Ignacio Peyró: “Fuiste el primero que traduje / y mis versos se hicieron a la par / que iba vertiendo tus sonetos”. ¿En qué ha influido su labor como traductor en su condición de poeta? ¿Qué ventajas y qué peligros trae consigo la traducción?
Rivero Taravillo. Traducir poesía me ha ayudado mucho a escribir la propia: me ha enseñado a buscar lo sustantivo, a tomar decisiones estratégicas. Al traducir los sonetos de Shakespeare, que es a lo que se refieren los versos citados, adquirí cierta destreza técnica que luego apliqué a mis propios versos. Por otra parte, la traducción es una lectura a fuego lento, y no tengo que subrayar, pues es sabido de todos, cuánto mejora así el plato.
Además de poeta y traductor, también es novelista, editor, librero, crítico, columnista… ¿Qué prima sobre todas estas cosas y por qué?
Mi vida ha girado siempre a la letra impresa, al libro. Prácticamente no hay céntimo que haya ingresado que no provenga de él, ya fuera como librero durante diecisiete años, ya como autor y traductor (en aquella época y, sobre todo, durante el último decenio). Pero sobre todo me gustaría considerarme poeta.
Tiempos de canon: acaba de publicarse, con alabada traducción suya, el canon poético de Bloom. ¿Qué autores –qué poetas- configuran la tradición en la que Ud. arraiga?
Un poeta que para mí ha sido muy importante es Cernuda (precisamente, uno de los preferidos de Bloom en nuestra lengua). Pero me ha influido sobre todo en la primera época de mi escritura un poeta bien distinto que también apreciaba mucho al Cernuda surrealista: Juan Eduardo Cirlot. Le sumaría cierta poesía visionaria y no pocos de los poetas que he traducido, entre los que se encuentra un maestro como Ezra Pound.
Almohadas, monedas, mecedoras y columpios, hasta donaciones de sangre. Lo cotidiano, en su poesía, es la mejor puerta de entrada para lo metafísico…
Un rasgo que distingue al poeta maduro (yo ya lo voy siendo, aunque solo sea por edad) es dejar el egocentrismo adolescente y abrirse a la realidad que lo rodea, a los objetos, en los que siempre hay lecciones que aprender, aunque sea su capacidad latente metafórica. Ayudan a ejercitar la mirada, que es compañera indisoluble del decir.
Sorprende también la presencia, aquí y allá, de ciertos ecos familiares, como una purificación de la memoria…
En los poemarios publicados, y numerosos inéditos (he escrito mucho, que solo ahora empieza a ver la luz) vuelvo una y otra vez sobre mis padres. Es una forma más plural y decente de la egolatría, es cierto, pero también un modo de recuperarlos y, en el caso de mi padre, hacer que mengüe la distancia que por desgracia y culpa mía seguramente hubo entre nosotros mientras él vivía.
Imágenes audaces y también cierta audacia expresiva en el lenguaje. ¿No le dan pavor los –muy serios- juegos de palabras?
Los juegos de palabras (por otra parte algo muy isabelino, que me alegró hallar en Shakespeare) son un modo de exprimir el lenguaje y sacarle posibilidades no siempre manifiestas. La poesía no es solo sentimiento o reflexión, sino un baile -lento minué o trepidante giga- de palabras.
Su heterónimo Humberto Fabbro aparece como personaje invitado en el poemario. ¿Un Rivero Taravillo más joven, más gamberro y menos grave?
Pues sí, todas esas cosas. No pretendo convertirlo en serio heterónimo, sino en una voz propia y distinta que no me atrevería, por pudor, a emplear yo mismo. Hay que ensayar otras formas de decir, que no solo puede consistir en el empleo de otros ritmos o versos, sino tonos y temas. El mundo es plural. Qué digo plural, pluralísimo. ¿Por qué no lo va a ser uno? Hace poco anotaba esta especie de aforismo: los poetas es, el poeta son.
Sevillano –aunque melillense de nacimiento-, en su poesía hay sin embargo poco sevillanismo. Y eso que ha estudiado Ud. a fondo la vida y obra de Cernuda. Sevilla y la poesía: el mejor emparejamiento, pero ¿también un riesgo?
Hay una Sevilla seria y circunspecta, nada amiga de la fiesta o del barullo, muy bien representada por Cernuda y ciertos poetas metafísicos que él admiró. Sevilla es un peligro para el vate que la canta; yo trato de disfrutarla en mi vida civil y no invocar su nombre en vano cuando «estoy de servicio» como poeta.
A cambio, Irlanda e Inglaterra dejan su impronta en Lo que importa. Abunde un poco en su relación con ambos países, con ambas literaturas, con ambas –también- lenguas…
Comencé estudios de Derecho que abandoné porque me pilló la guerra de las Malvinas y solo prestaba atención al escenario bélico, con un romanticismo ridículo ajeno al hecho de lo terrible de la campaña (quintaesenciado en Fogwill) y la tapadera que supuso para la dictadura argentina. Al año siguiente emprendí Filología Inglesa (¡parece traición!), aunque ya en cuarto, y tras ser becado por la Universidad de Edimburgo para ampliar estudios, abandoné para estudiar el gaélico escocés y, de seguido, el irlandés. La literatura inglesa me ha dado muchísimo, desde la artúrica de mi amado Tennyson a la creación de los poetas contemporáneos. La irlandesa, en inglés, me brindó a escritores que me han deparado una singular felicidad como Flann O’Brien, de quien puse en español una novela en inglés, una colección de artículos en los que había varias páginas en irlandés, y la única novela -un absoluto clásico- que compuso en esta lengua céltica que cada día que pasa olvido un poco más. Irlanda es mi país vocacional: su paisaje y su paisanaje, su música y su extraordinaria literatura. Fíjese que con la griega, que la supera en antigüedad, es la única europea que se lleva componiendo sin interrupción desde hace la friolera de quince o más siglos.