Todo el mundo está de acuerdo en la conservación de nuestros bosques y en la necesidad de plantar más. Si los árboles que plantemos han de ser indígenas o exóticos es, en cambio, cuestión debatida y más trascendente de lo que a primera vista pudiera parecer.
Don Amador de los Robles y del Fresno caminaba pausadamente hacia el paseo de las afueras del pueblo; aunque no precisaba de mayores estímulos para ello, la espléndida tarde otoñal animaba a buscar la proximidad más inmediata del campo. Su nombre y apellidos no eran por completo fruto de un azar bromista que los hubiera encadenado para formar tan sonoro conjunto. Él lo explicaba, a todo quien quisiera oírlo, como una venturosa concurrencia de hechos ligados a la historia familiar. Su padre, don Prudencio de los Robles, emigró a California allá por el último cuarto del siglo pasado, muy joven aún; en aquellas tierras llevó a cabo múltiples actividades, que no gustaba de pormenorizar en demasía, y entro en contacto con alguna de las nacientes asociaciones conservacionistas punto sobre el que, en cambio, se extendía con frecuencia como la Audubon Society y el Sierra Club. Cuando, pasado el tiempo, relataba sus vivencias, se le alborotaban cronologías, hechos e imaginaciones, pero parece cierto, en todo caso, que de una u otra manera se alistó en las filas de aquel primer Conservation Movement y que conoció a algunos de sus legendarios personajes, como John Muir, el profeta del Yosemite, Pinchot, el forestal de Yale, y el Presidente Teodoro Roosevelt.
Don Prudencio se cansó relativamente pronto de los aires y costumbres americanos, y poco antes de la Gran Guerra volvió a su tierra natal con un puñado de dólares y con algunas ideas fijas, que procuró transmitir fielmente a los vástagos habidos, en los años siguientes, de su matrimonio con doña Etelvina del Fresno. Don Prudencio se percataba de que no eran precisamente lo mismo el Oeste y el Medio Oeste americanos que las mesetas de Castilla, pero tampoco dejaba de observar, con ojo en verdad clarividente, que las tendencias podían converger, e inculcó a su familia un respeto, entonces insólito, por la naturaleza. El joven Amador cursó malamente el bachillerato, pero de la mano de su padre aprendió nombres de plantas, animales y minerales, se aficionó a buscar los porqués de los fenómenos naturales, encontró por sí mismo algunos de ellos y acabó siguiendo la carrera de farmacia, hecho que la familia materna alentó como razonable compromiso entre las ciencias naturales y las económicas.
En una pequeña rotonda del paseo le esperaba ya, como muchos otros días, su inseparable amigo don Próspero Pino Foráneo, propietario de buenos predios y accionista sustancioso de acreditadas entidades. Don Próspero estudió en sus años mozos, con la esperable aplicación y aprovechamiento, la carrera de comercio, adquiriendo así útiles conocimientos para administrar su patrimonio; en su educación, moderadamente pragmática y realista, tuvieron poco lugar las letras, y aun las ciencias.
El sol poniente alumbraba un bello paisaje rural. Desde el paseo podían contemplarse los campos de cultivo, que se extendían por llanos y lomas hasta alcanzar el pie de una abrupta ladera, donde daban lugar a una frondosa masa de vegetación arbórea. Don Amador no dejó pasar la ocasión:
– Fíjese, Próspero, en esta maravilla de paisaje, en este fascinante juego de colores y contrastes; no se cansa uno de contemplar esos cultivos de la llanura, tan pulcros y cuidados, junto a la bravura del monte, con sus matas casi impenetrables y sus árboles centenarios. ¡Lástima de esas absurdas plantaciones que han hecho en estos años! ¡Cómo turban la armonía del conjunto y cómo, yendo más al fondo, trastruecan el orden natural! ¡No lo puedo soportar, no entiendo que pintan ahí esas especies exóticas que, se mire por donde se mire, rompen todo lo rompible en el plano estético, en el plano ecológico y hasta en el económico, para mas inri, si se calcula bien! ¡Habría que hacer obligatoria la enseñanza de los principios ecológicos fundamentales, que más útil sería que tanta bobada que se enseña hoy, y luego su aplicación, y no sé si no habría también que exigir daños y perjuicios!
