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Con fecha 19 de noviembre se leyó ante el Parlamento británico un proyecto de ley presentado por los conservadores Douglas Carswell y Steve Baker destinado a regular la actividad de los bancos en cuanto a los depósitos y los préstamos. En el discurso que Carswell pronunció ante el Congreso al presentar el proyecto el pasado día 15 de septiembre se refirió expresamente a la necesidad de pasar dicho proyecto por ser un instrumento decisivo para combatir no sólo la crisis financiera que actualmente padecemos, sino también para alejar del horizonte futuras crisis de ese carácter. Debe ser motivo de especial satisfacción para nosotros que en dicho discurso se citara expresamente al profesor español Huerta de Soto como uno de los artífices de la doctrina económica que presta fundamento al proyecto.

Ciertamente éste se atiene a la convicción del papel fundamental que han jugado en la crisis los excesos previos en la expansión inmoderada del crédito, propicia- da en gran parte por la actuación de los bancos que, sometidos al sistema de Banco central como organismo «regulador», pueden disponer del dinero depositado a la vista por los clientes para sus propias operaciones de préstamo y crédito con tal de preservar en sus cajas una reserva que tan solo represente un fracción de la cantidad total de los depósitos. Mediante esta «reserva fraccionaria» se asegura, según la ley de los grandes números, la restitución de los depósitos que probablemente será solicitada en un determinado momento.

No es necesario ser muy perspicaz para darse cuenta de que, en primer lugar, mediante la disposición de los fondos entregados en depósito el banco multiplica el dinero; y en segundo, de que, en determinados momentos la ley de la probabilidad estadística puede fallar; en previsión de esto último se tienen que establecer, por vía regulatoria, sistemas de garantía a favor de los depositantes; y en último término, para momentos críticos las ayudas o subsidios públicos subvendrán al sistema financiero en su conjunto.

El proyecto de ley británico es ocasión propicia para realizar una reflexión sobre los institutos jurídicos que están en juego alrededor de la crisis, reflexión que nos servirá para apreciar la razón que asiste a los parlamentarios británicos al presentar un proyecto basado fundamentalmente en las ideas de nuestros economistas más solventes que combaten el sistema de reserva fraccionaria como base de la actividad bancaria. Espero que al término de la lectura de estas líneas se advierta que el proyecto de Carswell y Baker constituye una pieza esencial no ya solo para remediar la crisis presente sino para impedir las, en otro caso inevitables, crisis cíclicas, si bien en este punto hay que decir que el remedio es tan solo parcial por cuanto para ser total se necesitaría, junto a la exigencia del cien por ciento de la reserva, liberalizar de verdad el sistema bancario con desaparición del órgano regulador.

Pero aun siendo parcial, el proyecto constituye una pieza esencial en la buena dirección. No debe desdeñarse el esencial papel que juega el Derecho, tanto en su momento normativo como en el de sus instituciones, en la configuración del marco institucional imprescindible para cualquier actividad económica. Consiguientemente, en el campo de la actividad financiera resulta insustituible contar con la adecuada construcción jurídica de piezas tan fundamentales como el dinero y los contratos que tienen al dinero como objeto, esto es, como bien sobre el que recaen los intereses que se ponen de manifiesto, a la vez que se componen, mediante el contrato. Me estoy refiriendo, obvio es decirlo, a los contratos de depósito y de préstamo que sin duda constituyen los tipos contractuales fundamentales de la actividad bancaria y, en general, financiera. Teóricamente el contrato de depósito reviste de forma jurídica a las operaciones pasivas, que son aquellas en las que el banco recibe dinero de sus clientes mientras que el contrato de préstamo da cobertura a las operaciones activas en las que es el cliente el que recibe dinero del banco.

Contra lo que puede creerse al observar la actividad bancaria, la esencial diferencia entre el contrato de depósito y el de préstamo está en el contenido de la promesa constitutiva de la prestación contractual de quién recibe el dinero y no en si éste puede o no disponer de él. En el contrato de depósito, el depositario, que recibe el bien de parte del depositante, que por cierto no tiene por qué ser propietario, se obliga fundamentalmente a la custodia de la cosa; esta es la prestación fundamental del depósito y por lo tanto la que define a la figura. Como mera consecuencia de ese contenido prestacional, al depositario incumbe también la obligación de devolver la cosa al depositante. El contrato de depósito es, en principio, un contrato que se perfila en interés del depositante, salvo contadas ocasiones, que matizan y originan distintos «tipos» de depósito. Pero en ninguno de ellos puede faltar la obligación de custodia por el depositario porque en ese caso no podría hablarse de un tipo de depósito, sino de otro contrato distinto. Por su parte, en el contrato de préstamo el bien se entrega para que lo use el prestatario y por eso se concibe en interés de éste, aunque por supuesto respecto de él también pueda hablarse de tipos de préstamo; naturalmente que también el prestatario deberá restituir el bien al prestamista al término del contrato, pero la restitución es ahora también la consecuencia de la prestación fundamental realizada por el prestamista que entrega la cosa pro tempore.

