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Hamlet es la obra más importante de Shakespeare (1564-1616). El protagonista de la tragicomedia es el personaje que le da título. Este personaje ha sido objeto de la atención más amplia porque es distinto de todos los protagonistas de las otras obras del autor. Los reyes de los dramas históricos y Macbeth, y otros personajes como Othello, el judío de Venecia, o Julio César y sus asesinos, se distinguen por la capacidad de decisión, asociada con la masculinidad que deben ostentar el gobernante y el guerrero. Hamlet, en cambio, es un príncipe definido por los críticos como el prototipo del tímido, incapaz de tomar decisiones. En este sentido se ha convertido de personaje literario en el símbolo de una forma de existencia. El quijotismo es la ilusión de capacidades soñadas, pero no reales, dentro de nosotros; Fausto es el símbolo de la búsqueda de la perpetua juventud y de la exploración del ancho mundo. En esa misma categoría está Hamlet como el prototipo de la incapacidad de decidir. Los problemas asociados con la comprensión del personaje dentro del drama son la timidez, la dilación en cumplir el mandato del espíritu de su padre y la crueldad para con Ofelia, Polonio y Rosenkrantz y Guildenstern, amigos de la niñez, formas de conducta difíciles de compaginar en un solo personaje, a no ser que se tome la inconsistencia como criterio de presentación del mismo. Ya en 1770 escribió Henry Mackenzie: «La base del carácter de Hamlet parece ser una extrema sensibilidad, capaz de ser fuertemente afectada por su situación y dominada por los sentimientos suscitados por esa situación». La tesis de la sensibilidad inadecuada para la acción que le pide el espíritu fue propagada por Goethe y en general, con distintos matices, es la vigente hasta ahora. De hecho, Harold Bloom, en una visión general no avalada por un solo texto concreto, refuerza esa imagen: Hamlet es, según el estudioso norteamericano, un intelectual definido por la conciencia y la interioridad, el «héroe de la vacilación», «el genio del cambio» (Shakespeare: the Discovery of the Human, 1998, pp. 412-430). De esos rasgos de carácter se deriva la «dilación» a la hora de realizar el mandato del espíritu de su padre: vengar su muerte doblemente antinatural por ser muerte de un hermano y muerte del rey legítimo. Con ello, Claudio, el que parece legítimo heredero, se convierte en usurpador y tirano, y el legítimo heredero (Hamlet) tiene derecho a eliminarlo, no solo por ambición de lograr el poder, sino por obligación de restaurarle a su pueblo su legítimo soberano.

La dilación se contradice con la promesa que el príncipe le hace al espíritu de su padre, cuando este le revela que ha sido asesinado y le pide venganza. Hamlet responde: «Con alas más veloces que la fantasía o los pensamientos amorosos, vuele a la venganza» (oc, trad. L. Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1966, p. 1344). Después, lejos de tratar de matar inmediatamente a su tío, asesino de su padre y usurpador del reino, Hamlet pospone la venganza, hasta el punto de que en el acto III el espíritu reaparece para reprocharle «tu casi embotada resolución» (III.4, ed. cit., p. 1371b). El contraste entre la promesa de volar a la venganza (acto I, esc. 5) y el reproche de la casi embotada resolución parece dar fundamento a la tesis corriente de la tardanza, y a las causas que se han sugerido para entenderla. Sin embargo, leído el texto desde su contexto filosófico y teológico, el príncipe procede según los preceptos más precisos de la fe cristiana. Por de pronto, las palabras y signos del espíritu prueban que está en el purgatorio, pagando por las faltas que tenía en el momento de la muerte. A esas faltas las llama «crímenes», porque en el purgatorio se le agudiza la sensibilidad para cualquier tipo de pecado, aunque sea venial.

Ahora bien, si el espíritu está ya básicamente salvado ¿cómo puede pedir venganza? ¿No manda Jesús perdonar e incluso amar a los enemigos? En este caso, el asesinato del rey legítimo convierte al asesino en tirano y el heredero legal tiene la obligación, no solo el derecho, de restituirle a su pueblo el gobernante que le corresponde en justicia. La venganza en este caso es una obligación social, no personal; por eso puede exigirla un alma del purgatorio.

