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A ningún seguidor de la pintura contemporánea que lo sea por una general afición a la pintura, sea la del presente o la del pasado, le faltarán amigos para los que esas rayas que ocupan una tela vacía o ese montón de cachivaches dispuesto en inextricable desorden sobre el suelo serán siempre motivo para una buena chanza. Algunos endulzarán su sarcasmo con un compasivo y final «pero yo no entiendo». Sin embargo, cuando se trata de alguien para nosotros admirable en su cultivo de las letras, en su cultura abarcadora de la historia y la filosofía, del cine y de las artes, y nos dice que el arte contemporáneo es hoy «cosa importante y muy de lujo, como para señoras ricas», merece que nos lo pensemos. Y más que eso, pues que no se trata de una manifestación de la endémica impenetrabilidad que en España, y por lo común, tiene la pintura para los escritores, y viceversa, merece que defendamos las razones de alguien que voluntariamente ha rechazado convertirse en público del arte de sus contemporáneos. Veremos que su actitud está más cerca de la fidelidad que de la traición, si en las siguientes páginas consigo explicarme.

Me propongo indagar en las razones que hacen al arte contemporáneo (veremos también que un arte, como la pintura, y el arte quizá no puedan ya ser objeto de una misma alusión en muchos aspectos) vulnerable a un rechazo humorístico que, antes que nada, no dirige ya sus dardos a la pérdida de la referencialidad figurativa (nostalgia que, por otra parte, ha dejado de ser propia de abuelas y de poetas tardomodernistas para exigir hoy algo más que su consideración como mera nostalgia), ni a la pérdida de la inmediatez en la experiencia del enigma artístico, ni a la incapacidad de las prácticas reincidentemente vanguardistas para cumplir la encomienda de la expresión artística en la tradición occidental, esto es, aumentar la libertad, celebrar el mundo y combatir a la muerte, sino que arremete por medio de un chiste certero a lo que parece más irritante para los que no se sienten afiliados al club de los iniciados: a la importancia social de la que, pese a todo, goza el concepto de «arte de Vanguardia» (ya sabemos a qué nos referimos) y su validación institucional, es decir – y en definitiva-, a su prestigio.

No creo que nos obliguen a ningún análisis esmerado otro tipo de rechazos, por ejemplo el de escritores, arquitectos o dramaturgos que ganan fama de intelectuales a contracorriente por propugnar vagamente la vuelta a un orden sensato que consiste en no haber entendido nada del trayecto que va de Cimabue a Peter Angermann. En esto también influye algo más patético: si nada lo remedia, pronto veremos la adscripción de marbetes ideológicos a cada una de las tendencias artísticas del bazar contemporáneo, al modo en que el absurdo, la ignorancia y los intereses ya dicen hoy que la figuración y el surrealismo son de derechas y las prácticas neoconceptuales mezcladas con cierta abstracción pueden seguir siendo progresistas. Pero en el nudo del prestigio se entrelazan algunos cordeles que bien pudieran formar la trama sobre la que se teje nuestro panorama artístico.