No atenerse a la distinción entre los contratos supone un error intelectual, con graves consecuencias, tanto por lo que se refiere a la disciplina jurídica de la relación contractual entre partes como por su proyección en el sistema económico con sus inevitables consecuencias políticas y sociales. Sin embargo ha de reconocerse que sobre la base de ese error epistemológico se ha desarrollado la actividad bancaria, probablemente desde sus más remotos orígenes pero, con mayor seguridad, a partir del Medievo y ya, con plena certidumbre, a partir de los privilegios con que se vieron favorecidas las principales casas de banca por el césar Carlos, que se vio permanentemente urgido por las inagotables necesidades de gasto que imponían las empresas imperiales en Europa. Puede hablarse de privi- legio ya que se resuelve en el beneficio para la banca de poder disponer del dinero recibido en depósito por sus clientes. Sucede sin embargo que, al quedar legalizada la expoliación que significa el privilegio, pudo ser solo objeto de reproche moral y ya no desgraciadamente jurídico, como ponen de manifiesto los maestros de la Escuela de Salamanca, singularmente Saravia de la Calle. Por su parte, el privilegio no solo significa una expoliación para los clientes del banco, sino además la multiplicación arbitraria del dinero y el crédito con sus secuelas indiscutibles para el sistema económico, como también pusieron de manifiesto los maestros salmantinos a partir de la teoría cuantitativa del dinero, especialmente acuñada por Martín de Azpilcueta y fray Tomás de Mercado.

Desde un punto de vista jurídico, quedó consagrado en el ámbito bancario el depósito irregular, que se configura a partir de la idea fundamental de que por el carácter fungible del dinero, se les traspasa a los bancos su propiedad, por lo que pueden usarlo en su propio interés con la obligación tan solo de devolver otro tanto del valor recibido cuando así se lo requiera el cliente. Es de notar que la figura del depósito irregular fue desconocida en el derecho romano clásico, así como por los grandes juristas que lo cultivaron, y solo encontró acogida mediante algunos textos del Digesto, de los cuales se duda acerca de si son fruto de interpolación, que sirvieron de apoyo para las prácticas bancarias medievales y de justificación para consolidar la concesión del privilegio a la banca. Forzoso es reconocer que, situados ante esta realidad, el recurso a la ley de los grandes números significa un positivo remedio por dejar establecidos ciertos coeficientes de reservas que deben conservar los bancos para poder atender la obligación de restituir los depósitos a los clientes; se habla de «reserva fraccionaria». La ley de la probabilidad estadística pretende sustituir a la verdadera ley, de orden jurídico y moral, que exigiría la reserva del cien por ciento de los verdaderos depósitos bancarios, que de ninguna manera deberían poder ser dispuestos.

Se sostiene que en el depósito irregular la obligación de custodia se concreta en la obligación de mantener la reserva fraccionaria más el deber de aplicar el dinero depositado de acuerdo con lo que imponen las «buenas prácticas bancarias». No es preciso decir que este modo de razonar apenas encubre la realidad de que la obligación de custodia no existe. En el depósito irregular la custodia no constituye en verdad la prestación fundamental del contrato, si bien su nombre resulta equívoco para los propios clientes del banco. Si el banco, supuestamente depositario, puede usar del dinero para sus propios negocios, sencillamente no puede hablarse en ese caso de depósito, siendo a este efecto absolutamente irrelevante la obligación de restituir lo depositado al depositante puesto que esta prestación no es privativa del depósito, sino que también conviene al préstamo. Pero ni siquiera la obligación de restituir se configura de forma idéntica en uno y otro contrato, porque en el depósito ha de restituirse la misma cosa depositada mientras que en el préstamo, cuando la cosa es fungible debe restituirse el tantundem de lo que se recibió. En el depósito irregular la obligación de restitución del tantundem nada tiene que ver con la del depósito, sino que es la propia del préstamo, luego tampoco existe la menor similitud entre el depósito irregular y el depósito por lo que mira a esta obligación. ¿Por qué pues la temprana preocupación por llamar depósito a lo que claramente no lo es, intentando hacerlo pasar por uno de los posibles tipos de depósito? La respuesta se encuentra en la necesidad de disfrazar los préstamos con intereses a causa de la proscripción de la usura. Debe tenerse en cuenta que se entendía por usura cualquier interés del dinero que se pagaba sin que mediara un servicio a cambio. Sin embargo, la circunstancia histórica del tratamiento, principalmente de orden moral, del interés ni debe perpetuar el error de conceptuar como depósito a lo que no es tratado como tal ni mucho menos autorizar que de un verdadero depósito no se sigan las prestaciones propias que lo definen como tal.

