han sido formados en general de acuerdo con conceptos científicos, tanto en el nivel de la enseñanza elemental como, sobre todo, en el universitario, al que ha accedido gran parte de la población; que esa formación científica ha permitido criticar las opiniones vertidas en su entorno, en los medios de comunicación como en la calle y en las instituciones; que, por tanto, se ha democratizado la Ilustración y toda una sociedad vive sin prejuicios, libre de dominación.

Si, como hemos dicho, en lo económico, estos ciudadanos son «ni guapos que encantan ni feos que espantan», porque tienen el poder adquisitivo de las clases medias; si, por añadidura, los derechos de estos ciudadanos son habitualmente respetados o defendidos, en caso contrario, por una eficaz, racional, no corrupta administración de justicia: la sociedad de tales ciudadanos representa, me parece, aquel estado final de una sociedad sin clases en la que Marx estaba pensando y que él había confiado, inútilmente, no a la lógica digital de origen booliano sino a la dialéctica de los opuestos de origen hegeliano.

11-S

En este paraíso electrónico, civilizado, urbano estabamos trabajando un día cualquiera, un ordinario 11 de septiembre, cuando nuestra lógica probada se vino abajo. Una docena de apóstoles del terror decidió inmolarse y, en su inmolación, arrastrar criminalmente a cientos, miles de víctimas inocentes. Sobre el centro del que, se suponía, dependía la seguridad de Occidente, hizo pocos minutos después puntería un avión secuestrado. Se hablaba de otras máquinas capturadas que volaban hacia objetivos neurálgicos; el presidente de la nación más poderosa del mundo parecía darse a la fuga. Los dos colosos erigidos contra la lógica del suelo y del cielo, símbolos del capitalismo, volvieron al polvo del que habían nacido.

En muy poco tiempo, toda la satisfecha seguridad del ciudadano occidental quedaba reemplazada por pérdidas humanas, ansiedad, carbunco y psicosis; los mercados financieros echaron sine die la tranca por temor a fatales reacciones pánicas; hasta entonces semivacíos, los templos se abarrotaron de gentes de multitud de razas, creencias y procedencias, ciudadanos americanos congregados en espacios comunes, sagrados, para demostrarse a sí mismos que permanecían unidos, que huérfanos aún no estaban.

FIN DEL CAPITALISMO APOLÍTICO

Es difícil precisar cuánto ha cambiado la lógica de nuestra civilización desde aquel día. Una parte ha desaparecido para siempre, como esas Torres Gemelas; otras permanecen sepultadas entre sus escombros y hay pocas esperanzas de hallarlas con vida. Los acontecimientos nos han arrastrado como un alud que nos sorprendió en plena ascensión a las cumbres de la tarea cotidiana. Aún magullados, podemos entrever algunos principio nuevos, algunas ideas necesarias.

Empezamos, por ejemplo, a intuir que difícilmente volverá a existir ese «capitalismo apolítico» del que estaba tan orgulloso el empresariado occidental. Weber contrapuso el «capitalismo burgués», que ha dado origen a nuestro sistema económico y cuyo máximo símbolo eran estas Torres Gemelas, al «capitalismo de Estado» y al «capitalismo de aventureros», extendidos por doquier en la Antigüedad. El comerciante burgués no se beneficiaba de las grandes operaciones estatales, ni de sus grandes corrupciones, sino que entendía la explotación de su capital como algo «doméstico», su negocio como una «casa» comercial que, por no tener en principio deudas políticas, tampoco asumía responsabilidades de ese orden.

Veámoslo desde este otro punto de vista: la (desastrosa) experiencia de la civilización occidental había conducido a proclamar una lista de derechos humanos universales, irrenunciables. Esa es la palabra que la civilización europea ha pronunciado, primero para sí, luego para los hombres y países del universo. La declaración de los derechos humanos es el corazón de nuestra civilización, hacia la que confluyen y en la que se expresan las mejores tradiciones de nuestra historia y en la que se apoyan los pilares de nuestros proyectos comunes.

Pero el homo oeconomicus de la modernidad nunca se ha sentido vinculado al desarrollo de los derechos humanos en toda su extensión. El ha pensado que su actividad económica era una modesta prolongación de su ethos doméstico, ajeno a la promoción e implantación de esos derechos en todos los niveles en los que se mueve su actividad. El ha dejado todos los grandes fines de la humanidad —la libertad, la educación, la seguridad individual—, todo rasgo de filantropía, en manos del Estado. Una cosa ha aceptado el burgués: pagar religiosamente los impuestos que el Estado le demandaba. El burgués occidental operaba socialmente bajo el lema tautológico de «el negocio es el negocio» mientras, como la avestruz, escondía la cabeza bajo tierra ante la complejidad de lo real: él ya pagaba impuestos a los gestores del bien común.

