Tiempo de lectura: 10 min.

Una actitud muy extendida entre nosotros es considerar -cuando se consideran- los acontecimientos de la vida política por su contenido, con olvido de la forma en que se producen; esto es, desconsiderando las formas como si éstas fuesen algo adjetivo que pudieran tener interés, a lo sumo, para juristas vetustos pero no para modernos peritos en leyes; pues éstos centran sus afanes en cosas serias tales como hacer mejores las condiciones materiales de vida, una tarea ante la cual deben ceder los tiquismiquis formales ininteligibles y, por demás, inútiles para la opinión pública y para quienes están llamados a configurarla. Se trata, sin duda, craso error.

Pensar de semejante manera presupone dar por buena una frecuente e infecunda distinción entre fondo y forma que, si siempre está infundada, es por completo rechazable cuando se trata de la vida política -sobre todo, si esa vida política se centra en la persona, en el zoon politikon aristotélico-. Pues en ella, la forma dota de sentido a la materia. De ahí la importancia suma que tiene conocer y catalogar las formas, siempre expresivas de un significado de la acción. Esta valoración de la forma está en la base del ideal democrático que, no se olvide, antes que nada expresa el método idóneo para el proceso de toma de decisiones políticas. Pero esto no debe considerarse, como suele hacerse, como si las formas representasen las reglas del juego. La forma no tiene un valor meramente procedimental.

El desdén hacia las formas ha llegado a su apogeo con el actual Gobierno, lo que hace dudosos tanto la sinceridad de sus convicciones democráticas como el abandono definitivo de los perfiles totalitarios con que se alumbraron los partidos que lo sustentan.

LA RULE OF LAW COMO IMPERIO DE LA LEY

El primer principio ético-político del Estado de Derecho, y no sólo en el orden cronológico, es el que modernamente fue formulado por Harrington en primer lugar, y por Madison después, como «gobierno de la ley y no de los hombres», idea que acertó a expresarse de modo lapidario como rule of law.

He subrayado que ésta es una formulación moderna porque es indudable que tiene su precedente en el Platón de Las Leyes, cuando en el diálogo llama a los gobernantes «servidores de las leyes», porque, según el filósofo, en ello va la salvación de la ciudad «pues en aquellas donde la ley tenga condición de súbdita sin fuerza -argumenta Platón-, veo ya la destrucción venir sobre ella; y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de la ley, veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades».

Son variadas las funciones del principio ético-político del «imperio de la ley» y esa variedad refleja las opiniones de los diversos autores que de este principio se ocupan. Pero creo que nadie se mostrará discrepante si se hace residir el núcleo del principio en la exclusión de cualquier poder arbitrario sobre los ciudadanos. Sustituir en el gobierno a los hombres por la ley implica poner a los ciudadanos al abrigo de cualquier subjetivismo arbitrario que pudiera ejercer coacción sobre ellos, limitando su libertad. Excusado es decir que para que dicha función pueda cumplirse la ley ha de estar fuera del alcance del arbitrio de los gobernantes. La ley antecede a los equipos de gobierno en garantía de la seguridad jurídica de los ciudadanos, que es presupuesto de su vida en libertad.

Para que aquel principio despliegue toda su eficacia, la ley ha de reunir unas notas que le doten de la objetividad indispensable para sujetar el poder de los gobernantes.

En su prístina formulación, la voluntad general no significaría más que cualquier ciudadano encontraría justificado el mandato legal, incluso si hubiere de serle aplicado a él.

No es mi propósito establecer aquí una crítica de las distintas posiciones doctrinales acerca de la rule of law en relación con las notas que han de definir a la norma jurídica llamada a presidir el gobierno de los ciudadanos, pero no es impertinente señalar que hay impulsos de un « «real-pragmatismo» desenfrenado hoy día, a consecuencia del cual queda apenas nada de las notas definidoras de la norma que ha de gobernar a los ciudadanos.

