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Miquel Siguan. Catedrático emérito de psicología de la Universidad de Barcelona y miembro del Colegio Libre de Eméritos y de la Academia Europea. Se dedicó a la investigación de las lenguas y fenómenos como el bilingüismo y plurilingüismo, alumbrando títulos como España plurilingüe, Educación y bilingüismo, La escuela y los emigrantes o La Europa de las lenguas. Sobre este último charló extensamente con el periodista Fernando Rodríguez Lafuente. Recuperamos aquella entrevista donde se tocaban temas que vuelven a ser sumamente actuales. Miquel Siguan falleció en Barcelona en mayo de 2010.


La publicación de La Europa de las lenguas (Alianza, 1996) del catedrático de Psicología Miquel Siguan constituye un nuevo aldabonazo a un viejo problema que reverdece en los territorios europeos: la relación entre lengua y nación. El análisis exhaustivo, riguroso y ameno del profesor Siguan, quien ya con España plurinlingüe (Alianza, 1992) había levantado la topografía de las lenguas y los usos lingüísticos nacionales, representa un deslumbrante y documentado recorrido, lleno de sorpresas, paradojas y dilemas. Porque si un hecho cabe destacar en él es el de haber conseguido, mediante la integración y descripción objetiva de los datos, el redescubrimiento para el lector de que el ser y devenir de Europa, y su construcción como entidad supranacional, se vertebrarán sobre esa realidad tangible que significa la diversidad de sus lenguas, el más valioso de sus patrimonios culturales. Sería un monumental error olvidarse de la pluralidad lingüística de la Europa que busca su plena integración. También en esta entrevista Miquel Siguan enumera, discute y analiza los múltiples, complejos y arduos asuntos que esa misma diversidad lingüística plantea a la Unión Europea, desde la fundamentación histórica, la unificación cultural o la mera burocracia de los organismos de la Unión, y lo hace con la mesura y la sensatez de quien ha profundizado, con largueza y sentido, en todos y cada uno de los asuntos.

Miquel Siguan: La Europa de las lenguas. Alianza, 2005 (esta edición)

Fernando R. LafuenteEntre la vorágine de las lenguas de Europa parece que se vislumbran dos de ellas con proyección internacional, más allá de la carcasa del viejo Continente: la inglesa y la española. Viene a cuento porque François Miterrand, en su última intervención como presidente de Francia ante el Parlamento de Estrasburgo, en febrero de 1995, afirmo que solo el inglés y el español se habían convertido en las dos lenguas de cultura, y lamentaba que el francés no tuviera ese número descomunal de los casi cuatrocientos millones de hablantes de español en todo el mundo.
Miquel Siguan— Tenía razón, es verdad lo que afirmó. Miterrand era un hombre lúcido y creo que, en esa ocasión como en otras, hablaba desde la Historia, así, con mayúscula. Lo cierto es que esa afirmación es muy dura para un francés, porque si hay algo que identificaba, que identifica a Francia como nación es su lengua. En mi libro explico varias razones que lo confirman y amplían. Además, no debe olvidarse que la lengua francesa ha sido la lengua internacional: hasta casi hace cuatro días era la lengua de la diplomacia; tradicionalmente, los Tratados de paz se redactaban en francés. En esa Europa políglota que describo quienes se consideraban cultos demostraban y presumían de su conocimiento y manejo de la lengua francesa.