La aniquilación de las Torres Gemelas no ha acabado con el capitalismo. Ese sistema económico al que nos ha abocado la progresiva racionalización de las energías laborales y de las fórmulas mercantiles ha demostrado ser «la.joya de la corona» del sistema de vida occidental. A él entregamos libremente la mayor parte de las horas del día —de nuestra vida—, porque ya no sabemos labrar el suelo, ni echar las redes de bajura, ni moldear en el torno la arcilla. De ese capitalismo no depende sólo el pan nuestro de cada día, también nuestra vida familiar y ciudadana, nuestro descanso y nuestra cultura, en definitiva: gran parte de nuestro equilibrio interior, de una vida libre de angustia.

Y sin embargo, ese capitalismo que forma parte inextricable de nuestra vida ha de comprometerse infinitamente más en el desarrollo universal de los derechos humanos. Son tales las potencialidades de la empresa capitalista que resulta vergonzoso que haya «solucionado» la vida material y el equilibrio psíquico de sólo unos cientos de millones de individuos: ¿por qué no son unos miles de millones, por qué no la vida material de todos los hombres?

La madurez de los mercados financieros, de las redes de comunicación y de transporte, de la lógica de la contabilidad mercantil y de los intercambios, asociaciones y ventas —de todo eso que se ha llamado la «globalización» de las condiciones técnicas de la producción capitalista—, no puede ir acompañada de la mentalidad «doméstica» del viejo burgués. El empresario posburgués ha de ensanchar su alma y perseguir fines globales, para hacer de su América lucrativa una organización de alto rendimiento civilizatorio.

Este nuevo empresario globalizado se sabrá responsable no sólo de sus inversiones en el extranjero, sino también del contexto social, político y cultural de los países donde estas inversiones se realizan. Sabrá que la ausencia o vulnerabilidad de las legislaciones laborales no son sólo oportunidades ventajosas para su explotación, sino más bien importantes deficiencias que ha de ayudar a subsanar. Tendrá que saber que una Administración corrupta no es solamente el origen de un gasto más, que se incluye en el presupuesto, sino un cáncer para los ciudadanos de un Estado, contra el que hay que luchar. El empresario posburgués ha de saber que la creación del contexto social en el que resulta posible que los seres humanos ejerzan su libertad, escogiendo para sí un destino, no es algo que promocionan monjas, hombres y mujeres filantrópicos y otros seres semilunáticos, sino la tarea diaria de los trabajadores y directores de su organización.

El empresario posburgués estará comprometido con todo eso que había puesto hasta ahora en manos del Estado o relegado al altruismo de las organizaciones de voluntariado, o no será en absoluto: porque para cada rascacielos que levante su capital habría nacido en alguna parte del mundo un fanático dispuesto a derrumbarla; por cada carro blindado que haya vendido a no importa qué Estado violador de los derechos humanos se va a encontrar con un loco dispuesto a llevar consigo al infierno a ciudades enteras.

Si el empresario quiere sobrevivir en esta época posburguesa, no podrá ya confiar en una lógica exclusivamente económica. Sus categorías de maximación de recursos, capitalización o financiación tendrán que entrar en aleación con otras netamente políticas, como desarrollo sostenido de los individuos y sus familias, seguridad, expectativas laborales, solidaridad, honestidad, corresponsabilidad, etc. El mundo ya no se puede solamente dibujar: hay que pintarlo.

Y si ahora tratamos de orientarnos tras el ataque al edificio del Pentágono, en Washington, tendremos que superar probablemente este otro aspecto de la vieja lógica burguesa unidireccional: el principio que consagraba la separación entre la ciudadanía y la defensa, entre los ábacos y el armamento.

FIN DE LA POLÍTICA AMILITAR

Esa separación ha definido al ciudadano burgués frente a todos sus predecesores. Al final de El banquete, cuando la mayor parte de los actores platónicos ha sucumbido a los efectos de la abundante bebida servida por los esclavos, Alcibiades, que es el único capaz de vaciar tantas copas como Sócrates, pondera, en su discurso final amoroso, el coraje del filósofo en el campo de batalla, su disciplina, su capacidad de sufrir frío y hambre, su coraje y su fuerza física. Sí, Sócrates no era solamente un modelo de ciudadano culto, el hombre inteligente capaz de hacer sabio al esclavo y necio al retórico; no era sólo un hombre prudente, consejero buscado de los políticos: era además un soldado que, como glosó Weber hablando del tema, no «se acojonaba» en el campo de batalla.