Perversión e ilegitimidad

En primer lugar, el ataque a lo que hoy entendemos como arte de Vanguardia en su acepción de perpetuación de una dinámica de la práctica artística basada en la novedad permanente y en el peritaje teórico que promueven su prestigio oficial, se dirige fundamentalmente a su ilegitimidad. Y en segundo lugar, más allá de la simulación y la superficialidad con las que se enfrentan sin salida los técnicos de la postmodernidad filosófica, la instalación de la retórica vanguardista en la práctica y en la teoría es digna de denuncia por algo menos inocente: su perversión. Atengámonos a la primera acusación y comprobaremos cómo, en efecto, el tan cacareado descrédito de las Vanguardias ha supuesto el inexplicable repudio de la Vanguardia histórica (tan inexplicable como lo sería el del manierismo o del rococó, igualmente históricos) mientras la dinámica de la creación y de la interpretación sigue contando con la aureola vanguardista para perpetuar su hegemonía. Los agentes que intervienen en el actual circuito de legitimación artística -el crítico teórico, el museo, el público y el artista- se aferran al buen nombre de lo que llaman «experiencia moderna» y sólo a regañadientes tolerarán, por ejemplo, que determinados puntos oscuros de la excluyente modernidad, como Balthus, como Vallotton, como Sironi, como Xavier Valls, sean incluidos en el canon significando algo más que revisiones o contrapuntos. La ilegitimidad consiste en valorar con arreglo a un canon de prescripciones teóricas obras que no están llamadas a ser puntos o contrapuntos del canon sino actualizaciones en la continuidad de una práctica que no precisan su colocación en la linealidad teorecista. Que el primer Mondrian sea colocado en el mismo museo que aloja al Mondrian del cánon es una exigencia de la calidad y de la historia (criterios, es bien sabido, con los que no trabaja la «conciencia moderna», pero si planteamos la disolución de la modernidad nos debemos plantear también sus criterios de validación) y no la pertinencia de la muestra de un reverso sospechoso de lo que se sigue tomando como «lo propio de nuestro tiempo». Hasta hace bien poco, la ruptura nominalista que a finales del siglo pasado se dice que fundó la modernidad exhibía triunfante una línea genealógica para la pintura tan indiscutible y cerrada como la correspondiente a la modernidad literaria negativista trazada a lo largo de las estaciones Baudelaire-Flaubert- Proust-Joyce-Beckett. Como en aquel caso, la velocidad que conducía a los apeaderos no dejaba ver el paisaje circundante. Constatemos, pues, que la incorporación actual de algunos «flecos» al museo de lo moderno -así se toma a Lucien Freud, a Chirico, a Hopper- resulta de la neutralidad bajo la que el nihilismo, o el desconstruccionismo o el estructuralismo – o lo que sea-, leen los significados artísticos que tengan referencia exterior, y no de la toma en consideración real de la verdadera puesta en duda que artistas como esos suponen frente al dogma de la modernidad, que no es otro que la abrogación de la referencialidad del lenguaje. Por lo demás, la teoría, que nos pudo dar razón de Kosuth en 1969, se empecina en darnos la misma razón de cualquier instalación de televisores sobre grava en 1996. Pues bien, esto es ilegítimo. Por decirlo de otro modo, cada vez que un profesor de Estética necesita como apelación para el disparate de su filosofía mítica traer a colación la Carta a Lord Chandos de Hugo von Hoffmannstal, para explicar unos bloques de cemento en la planta segunda del museo, falsea el único comentario a dicha propuesta: su incongruencia conceptual (lo roto no puede ser roto dos veces) y su papel de subordinación a una teoría que, en el peor de los casos, no precisa -para crecer en su inflación- del acompañamiento de tal o cual realización práctica. Si el teórico precisa de Walter Benjamín para glosar a Morandi es que, persuadido de la infalibilidad de su red conceptual, ignora la emergencia significativa que despliega la referencialidad de la pintura y el roce emotivo de la actualización de la práctica del pintor, los dos pilares por los que para nosotros la pintura es pintura. En cualquier caso, sabemos también que el rechazo de la referencia y de lo corporalsensible dista mucho ya de ser inocente y neutral. Veamos la intervención de los agentes del mecanismo moderno en el circuito de legitimación artística.

El legitimador ilegítimo

Rafael Argullol, en un artículo titulado «El arte después del arte» (Tensiones del arte y la cultura del fin de siglo, Arteleku, 1993) sellaba certeramente el certificado de nacimiento de la modernidad en la trasposición del subjetivismo desde la experiencia estética a la práctica artística. Lo malo es que los teóricos continúan diciendo estas cosas no como proposiciones asertivas propias de la rama añadida a la filosofía a través de la Cognitio aesthetica del padre Baumgarten, sino como auténticos enunciados desiderativos. Es cierto que de Baudelaire a Duchamp se registra un proceso en el cual el «hágalo usted mismo» aparece como la conclusión artística del subjetivismo estético que tras Kant y Hegel rompe el equilibrio de los puentes entre interioridad y exterioridad, entre mundo y lenguaje, pacientemente construidos por la tradición aristotélico-tomista. También es verdad que dicho proceso haría del artista un creador sin sujección a juicios basados en la destreza de una ejecución de leyes; de la obra de arte una reflexión sobre el arte; y de la novedad el supremo valor estético en consonancia con un concepto progresivo de creatividad que sustituía a la antigua belleza. El reinado de la teoría llegó a ser absoluto. Pero – y esta es la cuestión que se pregunta por la continuidad del sistema-, cuando las predicciones y prescripciones de la especulación teórica han llegado a una autonomía disciplinar que ya no precisa de la confirmación por los hechos artísticos; cuando el comentario crítico sigue manifestando su prioridad temporal con respecto al hecho de la pintura (siempre incómoda), aunque bien pudiera progresar en su inflación desde el centro de una sala con paredes vacías; cuando el cero de la afasia referencial y significativa ya fue hace tres décadas la conclusión del programa subjetivista, tras el que continuó la práctica de la pintura como quien resucita una vez más después de purgar culpas en una catarsis, ¿cuál es la legitimidad del legitimador?

