Dos libros recientes que tratan del papel que debiera jugar la ecología en el comportamiento humano. Ambos dan por sentado que tal papel existe y que es importante, están en desacuerdo con alguna de las formulaciones que tienen hoy más respaldo por uno u otro lado, (aunque no con las mismas) y asimismo aventuran su opinión, con mayores o menores reservas. Una opinión sobre los fundamentos de lo que habría de hacerse, que en resumen se orienta hacia un humanismo anticartesiano (en el caso de Ferry) y hacia el liberalismo (en el de Anderson y Leal).
Presenta Ferry tres planos de la preocupación ecológica: cuidar la naturaleza porque hacerlo es bueno para el hombre, de modo que se trataría de llevar a cabo una crítica interna al sistema vigente, y de adoptar, en consecuencia, una postura reformista; una versión utilitarista, encaminada a lograr el mayor bien no ya para el hombre, sino para el conjunto de la ecoesfera; y por último, el fundamentalismo de la deep Ecology, la ecología profunda, que se sublima en el lema «ecología o barbarie», con el hombre en un segundo término.
Para Ferry, que se va deteniendo sucesivamente en las ideas de los movimientos llamados a capítulo (liberación de los animales, ecofeminismo, teóricos de la ecología profunda), la sacralización de la naturaleza es algo intrínsecamente insostenible; no tiene sentido, e s una contradicción en sus términos, el empeño de establecer una ética normativa antihumanista; los valores de la naturaleza son virtuales y sólo se actualiza n cuando la naturaleza es capaz de evocar ideas en el hombre: habría que hacer una fenomenología de los signos de lo humano en la Naturaleza para alcanzar la conciencia clara de lo que, en ella, puede y debe ser valorizado.
Una ecología democrática
Ferry aboga por una postura reformista, que llama humanismo no metafísico, o ecología democrática. Una postura que no es la menos mal a entre las posible s cuando falta la esperanza revolucionaria, sino que constituye la única actitud que corresponde a la superación del mundo de la infancia. Y ello es así, aunque -al cabo de dos siglos de utopías mesiánicas-, la conversión al reformismo puede parecer poco estimulante o demasiado sensata para quienes han quedado traumatizados por la muerte del comunismo y del izquierdismo. El hombre puede y debe modificar la naturaleza, como puede y debe protegerla. Frente a la afirmación de la ecología profunda, del fundamentalismo ecológico («ecología o barbarie»), Ferry afirma que a la ecología democrática le toca decidir en estos momentos entre la barbarie y el humanismo.
Anderson y Leal no entran en fundamentalismos; situados espontáneamente en la postura que Ferry llama reformismo, de crítica interna, discuten cómo ha de llevarse a cabo. Rechazan de plano el viejo aserto (consolidado hasta en los foros menos esperables) de que los problemas medioambientales (sea la conservación de los bosques, la utilización racional del agua, el ahorro de energía, la disposición de desechos, etc.) sólo pueden resolverse mediante el control público, fundado en que no hay incentivos económicos para el comportamiento correcto y sí, por el contrario, para el incorrecto. Esto hay que rechazarlo, en efecto, por su demostrada falsedad e incluso ir más allá, como resalta Huerta de Soto en su extenso y vibrante prólogo, haciendo ver que los problemas de deterioro medioambiental constituyen uno de los más típicos ejemplos de los perversos efectos que tiene el ejercicio sistemático de la coacción o agresión institucional contra la acción humana o función empresarial. Se conseguiría mucho más en el debate medioambiental si en su gestión se diera entrada al mercado, a la iniciativa privada, en vez de coartarla como se viene haciendo con tesón; la clave de la solución está precisamente en que existan derechos de propiedad privado s y transferibles, como en otras cuestione s en las que los procesos de mercado ostentan el mejor de los registros.
Ecología de mercado
«Desarrollo sostenible» es una expresión que está en boca y pluma de todo el mundo -suena muy bien, pero un poco agobiante ya-, y que parece verse como la panacea universal, aunque, en cuanto se quiere concretar, no se sepa con exactitud en qué consiste. Es también una línea reformista, pero Anderson y Leal la ven engañosa en su sencillez, burocrática y hasta como una forma de control político semejante a la que ya se ha demostrado inoperante y opresora. Admiten que el enfoque de la ecología de mercado no ofrece todas las garantías, sencillamente porque no hay garantías en la naturaleza, pero e s una fuente fecunda de soluciones imaginativas y a la postre la única posibilidad de mejorar la calidad del medio ambiente, elevar los niveles de vida y -tal vez lo más importante- de ensanchar el espacio de las libertades individuales.
Los dos libros, polémicos hasta el fondo, gustarán poco a los encausados, están muy bien traducidos y se leen con facilidad. El de Ferry, premio Médicis de 1992, es rico en reflexiones profundas, en criticas certeras y en expresiones ingeniosas. El de Anderson y Leal, menos filosófico, más pragmático, resulta en ocasiones un tanto reiterativo, en cuanto los diversos capítulos aplican como una maza la tesis central sobre los diverso s puntos ambientales en cuestión. No cabe menos que ver con simpatía su esperanza de que algún día se llegue a controlar a los controladores, género al que algunas de las soluciones apuntadas parecerán impensables.