Es notable que en los mismos textos romanos que se invocan en apoyo del depósito irregular se aluda a la necesidad de que el depositante permitiera al depositario o le consintiera el uso de la cosa depositada, gracias a cuyo permiso pasaba a este último la propiedad sobre las cosas fungibles depositadas; tanto es así que existía la duda de si el paso de la propiedad se producía desde la perfección del contrato o se efectuaba desde el momento en que se formulaba la autorización. Por cierto que esta misma idea de la necesidad de permiso o autorización del depositante para que el depositario pueda disponer de las cosas depositadas es también requisito imprescindible señalado por nuestros Códigos (civil y mercantil) para que pueda efectivamente usar las cosas legítimamente el depositario; pero entonces con la inevitable consecuencia de que han de cesar desde ese momento las obligaciones propias del depósito para pasar a regirse la relación entre las partes por las normas propias de otro contrato. En nuestro derecho común, pues, es decir, el que no se refiere a los bancos, no se reconoce el depósito irregular, y adviértase que el permiso o la autorización para usar la cosa ha de ser expreso según exige la jurisprudencia. Ni aun en los textos romanos supuestamente auténticos ni tampoco en nuestro derecho común es decisivo el carácter fungible de las cosas entregadas por virtud del contrato para que se desencadenen las consecuencias ni del paso de la propiedad al que las recibe ni de su capacidad de usarlas en interés propio u ajeno ni para justificar la restitución del tantundem; sin embargo todas estas cosas suceden en el caso del depósito bancario de dinero, y se justifican por virtud de la condición fungible de éste.

Parecería ser inherente a la naturaleza fungible de los bienes depositados la transmisión de la propiedad al depositario y la consiguiente obligación de restituir al término del contrato el tantundem. Que esta es la explicación que suele darse para justificar la existencia del depósito irregular en general y, en particular, para calificar de ese modo a los depósitos bancarios de dinero se evidencia al advertir que se señala que, si las cosas fungibles se entregan al depositario marcadas o selladas, el depósito será regular debiendo en tal caso el depositario devolver al depositante precisamente las mismas cosas selladas o marcadas y, tratándose de dinero, precisamente las monedas que se entregaron de esa manera. Sin embargo nada más erróneo que aplicar una argumentación semejante. Su trivialidad se advierte sin más que pensar que la obligación de custodia no es por completo eliminada en el depósito irregular sino que se espiritualiza en parte al sustituirla por el deber que se impone al banco de adecuar su conducta a las regulae artis; por el resto, es decir, sobre la reserva fraccionaria ni siquiera se produce tal espiritualización. Si, pues, la obligación de custodia se da en esos casos, el contrato debe considerarse depósito y entonces deben censurarse las especialidades de la custodia; y, si éstas proceden de modo que se pueda dudar de que pueda reconocerse aquella obligación, entonces el contrato no es depósito.

Conviene distinguir dos situaciones que definen la actitud del cliente en su relación con el banco. En ocasiones, el cliente confía su dinero al banco con el propósito de que se lo custodie mientras no se lo pida; en estos casos estamos ante depósitos «a la vista», sea en cuenta corriente si el banco se obliga a prestar un servicio de caja y el cliente puede disponer del saldo mediante el documento che- que sea sin las facilidades de la cuenta. En otras ocasiones el cliente entrega al banco su dinero para que éste lo destine a la inversión sea en la adquisición para el propio cliente de activos financieros lato sensu sea en negocios del propio banco; en ambos casos con la congruente remuneración para el cliente. Lógicamente en estos casos el dinero se entrega por un determinado periodo de tiempo. Solo en las ocasiones señaladas en primer lugar la relación del cliente y el banco es de depósito; las relaciones en las situaciones indicadas en segundo lugar no son de depósito sino de intermediación financiera o de préstamo.