Es claro que el cuño anglosajón del principio ético-político en su formulación moderna fuerza a considerar que, con el término law, se expresa la norma jurídica no precisamente emanada del poder legislativo del Estado, sino «descubierta» en el proceso jurisprudencial propio del sistema de common law. En nuestro caso, pues, mejor que del imperio de la ley sería hablar del «imperio del Derecho» -como, por cierto, se interpreta aquella expresión cuando aparece en el artículo 117 de la Constitución en relación con la sumisión del poder judicial al imperio de la ley; y como el propio artículo 103 del texto fundamental recoge al señalar los límites dentro de los que debe mantenerse la actuación de la Administración pública-.

LA CERTEZA DE LA NORMA ESCRITA

Notemos que retener a la norma jurídica, descubierta en el proceso de common law, como la que gobierne según el «imperio de la ley», no significa demérito para la nota de certeza que, sin duda, viene exigida por el mismo principio. Hoy día se considera que sólo la norma escrita puede resultar cierta. Pero esto no es de suyo así, ni lo ha sido nada menos que en Roma, en donde el poder de dictar leyes estaba restringido al ámbito público y no al del ius civile -de cuya certeza no se dudaba pese a ser también sus normas objeto de la tarea de los jurisconsultos-.

Mas no puede dudarse que la forma escrita añade certeza a la norma, y, sobre todo, a partir del tránsito del Estado absoluto al liberal; según los postulados de la Revolución, no es posible dejar de reconocer la supremacía de la ley en la jerarquía de las fuentes del derecho. En este sentido, puede admitirse que «el imperio de la ley» alcance el significado de excluir el poder arbitrario precisamente por referencia a la ley como norma jurídica escrita, emanada del poder soberano del Estado.

Cabalmente, por ello, y para mantener la funcionalidad de la rule of law, ha de establecerse una separación entre los poderes del Estado. Al poder legislativo corresponde la producción de la norma jurídica escrita que, con el carácter de ley, se impondrá a todos los miembros de la comunidad, incluidos por supuesto los gobernantes.

LA DURACIÓN DE LA LEY Y SU ESTABILIDAD

Pero con la separación de poderes no se satisface en su integridad la preservación del significado de la rule of law. Mientras se atenía a la norma descubierta por los juristas, la norma tendía a ser «duradera» y por consiguiente «estable». Además, que hubiera de ser descubierta suponía que la norma era fruto de la experiencia y por consiguiente su mandato tenía un referente objetivable. Ni la estabilidad ni la referencia a un mandato con contenido objetivo se garantizan a partir de la transferencia del monopolio del poder legislativo al poder soberano, ni siquiera en el sistema de separación de poderes del Estado.

Por lo pronto, concebirlo como soberano en el contexto de secularización y autonomía, propio del racionalismo protestante, supone reconocerlo como poder ilimitado respecto del contenido de los mandatos. De otra parte, el poder soberano no tiene limitaciones por lo que se refiere a la mudanza o al cambio que puede operarse en la legislación.

Sobre la señalada mutación a que se ha visto sometida la norma llamada a imperar según la rule of law por reducirla a la norma escrita, planean así dos consideraciones de la ley de índole fundamentalmente ideológica que, cada una en su orden, producen tan formidable impacto en el repetido principio ético-político que, en verdad, hacen dudar de su efectiva información del orden político de nuestros días.

De acuerdo con estas concepciones la ley es simplemente un tipo de norma capaz de expresar un programa político y, todavía más, es un instrumento al servicio de la ingeniería social que demanda unas acciones de  «providencia especial» que se ejerce mediante estas leyes-medida.

Me refiero, de un lado, a la concepción de la ley como fruto de la voluntad general; y, de otro, al abandono de las notas de generalidad y abstracción de la ley, según las cuales ésta se dicta sin conciencia de a quienes favorecerá o perjudicará su mandato.

De acuerdo con estas nuevas concepciones, la ley es simplemente un tipo de norma capaz de expresar un programa político y, todavía más, es un instrumento al servicio de la ingeniería social que demanda unas acciones de «providencia especial» que se ejerce mediante estas leyes-medida, dictadas con unos concretos y conocidos destinatarios, para remediar alguna necesidad que sentirían en ausencia de la ley de que se trate.