También el ciudadano romano era soldado; el bárbaro era soldado y luego llegó a ser ciudadano; el caballero cristiano era un hombre armado a caballo; y el monarca renacentista y el papa y el rey absoluto eran asimismo caudillos militares. El capitán Aldana. Napoléon movilizó a los franceses cuando con violencia creó un imperio: una noche de amor en París, decía, resarciría a las víctimas francesas, tendidas sin vida en el campo de batalla. Pero al burgués le incordiaban todos los servicios de ronda, la reparación de murallas y, en caso de guerra, la recluta forzosa. Él prefería la tienda, el negocio. Así que se redimió de sus obligaciones castrenses con dinero. Cuando los Gobiernos crearon los ejércitos nacionales, él no se pudo ausentar siempre que quiso. La historia, sin embargo, vino en su ayuda, pues el inaudito resultado de los dos enfrentamientos mundiales de ejércitos nacionales reforzó su opinión de que las Fuerzas Armadas era cosa del pasado; que los militares no han de contar en la política y que la última versión del ciudadano burgués no venía obligada a rendir servicios que incluyera coste personal alguno.

Vivos, acaso por milagro, entre los escombros del edificio del Pentágono, en Washington, intuimos sin embargo que esta lógica burguesa se ha acabado. No que haya llegado el momento de la reorganización de ejércitos de reemplazo; no que un nuevo patriotismo de ¡Hurra Occidente! o ¡Arriba España! — o América o Italia o Alemania— haya de vibrar por los altavoces en las plazas, en los aparatos de radio, en nuestras gargantas; ni que los mandos militares tengan que tutelar o, en su caso, suplir otra vez a los Gobiernos democráticos. En nada de eso estoy pensando, sino en la necesidad de ser consciente de que la defensa de los valores que articulan nuestra convivencia puede exigir altos costes personales y no excluir tampoco el cara a cara con la muerte.

Si hay enemigos de los valores de nuestra civilización-dispuestos a morir librando su batalla; si los derechos de los ciudadanos y las ciudadanas, la promoción de la prosperidad y la igualdad, los regímenes democráticos, la investigación científica y la universalización de la cultura son contendidos por sus enemigos hasta la muerte, sus defensores tendremos que disponernos a estar a una misma altura de convicción, para dar respuestas de intensidad no menor que la de aquéllos. Ninguna técnica militar, ningún presupuesto extraordinario del Congreso, ninguna operación bélica incruenta puede garantizar la defensa cabal de los valores fundamentales en los que creemos.

Nada menos que Thomas Mann justifica, en el ensayo que publicamos en este número de Nueva Revista, la necesidad de que todo ciudadano haga frente al enemigo de los valores que él profesa, hasta llegar, si es preciso, a afrontar la muerte. Si por falta de auténtica convicción en lo que representa nuestra cultura; si por debilidad o blandenguería los ciudadanos occidentales no somos capaces de defender, primero con la diplomacia, luego con presiones económicas y, si llega el caso, con las intervenciones armadas, los derechos humanos, entonces es que no somos dignos de esos derechos: es que somos merecedores de que nuestros enemigos —ésos que apalean a una mujer porque sale a la calle sola, ésos que publican una lista con los nombres de aquellos que pronto aparecerán muertos— nos dominen, apaleen a nuestras mujeres y maten a nuestros conciudadanos y amigos, si así lo desean.

Es verdad que no anhelamos la resurrección de ningún caudillo ni la reaparición de fervorines patrioteros de ningún tipo. Como los ciudadanos atenienses antes de partir a luchar contra el oriental —el persa—, nos aflojaremos las armas, nos sentaremos en el suelo y diremos a nuestro jefe: explícanos tus razones. Y cuando hayamos oído que luchamos por la dignidad del ser humano, por sus derechos inalienables; cuando tengamos pruebas de que nuestros enemigos son los enemigos del hombre; cuando estemos ciertos de que no combatir tales y tales indignidades nos hace a nosotros mismos indignos, entonces nos levantaremos, ajustaremos de nuevo nuestra impedimenta y, entonando canciones, marcharemos orgullosos contra un enemigo acaso mucho más poderoso que nosotros, pero animosos para combatirlo y vencerlo o morir en el intento.

