Reparar el mundo con palabras nuevas: «La gravedad y la gracia», de Simone Weil

Adentrarse en un libro de Simone Weil no es adentrarse en un libro, es adentrarse en un mundo

Simone Weil, autora de La gravedad y la gracia
Foto: Simone Weil en un archivo de Wikimedia Commons
Pilar Gómez Rodríguez

Simone Weil. Filósofa nacida en París en 1909, mística y activista social vinculada al pacifismo y al sindicalismo revolucionario. Dejó la enseñanza para trabajar en distintas fábricas y conocer su realidad. Participó brevemente en la Guerra Civil Española y, en el contexto de la Francia ocupada, quiso formar parte de forma activa en la Resistencia. La singularidad de su vida y su pensamiento la han convertido en una de las figuras más influyentes de la filosofía contemporánea. Murió en Ashford (Inglaterra) en 1943 a los 34 años.

Avance

Simone Weil: La gravedad y la gracia. Trotta, 2025
Simone Weil: La gravedad y la gracia. Trotta, 2025

Obra maestra de la literatura filosófica y espiritual, La gravedad y la gracia es un atlas de la filosofía de Simone Weil. Tiene la particularidad de que lo elaboró ella misma sin saberlo, de forma espontánea. Lo constituyen ideas, pensamientos, intuiciones e imágenes que registraba en sus cuadernos. Tras su muerte —ese «extraño suicidio», como registraron los periódicos de la época— su amigo, el filósofo francés Gustave Thibon, se convirtió en albacea literario y, ordenando las notas de aquellos cuadernos dio lugar a este libro singular donde Simone Weil recrea su mundo interior.

A base de términos que inventa o cuya significación cambia o matiza, va explicando con meandros, con metáforas escritas y visuales cómo entiende la condición humana, abordando temas como el sufrimiento, la redención, el amor y la belleza. Nunca pierde de vista la participación de la gracia divina en el mundo y trata de asirla con palabras, fijando el punto de intersección de la misma con la ley de la fuerza que impera y lo domina todo. Así, entre lo divino y lo humano y las relaciones que existen entre ambos entes, avanzan las páginas de La gravedad y la gracia, un diario filosófico de quien anduvo buscando el encuentro entre la perfección divina y la imperfección humana.

ArtÍculo

Las palabras y las frases tan espontáneas, deslavazadas, si se quiere, son suyas, muy suyas, pero en realidad lo que leemos en La gravedad y la gracia es la edición de Gustave Thibon, el filósofo amigo de Simone Weil que la acogió en su granja durante la II Guerra Mundial y a quien ella dejaría los cuadernos que escribía desde 1934. Están plagados de reflexiones de la inclasificable pensadora y Thibon los ordena en un «libro artificial», como lo llama el filólogo, ensayista y poeta Carlos Ortega, a cargo de la última edición recientemente publicada por la editorial Trotta. Conviene no perderlo de vista, porque a la filósofa asistemática cualquier intento de sistematización seguramente no le hubiera parecido adecuado. Pero ella pensó también en ello y encontró la solución. Le dio un nombre: «contradicción», que convirtió en uno de los términos básicos de su filosofía, de este libro y de su vida. Para el resto del mundo, las contradicciones son imperfecciones, titubeos o volantazos que perjudican el saber hasta impedirlo, pero ella le da la vuelta a esto y las constituye en método de conocimiento, las erige en «las únicas realidades, el criterio de lo real. No hay contradicción en lo imaginario. La contradicción constituye la prueba de necesidad».

¿No produce esto un sobresalto? ¿No obliga a detener la lectura y a preguntar o preguntarse ‘qué es lo que ha dicho’ o ‘qué es lo que he leído’? Adentrarse en un libro de Simone Weil no es adentrarse en un libro es adentrarse en un mundo y La gravedad y la gracia, como también escribe Carlos Ortega en el prólogo de la edición de Trotta, es el mejor acceso para internarse en su obra.

«…salvo que sobrevenga lo sobrenatural»

El libro recibe su título del primer capítulo. En él Simone Weil habla de lo sobrenatural como de una presencia con cuya posibilidad cuenta. Dicha presencia no se prodiga demasiado, puesto que las cosas suceden casi siempre de acuerdo con la gravedad. Tanto esta como la gracia son las dos fuerzas que movilizan el alma. ¿Cómo? La gravedad, de forma análoga a las de la fuerza física conocida: «Todo cuanto denominamos bajeza constituye una manifestación de la gravedad».