LEY COMO NORMA ESCRITA Y PRODUCIDA POR EL PODER LEGISLATIVO

Estas circunstancias reducen a dos las notas que cualifican a una norma jurídica para poder llamarla ley, a saber: que se trate de una norma escrita y publicada en un determinado medio de comunicación social, y que se haya producido a impulso de la cámara en la que reside el poder legislativo.

Como se ve, se trata de dos notas puramente formales, pero dando ahora a esta palabra el sentido de mero formulismo o rito capaz de revestir cualquier mandato que sólo por esas razones se erige en ley. Incluso es de notar que en el lenguaje corriente se habla entonces de ley en sentido formal. De ley en sentido material se habla para expresar el carácter de un mandato dirigido a conseguir un fin pragmático.

Con tales puntos de partida no puede sorprender que, frecuentemente, se mida el grado de eficacia de un Gobierno por el número de leyes que durante su mandato han sido promulgadas. Se trata de una ponderación meramente cuantitativa expresiva de la degradación a que ha llegado la ley; de hecho, ella es la expresión de la mera voluntad de un grupo de hombres, el que en cada momento ocupa el poder.

A efectos de la funcionalidad del principio expresado por el «imperio de la ley», el arbitrio del grupo no deja de ser arbitrio por el hecho de que el mandato arbitrario se exprese en forma escrita y se publique en unas determinadas condiciones. Quien acuda al dato cuantitativo como medio de medición de la eficacia del Gobierno está contribuyendo a aquella degradación que priva de funcionalidad a la rule of law.

A su vez, el mero hecho de que la ley proceda de la asamblea legislativa en que reside el poder de hacer las leyes no permite atribuir su procedencia a la voluntad general como algo que excluya el gobierno de los hombres y lo sustituya por el de la ley. El arbitrio de los hombres del gobierno es sencillamente mediado, pero no sustituido, por la ley porque ésta es fruto de ese arbitrio. El recurso a la voluntad general, que con abuso del sentido rousseauniano se hace para significar que el mandato legal responde a la voluntad de un sujeto colectivo, apenas oculta la realidad de que las personas que integran la asamblea legislativa son, por lo que aquí interesa, las mismas que ejercen el gobierno; la voluntad general no puede utilizarse como si fuera la de un fantasma dotado de voluntad porque, aparte de que es absurdo, la voluntad general en su prístina formulación no significa más que cualquier ciudadano encontraría justificado el mandato legal, incluso si hubiere de serle aplicado a él. La idea responde precisamente a una consideración general y abstracta de la ley fundamentalmente acogedora de mandatos de índole negativa. Cabalmente, pues, la invocación a la voluntad general está fuera de lugar una vez que se admiten las leyes-medida o de providencia especial.

LIMITAR EL PODER DE DICTAR LAS LEYES

Con relación a la ley que abre el matrimonio a personas del mismo sexo, prácticamente de modo literal dijo la vicepresidenta del Gobierno que se esclarecía el sentido de lucha política
que tenía la oposición a la ley, toda vez que ésta sólo afectaría a quienes estuvieran dispuestos a contraer matrimonio a su amparo. La idea de la voluntad general se habrá conmovido en su tumba.

Pues bien, es claro que, teniendo en cuenta las modificaciones sufridas por la ley, si se quiere continuar atribuyendo un mínimo sentido a la rule of law deben reforzarse las cautelas en el plano del proceso de formación y producción de la ley,a fin de preservarla en la mayor medida posible del arbitrio de los gobernantes como medio indispensable para librar a los ciudadanos de ese arbitrio. En definitiva, debe cautelarse la forma sustancial de que debe investirse el proceso en la asamblea que tiene conferido el poder legislativo. Tanto más necesrio es esto cuanto mayor es la relajación que forzosamente sufre el principio del imperio de la ley debido a la degradación de ésta.