F.R.L.— François Fejtõ, en su deslumbrante estudio Réquiem por un imperio difunto (1988) advierte cómo la destrucción del imperio austro-húngaro constituyó una de las desdichas que fragmentaron la Europa de la Ilustración. Tras el Tratado de Versalles, el asunto de la lengua ocupa el lugar principal en lo que en su propio libro denomina como «definición de las identidades colectivas».
M.S.— En efecto, el mapa que resultó del Congreso de Viena (1814) pretendería una suerte de regreso al orden tradicional; sin embargo, el Tratado de Versalles (1918) legitima un mapa mucho más fragmentado. Sin duda, la ascensión de las lenguas al primer plano es un hecho más complejo de lo que aparenta a simple vista, porque mientras resuelve problemas antiguos plantea otros nuevos. La desaparición del imperio austro-húngaro y la división del imperio turco tiene su contrapartida en la unión de entidades nacionales como Italia y Alemania, que poseen una entidad y una identidad común basadas en un hecho sustancial: la lengua. Aunque no tengan el carácter absoluto que cabría desprender, desde Herder, de la identidad lengua-cultura-nación y, por tanto, Estado. Sin embargo, esta identificación, que a veces se presenta como unívoca, presenta excepciones. Es el caso de Suiza, donde, aun cuando existen diferentes lenguas, arraiga un profundo sentido nacional. Y en sentido opuesto, uno se encuentra con territorios que tienen una misma lengua pero que no llegan a unificarse. Prusia y Austria no llegaron nunca a entenderse. No se olvide que cuando se intentó que se entendieran, ahí está el intento hitleriano, la cosa terminó, literalmente, como el rosario de la aurora. Hay múltiples ejemplos que subrayan esa complejidad. Otro caso es el de los flamencos y el de los holandeses y el neerlandés. Lo explico en mi libro. Mientras que durante un tiempo los flamencos destacaron sus diferencias dialectales respecto a los holandeses, ahora defienden, de manera denodada, la unidad de la lengua neerlandesa; de esta forma se confiere a la lengua neerlandesa el carácter y categoría de lengua internacional; es decir, de lengua oficial dentro de la Unión Europea. O sea, que existe una relación estrecha entre comunidad lingüística y comunidad política, pero esto no significa necesariamente conciencia de una unidad nacional. Los ejemplos que he citado lo muestran. También los países americanos de lengua española comparten una misma lengua y mantienen sin embargo unidades nacionales muy diferenciadas. O, por citar un ejemplo más cercano y de mayor actualidad: en Cataluña, en las Baleares y en Valencia se hablan variedades de una misma lengua. En los días de la transición, Joan Fuster, en un libro muy difundido, propuso que, ya que los valencianos comparten con Cataluña una misma lengua, debían compartir un proyecto nacional común. Una tesis que fue rechazada por muchos valencianos, que llevaron el rechazo hasta concluir que —como no nos consideramos catalanes— tampoco la lengua que hablamos debe ser la misma. Parece que sería más sensato reconocer que se trata de variantes de la misma lengua, pero que la comunidad de lengua e incluso la defensa de su unidad es perfectamente compatible con la autonomía y la independencia de las actuaciones políticas.

F.R.L.Suelen ser habituales las críticas a la renuncia de los medios de comunicación a cumplir la función de modelos de lengua correcta que un día, según afirma en su libro, se les atribuyó, para limitarse a reproducir y divulgar el lenguaje de la calle, contribuyendo así, de acuerdo con esas críticas, por demás académicas, a la descomposición de la lengua. De esta manera, los dialectos despiertan interés…
M.S.— Hablar de degradación lingüística puede entenderse de muchas maneras. Una muy frecuente consiste en lamentar la contaminación del vocabulario y de la sintaxis por el inglés, el «espanglish». Es una denuncia muy viva en la mayoría de las lenguas, sobre todo en Europa. Pero las lamentaciones por la degradación lingüística son también muy fuertes en Inglaterra, de manera que ésta no puede ser la principal razón. Las lamentaciones se refieren a la pérdida de prestigio de las normas del lenguaje culto —en primer lugar del lenguaje escrito— por los hábitos del lenguaje oral y aún de sus formas más vulgares. En esta evolución los medios de comunicación han desempeñado un gran papel. Los periódicos solo pueden utilizar el lenguaje escrito y, sobre todo antes, seguían modelos literarios de prosa; la radio, en cambio, se apoya solo en el lenguaje oral. Y la televisión no solo utiliza el lenguaje oral, sino que cada vez cede más la palabra al público y al lenguaje de la calle.