Por otra parte, en relación con la naturaleza del dinero como objeto de los contratos, conviene distinguir entre lo que es el dinero y lo que es la moneda. El dinero es un valor abstracto; la moneda es la cosa material que lo concreta y visibiliza. La moneda realmente incorpora el valor del dinero, por lo que en los contratos que lo tienen por objeto está presente necesariamente la moneda como pieza representativa suya. No por ello sin embargo puede prescindirse de la consideración del dinero como tal en ningún análisis jurídico. A su vez, la moneda puede ser objeto de consideración jurídica con total independencia del dinero por ella representado. Es evidente que en los contratos bancarios de los que estamos hablando la moneda se da y se recibe en su condición de representar dinero, y del dinero, a diferencia de la moneda, no puede predicarse si tiene carácter fungible o no, siendo por completo indiferente el carácter fungible de las monedas a efectos de considerar la naturaleza de los contratos que tienen al dinero como objeto. Convertir en el llamado, contra toda lógica, depósito irregular al contrato por el que se confía la custodia del dinero simplemente porque las monedas no se entreguen selladas o marcadas, aparte de la contradicción lógica que supone, implica una contradicción práctica con la existencia de los depósitos colectivos, como los del grano en los silos y, por si acaso la agricultura la estimamos lejana, pensemos en el depósito colectivo de valores que, al igual que en la mayoría de países, se organizó en España en el año 1974 con el fin de facilitar la liquidación de las operaciones bursátiles. En el depósito colectivo no se desvirtúa la operación de custodia por fungibles que sean las cosas, porque, si bien se pueden entregar como restitución del depósito unas cosas por otras, en ningún momento puede faltar en manos del depositario el valor del conjunto de las que ha recibido en custodia y todavía no han sido devueltas. En el depósito colectivo la propiedad del depositante se proyecta sobre una cuota del conjunto depositado. Esta idea se encuentra establecida de manera expresa en el proyecto británico del que al principio hemos hablado.

Ciertamente pues en los contratos, bancarios o no, relativos al dinero lo que procede es distinguir, como establece dicho proyecto, según que el dinero se entregue en custodia (cuentas de depósitos de custodia) o en préstamo para servicios de intermediación. La elección debe realizarse por parte del cliente mediante la manifestación de su voluntad de modo expreso, cosa que por cierto reme- mora la tradicional exigencia de autorización. Según también el repetido proyecto británico, el dinero entregado en depósito por los clientes constituye un depósito colectivo sobre el que recae constantemente la obligación de la custodia del dinero, respecto del que solo puede disponer el banco para restituir el depósito a cualquiera de los depositantes, pero de ninguna manera para sí o sus propios negocios y ni siquiera para negocios que los depositantes le encomendaren. En el caso de producirse el uso mediante la oportuna autorización no se trataría ya de depósito sino de préstamo o de un contrato de servicios de intermediación en el crédito. En suma, por los depósitos de dinero, que naturalmente se refieren a los depósitos a la vista, se exige, como no podía ser menos si el derecho quiere res- petarse, que los bancos mantengan en sus cajas a disposición de los depositantes la integridad del valor de esos depósitos, acabándose pues con la exigencia de una reserva limitada según el cálculo de la probabilidad estadística o, dicho de otro modo, se extingue el sistema de «reserva fraccionaria».

No puedo concluir sin aludir a que un régimen como el propuesto en el Reino Unido para los contratos bancarios que tienen al dinero como objeto se proyecta en el subsistema económico que integra, a su vez, el sistema social en su conjunto. Es claro que una correcta disciplina jurídica de los contratos no solo satisface el legítimo interés de quienes son parte en ellos, sino que constituye una pieza esencial del marco institucional del sistema financiero, que se somete de este modo a disciplina jurídica propiamente tal desplazando, en cambio, a la discutible disciplina «regulatoria» que, sin cuidado de la naturaleza de las cosas, no es más que fruto del mero voluntarismo de un «arrogante» regulador; pero, además de ello, con la correcta aplicación del derecho de contratos se evita la multiplicación del crédito, así como que se empleen por los bancos en operaciones activas a largo plazo los fondos recibidos en las operaciones de pasivo exigibles a corto, excluyéndose entonces un elemento —el principal, según los economistas más solventes— de las crisis financieras cíclicas y, desde luego, de la que estamos viviendo.

Catedrático emérito de Derecho mercantil. UCM. Del Consejo editorial de NR. Abogado