Cesta
Tu cesta está vacía, pero puedes añadir alguna de nuestras revistas o suscripciones.
Ver productos«La ridícula idea de no volver a verte» es un diálogo de duelos encontrados y un abrazo en palabras que se dan Rosa Montero y Marie Curie
26 de agosto de 2025 - 13min.
Rosa Montero. Escritora y periodista, cuya trayectoria mereció el Premio Nacional de Periodismo en 1980. Como escritora ha publicado numerosas novelas desde aquella primera Crónica del desamor de 1979 y hasta la última, Animales difíciles. En 2017 fue galardonada también con el Premio Nacional de las Letras.
Maria Salomea Skłodowska-Curie (1867-1934). Ese es el nombre de Marie Curie o Madame Curie, física y química de origen polaco. Pionera en el campo de la radiactividad, es la primera y única persona en recibir dos premios Nobel en distintas especialidades científicas: Física y Química.
Avance
En un momento en que Rosa Montero estaba viviendo la pérdida de su compañero, su igual, su otro yo, se encontró con las rabiosas palabras que otra mujer había escrito en esa misma situación. No era una mujer cualquiera y las palabras tampoco eran rutinarias o anodinas; todo lo contrario. Era una Marie Curie partida en dos quien escribía, incrédula, con palabras llenas de significado y sentimiento: «No entiendo que a partir de ahora deba vivir sin verte, sin sonreír al dulce compañero de mi vida, a mi amigo tan tierno». En realidad, no es sino una versión de la insuperable pregunta que le hizo una de sus hijas y que los adultos, cobardes, no nos atrevemos a formular en alto cuando nos vemos en el torbellino de una muerte inesperada que nos cercena: «¿A que no está muerto?», preguntó Irène, una de las hijas de la pareja cuando fue informada de que su padre, Pierre Curie no volvería.
De ahí surge La ridícula idea de no volver a verte, un diálogo de duelos encontrados y un abrazo en palabras entre amigas —a través del tiempo, que para eso está la literatura— extensible a cualquier persona en esa situación, a cualquier persona.
A partir del punto de unión de sus biografías, Rosa Montero hilvana una lectura de la vida de la científica que también habla mucho de sí misma. A través de las experiencias de Madame Curie están presentes las dificultades de las mujeres (la culpa, las dobles y triples cargas…) en un mundo de hombres, la importancia de volcarse en algo más allá de los intereses de uno o de la pareja o la familia, la reflexión en torno a los hijos, la cancelación en tiempos donde no existía la palabra… Asuntos que no son actuales, porque son eternos, resumidos en un libro que salió hace muchos años (para los parámetros del mercado editorial) y que no deja de ser vigente. Por eso está aquí.
«S
í, hay que hacer algo con la muerte. Hay que hacer algo con los muertos. Hay que ponerles flores. Y hablarles. Y decir que les amas y siempre les has amado. Mejor decírselo en vivo; pero, si no, puedes también decírselo después. Puedes gritarlo al mundo. Puedes escribirlo en un libro como este». El libro en cuestión es La ridícula idea de no volver a verte y las palabras y el duelo, de Rosa Montero, ante la muerte de su pareja. Es un duelo compartido porque viene de la mano de otra mujer en duelo y del texto que escribió después de que su marido saliera un día por la puerta —tras una pequeña discusión— y no volviera. Volvieron sus restos, sus pertenencias personales primero y luego él, el cuerpo de Pierre Curie, del que su mujer, Marie Curie, enloquecida de dolor, guardó ropajes ensangrentados y los cuajarones que albergaban solo por tener algo (material) a lo que aferrarse, algo que llevarse a la nariz, algo sobre lo que verter lágrimas.