Y se puede añadir que son las lenguas que se sienten más amenazadas por la presencia de un vecino poderoso las que más celosas se manifiestan en la defensa de la pureza lingüística. Los esfuerzos por mantener la pureza del francés son mucho más fuertes en el Canadá francés, en Quebec, que en el propio París. Y en Cataluña, donde la presencia del castellano tiende continuamente a contaminar el catalán, las discusiones entre los puristas y los partidarios del catalán «light» siempre son de actualidad. De todos modos conviene no olvidar que lamentaciones por la degradación de la lengua se han dado siempre, en todos los tiempos y en todas las lenguas.

F.R.L.Señala, en las primeras páginas de su libro, que «el equilibrio entre la fidelidad y la convivencia es la única receta que se puede proponer para gestionar el plurilingüismo europeo».
M.S.— Claro, porque el marco general es el que es. Y yo me siento y considero europeo. Europa es plurilingüe. Tenga por seguro que nadie va a renunciar a su lengua. Admitirán, tal vez, limitaciones a su soberanía, pero no dejarán de tener, ahí está la historia para confirmarlo y recordarlo, una primera lengua propia. Ahora bien, es evidente que si tenemos que entendernos al construir Europa tendremos que conocer más lenguas que la propia. La única solución es intentar combinar la defensa de la lengua propia con el esfuerzo por conocer otras.

F.R.L.— No hay que ser Pitágoras para descubrir que Europa ha renunciado a construirse como un modelo único, y usted señala en su libro los intentos fracasados, en este sentido, de Napoleón y de Hitler. Se va, por tanto, hacia el respeto a la variedad y a la libertad. ¿Una Europa bilingüe o una Europa de mestizos ?
M.S.— Por supuesto, una Europa con europeos al menos bilingües. Aunque la palabra «bilingüe» puede entenderse de maneras muy distintas. Un bilingüe perfecto, alguien que aprendió dos lenguas al mismo tiempo, y que tiene ocasión de utilizar las dos en las mismas condiciones, prácticamente no existe. La mayoría de bilingües tienen una lengua principal, aunque pueden utilizar las dos en cualquier circunstancia. Y están luego los que no solo tienen una lengua principal, sino que la segunda o la tercera solo la utilizan en determinadas situaciones. En este caso las implicaciones culturales de la segunda lengua pueden ser mínimas. En Asia hay muchísimas personas, hombre de negocios por ejemplo, de diferentes países, que utilizan el inglés para relacionarse entre sí. Es un inglés sin implicaciones culturales, una especie de esperanto con el inconveniente, y lo digo sin ironía, de que el esperanto era más fácil de aprender.

Pero cuando me refiero a una Europa plurilingüe me refiero a algo más que a ese uso instrumental de otras lenguas: me refiero a una autentica «pluriculturalidad». Piense que en toda Europa no solo el número de europeos que viven fuera de sus fronteras es cada vez mayor, sino que es también cada vez mayor el número de matrimonios lingüísticamente mixtos. Que es también una manera de hacer Europa. Una Europa de mestizos culturales, si quiere llamarlos así.

F.R.L.El eje vertebrador de la conciencia europea se ha basado en los sucesivos renacimientos de dicha conciencia: el redescubrimiento de la cultura clásica, la memoria del Imperio romano —como recuerda Vd. en su libro—, ha estado presente en todos los intentos de construir una estructura política común: «Maestros y estudiantes se desplazan de una universidad a otra sin problemas porque en todas partes se usa la misma lengua. Y cuando con el Renacimiento el saber deja de ser sinónimo de saber eclesiástico el latín continúa siendo el lenguaje de la ciencia». ¿Cómo se explica la paulatina desaparición de las lenguas clásicas en los planes de estudio?
M.S.— En la medida en que tengo una formación humanística me apena que se pierda el conocimiento del latín y del griego. Pero me apena sobre todo que se pierda la noción de «cultura general», de la que el conocimiento del latín era solo uno de los elementos. Y lo peor es que no veo como va a cambiar la situación. Es engañarse creer que esto depende solo de la voluntad de un Ministro de Educación. Hace años, en las Facultades de Letras todos los alumnos compartían dos años de estudios comunes, y ahí estaba el latín, antes de optar entre tres o cuatro especialidades. Actualmente no solo la especialización es mucho más fuerte, pues hay docenas de especialidades en cada Facultad, sino que aquella empieza ya al comienzo de la carrera y los estudios comunes han desaparecido. Esta evolución la impulsaron los alumnos, pero la impulsaron sobre todo los profesores, preocupados exclusivamente por su propia especialidad. Y es «la barbarie del especialista», que decía Ortega, la que se ha comido la cultura general y con ella el conocimiento del latín.