Cuando recibe la revelación del espíritu sobrenatural, Hamlet reacciona de manera inmediata, pero no tratando de matar a su tío, sino embarcándose en un esfuerzo de espionaje para comprobar por medios naturales si el espíritu era verdaderamente el de su padre o una visión del infierno. El mismo Hamlet lo declara con estas palabras: «El espíritu que he visto bien pudiera ser el diablo… y ¿quién sabe, si valiéndose de mi debilidad y mi melancolía… me engaña para condenarme? Quiero tener pruebas más seguras ¡El drama es el lazo en que cogeré la conciencia del rey!» (II.2.vv.626ss. Ed. cit., p. 1358b). El drama es el medio definitivo en que culminan todos los experimentos que el príncipe ha hecho para comprobar por medios naturales la veracidad del espíritu. Después del diálogo con el espíritu de su padre, el príncipe les pide a sus amigos que le prometan por juramento un silencio absoluto sobre lo que han visto. Ese juramento, repetido tres veces, es una resonancia del pasaje evangélico en el que Cristo resucitado le pregunta tres veces a Pedro si le ama. Ahí mismo les anuncia que adoptará una postura extraña, pero mientras en las fuentes históricas del drama esa postura de Hamlet tiene como fin defender su vida, en la obra de Shakespeare es el «misterio» que mantiene al usurpador y a Polonio por un lado, y a Hamlet, por otro, en perpetuo espionaje mutuo.

El acto II comienza con el diálogo de Polonio enviando a Reynaldo a París para que indague sobre la conducta de Laertes. Los estudiosos han considerado superflua esta escena y la explican como resto de una primera versión, resto que Shakespeare no acertó a eliminar. Ahora bien, Polonio manda a Reynaldo a París para «inquirir» sobre los daneses residentes en la ciudad. Debe decirles que conoce a Laertes de lejos y sabe que tiene ciertos vicios típicos de la juventud. Entonces le dirán que no se distingue por los vicios mencionados sino por otros que le describirán. De esa forma, continúa Polonio, con pistas falsas darás con la verdad, y añade un proverbio: «Así el cebo de la falsedad pesca la carpa de la verdad». Según Bacon of Verulam este proverbio es español. Sin duda, Polonio funda su discurso en el libro Algunas artes de la Inquisición española sacadas a la luz (Londres, 1568) de Reginaldus Gonsalvius Montanus. El Reynaldo de la versión vulgata de Hamlet (1604) fue llamado Montano en el quarto de 1603, y en ella a Polonio se le llama Corambis: el omnipresente o métome-en-todo. Reinaldo González de Montes fue Casiodoro de Reina, un monje de Sevilla que huyó a Alemania (1557) convertido al protestantismo y en 1567 publicó en Heidelberg en latín su libro sobre las artes de la inquisición española. El diálogo de Polonio y Reynaldo, lejos de ser una escena inconexa, fue introducido por Shakespeare como frontis del brutal proceso de mutuo espionaje que define los actos II y III de Hamlet. El rey y Polonio están espiando para encontrar la causa de la «destemplanza» del príncipe, y Hamlet lo hace para cerciorarse por medios naturales de que el espíritu sobrenatural era veraz.

Después del diálogo con Reynaldo, Polonio le dice al rey que ha descubierto la causa de la locura del príncipe: el amor a Ofelia rechazado por la joven. Para convencer al rey de que lleva razón, le propone «soltar» a Ofelia y que los dos escuchen el diálogo escondidos detrás de un tapiz. El escuchar detrás de tapices era una práctica inquisitorial muy repetida por Montano. Otro motivo es ponerle al sospechoso supuestos amigos que logren extraerle sus secretos. Para esa función el rey llama a Rosenkrantz y Guildenstern. Cuando llegan el príncipe sospecha que han sido llamados y ellos lo confiesan. El rey les encarga sacarle a Hamlet su secreto; y define su cambio como «transformación», una palabra que en los místicos significaba dar origen a un hombre nuevo frente al viejo. Por ese sentido radical de la palabra los recién llegados se sorprenden, y el rey apostilla: «No os extrañe la palabra, ya que no se parece en nada al hombre que solía ser». El famoso monólogo «Ser o no ser» tiene el contenido profundo de inquirir por el sentido de la vida, pero al mismo tiempo, como el príncipe sabe que le están espiando, es un intento de confundir a sus inquisidores. Todos estos esfuerzos terminan con éxito en el drama dentro del drama. Al dramatizar los actores la escena del envenenamiento de un rey por su hermano, el usurpador y asesino manifiesta su culpa y a partir de ese momento, cuando Hamlet comprueba que el espíritu era «honesto», se convierte en un diablo exterminador y podría beber «sangre hirviendo».