Por aquellas fechas, Harold Rosenberg detectaba: «El público recibe la obra bajo la forma de las ideas a las que se la tradujo…». Y ciertamente es esa mediación teórica la que percibe el entendido actual en arte de Vanguardia como receptor de un significado que ya no está en la obra. Esa crítica, en consonancia con su procedencia romántico-lingüística, no es ya concebida como cauce de la opinión pública, a cuyo socaire nace su acepción moderna, sino como la instancia llamada a completar en el plano del espíritu lo que es incapaz de contener la materialidad de la obra, tal y como proponía su fundador, A.W. Schlegel.

Pero hoy el nudo está algo más enredado. La especulación crítica no se resigna a perder el predominio que le concedió la estética romántica y el triunfo de la Vanguardia, pese a que la oficialidad institucional de la propia Vanguardia contradiga sus mismas premisas, como son la diferencia, la novedad y la destrucción con respecto a un contrario que se estima construido, inmóvil y canónico. Así se abría, según apuntaba Tatarkiewicz, una dinámica que convertiría la diferencia en programa y la crisis permanente en ley. Se me preguntará, por lo demás, si hay otra crítica diferente de la que procede de la especulación filosófica, y no sin lamento deberemos dejar constancia de que al menos hoy y en España el comentario propio del seguidor de la pintura está, salvo en lo que respecta a media docena de ilustres excepciones, en manos de un periodismo indocumentado que podría hablar igual de medicina o de psicología funcional, y al que los diarios encargan el relleno de unas páginas residuales. Conociendo la irresponsabilidad periodística, la suprema instancia validadora en que se constituye el mu seo confía su dirección a los expertos en la teoría estética que, a buen seguro, garantizarán su papel progresista en una sociedad moderna y progresista, consecuente con la a-rreferencialidad y la a-significación de la obra de arte a que obligan la diversidad y la multiplicidad expresivas en que se exhibe la tolerancia democrática. Los pintores que pinten ocuparán un lugar marginal en el panorama, aunque la neutralidad interpretativa reconocerá su existencia secundaria. Muchos de ellos dejarán de pintar atraídos por los debates y los laureles académicos, sabedores de que así llegarán a formar parte del museo de novedades por el sólo mérito de replegarse al discurso crítico previo y al que servirán como expectativa práctica. ¿Cuántos pintores lo han hecho para corresponder las exigencias del postconceptualismo?  Es aquí donde quiero situar una posible separación entre el discurso moderno del arte y el discurso o el curso de la pintura, entendida como disciplina interpretativa cuyo receptor idóneo es el aficionado, aquel que lo es por vicio o por placer. No sé, por tanto, si a la pintura beneficia el hecho de que siga incluida en el canon de las bellas artes fundado por Batteaux, sobre el que se ceban los análisis y requerimientos de la lingüística filosófica, o si es mejor que resulte excluida de tan serio, importante y lujoso concepto como en su día lo fueron la «balneología» o el bordado con sedas. Decía Benjamín -al que prometo no citar más veces- que cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian la actitud crítica y la fruitiva. Ocurre, sin embargo, que Benjamín, en connivencia con la aplastante lógica de la modernidad progresiva, sigue doliéndose por el fracaso de la pintura para convertirse en objeto de recepción masivo, como lo ha conseguido ser el cine (contemplado, eso sí, bajo la sorda degradación de lo convencional como opuesto a lo socialmente importante) y -en una verdadera metedura de pata de banco- sólo atiende a la reproducción de la imagen por mecanismos técnicos, para lamentar finalmente la desaparición a manos de la ciencia del enigma de la obra. Si para Benjamín el público no fuera una masa, y si en realidad lo que le preocupara no fuera la adecuación de las prácticas artísticas con la sintonía de la progresión científica, estaría más cerca de entender la mirada del aficionado a la pintura que se acerca a la obra con la confianza de encontrar una cordialidad emotiva y significante. No hay pintura que pueda ser contemplada sin confianza en la pintura y no hay pintura que pueda ser pintada sin la confianza en salvar la realidad, algo ciertamente difícil para la lingüisticidad negativista. Al aficionado, por otra parte, le trae al pairo que el objeto en el que ve la continua actualización práctica de su fascinación sea clasificado por la taxonomía como primario o cuaternario.