F.R.L.Pero lo cierto es que en el proceso que ha llevado a la formación de las lenguas como conjunto de significados y de normas comúnmente aceptados intervienen factores diversos. Entre otros, la creación de lenguas literarias. Señala en su libro el caso paradigmático de Italia. La lengua de la Italia unificada será, así lo afirma, la lengua de Manzoni, «literato y patriota y defensor de la tradición toscana». Y Lutero, la Biblia en alemán…
M.S.— Claro, en todos los países protestantes la traducción de la Biblia y la recomendación de su lectura ha jugado un papel determinante. El alemán culto es el de Lutero y el inglés depende de la traducción bíblica del Rey Jaime; otro ejemplo será Dinamarca, donde lo único que se leía era la Biblia. En el proceso de fijación y consolidación de toda lengua han intervenido diferentes factores, y en mi libro he destacado el papel que han jugado las obras literarias y los textos religiosos. Y hay un momento en el que este proceso se hace consciente y reflexivo: cuando se intentan fijar las normas de la lengua, sintaxis, vocabulario, ortografía. Es lo que hace Nebrija con el castellano, un ejemplo que pronto tuvo imitadores en otras lenguas.

F.R.L. El proceso de institucionalización tiene una fecha culminante: 1807, con la publicación de los Discursos a la Nación alemana de Fichte, como reacción frente a la invasión napoleónica. Lo cierto es que Fichte no se dirige a un Estado determinado sino, como advierte en su libro, «a lo que él llama nación alemana (…) todos los ciudadanos que tienen el alemán como lengua y que constituyen una comunidad no sólo lingüística sino cultural».
M.S.— Antes, esa formulación se encuentra en Herder. En él, la Historia universal es vista como el grandioso despliegue de los pueblos a lo largo del tiempo, cada uno con su cultura propia manifestada a través de su espíritu colectivo. Y entre las manifestaciones de ese espíritu nacional la lengua ocupa un lugar preferente. Con Humboldt, la relación entre lengua, cultura y nacionalidad se convierte en un lugar común que atraviesa todo el siglo xix. Pero las implicaciones políticas de una misma lengua adquieren diversas formas. Por ejemplo, en los países vecinos de Alemania se hablan dialectos alemanes. En la Suiza de lengua alemana eso produce una dualidad: se usa el dialecto suizo alemán en la vida cotidiana y el alemán correcto en la escuela y en las ocasiones formales, y por supuesto al escribir. Aunque esta clara división de funciones empieza a peligrar por la influencia de la TV, que aumenta la presencia del dialecto. En Alsacia, en territorio francés, también se habla un dialecto alemán, el alsaciano, pero la lengua oficial es el francés y el alsaciano ocupa un lugar secundario y marginal. Y en el vecino Luxemburgo también se habla un dialecto alemán, el luxemburgués, aunque Luxemburgo no tiene más de 300.000 habitantes. En Luxemburgo las lenguas cultas son el francés y el alemán, pero desde que Luxemburgo se ha convertido en un emporio financiero sus autoridades han decidido hacer del luxemburgués la lengua nacional y oficial. O sea, que una misma situación de fondo puede llevar a realizaciones políticas muy diversas.

