Tenemos un gen que nos hace perdonar a las izquierdas. En febrero, durante la presentación de su novela La casa de los encuentros, Martin Amis apelaba a la ironía para explicar uno de los grandes misterios de los últimos cincuenta años. Sinónimo de polémica gracias a su arraigada costumbre de ir directo al fondo de los asuntos más incómodos para la opinión pública, el escritor inglés se preguntaba por qué la gran escena intelectual se muestra tan renuente a condenar de forma tajante la figura de Stalin, epítome de la locura y crueldad de un régimen, la URSS, que mató de forma arbitraria a entre 20 y 40 millones de personas e hizo del terror la más cruel y efectiva herramienta política.
Con una carrera literaria más que consolidada, Amis dio hace unos años un arriesgado salto mortal con Koba el terrible (Anagrama), libro inclasificable que mezclaba historia, autobiografía, ensayo y un liberador (al menos, para él) ajuste de cuentas con los intelectuales británicos de izquierdas que no vieron, o no quisieron ver, las tropelías de Stalin. Amis apuntaba especialmente a uno de ellos: su padre, el también escritor Kingsley Amis.
Probablemente, Martin consiguió desembarazarse de sus fantasmas personales. Pero, a cambio, se encadenó a otro terriblemente poderoso. Abrumado por la acumulación de material sobre Josef Stalin y la Unión Soviética, se vio compelido a volver a su terreno natural, la novela, para intentar explicar y explicarse tanto horror.
La casa de los encuentros narra el paso de dos hermanos por un gulag de Siberia. Los campos de concentración soviéticos fueron la culminación natural de un Estado en el que la represión constituía el núcleo de su sentido y el motor de su persistencia. Con su habitual maestría, Amis describe las humillaciones de un sistema científicamente planificado —la frialdad de su diseño resulta escalofriante— para la alienación, una vuelta de tuerca a la esclavitud que buscaba el terror sistemático para mantener vivo (si alguno vez lo estuvo realmente) el engendro imposible del paraíso comunista.
Hacia el final del libro, el protagonista y narrador, liberado y superviviente pero con
el espíritu magullado por la experiencia en el gulag, visita una confortable residencia construida en Moscú para alojar a los camaradas que ayudaron a consolidar el sueño soviético. Pero estamos ya en los años ochenta. La decadencia anuncia el fin de la locura.
Lev entra en aquella «casa de mala reputación» (en su «sentido antiguo», matiza irónicamente: «acreedor del baldón de la infamia») para reencontrarse con Zoya, el gran (e imposible) amor de su vida. En su lugar, se topará con una visión demoledoramente epifánica: Ananías.
El nuevo marido de Zoya es un intelectual afecto al régimen que, cumplidos ya los 80 años, recrimina a Lev su intromisión: «¿Por qué piensa la gente que puede volver y ponerse a molestar a todo el mundo? Piensa que puede volver como si tal cosa. Y causar tanto dolor con esas viejas heridas». De nuevo la postrera humillación a la víctima: tus heridas son repugnantes, no queremos verlas. Demasiado recurrente.
Sin embargo, gente como Martin Amis insiste en recordar. Las víctimas merecen y necesitan justicia. Y las nuevas generaciones, la verdad. «La verdad va a resultarte dolorosa», le escribe Lev a su hijastra Venus, que vive en Estados Unidos. Asombrado por la costumbre, bastante extendida entre los adolescentes norteamericanos, de autoinfligirse cortes en los brazos, le advierte: «Si lo hacéis para combatir la insensibilización de la democracia avanzada…, no puedo solidarizarme con vosotros. Otros sistemas, ¿sabes?, te anegan las glándulas de líquidos y juegan con las puntas de tus nervios».
Pero ¿a quién le interesa que todas las Venus del mundo no accedan a las revelaciones de los Lev? Durante la presentación en España de La casa de los encuentros, Amis se hacía una reflexión muy incómoda para más de uno: «La Unión Soviética tuvo muchas simpatías entre los intelectuales occidentales, y aún hoy, a pesar de las evidencias, muchos buscan en las ruinas del templo caído algunas ideas a las que agarrarse. En nombre del marxismo se cometieron verdaderas atrocidades, como con el nazismo; pero hoy nadie se avergüenza de decir que es un intelectual marxista; ¿qué diría la gente si alguien se describiese como intelectual nazi».
De nuevo Lev, el narrador de su novela, se muestra aún más elocuente que su creador —a veces ocurre—: quizá sea la gran tragedia y el gran triunfo de un novelista. Cuando su hijastra le pregunta: «En la década de los treinta y los cuarenta, ¿quién inspiraba más repugnancia, Rusia o Alemania», Lev responde que «ellos». Pero a continuación reflexiona: «Ellos se recuperaron y nosotros no. Alemania no se está marchitando, Rusia sí». Y llega la revelación: «Una rigurosa expiación reduce el peso del delito […] Jamás tendremos el lujo de la confesión y el remordimiento. Pero ¿y si no fuera un lujo? ¿Si fuera una necesidad, una necesidad del mísero y del sucio? La conciencia —sospecho— es un órgano vital». Y, finalmente, el grito de justa ira: «Que alguien me diga que lo sienten. Vamos. Que alguien me llore el Volga, me llore el Yeniséi, me llore el Moscova».