-Bueno, bueno, no se ponga así, y explíqueme ese curioso asunto de las especies exóticas que no acabo de entender bien. A lo que se me alcanza, usted y sus amigos ven las plantas exóticas como malas y las autóctonas como buenas, sin mayores precisiones ni matizaciones. Postura un tanto radical quizá, porque, y no se enfade, Amador, si me pongo un poquito irónico, ¿qué es lo que habría que hacer? Por ejemplo, ¿se podrían comer, sin faltar a principios ecológicos fundamentales, patatas importadas de su país de origen y, por el contrario, sería reprobable comerlas si se han cultivado en la vega del Duero? Supongo yo que son cosas compatibles, que en unos sitios se podrán plantar especies exóticas y en otras conservar las indígenas; y esto de indígena lo digo adrede, porque tampoco tengo muy claro el manejo que se llevan ustedes con autóctonas e indígenas. ¿Son sinónimas esas palabras?, ¿son lo mismo que nativas? La planta que siembras en Valladolid resulta luego ser nativa de Valladolid, aunque su origen remoto esté en la Patagonia. Y si no valen las plantaciones y siembras artificiales, ¿qué pasa con la planta que nace naturalmente en un lugar, aunque el origen geográfico de la especie esté en otra parte? Tendrían que fijar fechas hasta donde remontarse en esto de los orígenes y procedencias; en algún sitio he leído que en el terciario había sequoias por aquí, y que los prados montañeses, tan conformadores del paisaje que diría usted, tienen una modesta genealogía de unos pocos siglos, son unos completos parvenus.
-Seamos serios, Próspero, una cosa son los cultivos y otra muy distinta los bosques; precisamente ha puesto el dedo en la llaga, ha perfilado, si me permite ser momentáneamente un tanto rebuscado, una nota diferencial. Yo no tengo nada contra el cultivo agrícola, tan evidentemente necesario, y veo hasta con simpatía ese sustantivo cargado de ambigüedades y oscuridades que es la producción, que tanto se fomenta; pero la simpatía se me cambia en recelo cuando la introducción de especies exóticas se plantea tantas veces como un cultivo agrícola, que además entra en competencia no con otros cultivos agrícolas, sino con el ámbito forestal. Y ahí me duele: lo que algunos tratan de promover es el cultivo forestal, la producción a corto plazo, mientras que el nombre de producción forestal queda como un señuelo para incautos. El pausado crecimiento y el delicado equilibrio del bosque no se compadece bien con el dinero rápido. A mí me gusta el paisaje forestal, encinares y robledales por citarle dos diversos; en él veo todo su valor patente, explícito… usted sabe, mejor que yo, que valor y precio no son la misma cosa…, y capto también su valor subyacente, que es aun mayor, más valor y para más gente, más transparente, al decir de hoy, más duradero.
-Pues no lo veo tan claro. ¿No forman esas especies exóticas, como el eucalipto o el pino de Monterrey, y en poco tiempo además, un frondoso bosque que, por añadidura, es fácil de reconstruir, mientras que sus encinares y robledales tardan siglos en ser medianamente aparentes?
-Me gusta el paisaje mío, no busco en el paisaje del bosque la obra humana, que encuentro en otras partes, sino una muestra de la naturaleza viva; y le diré más: esos cultivos forestales, masivos, cuadriculados, de producción intensiva, no me recuerdan siquiera los grandes cultivos de girasol o maíz, que al fin y al cabo son más naturales, más congruentes; se me asemejan mucho más a las granjas avícolas, también dirigidas a conseguir la mayor producción en el mínimo tiempo, y siento que ir a buscar en ellos el bosque sería como ir a contemplar el vuelo de las aves en la granja de gallinas hacinadas y encarceladas.
– Concedo en parte, aunque no sin señalar que anda usted entre poético y apasionado. Y permítame otra objeción; vayamos al caso de las repoblaciones de pinos, especies autóctonas casi todas las que se emplean y que, a pesar de ello, aparecen en el reparto como malas.
-Vayamos a ese caso, y digamos para empezar que aquí se requiere alguna mayor reserva pero no menor contundencia. El problema no está, como bien apunta, en la condición de especie autóctona; los pinos, además de esta condición, tienen otras que han favorecido su plantación: son frugales y resistentes, pueden crecer en lugares inhóspitos, donde ningún otro árbol podría hacerlo. Pero ni siempre se han plantado en esos lugares, ni mucho menos el modo de plantarlos ha sido el adecuado… ¡ah, las famosas terrazas demoledoras! Pero no quiero entrar en este punto, que es delicado, hiere susceptibilidades corporativas e incluso llega a ponerse en relación con democracias y dictaduras. Solo traeré a colación aquello tan conocido de que Dios perdona siempre, los hombres algunas veces y la naturaleza nunca; pues tampoco esta vez ha perdonado, y ahí tiene al fuego como verdugo, que para buen entendedor pocos incendios bastan.