F.R.L. Por tanto, tal y cómo lo plantea, se concluye que, aun cuando se acepte que la lengua es un elemento característico de una comunidad nacional, se hace obligado distinguir, más allá del enunciado de fronteras políticas de los Estados nacionales, el hecho de una cierta coexistencia de lenguas en un territorio nacional. ¿Cómo se arbitran las fórmulas políticas que permiten esa coexistencia, clave de las lenguas de Europa ?
M.S.— En mi libro, lo que he tratado de demostrar es que es necesario formular una Europa de la tolerancia, de la tolerancia de hecho. En este momento, en Francia no se persigue a las lenguas minoritarias; en Gran Bretaña, el galés, por ejemplo, está protegido por la ley, y el caso de España es ejemplar. En este asunto, mi libro pretende ser lo más sensato posible. No tiene sentido aplicar fórmulas únicas. Las lenguas tienen unas implicaciones políticas en la medida en que los ciudadanos forman una comunidad y reclaman unos derechos. Un sistema democrático tiene la obligación de satisfacer esas aspiraciones. Hasta este momento, en el caso de Italia, por ejemplo, no se han planteado cuestiones políticas a causa de las diferencias lingüísticas, y tal vez sería exagerado decir que debieran imitar lo que se hace en España. Pero lo cierto es que muchas lenguas minoritarias en Europa reciben menos atención de la que merecen. Francia, por ejemplo, no pondría en peligro la unidad de su lengua si admitiera al bretón y al alsaciano en las escuelas. En todo caso, la esencia de esta discusión, heredada del romanticismo, que identifica lengua y cultura, si se toma al pie de la letra, significa que cada vez que desaparece una lengua, desaparece una cultura. Todo mi esfuerzo se centra en administrar las suficientes dosis de mesura en un debate a veces exagerado. Hay, claro está, alguna correspondencia entre lengua y cultura, pero este hecho no debe tomarse de manera absoluta, pues en este caso, la traducción, sin ir más lejos, sería imposible. Sin embargo, la traducción, más o menos, es posible. Un mensaje se puede pasar de una lengua a otra.

F.R.L.— ¿Se refiere a la controversia y al pretendido equilibrio entre peculiaridades lingüísticas y peculiaridades culturales?
M.S.— En efecto, pero con cuidado. Antes de ese equilibrio hay que hacer muchas reservas. No toda cultura es verbal. Un ciudadano francés que recorra Alemania, y no sepa nada de alemán, hay muchas cosas que entiende: una catedral, una autopista… todo le es familiar, son hechos culturales comunes. Y se pueden expresar verbalmente. Tenga en cuenta que la mayor parte de las afirmaciones sobre la relación entre la lengua y el carácter nacional (que si el idioma alemán es duro y lógico o que si el francés es elegante o el italiano lírico) son puras metáforas más o menos afortunadas. La traducción —decía antes— siempre es posible, aunque nunca es fácil. Aunque, por otra parte, existen diferencias: no es lo mismo traducir un libro de geología o de matemáticas que traducir las poesías de Rilke o de San Juan de la Cruz. No se olvide que la lengua la construye, la hacen, en su sentido más noble, los poetas, como expresión, manifestación sofisticada de esa lengua, en cuanto a recursos y posibilidades expresivas. Porque aunque todas las lenguas sirvan para cumplir las necesidades de comunicación, no todas han alcanzado el mismo tipo y modelo de desarrollo, no solo en su vocabulario.

F.R.L.En ese vaivén de peculiaridades ¿qué papel o función ha desempeñado la Escuela como instrumento vertebrador?
M.S.— Tradicionalmente el sistema educativo español se ha inspirado en el francés. Y la escuela en Francia, en el aspecto de la lengua, ha tenido dos funciones principales. En primer lugar, en el momento de la Revolución francesa parece que los franceses que tenían el francés como lengua materna o familiar no llegaban a la mitad. La primera función de la escuela ha sido unificar lingüísticamente el país, lo que se procuró de una manera sistemática y muy eficaz. En este sentido, España intentó imitar a Francia, pero sin conseguirlo. Y al mismo tiempo, la escuela francesa ha hecho siempre un gran esfuerzo no solo para que sus alumnos utilizasen el francés, sino para que lo hiciesen con un gran nivel de calidad. No creo que sea exagerado decir que la escuela francesa y sobre todo el bachillerato francés representaba en toda Europa la mejor pedagogía, tanto de la lengua oral como, sobre todo, de la lengua escrita. Aquí el contraste con España es todavía más fuerte. Mientras los bachilleres franceses, a base de un ejercicio continuo, aprendían a redactar como los propios ángeles, un chico español podía terminar el bachillerato sin haber redactado una página o sin que su profesor se la hubiese corregido y comentado a fondo.