Se fija a continuación en el suceso de que una causa baja suele movilizar mayor cantidad de sufrimiento y energía que una elevada. Cita un ejemplo que había visto y vivido en la Francia del año 40: «La gente que permanecía de pie, inmóvil, de una a ocho de la madrugada, por obtener un huevo, muy difícilmente lo hubiera hecho por salvar una vida humana». Le da vueltas y se estruja la cabeza: «¿Cómo transferir a los móviles elevados la energía reservada para los móviles bajos?».  No es nada fácil, en general, y menos cuando le niegas esa posibilidad a la voluntad o a cualquier impulso que nazca en el interior del ser humano. Ese impulso hay que buscarlo fuera, allí reside «la fuente de la energía moral, como ocurre con su energía física (alimento, respiración)», como una especie de «clorofila que permitiera alimentarse de luz».

Sería muy fácil visualizar la gracia como el movimiento contrario a la gravedad, ascendente… No es así o no tan rápido. Weil no da una definición clara de la gracia, no es un concepto «de este mundo» o que pudiéramos aprehender con nuestros mimbres intelectuales. Para definir la gracia apunta a un descenso sin gravedad que quiebra los órdenes habituales y abre espacios a las manifestaciones de lo sobrenatural. «La gracia logra que esa subordinación a la aplastante necesidad, a la pura impotencia, no corrompa el alma», explica Carlos Ortega. 

Vaciarse del mundo

Podrá no definir con claridad qué es la gracia, pero sí algunas condiciones para la misma, por ejemplo, el vacío. La gracia solo puede entrar «donde hay un vacío para recibirla». Hay que preparar el terreno y ese terreno es el vacío y hay que quererlo, hay que desearlo, porque «un vacío es para nosotros ese bien que no podemos representarnos ni definir […], ese vacío está más lleno que todos los llenos».

Para Weil, «todos los pecados son intentos de colmar vacíos». Al igual que Dios se vació de divinidad (Filipenses 2,7), que era lo suyo, lo propio; el ser humano ha de «vaciarse del mundo […]. Reducirse al punto que se ocupa en el espacio y el tiempo. A nada», pues eso es lo que es. Insta también Simone Weil en este párrafo a «asumir la condición de esclavo» que ella conoció de primera mano en trabajos fabriles alienantes que eligió por voluntad propia.

Se suele hablar de etapas en el pensamiento de Simone Weil y algunos autores, como recuerda Carlos Ortega, van más allá y citan una supuesta conversión. Antes de la misma, el primer periodo estaría marcado por la atención a la política, la defensa del pacifismo y la inmersión en movimientos obreros con la apuesta decidida por mejorar las condiciones de los trabajadores. La segunda tendría lugar después de los viajes por Italia en los años 1937 y 1938 que trascurren entre capillas, monasterios, paisajes y paisanajes. Son momentos decisivos de introspección radical y misticismo literario. ¿Significa esto «que su atención se desvía verdaderamente de ‘las cosas de aquí abajo’»?, se lee en la edición de Trotta. Ella hablará de franquear el umbral, pero no de «haber cambiado nunca de dirección». No de rupturas, sino de sucesivas, progresivas «cargas de profundidad».

Inventar la palabra precisa: «descreación»

Ahondando todavía más por la escala de significación de Simone Weil, encontramos un término inventado porque es el que necesita para explicar las cosas que quiere decir: «descreación». Las operaciones de lenguaje de Weil son como las palabras de un niño o una niña que aplican la lógica que van conociendo hasta dar con hallazgos luminosos tantas veces, plenos de significado y de precisión. Y de gracia. Las ansias nuevas en la infancia por nombrar y conocer el mundo impulsan a abrir la boca sin miedo y Simone Weil conservará ese impulso toda su vida: no dudó ante sus bolos conceptuales, sino que creó palabras sobre la marcha.

«Descreación» fue una de ellas y para esta sí encontró Weil una definición precisa: «hacer que lo creado pase a increado». No implica destrucción, no es reducir a nada (puesto que nada ya somos). Entenderla así sería un gravísimo error, un «sucedáneo culposo». Esta última operación se repite con otros términos y conceptos: para Weil no es tan grave no comprender algo en absoluto como comprenderlo mal, tomando una cosa por otra, un puro medio con apariencia de absoluto por el verdadero absoluto. En ese Ersatz maléfico —otro término del que se apropia—, ese sustituto pero o sucedáneo el que distrae al ser humano impidiendo que visualice, atienda y encamine sus acciones hacia el bien.