No es discutible que, en relación con todos los puntos causantes de esa relajación, el actual Gobierno se muestra al menos indiferente, lo que dice mucho de su escaso aprecio por la funcionalidad de la rule of law. Sería de enorme provecho establecer, ahora que están tan de moda, un observatorio de la sujeción del Gobierno al imperio de la ley. Nos asombraría tanto el desprecio del principio por parte del Gobierno como por parte de los ciudadanos. Como no puede dejar de asombrarnos el concepto que del derecho tiene la vicepresidenta del Gobierno, que para, más inri ha ejercido de juez. Con relación a la ley que abre el matrimonio a personas del mismo sexo, prácticamente de modo literal dijo que se esclarecía el sentido de lucha política que tenía la oposición a la ley, toda vez que ésta sólo afectaría a quienes estuvieran dispuestos a contraer matrimonio a su amparo. La idea de la voluntad general se habrá conmovido en su tumba. Tal parece que para esta buena mujer la ley no es ya una norma configuradora del orden social por su eficacia general ordenadora.

Me interesa detenerme en el acontecimiento no único pero sí más rotundamente expresivo del desdén de nuestro Gobierno actual por el «imperio de la ley», en el último reducto que le queda. Me refiero al episodio creado a fines del año pasado alrededor de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Pero basta ese botón de muestra para sugerir la conveniencia del observatorio de que hablo. Porque supuesto que se ha recorrido todo el camino de degradación de la ley como norma objetiva a la que incumbe el Gobierno según la rule of law, no queda ya sino reforzar la consistencia de la forma en el proceso legislativo como única garantía de libertad de los ciudadanos frente al poder arbitrario de los hombres. Por eso en este momento me interesa detenerme en el acontecimiento no único pero sí más rotundamente expresivo del desdén de nuestro Gobierno actual por el «imperio de la ley» en el último reducto que le queda. Me refiero al episodio creado a fines del año pasado alrededor de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Cierto que hubo voces sobre la impertinencia o inoportunidad del cambio; cierto que no dejó de plantearse un problema por el Partido Popular acerca del procedimiento de urgencia que de hecho se siguió en la producción de la ley. Pero no se puso, a mi juicio, el énfasis suficiente en el descaro con que el Gobierno manifestó su desprecio por la rule of law al reunirse el consejo de Ministros con carácter inmediato a la devolución del proyecto por el Congreso a fin de volver a aprobar el mismo texto y enviarlo a las Cortes Generales acto seguido. ¿Acaso puede afirmarse ante semejante conducta que entre nosotros el «imperio de la ley» sustenta de veras un Estado de Derecho? ¿En qué queda mermado, no ya excluido, el arbitrio de los gobernantes?

Esta reflexión induce a considerar necesario complementar el sistema de separación de poderes en su versión clásica con un modo de limitar el poder legislativo para que pueda hacerse efectivo el «imperio de la ley» que es, no se olvide, el primer requisito de un orden de libertad, y no sea posible, en consecuencia, certificar la defunción de Montesquieu, como estaba dispuesto a hacer otro vicepresidente del Gobierno (del mismo signo que el actual) bastante menos hipócrita que todos los demás, aunque acaso dotado de excesivo desparpajo.

No pueden dejar de evocarse con envidia los usos de la Atenas de finales del siglo V a.C. que exigían a quien proponía un cambio en la legislación que señalara las ventajas de la nueva ley respecto de la vieja. Si aprobada aquélla, la realidad demostraba que tenía peores consecuencias que la vieja, el proponente podía ser castigado a duras penas -hay quien dice que hasta a la de muerte-.

O la cláusula que nos recuerda Cicerón que se incorporaba a toda ley escrita no obstante el limitado campo del poder legislativo en Roma. Mediante la fórmula en cuestión (si quid ius non esset rogarier, eius ea lege nihilum rogatum), quien proponía una nueva ley advertía que, de ser aprobada, se tendría incluso por no propuesta, en el caso de que la ley contradijese el derecho anterior.

Si no somos capaces de exigir la vigencia del «imperio de la ley», no nos quejemos de ser tratados como súbditos, pues a esa condición nos habrá conducido el envilecimiento o abyección subsiguiente al descuido en la vigilancia por la realización del derecho.

Catedrático emérito de Derecho mercantil. UCM. Del Consejo editorial de NR. Abogado