F.R.L.A diferencia de Francia, tal y cómo afirma en su libro, lo cierto es que en el caso de Cataluña, Baleares y Valencia, nunca se dejó de hablar su lengua.
M.S.— Viene de antiguo. En Cataluña la presencia del catalán en el siglo XVIII, a través de la enseñanza religiosa, o los Ayuntamientos, es más importante que el uso de otras lenguas que en Francia, donde, bueno es recordarlo, no era verdad que hubiera enseñanza del bretón ni del occitano. Hay Tratados de enseñanza de catalán ya en el siglo XVIII. En todo caso, la comparación de ambos Estados, el francés y el español, presenta variantes históricas significativas. Todos los nacionalismos buscan su referente en la Edad Media, lo cual es exagerado. En España hay un proyecto unitario que representan los Reyes Católicos y que toma, casi de manera inmediata, una forma imperial, tanto por su dimensión americana como por lo que representa el emperador Carlos, y es ahí donde se producen los dos modelos diferenciados. El francés busca un Estado fuerte y el planteamiento de Carlos I y de Felipe II es mantener una Europa unida en la Cristiandad, una unidad de talante y formación religiosa. Por el contrario, Luis XVI no solo quiere hacer un Estado fuerte, sino que no duda en aliarse con los turcos, si ello es bueno para Francia. Hasta aquí uno puede decidir cuál de los dos modelos le parece más simpático; lo cierto es que el de España acabó fracasando. Y la modernidad se hizo mediante la construcción de Estados fuertes. En el siglo XVIII España se intenta apuntar al modelo de la modernidad —que es Francia— y se pretende la unificación lingüística. Uno tiene la impresión de que se llega tarde y la pretensión de imitar el modelo francés se resquebraja. Después vendrá el vaivén que caracteriza los primeros años del siglo XIX entre afrancesados, integristas y liberales. Es en este siglo cuando se produce el gran atraso de España, cuando los Estados nacionales construyen una Administración pública eficaz y España se desangra en una sucesión de guerras civiles y no logra articular —ante la paulatina e inapelable pérdida del Imperio— una política a la altura de sus necesidades. Y así llega el 98. De manera simultánea a todo ello, se formulan los nacionalismos periféricos. De esta forma, todos ellos, el propio Prat de la Riba, Risco, Arana, Menéndez Pidal —en su formulación castellana— tienen exactamente la misma idea de lo que es una nación. Son proyectos nacionales mutuamente incompatibles. Se formulan desconociéndose entre sí. Para el nacionalismo español, los periféricos son el resultado de que España está en un mal momento, pero que desaparecerán cuando retome el pulso. Y para los periféricos España está en liquidación. Lo curioso es que han pasado cien años desde entonces, nadie se ha llevado el gato al agua y a veces uno encuentra planteamientos parecidos. Pero ha pasado un siglo y la actual Constitución integra, intenta casar, las dos formulaciones de España como nación de naciones. Haría falta reflexionar y profundizar en esa imagen de España que consagra la Constitución, que estamos construyendo —en una suerte de pragmatismo británico— desde 1978 porque, sin duda, constituirá, o al menos podría constituir, un modelo para lo que pueda ocurrir en Europa, con ese necesario respeto a las diferencias.