La primera ocasión que tiene de matar a su tío es cuando este está rezando, reconociendo su culpa. Si en ese momento Hamlet le hubiera matado, Claudio se habría salvado, por lo menos en el purgatorio. Ahora bien, dice el príncipe, esto, lejos de ser castigo sería un premio, y le deja vivo hasta que pueda sorprenderle cometiendo un pecado. La escena es compleja; si el rey hubiera muerto mientras pide arrepentirse, se habría salvado; pero, como el arrepentimiento exigía restituir lo usurpado y no lo hace, se levanta de la oración sin conseguir el perdón; por eso reconoce: «Las palabras, sin el contenido del pensamiento nunca llegan al cielo» (III.3.79). Respetando la vida de su tío, Hamlet se convierte en el mayor pecador de la obra, ya que comete un pecado contra el Espíritu Santo. Estos pecados, que ni Dios mismo puede perdonar, son los que implican rechazo de la gracia por parte del hombre. Santo Tomás los había clasificado como «soberbia espiritual», o sea, sentirnos con derecho a la salvación por nuestras virtudes (El condenado por desconfiado); «tentación de Dios»: retrasar para la vejez el arrepentimiento (El burlador de Sevilla); «odio espiritual»: trabajar para la condenación del prójimo (Hamlet); «desconfianza en la misericordia de Dios» (El condenado), e «impenitencia final»: negarse al arrepentimiento a la hora de la muerte. Shakespeare conocía esta doctrina, ya que se encuentra en varios libros de su tiempo, sobre todo en The Unfortunate Traveller (1594) de Thomas Nashe: Esdras de Granado, bandido español, ha matado a Bartol; el hermano de este toma venganza haciendo que «ante todo y sobre todo, Esdras renuncie a Dios; después blasfeme en su cara, y en tercero y último lugar pida a Dios con fervor que no le perdone nunca. Hechas estas temerosas ceremonias, le dije que abriera la boca todo lo que pudiera. Lo hizo, y sin más le disparé a la garganta con mi pistola, de forma que ya no pudo hablar ni arrepentirse» (Ed. McKerrow, Oxford, 1958, II, 325). Nashe llama a ese castigo «italianismo».

A partir del momento descrito, Hamlet va al apartamento de su madre, y sus palabras son para ella golpes de daga, aunque no utilice el arma. Ya en su primera aparición, el espíritu le había dicho a su hijo que no manchase su alma con respecto a su madre, y la dejase para el juicio del cielo (I.5.85). Recobrar el reino era una obligación social; maltratar a la madre sería una venganza individual contraria al cristianismo. En la habitación de su madre Hamlet mata a Polonio, que está escondido detrás de un tapiz en papel de omnipresente inquisidor. Al descubrir el crimen de su tío, Hamlet sufre una nueva sacudida: convierte la obligación social de restituirle a la nación la dinastía legítima en un odio individual hasta más allá de la muerte. Por eso reaparece el espíritu para reprenderle, porque «casi se ha embotado su propósito». El padre no le reprende por indecisión, sino porque el odio le ha hecho olvidar su obligación social.

Si el acto III culmina en el descubrimiento del crimen de Claudio y en el odio espiritual de Hamlet hacia su tío, el IV prepara la muerte de todos los protagonistas. Este acto consta de siete «escenas»: en las tres primeras el rey se entera de que Hamlet ha matado a Polonio, y teme que se le acuse a él; declara que no puede condenar a muerte al príncipe, porque «es amado por la enloquecida muchedumbre». Por eso le manda a Inglaterra con una carta en la que pide al rey inglés que le mate al llegar sin la menor tardanza. En la escena cuarta entra Fortinbras con la hueste que se propone conquistar un trozo de Polonia. Hamlet compara la resolución del joven caudillo con su propia dilación en cumplir el mandato de su padre, y se pregunta si su conciencia no es cobardía; pero él no puede ser impulsivo, como Fortinbras. Esta escena, por otra parte, explica que al final de la tragedia el príncipe noruego herede el reino de Dinamarca. La escena quinta presenta a Ofelia loca por amor a Hamlet, mientras la reina y el rey atribuyen su locura al amor por su padre (V.5.77). Enfurecido por la muerte de Polonio, reaparece Laertes con otros seguidores en actitud amenazante para con el rey, pero este logra por el momento apaciguarlo. En otro cuartel del castillo aparece un marinero que le trae a Horacio una carta de Hamlet (escena 6); en ella el príncipe-amigo le pide que vaya a donde él se encuentra y le dirá cosas que no puede escribir. En la última escena del acto el rey recibe unas líneas de Hamlet, en las que le anuncia que llegará al día siguiente. En ese momento el rey y Laertes conciben un combate de esgrima con una espada envenenada y una pócima mortal si quiere beber. La escena acaba con el anuncio de que Ofelia ha muerto ahogada, lo cual no hace sino intensificar la ira de Laertes.