-Es usted un romántico, Amador, le pierden sus nombres. Y fíjese que hasta en eso, en los nombres, puede encontrarse una argumentación a favor de las especies de las que abomina: ante nuestro modesto Pinus silvestris, con nombre específico de medio pelo, se alza majestuoso el ultramarino Pinus insignis, que por algo le llamaría así quien se lo puso; y eucalipto, con las cinco vocales, eufónico y de sugerente etimología, eucalyptós, bien cubierto…
– Bien cubierto el riñon de quienes los hacen plantar, diría yo. Y muy a propósito, usted, que tanto sabe de economía, ¿ha leído algo acerca de esos planes de la Comunidad Económica Europea que, dicen, van a fomentar y subvencionar plantaciones forestales?
-En efecto, en efecto, y ahí tiene otro argumento de consideración. Gente listísima la de la CEE, no me lo negará; lo mejor de cada país acampa en Bruselas para organizar nuestras vidas según sus sabias directivas, cosa sin duda confortante y que en estos duros tiempos llena de esperanza al más pesimista. Pues sí, como debería saber si se preocupase un poco más de problemas reales, la situación agrícola en Europa es grave: se producen demasiados alimentos y no se sabe qué hacer con los muchos excedentes. Enviarlos al Africa remota es muy complicado y puede dar lugar a desequilibrios irreparables en las balanzas comerciales y en la paridad del dólar, aparte de que los mandamases de esos países se quedan con los dineros y se los gastan en misiles y odaliscas, mitad y mitad. Entonces, resulta completamente lógico que esas tierras que hoy ocupa el cultivo agrícola supérfluo se dediquen a la repoblación forestal. Y que lo que se repueble, dé un rendimiento razonable y en un tiempo razonable; habrá que plantar necesariamente especies de crecimiento rápido, porque vaya usted a saber lo que quedará del Mercado Común al cabo del tiempo que se toma un roble para crecer; y no olvide además que son doce los Estados de la Comunidad, y habrá que escribir todos los papeles por dodecuplicado, más la copia numero trece para la sede central, y esto lleva muchísimo papel, del que somos tan lamentablemente deficitarios. Encontraremos así un destino inesperado y excelente para nuestras tierras.
-Lamento, Próspero amigo, no compartir esta visión que con tanto entusiasmo como inexactitud acaba de exponer. A mí me da el pálpito, se me viene a la cabeza, que no es oro todo lo que reluce en esas iniciativas, que desde luego no constituyen una política forestal como Dios manda y son simplemente un programa de retirada de tierras; o, mejor dicho, que sí, que todo lo que reluce en la falta de política forestal es oro, y a mí me gustaría saber sobre todo, quizá se trate de una malsana curiosidad, saber a qué arcas van a parar, porque me malicio que son unas pocas arcas y ya bien provistas. Apellidos por apellidos, aquí viene a cuento uno de los suyos, lo foráneo; dudo mucho que los Ecus con destino pretendidamente forestal vayan a quedarse tangiblemente in situ, y que el campo y los campesinos vayan a beneficiarse de ello. La cuestión, en suma, me huele a chamusquina (y tome esta afirmación como quiera, que a propósito la hago) y me siento como colonizado a distancia, con ofrecimientos de bisutería de vistosos colorines a cambio de la hermosa piel de nuestros montes. El asunto tiene alguna trascendencia, digo yo, y no estaría de más que antes de acometerlo se echasen esos números a los que son tan aficionados, y se supiera en román paladino a dónde van a parar los beneficios, que a lo mejor a eso son menos aficionados. Si las cuentas salen, pues adelante, pero también las cuentas nuestras, que las suyas ya sé que salen.
El sol se ocultaba ya, después de haber repartido generosamente su energía sin distinguir entre buenos y malos. Los robles, lo mismo que el mundo rural, habían crecido muy poquito ese día; los eucaliptos, como la gente de Bruselas y el sector bancario, mucho más.
Don Próspero cambió la conversación; tampoco a él le gustaban demasiado esos ejércitos de palitroques alineados, y no dejaba de pensar que su amigo, tan ingenuo, tenía poco remedio y mucha razón. De regreso, comentaron sosegadamente y con un punto de admiración la soltura con que el señor Anselmo, el barbero del pueblo, concejal del Ayuntamiento, había defendido en un pleno la necesidad de informatizar los servicios de la corporación, para seguir más de cerca la recaudación de impuestos municipales y poder así asumir, en profundidad y a nivel de directivas comunitarias, los arcanos mecanismos de control de la inflación.