“El sentido de una novela, enemigo de toda pasividad, se proyecta y se expande desde el pasado hacia el porvenir ramificándose en él y produciendo cambios fundamentales en la conciencia de ciertos hombres”
Así definía Juan José Saer, en su ensayo La novela y la crítica sociológica, el género de la novela y, más en concreto, el compromiso que debía tener la novela con los lectores, un compromiso que, como indica el autor de La grande, se explicita en la capacidad –casi obligación- de producir cambios en la conciencia. Hablar de compromiso, sin embargo, no debe traer a engaño: lejos está Juan José Saer de inscribirse en la tradición, predominantemente francesa, del escritor “engagé” así como también lejos está del realismo social aplaudido y sostenido desde la crítica por parte de teóricos marxistas como Georg Lukács. Saer se encuadra en una tradición literaria, muy arraigada en la historia literaria argentina, que encuentra el compromiso con el lector, un compromiso basado en la voluntad de alterar y, en cierta manera, perturbar la conciencia del lector, en la radicalidad del lenguaje, en el estilo narrativo y en la construcción narrativa.
“Actuar en el lenguaje es hacerlo en la realidad”, afirmaba recientemente Patricio Pron, quien, si bien definiendo su propia concepción literaria, describía también, aunque de forma indirecta, el proyecto literario del propio Juan José Saer así como el de Ricardo Piglia o el proyecto de Fogwill, en algunas de cuyas obras la actuación sobre el lenguaje y su correlativa actuación sobre la realidad está estrechamente unidas a una actuación sobre el relato histórico y, por tanto, a una reescritura, desde los mecanismos de la ficción, de la historia reciente de Argentina. Hablar de historia no sólo es hablar de la reescritura de un pasado y, por tanto, hablar desde la distancia de unos acontecimientos, sino también hablar de la construcción de un relato que se construye, y esta es la tesis principal de Hayden White, con los mismos mecanismos de la ficción: la historia, como las tradiciones así definidas por Eric Hobsbawn en su ensayo La invención de la tradición, es resultado de una construcción retórica: “a partir del momento en que interviene el lenguaje, sostiene Roland Barthes, “el hecho sólo puede definirse de manera tautológica: lo anotado procede de lo observable, pero lo observable (…) no es más que lo que es digno de memoria” y, concluye, “el hecho no tiene nunca una existencia que no sea lingüística”.
La concepción de la historia como relato construido por los mismos mecanismos de la ficción – en una entrevista con Carlos Dámasos Martínez, reunida en Novela y Utopía, afirmaba al respecto Ricardo Piglia: “un historiador es lo más parecido que conozco a un novelista”- así como la crítica del relato histórico oficial, un relato –como ya lo señala Georg Simmel en su breve ensayo El secreto y las sociedades secretas– marcado por las omisiones, por un silencio impuesto o aleatorio y por la mezcla confusa de versiones y de testimonios que lejos de trazar un relato lineal y homogéneo de la historia, configuran un discurso palimséstico en el que es difícil averiguar quién habla, a quién pertenecen las palabras y cuál es la verdad. La máquina de Macedonio, esa máquina que relata ininterrumpidamente la historia argentina en la paradigmática isla de Finnegans, creada por Piglia o las cintas que escucha Emilio Renzi –véase La ciudad ausente y Respiración artificial, dos novelas en las que Piglia aborda la historia política y literaria de Argentina-, son representaciones metafóricas de estos postulados teóricos, unos postulados que volvemos a encontrar en Rodrigo Fresán, Patricio Pron y Matías Néspolo: tres autores argentinos actuales, cuyas obras, inscribiéndose en la tradición literaria mencionada –de Fogwill a Piglia, pasando por Saer-, comparten esta concepción de la historia y en algunas de las cuales se realiza una rescritura crítica del relato histórico de la Argentina contemporánea, en concreto de la Argentina de la dictadura militar y de la todavía reciente Guerra de las Malvinas.
Cabe hacer especial hincapié en el hecho de que son las obras quienes se permean de dicha reescritura de la historia, puesto que, al menos en el caso de Néspolo, no se trata de una reescritura propiamente consciente: “no me gusta pensar a la ficción como ejercicio de reescritura de la historia”, señala el autor, “pero a la vez constato en mi producción narrativa una fuerte presencia de la historia argentina reciente. Entonces digamos que en mi caso no es voluntario ni consciente”. La inscripción en la tradición literaria, en su lectura crítica y en la recuperación del relato histórico resulta en el caso de estos tres autores particularmente interesante en tanto que ocupan una posición geográficamente dislocada, teniendo los tres, desde hace diversos años, residencia en España, lugar en el que han compuesto la mayor parte de su obra literaria. No sólo no es críticamente legítimo recurrir a la biografía de los autores como clave de lectura, sino que una lectura biográfica que considere determinante el lugar de residencia lleva a errores, por lo menos en el caso de Rodrigo Fresán, quien escribió Historia argentina, en 1991, cuando todavía residía en la Argentina novela. Se trata de una novela donde los conceptos ya mencionados aparecen como tesis principal de la obra. Sin embargo, independientemente de este hecho e independientemente de la fecha de composición de Historia Argentina, de lo que no cabe duda es que, no sólo por su posición geográfica, sino por el diálogo que establecen con las diversas tradiciones literarias – la narrativa de Fresán bebe directamente de la tradición norteamericana, en particular de nombres como Vonnegut, Updike o David Johnson, mientras que por su formación universitaria, la obra de Pron se caracteriza por un diálogo constante con la tradición anglosajona, y también y sobre todo con la tradición filosófico-literaria alemana-, estos tres autores pueden definirse, adoptando así las palabras que Beatriz Sarlo dirigió a Borges, como autores en la orilla.
