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Hay decisiones políticas que cabría calificar de «cancerigenas».  Una  vez  anidadas en el sistema institucional, gravitarán inevitablemente sobre su funcionamiento e irán dando paso a las más imprevisibles metástasis. Baste recordar, a título ilustrativo, la inefable sentencia de nuestro Tribunal Constitucional que dio visto bueno a la elección por las Cámaras de todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial; aunque -eso sí- a condición de que nunca ocurriera de hecho lo que todo el mundo sabía que, hoy sí y mañana también, habría de ocurrir: que la elección fuera mero reflejo de la correlación de fuerzas políticas existente en las Cortes.

Todo parece indicar que no le quedará muy a la zaga la dictada el pasado 14 de diciembre por el Tribunal de Conflictos, sobre el acceso delPoder Judicial a los documentos, informaciones o materias clasificadas legalmente por el Ejecutivo como secretas; y ello por doble motivo. Su decisión, mal que pueda pesarle, no se ha limitado a solventar con mayor o menor fortuna un rifirrafe aislado, sino que ha abierto un derrotero difícilmente reversible. No ha mostrado, por otra parte, el menor empacho a la hora de recurrir -para  fundamentarla- a negar también la más elemental evidencia.

Como ya ocurrió en la ocasión anterior, quien adopta decisión de tan grave alcance político no se ha privado de dejar -por vía negativa, desde luego- pronóstico de sus consecuencias: «es patente que  no puede hablarse de creación de espacios de im punidad para ciertos comportamientos delictivos ni de exención para las Administraciones  Públicas del deber de denunciar y perseguir los delitos de que tuvieran conocimiento». Lo que sí parece patente es que las posibilidades reales de que ello acabe siendo de hecho así no son inferiores a las de que la citada elección acabe respondiendo a obligadas cuotas.

En la polémica sentencia se entra de lleno en el «acto fallido», en el sentido más freudiano del término, cuando -puestos a buscar ejemplos de «modulaciones significativas del proceso probatorio»- se alude a «la protección que merece al constituyente el derecho a no autoinculparse». El año 1995, en lo que a reflexión política se refiere, ha sido el de la «responsabilidad política». Sobre pocas cuestiones se ha escrito más y con tan notable unanimidad. Se ha argumentado hasta la saciedad que si para un ciudadano privado es prioritaria la presunción de inocencia, para el hombre público lo es la de responsabilidad. En consecuencia, deberá convalidar la pública confianza, dando inmediata respuesta a todo aquello que haya podido empañarla. Tan jugosas consideraciones no merecían este colofón.

Se daba por sentado que -desde que con el Estado de Derecho se decidió hacer entrar en razón al Estado- no cabía apelar a «razón» alguna para dar paso al atropello de derechos fundamentales. Menos aún cabría motejar como «de Estado» a mo tivo alguno que, al conducir fuera del ámbito constitucional, se sitúe fuera del ámbito de la legitimidad política, para volver a la ley del más fuerte. Craso error. No solo habrá vía libre para tan curiosas «razones», sino que a un Poder del Estado se le acaba reconociendo -siquiera por vía de metáfora- un derecho a no autoinculparse, en el que la ciudadanía no de tecta a estas alturas tropo literario alguno.

La publicidad es, en la teoría, la piedra de toque de la legitimidad democrática. No faltarán nunca, en la práctica, ejemplos de que en política todo lo que no se habrá de presentar acabará siendo impresentable. Los «secretos oficiales» limitan, por graves razones, el derecho a la información; pero en modo alguno pueden servir para impedir la investigación de un delito. Al ciudadano se le exime de la carga de la prueba, mientras existe un poder público encargado de investigarle. El Estado, al que por definición no cabe concebir como delincuente, no puede exonerar la transparencia a ninguno de sus servidores, como si fuera él mismo el realmente inculpado.

Especialmente paradójico resulta que se le niegue al juez que deba «ser decisivo el criterio judicial para decidir la procedencia de la aportación a la causa» de los citados documentos; argumentando que ante discrepancia como la planteada «la resolución del problema no podría ser residenciada en órganos pertenecientes  a alguna de las partes en conflicto»; para acabar descubriendo que «una ley en vigor» establece que es al Consejo de Ministros al que corresponde valorar «la concurrencia de las condiciones precisas para declarar clasificada -o, en su caso, para cancelar esa declaración- una determinada materia». O sea que, para evitar que un juez se vea tentado a solucionar por  su cuenta un conflicto, nada mejor que atribuir al Ejecutivo -no menos implicado que él en la discordia- la posibilidad de acabar expeditivamente de antemano con todo futuro conflicto.

La metástasis resulta inevitable. Sin duda, si el Tribunal de Conflictos hubiera tenido a bien reparar en la existencia de la Constitución -para algo más que para hiperbolizar sobre un derecho del Estado a no autoinculparse, tan gravoso como el sigilo sacramental- habría dejado abierto otro derrotero no menos complejo, dada la escasez de previsiones legales al respecto. Pero, solucionado así el conflicto, no habría tardado mucho el Legislativo en verse estimulado a colmar tan sensibles lagunas. Al optar por la otra alternativa del dilema, desecado el problema, no habrá ya laguna que colmar…