Pero hablábamos de «descreación», una acción que forma parte del camino hacia el bien. Consiste en replicar el movimiento de Dios, que «se retira de nosotros con el fin de que podamos amarlo». Él renuncia a ser todo y «nosotros deberíamos renunciar a ser algo». Esa renuncia es creadora: «Participamos en la creación del mundo al descrearnos a nosotros mismos», porque ese vaciamiento u ocultación del ser libera espacio para la verdad y lo divino.

Hay un telón, explica Simone Weil en su faceta eminentemente platónica, que separa el ser y el haber de las personas. El ser se sitúa oculto «por detrás del telón, por la parte de lo sobrenatural […]; está por la parte de Dios», de ahí su obstinación en ser nada, convertirse en nada y amarla. «Debo amar que no soy nada. Qué horrible sería si yo fuera algo. Amar mi nada, amar ser nada». Y explica cómo hacerlo o, mejor dicho, con qué: «Amar con la parte del alma situada del otro lado del telón, porque la parte del alma perceptible para la consciencia no puede amar la nada, pues siente horror de ella».

En una de sus citas más célebres y enigmáticas, Weil reitera su apuesta por la nada, enunciándolo de otro modo y ampliando su apuesta: «No hay que ser yo, pero menos aún hay que ser nosotros».

Más atención (y menos voluntad)

Una modernísima y siempre bien inspirada Simone Weil dedicó mucho tiempo y palabras al fenómeno de la atención para concluir con una definición. Se la dio por carta a Joë Bousquet y está fechada el 13 de abril de 1942, algo más de un año antes de morir. Es presumible que las notas del libro La gravedad y la gracia sean los apuntes previos que la hicieron llegar a la conclusión de que «La atención es la forma más rara y pura de la generosidad». Veamos por qué.

Para Simone Weil la atención no es un movimiento de la voluntad, sino algo contrapuesto a esta. La voluntad no juega ningún papel cuando se habla de pureza, inspiración o verdad. Cuando se trata de conseguir estas, «no nos queda más que implorarlas». Porque no se trata de buscar de forma insistente e incluso obsesiva: «No es preciso querer encontrar —afirma la filósofa—: porque, como en el caso de la dedicación excesiva, se vuelve uno dependiente del objeto del esfuerzo». Un yo dependiente es todavía más pesado que un yo a secas, que es lo que Weil trata de abolir. La atención puede ayudar, pero no entendida como afirmación de la voluntad, sino como lo contrario: borrado, extinción de la misma.

El método es sencillo, pero el éxito no tan fácil (ni tan rápido). Se trata de mirar, mirar, mirar «hasta que brote de ellos [las imágenes, los símbolos, etc.] la luz». Mirar y llegar a ser transformado a causa de esa atención que es capaz de convertir el tiempo en espacio «hasta modificarnos». Es por esto que Simone Weil define su atención en términos religiosos. «En su grado más alto, la atención es lo mismo que la oración. Presupone la fe y el amor. La atención absolutamente pura y sin mezcla es oración», concluye.

Descreación, vaciamiento, desapego, gracia… Son algunas nociones, esenciales, pero solo algunas, del gran corpus filosófico que constituye el legado de Simone Weil. En él se incluyen otras como desgracia, fuerza, arraigo y desarraigo, balanza y palanca… A la manera de los grandes nombres de la historia de la filosofía, ella supo crear una nueva concepción del mundo y recrearla con palabras. A la manera de las grandes figuras, supo que esto no bastaba y que, si quería ser escuchada, tendría que emplear el subrayado inefable de su propia carne. Lo hizo y se encargó de experimentar la desgracia, extinguió sus deseos y se extinguió ella misma. «Vivió desviviéndose, y murió de dejarse morir como los antiguos filósofos estoicos», resume Carlos Ortega, que recuerda en su edición para Trotta los titulares del periódico local en los días siguientes a ese 24 de agosto de 1943: Strange suicide, Refused to eat (Extraño suicidio. Se negó a comer).


La imagen, de autor desconocido, se encuentra en Wikimedia Commons y se puede consultar aquí. Ha sido tratada en Canva.