F.R.L.Desde la perspectiva de la internacionalización de las lenguas a España le queda mucho camino por recorrer…
M.S.— Otra vez fue Francia la que primero sintió la preocupación por fomentar la enseñanza de su lengua más allá de sus fronteras. Fíjese que es en el año 1883 cuando se funda la Alianza Francesa para enseñar francés en el extranjero…

F.R.L.Resulta patético, por no ir más allá en la definición, que en España un organismo semejante, el Instituto Cervantes, se creara cien años después…
M.S.— Aún más, porque pronto la red de la Alianza se extiende por todo el mundo. Y hay que recordar un hecho que podría resultar paradójico, pero que subraya esa vocación francesa de vertebración lingüística y proyección, como es el caso de que el mismo gobierno francés que en la metrópoli, en nombre de la laicidad, prohibía y restringía la enseñanza a las órdenes religiosas, protegía, por el contrario, a esas mismas órdenes cuando contribuían a difundir la enseñanza del francés en el extranjero. Ahora, por la amenaza del inglés, esa presencia exterior se ha reforzado, ante la sensación, de ahí su primera pregunta referente a Miterrand, de que el francés como lengua internacional perdía posiciones. Sin duda que España necesita potenciar más la proyección internacional del español: le interesa desde aspectos no sólo culturales, sino económicos. Pero se empezó tarde, con un Instituto dependiendo de tres Ministerios, en fin… ojalá cambie. De todos modos, hay que tener en cuenta que el boom de la enseñanza del español, sobre todo en Asia, donde es más fuerte, no depende tanto de lo que haga España como del interés que despierta allí la América Hispana.

F.R.L.Uno de los factores de la integración de cuantos inmigrantes llegan a las ciudades europeas es, sin duda, la adquisición de la lengua propia de cada lugar…
M.S.— Esto en la Europa de 1996 constituye un problema grave porque los inmigrantes se están convirtiendo en un problema para la enseñanza: París, Lyon, Múnich, Londres, Manchester…Además, el hecho en Inglaterra presenta unos factores especiales, por el contenido específico de los ciudadanos pertenecientes a la Commonwealth (Antillas, Oriente, África) mientras que en Francia el principal aluvión es de origen musulmán. Europa no sabe qué hacer. No hay manera de pararlo. Aparecen comunidades paralelas. El corolario para España es claro, porque España ha pasado de ser un país con buen número de emigrantes a ser un país receptor de inmigrantes; los desequilibrios son grandes e, insisto, no hay manera de pararlo. Es verdad que, en elogio de España, la Escuela pública acepta a cualquier niño inmigrante con independencia de su situación legal y no se produce discriminación, ni por la parte del profesorado ni por la de los alumnos, pero lo cierto es que cuando en una escuela empieza a haber muchos inmigrantes, sea en Madrid o en Barcelona, los padres españoles empiezan a no enviar a sus hijos. He ahí el desequilibrio y el problema.

F.R.L.En su libro cita el caso paradigmático de Londres, donde hay escuelas en los suburbios en las que, entre 500 alumnos, se pueden contabilizar hasta veinte o veinticinco lenguas distintas…
M.S.— …con los conflictos culturales que eso conlleva. Sin embargo, desde la perspectiva europea, para el futuro de la inmigración será determinante, desde el punto de vista político y cultural, la inmigración que llegue del Magreb, porque están a nuestro lado y porque es la única situación sobre la que se puede tener alguna influencia y algún control. Sin duda, es necesario aumentar la tolerancia y mantener una buena vecindad con esos países. Estamos en la Unión Europea y el futuro de España se juega en el futuro de la Unión Europea. Debe contemplarse, con suma atención, el desplazamiento de los ejes de influencia y de emergencia económica del Pacífico; porque si los europeos no somos capaces de lograr unos ciertos niveles de coherencia y cohesión pasaremos a ocupar un lugar insignificante. Pero además, España está en la frontera entre el mundo rico y el pobre. Con una Europa desunida y con la presión creciente de las naciones del Sur, nos quedamos a la intemperie.

F.R.L.Al hilo de la integración europea, y junto al problema sin resolver de la inmigración, surge el dilema de cuál debe ser la actitud respecto al predominio del inglés como auténtica lingua franca de Europa.
M.S.— Bueno, los europeos de hoy nos vemos abocados, y así lo señalo en mi libro, a una situación difícil, compleja. Es cierto que el inglés ya es, o se está convirtiendo, en la lengua de la comunicación internacional, y es inútil cualquier intento de obviarlo, pero, al mismo tiempo, los europeos se niegan a admitir que el inglés sea el vehículo de sus comunicaciones mutuas. Creo que el dilema tiene una solución, y es negar que el papel de lengua de comunicación se pueda atribuir a una sola lengua. Aprender y utilizar el inglés: de acuerdo. Pero aprender y utilizar también, como subrayo en el libro, otras lenguas.