De modo que el circuito se va cerrando: el teórico prescribe y predice (aunque ya hemos dicho que la autonomía desquiciada de su discurso es tal que no necesita de los hechos a los que, como es obvio, no responde y sobre los que no tiene nada que decir); el museo legaliza los resultados del criterio de novedad; el Estado celebra la neutralidad tolerante, correlato de la expresión en una democracia política; el artista sirve a las expectativas de la teoría, de la que espera su nombramiento como creador libérrimo; ¿y el público? El público pasea por las ferias en su papel de masa o forma interminables colas ante los museos, atónito y feliz de ver la «realización de la idea del futuro» (Simón Marchán) ante la exposición de la creatividad culta e importante de la que se siente destinatario. «Todo público es ya un público de intelectuales», decía Rosenberg, cuando en realidad se estaba refiriendo a la «política de la Vanguardia profesional» replanteada como técnica de «los núcleos teóricos de las profesiones contemporáneas para alcanzar el poder».

La desnudez del aficionado y el falso discurso

El aficionado, mientras tanto, persiste en la búsqueda del roce físico y emotivo de un modo de expresión humana con posibilidad permanente de actualización, un modo de expresión que es capaz de «decir el mundo», y en la fidelidad a la memoria de un día, probablemente infantil, en que la pintura le propuso un encuentro y una conversación amistosa con la otredad del significado del lenguaje a través de un puente con la realidad. Al aficionado importa poco el lugar que ocupe el objeto de su afición en la red conceptual de la teoría, si ocupa alguno, pero le irrita la impunidad de un discurso heredado y falso que disocia la crítica y el placer y no deja de manifestar una perversión, con la que concluiremos.

Decía Etienne Gilson que «la democracia ni incluye ni excluye el arte» a la vez que «el peligro de la inflación teórica (que ya no es un peligro) es un ejemplo de la creciente agresividad de las disciplinas del lenguaje». Parece una contradicción, pero es así: el proceso seguido por el subjetivismo moderno (de un análisis de la experiencia estética a un dictado de la práctica artística) y por la crítica nihilista y nominalista a cualquier significado o referencialidad del lenguaje como puente con el mundo (como puente entre «las palabras y las cosas», que diría Foucault) se erige en garante de la tolerancia a que da lugar la creatividad individualista. Al mismo tiempo, el no-valor, la no-referencialidad o la neutralidad con respecto a los significados son tomados como dogmas de la experiencia moderna en una toma de consideración que convierte una negación en el único valor positivo, y que conviene paradójicamente a contenidos de apabullante y densa procedencia ideológica. La novedad creativa -decía Tatarkiewicz, fiémonos de un historiador, aunque coincida en esto con Baudrillard- se constituyó en criterio de selección de obras de arte, de las que ya tenemos una cantidad excesiva, pero no hay en ello neutralidad ni asomo de democracia. La destrucción de la confianza en el significado del lenguaje -también del de la pintura- condujo, querámoslo o no, a la anatematización de su práctica, mientras se levantaban castillos en el aire con sesudos volúmenes sobre el silencio o sobre el vacío. Concebida la democracia de los significados como el valor progresivo, se tolera y se utiliza la pintura en la ambigüedad general de las incertidumbres, pero los teóricos no dejan de lamentarse por la «rebaja de exigencias» de nuestra actualidad artística, o por la «pérdida del poder transgresor», en un revelado de la progresividad a la que les llama el predominio profesional de su disciplina. Pero cojamos el toro por los cuernos: decía George Steiner que el comentario no puede ser sino posterior a la creación, y hay creación porque hay Creación con la que en este caso la pintura firma un contrato de confianza. Todo lo contrario, pues, del origen del pensamiento hipostasiado como origen de la realidad para la especulación crítica. Sobre la realidad y sobre la realidad de la pintura, el aficionado debe responder lo que exigía Chesterton a cualquier hombre en alguna página de su biografía de Santo Tomás: «una afirmación». De otro modo no debiera proponer ninguna otra pregunta, ni siquiera defender su desconfianza fundamental. No nos preocupemos, por lo demás, de si la pintura acabará siendo para los teóricos un arte secundario y de derechas.

Escritor, poeta y crítico de arte español