El hombre occidental posburgués, pues, habrá de admitir por un lado que la lógica de la comunidad de la que él es miembro —el Estado— llega más allá de la vida cotidiana, la existencia ordinaria y la conservación de la especie; que la obediencia política -—en nuestro caso: a los Gobiernos democráticos— es debida en la vida y en la muerte. A nadie se le puede pedir que muera por una fe, por un dios, en cuya existencia no cree; pero al ciudadano se le podrá pedir que dé su vida por unos valores que él representa, si quiere ser ciudadano. Sócrates no se acojonaba en el campo de batalla, por más que toda una herencia de sabiduría pudieran malograrla en un segundo unos bárbaros.

El ciudadano posburgués habrá de intentar, pues, la soldadura de dos elementos divorciados hasta ahora en nuestra cultura: la democracia — ese régimen que es el más útil para la mayoría— y la nobleza—la capacidad de hacer algo inútil, pero hermoso, de la que ha tiempo hicieron gala algunas minorías—.

El régimen democrático ha dispuesto de leyes y de coacción física para proporcionar seguridad a los ciudadanos burgueses, hacerles más ricos, garantizar su instrucción, afianzar su cultura; el régimen aristocrático —porque nobleza obliga—, nada temía sino una vida y una muerte indignas de un ciudadano; nada material le preocupaba, sino gastar poca riqueza en causas bellas; y nada le frustraba tanto, como la incomunicación de su cultura y de su ciencia.

Al ciudadano posburgués que vemos emerger entre los escombros de la Gran Manzana, lo comprendemos enriquecido por el capitalismo, pero no en disposición de regalarse ilimitadamente a sí mismo, sino listo para emplear liberalmente su caudal en la promoción social de otros individuos. A ese noble posburgués le vemos muy seguro de los valores que articulan la convivencia civil, pero no hasta el punto de perseguir una vida de blanda ociosidad, custodiada por unos guardaespaldas que él ha contratado a sueldo; tan pronto como la defensa de los valores humanos lo reclame, acudirá a la tribuna de opinión pública, a los foros internacionales, a los congresos de paz y, si hace falta, a los frentes de batalla, para proclamar con su vida y sus acciones la vigencia de esos valores. El noble ciudadano posburgués, finalmente, estudiará, se formará, se cultivará pero no con el afán enfermizo de quien quiere dar sentido a su vida en lo infinito de la cultura, adquiriendo un barniz de erudición vacía.

Llegamos así a una tercera revisión de dos elementos que, separados hasta el 11 de septiembre en la conciencia de los ciudadanos occidentales, por herencia de la Modernidad, reclaman ahora renacer en buenos términos. Me refiero a la razón y a la sabiduría.

CIENCIA Y SABIDURÍA

Que la razón moderna —ilustrada — se ha desarrollado a costa de desvincularse progresivamente de la sabiduría, lo muestra claramente el formato de expresión que eligió entonces: cuanto más progresaba el análisis racional más se multiplicaban las voces y los volúmenes de diccionarios y enciclopedias, tipo Voltaire o Diderot. Pero las preguntas existenciales del individuo —qué debo preferir y de quién me puedo fiar— quedaban mientras tanto sin respuesta.

La ilustración alemana partió de una cierta sabiduría existencial —la tradición protestante— pero se propuso refundir todos sus elementos en un molde nuevo, del que obtendría un tañido moderno: el de la racionalidad pura. Kant programó una religión sostenible a priori, es decir, admisible enteramente dentro de los límites de la mera razón. Según su fórmula, sólo lo racional podría ser aceptado como creíble, una crítica que se extendió no sólo a la comprensión filológica de los textos sagrados, según el hábito luterano, sino también a las tradiciones de cuño sacramental y de naturaleza autoritaria que procedían de la tradición católica.

No fue él, si embargo, quien ensayó a concretar los dogmas y las normas morales de una religión puramente racional. Entre otros ejemplos, cabría recordar aquí al de Tolstói; pero la historia de este novelista filósofo no pertenece a este ensayo.

Los principios kantianos eran más que discutibles, y desde luego Hegel no dudó en criticarlos: si lo creíble ya es racional —objeto posible del conocimiento— ¿qué necesidad tenemos de convertirlo en objeto de fe, de creencia? La fórmula hegeliana de la sabiduría consagró la reducción de toda la vida del hombre —sus intereses teóricos y prácticos, lo mismo que sus creencias— a la función lógica, a lo calculable, a lo previsible. Lo primero que hizo fue cerrar las puertas al futuro, ya que donde todo es lógica no hay futuro: uno puede entender en el presente las condiciones de aparición y la naturaleza de los fenómenos por llegar. Y una vez que no hay futuro, el sistema de la lógica suprimió también la libertad, pues ¿en qué iba emplearla el hombre, si era capaz de reducir todo a un pensamiento lógico? «La libertad es el conocimiento de la necesidad», decretó Hegel: el hombre que conoce la coherencia lógica del todo y la articulación lógica de las partes de ese todo es, entre sus ignorantes congéneres, el único sabio y, en calidad de tal, el único ser libre.