Porque lo del tiempo es mentira, como advirtió en su poema Edna St. Vincent: el tiempo no trae ningún alivio; y todos habéis mentido. El único alivio posible es el que tejes con los mimbres de esa pérdida. Puede ser un libro con las palabras que no fueron dichas, un huerto para hacerse cargo vicariamente de las aficiones de la otra persona, cocinar eternamente para dos o sencillamente terminar un puzle que empezaron las otras manos. A saber. Como escribía Simone de Beauvoir en el libro que dedicó a las relaciones con su madre tras la muerte de esta: «Es inútil pretender integrar la muerte en la vida y conducirse de modo racional frente a lo que no lo es: que cada uno se las arregle a su manera en la confusión de sentimientos. Comprendo todas las últimas voluntades, como también que no exista ninguna; que se estreche contra sí unos huesos o que se abandone en una fosa común el cuerpo del ser querido».
Madame Curie, sin duda, era de las primeras. Su diario de duelo, el texto que escribió a la muerte de su marido, se incorpora al libro de Rosa Montero como apéndice necesario. En realidad, está presente en toda la narración, que consiste en un comentario enriquecido con las digresiones, reflexiones y emociones de una lectora que ha decido sentarse a escribirlas. Básicamente en eso consiste buena parte de la historia de la literatura.
Pero para llegar a ser quien sabemos que es Marie Curie, primero tuvo que ser quien no era. Las anécdotas que explica Rosa Montero son muy reveladoras. Cuenta, por ejemplo, que una vez, estando la pequeña Marie, entonces Manya, en el colegio en Varsovia sonaron los timbres de alarma: ¡inspección! Había que poner en práctica el plan de fingimiento. Es preciso recordar que tres años antes de que naciera la protagonista, en 1864, una insurrección nacionalista polaca fue aplastada por los rusos de forma extraordinariamente sangrienta. La tensión era muy alta y las clases en polaco estaban prohibidas, de modo que cuando sonaron los timbre y el inspector ruso estaba a las puertas del centro, las niñas escondieron los libros y sacaron las labores. En presencia del inspector, Manya salió a la pizarra a instancias de su profesora —era la mejor alumna— y recitó el padrenuestro en ruso y la lista de los zares. «Lo hizo bien, pero se sintió terriblemente humillada y lloró con desconsuelo cuando el hombre se fue». Había tenido que ser quien no era. Naturalmente, no sería la última vez.
Años después, mientras servía de institutriz en la casa de unos familiares lejanos de su padre y ahorraba para poder proseguir sus estudios, se enamoró de uno de los hijos, Casimor Żorawski, futuro matemático, y él de ella. A ambos les unían intereses comunes además del ardor de la juventud, pero cuando Casimir manifestó su deseo de casarse con Manya entonces esta volvió a ser clavada a su etiqueta de turno. «Pero cómo: ¿con una institutriz?», fue la reacción de la familia. Aquella mujer era una institutriz solo a ojos de quienes solo ven lo visible y se niegan a la apertura de lo posible, cancelan el futuro y cercenan posibilidades y voluntades. Destruida, Marie escribe a su hermano: «Ahora que he perdido la esperanza de llegar a ser alguien, todas mis ambiciones las deposito en Bronya y en ti. Vosotros dos, al menos, debéis dirigir vuestras vidas conforme a vuestros dones».
Da escalofríos pensar que Marie Curie estuvo a punto de no llegar a ser Marie Curie, la que conocemos, la de los libros de Historia, de Ciencia, de Física, de Química, la que descubrió el polonio y el radio, la extraordinaria mujer que consiguió dos veces el premio Nobel. Por suerte, venciendo todas las resistencias exteriores e interiores logró vivir conforme a sus dones. ¿Interiores? Sí, porque en muchas ocasiones no es la imposición exterior lo que corroe, sino la duda interior. En 1890, su hermana que estaba en París la invita a unirse a ella y Manya escribe: «Había soñado con París como la redención, pero desde hace mucho la esperanza del viaje me había abandonado. Y ahora que se me ofrece esta posibilidad no sé qué hacer. Tengo miedo de hablar a papá […]. Quisiera darle un poco de felicidad en su vejez. Por otro lado, se me parte el corazón cuando pienso en mis aptitudes perdidas…».
No las perdió. A finales de 1891 partió a Francia y, no sin muchas dificultades, pudo continuar sus estudios de Física, Química y Matemáticas en la Universidad de París.