Quizá haya llegado el momento. El año pasado se cumplieron setenta años del comienzo del Gran Terror, la sangrienta purga que se prolongó durante casi dos años y en el que las autoridades soviéticas detuvieron a miles de individuos a partir del artículo 58 del código penal, que regulaba el muy amplio campo de las actividades contrarrevolucionarias. Tal vez la cifra redonda haya servido para algo.
Rusia lo necesita urgentemente. Como explica Amis, Stalin cuenta aún con un 60% de popularidad en el pueblo ruso. Demasiadas vendas sobre los ojos. ¿Quién se atreverá a quitárselas? En el capítulo de agradecimientos de La casa de los encuentros, Martín Amis enumera algunos de los autores de trabajos recientes que parecen dibujar un claro en el silencio culpable que se cernía sobre el terror estalinista: Anne Applebaum, Simon Sebag Montefiore, Masha Gessen, Janusz Bardach…
Todos contemporáneos que han dado un paso adelante en la iluminación de lo innombrable. Pero Amis también reconoce que el gran filón de verdad por explotar no está sólo en el presente. En el último bloque de agradecimientos, se refiere a «los fantasmas» de otros escritores: «Fiodor Dostoievski, Joseph Conrad, Eugenia Ginzburg… , y el Tolstói de la Unión Soviética: Vasili Grossman».
Resulta muy revelador que las dos últimas palabras del libro de Amis sean el nombre y el apellido del autor de Vida y destino (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Esta novela-río describe las entrañas del enfrentamiento entre la URSS y la Alemania nazi en Stalingrado con una ambición que, efectivamente, recuerda el pulso narrativo de los clásicos rusos.
En sus más de mil páginas, una multitud de tramas repletas de personajes magníficamente perfilados refleja la intensidad del choque de gigantes en el frente oriental de la Segunda Guerra Mundial. Pero lo mejor de la novela llega cuando Grossman escapa de la fascinación de la épica para retratar la intimidad de los personajes, sus sufrimientos, sus dudas, el alma de cada individuo, ya sea un soldado raso, un general, un profesor o un simple campesino. Esta postura, tan moral como literaria, chocaba con las directrices del realismo socialista, obsesionado con otorgar todo el protagonismo al colectivo: el Estado, la URSS, el pueblo en lucha.
La mirada de Grossman va así desde dentro hacia fuera, siempre parcial a favor del individuo. Postura que le permite observar los hechos con una lucidez peligrosa para el poder, hasta el punto de establecer comparaciones inaceptables para el «luchador contra el fascismo» que se pretendía Stalin. En una reseña sobre la novela, Félix de Azúa pone el acento en el diálogo entre el nazi Liss y el comunista Mostovski: «Somos vuestros enemigos mortales, sí, de acuerdo, pero nuestra victoria será también la vuestra. Si vosotros ganáis, nosotros sin duda seremos destruidos, pero continuaremos viviendo en vuestra victoria», dice el primero.
La rectitud de conciencia de Grossman no podía terminar bien en el país y la época en la que tuvo el infortunio de nacer, vivir y escribir. Pese a ser uno de los periodistas estrellas de la URSS durante la II Guerra Mundial —Anthony Beevor describe su peripecia en Un escritor en guerra (Crítica)—, no tardaría en caer en desgracia.
Condenado al ostracismo tras el conflicto, continuó porfiando por decir al mundo su verdad. Impactado por lo que había visto en el frente, se volcó en la escritura de una gran novela que abarcara todos los matices de la tragedia. En 1960 mandó un ejemplar de Vida y destino a un editor, al que le faltó tiempo para denunciarlo —la delación es uno de los pilares de cualquier régimen totalitario—, y la burocracia de Kruchev, pese a los supuestos aire de apertura que trajo la desestalinización, no tuvo piedad: su lectura quedaba terminantemente prohibida durante «al menos los próximos doscientos años» por ser «perjudicial para los intereses de la URSS». Grossman murió de cáncer cuatro años después.
Pero el destino quiso que la vida de Grossman se prolongara pese a los designios de los tiranos. La KGB había destruido todas las copias de Vida y destino, no dejaron ni las cintas de la máquina de escribir ni el papel de calco: no debía quedar huella alguna, y los esbirros de la represión soviética, realmente concienzudos y eficaces, se lo tomaron al pie de la letra.