En el acto V reaparece Hamlet con su amigo Horacio en el cementerio, y hace una serie de reflexiones sobre el sentido de la vida. De pronto entran el rey, la reina, Laertes y todo el cortejo, para enterrar a Ofelia. Hamlet se presenta ante ellos, llamándose «rey de Dinamarca» (V.1.281). Laertes le ataca, aunque Hamlet no entiende el motivo. De vuelta al castillo, el príncipe le explica a Horacio que en el viaje a Inglaterra descubrió la carta en la que Claudio pedía su muerte inmediata, y la sustituyó por otra en la que pedía en nombre del mismo Claudio la muerte de Rosenkrantz y Guildenstern. Algunos críticos han dicho que Hamlet es injusto con ellos, pero el heredero legal del trono tiene el derecho de eliminar al tirano y a sus colaboradores. Por eso Hamlet declara: «No pesan sobre mi conciencia» (V.2.58). Se prepara al duelo entre Laertes y el príncipe con la asistencia del rey, la reina y la corte. Hamlet muestra una vez más su altura humana pidiendo perdón a Laertes por el forcejeo en el hoyo de la sepultura de Ofelia. El duelo se mantiene, y la reina muere envenenada por la copa que el rey había preparado para envenenar a Hamlet. Laertes y el príncipe se hieren con la espada igualmente envenenada que habían intercambiado; Laertes, noble al fin, reconoce su traición (V.2.318) y acusa de ella al rey (V.2.331). Hamlet hiere al rey y luego le hace beber del cáliz envenenado. Los dos nobles se reconcilian y culpan a Claudio de todos los crímenes.

En el acto V los críticos habían reconocido que Hamlet no es el joven paralizado por la sensibilidad, sino un auténtico exterminador. Hay, pues, tres Hamlets en la tragedia de Shakespeare: el primero, anterior a la aparición del espíritu, está oprimido por la muerte de su padre y visceralmente avergonzado de la inconstancia de su madre. A partir de la revelación recibida en la escena quinta del acto I, Hamlet se apresura a descubrir si la visión merece crédito; se embarca en lo que llamaban los escritores espirituales la discreción de espíritus. La doctrina cristiana exigía respeto al rey, y si Hamlet, engañado por el demonio o por su propia melancolía hubiera matado a su tío, rey legítimo, habría cometido el doble pecado de regicidio y parricidio y se hubiera convertido en tirano y usurpador, como su tío lo era de hecho. El príncipe sigue la doctrina de san Pablo: «Si alguno os predicase un evangelio distinto del que yo os he predicado, sea maldito» (Gálatas, I, 8-9). Por eso emplea las artes de la «santa Inquisición española» para conocer por medios naturales lo revelado por el espíritu sobrenatural. Durante todo el drama Horacio ha sido el amigo de plena confianza del príncipe. Al principio se presenta como «siervo», pero Hamlet le llama «querido amigo», recordando la frase de Jesús: «No os he llamado siervos sino amigos» (Juan, 15, 15-16). El príncipe admira a Horacio porque encarna el perfecto equilibrio de la razón y los impulsos espontáneos. Uno de los términos más significativos de la obra es «conciencia», sinónimo de comportamiento racional. Hasta el momento en que respeta la vida de su tío por odio, Hamlet se acomoda siempre a la razón y esa conducta le produce la sospecha de si en el fondo es cobarde, pero él no puede desviarse hacia la pasión: «Así la conciencia nos hace a todos cobardes» (III.1.83). Cuando aparece Fortinbras dispuesto a conquistar un trozo de terreno en el que quizá no quepan los cuerpos de los soldados que van a morir, reacciona con cierta envidia ante el valor del joven soldado, pero, de nuevo, él no puede sucumbir a la pasión. La pretendida indecisión de Hamlet es el sacrificio que él mismo se impone por seguir el dictado de la razón («la conciencia»).

La admiración por el equilibrio de Horacio y la inserción de su amistad en la atmósfera del Evangelio, explican que al final del drama Hamlet le pida no sacrificarse con él, sino quedarse en este mundo «para contar mi historia» (V.2.360). El príncipe convierte al discípulo amado en su evangelista. El escritor Shakespeare reconoce en Horacio al escritor como un nuevo estamento social, una nueva fuerza histórica en cuyas manos está darles a los grandes de este mundo un nombre limpio o vulnerado.