En París, Marie Curie estaba donde tenía que estar y haciendo lo que debía hacer. Y estaba exultante. «No necesito decir lo contenta que me siento de estar de nuevo en París. Se trata de toda mi vida lo que está en juego. Me parecía por tanto que podría quedarme aquí sin tener remordimiento de conciencia». Se refería al sentimiento que le causaba dejar a su padre viudo, en Polonia, primero para estudiar Físicas y luego Matemáticas… Es el momento de la culpa, la #culpabilidad como se tratan en el libro de Rosa Montero ciertas líneas argumentales que se subrayan así. «#Culpabilidad por ser mala hija, mala hermana, mala esposa, mala madre. Marie sintió la mordedura de todas esas culpas corrosivas y a pesar de ello continuó su camino […]. Qué valiente y qué fuerte tenía que ser para decir y hacer algo así estando tan sola, sin modelos de referencia, sin apenas otras mujeres abriendo brecha en la endurecida costra de los prejuicios como un pequeño barco rompehielos».
Pierre y Marie se casaron un año después de conocerse. Se podría decir que tenían una relación a tres bandas y esa tercera parte era la más importante: la ciencia. Para ambos, era lo primero, lo irrenunciable. Compartían investigación, trabajo, casa… No compartían tareas domésticas —«Nuestros recursos eran muy limitados, así que yo debía de encargarme de la casa, además de cocinar», escribe Madame Curie— y cuando tuvieron a su primera hija surgieron dificultades porque «ninguno de los dos estábamos dispuestos a abandonar algo tan precioso como la investigación compartida. Como es de suponer, contratamos a una sirviente, pero yo me encargaba de todo lo relacionado con la niña». Rosa Montero va haciendo su propia lectura, con sus acentos y sus afectos, colocando su linterna de exploradora feminista en esas regiones de limbo sobre las que hasta hace no demasiado tiempo no cabía hablar, no eran interesantes ni importantes… Pero sí, la doble carga de Marie Curie existió también y estaba ahí, junto con su amoroso marido. Ambas cosas son ciertas y no pasa nada por contarlas a la vez.
Pero el nudo de la conexión y la afinidad biográfica entre Curie y Montero es el desgarro, el hecho de perder al compañero, al igual, al otro, cuando el otro es tan cercano que más que eso, otro, parece una extensión de uno, de una. En eso las palabras de Marie Curie también ayudan por su exquisita precisión. En noviembre de 1906, siete meses después de que Pierre muriera atropellado por un coche de caballos, ella vuelve a dar clases y son las clases que daba su marido. «Pierre mío, ¡se podría soñar una cosa más cruel, cómo he sufrido, qué desanimada estoy! Siento que la facultad de vivir ha muerto en mí, y no tengo más que el deber de criar a mis hijas y continuar la tarea aceptada». Continúas, sí, pero —ahora es Rosa Montero quien escribe estas líneas— «ya digo que la recuperación no existe: no es posible volver a ser quien eras».
Hablando de la vida que continúa tozuda y ajena a los duelos que provoca su otra cara, la muerte, mencionaba Curie el deber de cuidar a las hijas. Rosa Montero, que no ha tenido hijos —ella misma lo cuenta en el curso de su personal lectura de Curie y de su escritura tan propia— reflexiona sobre ello con palabras conmovedoras y también muy precisas. Dice que a veces lamenta no haberlo hecho «porque procrear es un paso de la madurez física y psíquica: solo ese amor absoluto y centelleante que los padres sienten por sus hijos permite superar el egoísmo individual que te hace poner tu propia integridad por encima de todo. Quiero decir que los padres son capaces de morir por sus niños: es un mandato genético, un recurso de supervivencia de la especie, pero también es un movimiento del corazón que te hace más completo, más humano. Quienes no tenemos hijos no llegamos nunca a crecer hasta ahí. Yo no moriría por nadie. Es una pena».