No contaban, sin embargo, con el valor de un amigo de Grossman, el poeta Semion Lipkin, que se arriesgó a guardar una copia. En 1980, el científico disidente Andrei Sajarov la microfilmó y se la pasó al escritor Vladimir Voinovich, que logró liberarla en Suiza. Se publicó ese mismo año en Francia, con gran éxito y mayor escándalo: la Guerra Fría daba aún sus últimos pero vigorosos coletazos.
En España no se publicó hasta cuatro años después, traducida del francés. Pero, como explica José Luis Jiménez-Frontin en un afilado artículo en La Vanguardia, «nuestra intelectualidad (con la más señalada excepción de Valentí Puig), algo lastrada por las fidelidades en la reciente lucha antifranquista y poco interesada en afrontar una dosis excesiva de realidad, tendió sobre la obra un relativo telón de silencio». El libro, meritoriamente publicado por Seix Barral, terminó descatalogado.
Hasta que el año pasado, la editorial Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg lanzó una ambiciosa edición (50.000 ejemplares en la primera tirada) de la obra traducida directamente del ruso por Marta Rebón. En parte gracias a la correcta campaña de promoción —ayudada por la publicación del libro de Beevor—, en parte por la mejor acogida de los intelectuales —Luis Mateo Díez y Antonio Muñoz Molina estuvieron en la presentación y las críticas fueron excelentes— y el boca a boca que desbordó las previsiones, Vida y destino terminó convirtiéndose en el fenómeno editorial de la temporada.
Medio siglo después, Stalin ha perdido. Pero Grossman no es el único autor necesitado de un rescate histórico. De la voracidad del padrecito da cuenta otra iniciativa de Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg: la publicación de una trilogía del escritor y periodista ruso Vitali Shentalinsky que documenta la persecución sistemática de escritores en la
URSS.
Esclavos de la libertad (2005), Denuncia contra Sócrates (2006) y Crimen sin castigo (2007) son el resultado de las incursiones de Shentaliskin, desde 1989, en los archivos literarios de la Lubianka, la siniestra sede de la KGB en Moscú. La perestroika de Gorbachov había decretado un año antes la ruptura de los más secretos sellos del Estado soviético, pero los funcionarios se mostraban renuentes a la entrada de intrusos en sus dominios. «Usted es el primer escritor que viene aquí por propia voluntad», le dijeron a Shentalinsky cuando finalmente pudo vencer las resistencias.
Pronto supo hasta qué punto. Según sus investigaciones, unos dos mil escritores murieron fusilados u olvidados en los gulags y otros tres mil sufrieron diferentes represalias y desaparecieron de la escena pública, dejando inéditas obras que podrían haber marcado la literatura universal: ¿cuántas «Vida y destino» no habrán logrado burlar el cerco? La trilogía rescata sus historias y las expone al aire, como heridas que necesitan cicatrizar para no pudrir un cuerpo desmemoriado.
Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg ha completado además esta operación de salvamento con la colección La tragedia de la cultura. Dirigida por el propio Shentalinsky y Ricardo San Vicente, profesor de literatura rusa de la Universidad de Barcelona, incluye obras de seis de los autores rusos que vieron sus destinos torcerse camino de la Lubianka, joyas literarias desconocidas en España en su totalidad o en su versión auténtica, antes de pasar por la censura. Desde los inéditos poemas de Marina Tsvietaieva y cuentos de Platonov, a una versión liberada de la Caballería roja de Babel, pasando por el más cáustico Mijail Bulgakov de Corazón de perro y La isla púrpura o valiosos textos de Pasternak y Anna Ajmátova.
Ni toda la represión de la Unión Soviética pudo borrar el espíritu de un pueblo que en ningún sitio como en Rusia —patria de Tolstói, Dostoievski, Chejov, Pushkin…— supieron reflejar sus escritores. Su recuperación supone un paso enorme, aunque siempre quedarán millones de almas clamando justicia.
El historiador británico Orlando Figes ha entreabierto la hermética caja de Pandora de las víctimas anónimas de la URSS, y por la rendija se ha colado un ejército de susurros. Su libro The whisperer (algo así como «los que susurran»), que Edhasa publicará en España el año que viene, cuenta las historias recogidas por tres equipos de investigadores que bucearon en los diarios, cartas, fotos y todo tipo de documentos que los supervivientes de la represión escondieron a la KGB.
Sabían a lo que se exponían cuando guardaban el testimonio de su desgracia. Pero intuían que sus historias merecían una oportunidad. Aunque no fueran nadie: hijos que ven desaparecer a sus padres sin explicación alguna, esposas obligadas a denunciar a sus maridos, padres de adolescentes asesinados, trabajadores que bajaban la voz ante la cercanía de un vecino que podía ser un informador.
Ahora vemos que tenían razón: iniciativas como las de Figes los han transformado en una legión de escritores capaces de rebatir la máxima de Stalin: «Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística». Un millón de historias horadan cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, la soberbia de quien se hacía llamar Hombre de Acero.