“La orilla es un buen lugar desde el cual escribir porque te permite obtener una perspectiva privilegiada de tu tradición nacional y enriquecerla en virtud de la frecuentación de aquello que no se produce en ella”, señala Patricio Pron, mientras que Matías Néspolo subraya que a la “posición o voluntad de apertura le sigue indefectiblemente cierto repliegue a lo que es propio, a una identidad mucho más definida y delimitada a tu origen”. Pero, a pesar del repliegue mencionado por Néspolo e independientemente del lugar de la escritura, cabe destacar la presencia de la historia, en concreto de la historia política, en las obras de estos tres autores, una presencia que, como sucede en Piglia, no puede definirse en clave plenamente realista ni tampoco ser pensada como una reconstrucción lineal de los hechos. “La literatura argentina no está en la tradición de la Gran Novela Latinoamericana. Las mejores novelas argentinas son todas rarísimas”, indicaba en una entrevista Fresán quien, como primer ejemplo ponía Rayuela, a la que bien se podrían añadir las dos novelas ya mencionadas de Piglia, como la propia Historia Argentina. Su “rareza” radica en una construcción aparente de libro de relatos y en la propuesta de una serie de personajes, cuyos lazos entre sí se van dilucidando a lo largo de toda la obra, y que se van repitiendo en un particular eterno retorno, realizando saltos geográficos y temporales. Estos saltos permiten a Fresán no sólo recorrer, entre interrupciones, la historia argentina desde la dictadura militar hasta la guerra de las Malvinas, sino ofrecer un relato constituido de relatos: la construcción de la novela a modo de antología de relatos y la presencia de un gran número de personajes, algunos con reiterativa y paradójica presencia, deconstruye la linealidad histórica y a la vez la plantea, en diálogo con lo que hace Piglia a través de la máquina de Macedonio, como un conjunto confuso de versiones que, solapándose, impiden trazar una línea que separa lo verdaderamente acaecido de lo recordado o inventado.
Algo parecido plantea Pron, en El comienzo de la Primavera y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia: aunque en el primer caso no se puede afirmar que se trate de una obra cuya temática sea la historia argentina, sin embargo la investigación de un joven universitario argentino acerca de la filiación nazista de Heidegger y del grupo de discípulos que le rodeaban, permite a Pron adentrarse en los oscuros años del nazismo en Alemania, abordar el tema de las persecuciones y de las desapariciones, sobre todo por motivos ideológicos, para así remitir, a través de la figura del joven protagonista, a la dictadura militar. Y no es extraño que el propio Matías Néspolo señale en Letras Libres respecto de esta novela: “para encontrar un referente al riesgo que asume con su réplica y a la ambición formal que comporta, es preciso pasar por alto la festiva narrativa argentina de los 90 y remontarnos a Respiración artificial, de Ricardo Piglia”. De la misma manera que debemos remontarnos a Piglia con El comienzo de la primavera, también debemos hacerlo con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Pron y con El sol en la boca de Néspolo: a través de un planteamiento próximo a la autoficción y a través de una novela que, en parte, podría inscribirse en el género de la novela de formación, Pron y Néspolo plantean la reconstrucción por parte de una nueva generación –la de los hijos- del pasado de aquella generación que vivió la dictadura militar –la generación de los padres. Se trata de una reconstrucción fragmentada, a partir de documentos escritos, hallazgos, relatos de terceros, recuerdos… un puzzle de elementos que enfrenta a esta nueva generación a aquella que la precedió y sobre todo al papel que la generación de sus padres jugó en aquellos años. ¿Quiénes fueron? ¿Qué posicionamiento adoptaron? ¿Fueron verdaderamente aquello que sus hijos creen que fueron? Estas son las mismas preguntas que se plantean en todas las obras mencionadas: ¿qué sucedió? Y sobre todo ¿es el relato que nos fue contado el verdadero y único relato posible? Las dudas y la respuesta negativa ante estas preguntas es lo que lleva a los autores a radicalizar el lenguaje, a desbaratar la forma narrativa, a construir “rarezas” narrativas que pongan en entredicho lo narrado y la manera de ser narrado.
La puesta en duda del relato histórico, la puesta en duda de su valor “objetivo” y la necesidad de enfrentarse a la propia historia y, en particular, a las generaciones que los precedieron están presente en la obra de todos los autores aquí mencionados. Es difícil -considerando sobre todo en breve espacio- indicar una razón y un porqué de esta línea –que no tendencia literaria- narrativo/temática; puede que uno de los motivos radique en la necesidad de todo ser humano de mirar hacia atrás y de poner en cuestión aquella historia y aquellas tradiciones que, como diría Hobsbawn, otros inventaron por él. Como dice Matías Néspolo: “todo escritor, aún el más ahistórico, fantástico o intempestivo, es hijo de su tiempo. O para ser más preciso, es hijo de los conflictos de su tiempo y el resultado de los ‘traumas históricos’ de su particular tiempo y lugar. Y no hace falta ponerse muy psicoanalítico para reconocer que por más que se nieguen, oculten o elidan dichos traumas, de un modo u otro acaban aflorando o manifestándose de alguna manera. Quizá la narrativa argentina de los 90 se empeñó en barrerlos a conciencia bajo la alfombra, pero en la última década y media han quedado ahí a la vista. Sospecho que mi generación, la de los hijos de la dictadura, ya no puede ocultar ese ‘trauma’ ni aunque quiera. Somos fruto de la violencia política y el genocidio, y eso sale a la superficie quieras o no.”