A los cuatro años de su pérdida, Marie Curie se enamora de otro hombre, otro científico, el profesor Langevin, casado y con hijo. Para quienes piensen que la cancelación es un fenómeno nuevo ahí está Le Journal anunciando en 1911 que tiene cartas incriminatorias de este affaire, que Madame Curie es una comehombres y que ha destrozado un matrimonio. ¿Resultado? Una muchedumbre lanzando piedras contra su casa: los escraches de principios del XX no se andaban con remilgos. ¿Más resultados? Fue invitada a no recoger su segundo premio Nobel en Suecia, en Química esta vez. Entonces ella recordó lo evidente: «La acción que usted me recomienda me parece que sería un grave error por mi parte. En realidad, el premio ha sido concedido por el descubrimiento del radio y el polonio. Creo que no hay ninguna conexión entre mi trabajo científico y los hechos de mi vida privada. No puede aceptar, por principio, la idea de que la apreciación del valor del trabajo científico pueda estar influida por el libelo y la calumnia acerca de mi vida privada. Estoy convencida de que mucha gente comparte esta misma opinión». Marie Curie recogió su segundo Nobel y en su discurso de aceptación rindió homenaje a la memoria de Pierre Curie.
Y entonces, sí, después de la gran pérdida, de obsesionarse con el trabajo, de creer que podría volver a la vida (a la amorosa también) y a resultas de los últimos acontecimientos se quebró, sufrió una depresión y pasó un año en blanco. Por suerte, tampoco este fue el final de Marie Curie.
Repara Rosa Montero en un hecho curioso. Como lectora de biografías se ha dado cuenta de que una vez se despacha el gran asunto por el cual alguien es lo es (y por ello se le dedican biografías) la narración se acelera. Y se acelera sobre todo en las últimas décadas de los protagonistas, donde parece que no han hecho nada o casi nada digno de ser contado. Los últimos años, a veces décadas, se tratan literariamente como el descuento de los partidos: mal, pero tan mal que a ese tiempo se le llamaba injustamente los minutos de la basura, cuando en no pocas ocasiones se ha decidido en ellos la Liga o una Champions.
Por si había que decirlo, los últimos años de la vida de Madame Curie no fueron en absoluto el descuento o el tiempo de la basura. Morir a los 66 años es morir joven —sobre todo para las valoraciones actuales—, pero fue un milagro que ella los alcanzara teniendo en cuenta las exposiciones a las que estuvo sometida. Y, de hecho, su marido estaba enfermo y renqueante cuando lo atropelló el coche de caballos. Juntos habían practicado lo que Marie Curie llamaba el credo del desinterés. En definición de Montero consistía en «plantearse altos objetivos y trabajar para lograrlo sin prestar atención a las distracciones mundanas».
Esta versión de la científica «a lo Juana de Arco» hizo que, al estallar la Primera Guerra Mundial, temiendo que los alemanes echaran mano a las reservas de su valiosísimo y querido radio, la señora Curie lo cogiera en una maleta y se lo llevara a Burdeos, donde se había trasladado el gobierno: «La valija debía de pesar 20 o 30 kilos, porque los tubos con bromuro de radio estaban recubiertos de plomo; me pregunto cómo consiguió acarrearla», comenta Montero, que prosigue: «Dejó su tesoro en la Universidad de Burdeos y regresó en el primer tren a París. Tenía 47 años y se la veía terriblemente avejentadas por la constante exposición al radio». No fue óbice para que, al ver los heridos y mutilados, se le ocurriera la brillante idea de crear unidades móviles de rayos X para ayudar en los diagnósticos y el alivio del dolor. Entonces ya trabajaba con su hija, Irène, que heredó tanto su espíritu altruista y de servicio como la vocación científica: junto a su marido Frédéric Joliot, fue premio Nobel de Química en 1935 por descubrir la radioactividad inducida o radioactividad artificial.
Su madre supo del hallazgo, pero no pudo ver el reconocimiento. Murió en 1934 y en el diagnóstico final se mencionaba una médula ósea «que no reaccionaba, probablemente porque había sido dañada por una larga acumulación de radiaciones». Al final, la mató su compañero de trabajo, su amigo-enemigo íntimo. Era de esperar. Como concluye Rosa Montero en su canto de duelo a dos voces, «salvo en las óperas y los melodramas, la muerte es un anticlímax».
La imagen que ilustra este texto es una fotografía de autor desconocido fechada en 1903. Posteriormente fue coloreada. El archivo se puede consultar aquí.