Kierkegaard se rebeló contra Hegel en nombre de la existencia real de los individuos, de su libertad, de su capacidad de elegir un destino moral por encima o al margen de las premisas racionales. En lugar de una ciencia lógica que hace vanas nuestras elecciones morales, el filósofo danés proclamó la superioridad de los comportamientos morales procedentes de autodeterminaciones asumidas al margen de la evidencia lógica: hombres de fe, como Abrahán, capaces de «esperar contra toda esperanza», son los que al cabo resultarán más fecundos, proclamó.

Al margen del original intento heideggeriano de hacer de la Metafísica una ética —de la filosofía una experiencia mística del Absoluto—, la filosofía del final de siglo XX ha optado por disolver las facultades de las que se preciaba hasta entonces la rama superior de la sabiduría. La filosofía ya no quiere ser ciencia, porque el conocimiento fuerte no ha dado buenos resultados. La actividad filosófica es un juego o es narrativa; conformémonos de todos modos con pensar de un modo blando. Claro que a un pensamiento débil no se le puede pedir razones éticas, de una mente anoréxica no surgirán argumentos fundadores de elecciones morales. Ante el problema de la articulación entre fe y razón, la filosofía posmoderna ha colocado un letrero que dice: «fin del negocio».

Los problemas que nos aquejan tras el 11 de septiembre son urgentes y graves. La vida es cosa seria, no de juego, advertía Aristóteles. Lo confirma la pulverización de las Torres Gemelas. Intelectuales, filósofos, pensadores que no tengan una palabra de verdad, de sabiduría, que se retiren del escenario y se ocupen de problemas a su escala, de cuestiones domésticas. Necesitamos a quienes comprendan que la sophia es inteligencia más ciencia (Aristóteles), que comprendan que el hombre burgués especializado (y hay tantos filósofos profesionales que lo son) es más ignorante de los mecanismos del mundo en el que habita, que el hombre del taparrabos (Weber). Necesitamos una ciencia capaz de articular racionalidad y valores (Scheler), apta no para abstraer las diferencias de los individuos, de los pueblos, de las ideas, de las creencias, sino para comprenderlas, respetarlas y, en todo caso, hacernos más sabios no para rebajar, sino para vigorizar las nuestras.

Una sabiduría mayor que la del utilitarismo egoísta es la lógica de la justicia, la lógica de los otros. Aprender a hacerse mejor, haciendo justicia a los otros: una vieja propuesta que, en nuestros días, alcanza dimensiones universales, globales. Un saber mayor que nos permita vivir en más dimensiones que las que entienden las ciencias locales, especializadas, parciales un conocimiento del mundo que asuma que no existen colores locales. Un solo proverbio moral que nos oriente. Un refrán popular que nos ponga serios: he ahí más sabiduría que en todo el cinismo ilustrado de quien se ríe de todas las creencias, de todas las convicciones, creyendo que puede haber queso gruyer hecho totalmente de agujeros.

La sabiduría, como un pequeño cuadro de Cézanne, es un historia eterna, sin fin, que reclama un trabajo creador incesantemente renovado en honor a los hombres. La luz se renueva cada día, cada mañana hace posible la vida en el mundo, que sigue pacíficamente su curso. La sabiduría conoce a cada hombre, a cada pueblo, a cada alma. Como la luz, tampoco ella se rinde ante la muerte. Con Cézanne, no diremos: he ahí un cuadro acabado, ni: ya está, ya he buscado, ya me he cansado. Cada día volverá con esperanza el hombre que quiere ser sabio al trabajo, a comprender la inexhaustible realidad, a familiarizarse con las infinitas diferencias.

Cézanne nos ha regalado un brillante ejemplo de tenacidad, de fe, de esfuerzo continuado por meter el universo visible en un lienzo de 15 x 25. El primer ciudadano del futuro fue un hombre armado de pinceles y vestido con un gabán enmarañado. Invitar a lo infinito a habitar junto a nosotros, junto a las grandes y las pequeñas diferencias, junto a las cosas que nos van a ocupar cada día. Junto a nosotros, hijos de Abrahán, hijos de la promesa de que el Verbo se haría carne y montaría su tienda en el desierto, entre el polvo y los escombros, hermanos y hermanas. Que así sea.

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005