F.R.L.— En todo caso, hoy, como advierte en La Europa de las lenguas, el uso en la Unión Europea de todas las lenguas oficiales hace inviable la necesaria flexibilidad y agilidad de las reuniones. Plantea en su libro que hace falta una solución consensuada entre los países miembros para reducir tal número de lenguas. Difícil dilema…
M.S.— No es un problema fácil de resolver. La Unión Europea se ha construido sobre la base de que todas las lenguas son, o serán, oficiales. Pero esto, hoy, a poco que se conozcan los mecanismos de funcionamiento, es inviable. El sistema de traducción e interpretación a tantas lenguas es caro y poco útil: piense que, a medida que se vayan incorporando otros países, otras lenguas, esa situación no podrá mantenerse indefinidamente. Tarde o temprano será necesario limitar el número de las lenguas de trabajo de la Unión. Además, este hecho se está convirtiendo en una comedia. Mire, los documentos se conocen primero en inglés y en francés, y en griego, por ejemplo, un mes después. Al señor que le interesa un asunto concreto (pesca, alimentación, automóviles), ya lo ha leído primero en inglés o francés. Cuando llega el documento en griego ni abre el sobre. Esta es la situación: una masa de traducciones que no llegan a ninguna parte y se olvidan o almacenan. Tampoco se hace, debido al número de lenguas, una traducción del neerlandés al griego; es decir de todas las lenguas a todas las lenguas, se traduce sólo a dos lenguas y de ellas al resto. Hay que pensar que un tercio de los gastos se dedica a la traducción. Es disparatado. Cada vez que se incorpora un nuevo país con su lengua el proceso se multiplica. Creo que se ha llegado al límite, pero nadie tiene ni la capacidad ni el coraje de afrontarlo. Esto es absurdo, porque no hay ninguna organización internacional que proceda de este modo. La ONU, por ejemplo, tiene cinco lenguas oficiales, la OCDE, dos, el Consejo de Europa, dos… Al menos debieran quedarse en tres, cuatro, a lo sumo, cinco: menos de tres es imposible y más de cinco, absurdo. Qué duda cabe de que todas las resoluciones que tienen una aplicación jurídica deben ser traducidas a todas las lenguas, así sucede en el Consejo de Europa para que todas las lenguas estatales tengan alguna presencia; y que, además, debe obrarse con una gran flexibilidad para utilizar otras lenguas en la medida en que se considere útil hacerlo.

F.R.L.— Hacia el final escribe: «si no logramos superar los nacionalismos como última justificación de los Estados europeos tarde o temprano convertiremos a Europa en una Yugoslavia a gran escala».
M.S.— Es que el libro está escrito en y desde la perspectiva de Europa. Entiendo que en la construcción de Europa nos jugamos el futuro. Soy consciente de las dificultades y sé, perfectamente, que mientras se discutía el Tratado de Maastricht se comprobó que había un buen número de europeos reacios a cualquier pérdida de soberanía nacional, por mínima que ésta pudiera resultar, volvían a salir los enfrentamientos entre los intereses nacionales y los intereses europeos. Creo que esta actitud es un error. Ahora bien, todavía me parece mayor error, como se llegó a afirmar, que todo esto de la Unión Europea, la firma del Tratado y demás era una cuestión de marketing. Creo que la formación de los ciudadanos europeos empieza, y se fundamenta, en la educación que esos ciudadanos reciben, o recibirán y encuentro insuficiente y contradictorio que por un lado pretendamos construir Europa y, por otro, los sistemas educativos estén montados con objetivos estrictamente nacionales. Porque sólo estaremos construyendo Europa cuando los sistemas educativos estén al servicio de la formación de ciudadanos europeos, o sea cuando en cada país la historia nacional se explique en función, o como una parte, de la historia de Europa. •