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Elena Valenciano. Presidenta de la Fundación Mujeres. Fue vicesecretaria general del PSOE, diputada del Congreso y diputada del Parlamento Europeo.


«Pactos», monográfico de Nueva Revista

Avance

La Unión Europea debe superar dos problemas importantes para desenvolverse como una potencia en el mundo, indica Elena Valenciano: la ausencia de una soberanía superior a las soberanías agregadas de sus estados miembros; y el déficit democrático —el Consejo Europeo detenta un verdadero poder omnímodo en la Unión lo cual pervierte el buen método comunitario que busca lo equilibrios, y resulta «exasperante», señala la autora, que setenta años después no tengamos un verdadero control democrático del gobierno europeo—. Habría que adoptar, además, mecanismos específicos comunes para garantizar los bienes estratégicos ante retos nuevos como los que plantean la energía, el agua, los alimentos, la salud pública, la inseguridad y la demografía. Mención aparte merecen las migraciones: hace falta un gran acuerdo europeo para que quienes buscan una existencia digna no tengan que arriesgar la vida para llegar hasta nosotros.

Nada tiene que ver el mundo actual con el de hace medio siglo: la complejidad del escenario global exige más cooperación internacional. Es necesario —afirma la autora— un multilateralismo renovado que se traduzca en pactos, a fin de eliminar desconfianzas y amenazas que pueden desembocar en conflicto. Así, se debe consolidar la presencia de la UE en el G7, el G20 y otros foros con una representación sólida evitando la multiplicidad de líderes de la Unión; y exigir un asiento para la UE en el Consejo de Seguridad como primer paso para reformar el sistema de Naciones Unidas.

La Unión —sostiene Valenciano— debe promover un gran pacto por el multilateralismo para reforzar su papel como actor global y su liderazgo en la cooperación internacional, en defensa de un orden basado en los derechos humanos y el imperio de la ley. Ante las amenazas contra la paz, la UE deberá insistir en la distensión, la disuasión y el acuerdo. Y ante quienes tratan de imponer su visión totalitaria o negar la universalidad de los derechos humanos, la UE debe hacerles frente uniéndose más.


El siglo XX iba a cambiar Europa para siempre. Tras las dos feroces guerras mundiales los límites a la barbarie habían desaparecido: bombardeos, deportaciones y hambrunas, campos de concentración y ejecuciones en masa.

La guerra no se concentra en un solo territorio: es una guerra total. El crecimiento del fascismo, el estalinismo y los nacionalismos excluyentes, dejaban una única salida razonable para Europa: romper con ese terrible legado y proyectarse hacia un futuro en el que los europeos construyeran algo juntos para dejar de destruirse entre sí. Se trataba no sólo de acordar la paz sino de generar el antídoto contra la guerra.

Es posible que sin el horror de la Primera Guerra Mundial y todas sus consecuencias Altiero Spinelli y sus compañeros, prisioneros antifascistas en la isla de Ventotene, no hubieran hecho nunca la reflexión (1941) que publicaron en forma de manifiesto en 1944. Spinelli imaginó una Europa en la que se abolirían los estados nación que la habían enfrentado y dividido, con una moneda única para todos, una política exterior propia y la práctica de la cooperación y la solidaridad dentro y fuera de sus fronteras. El escritor y político italiano consiguió llevar esa utopía, siendo ya eurodiputado, al Tratado Constitutivo de la Unión Europea, aprobado por amplia mayoría de la Eurocámara, en 1984.

El acuerdo para la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), firmado en 1951 por la República Federal Alemana, el Benelux, Francia e Italia supondría la semilla de la integración europea. La CECA representa el primer gran pacto entre distintos estados que, superando grandes escollos y todo tipo de presiones, suprimiría las aduanas con el objetivo de crear un mercado común cuyo resultado fue la mejora tanto de la producción del carbón y del acero como de su comercio.

Los Tratados de Roma reforzarían la idea de avanzar en un futuro común para los europeos y, así, paso a paso, hemos seguido construyendo este impresionante invento político que es la Unión Europea.

Déficits a superar

De un tratado a otro tratado, la UE ha hecho camino hacia un destino final que no sé si alcanzaremos. Es posible que los europeístas estemos atrapados en nuestro propio sueño y aspiremos a algo que está lejos de los textos y de la realidad. Pero aun ateniéndonos a la letra y sin pretender ir más allá de lo previsto, debemos ser conscientes de que para desenvolverse como una potencia en el mundo y ser la verdadera cúpula política de un continente entero, la Unión Europea presenta, en su origen, dos problemas mayores que conviene recordar.

Por un lado, la ausencia de una soberanía superior a las soberanías agregadas de sus estados miembros. Este hecho perfila un funcionamiento basado en auctoritas y una potestas discutibles, difíciles de gestionar en el ámbito interno y aún más en el marco internacional. Dentro de la Unión resolvemos el problema utilizando un método lento pero seguro, el de parar el reloj hasta que todo encaje. En el espacio internacional, reclamamos comprensión de los demás, aunque no seamos un Estado ni tampoco una organización internacional propiamente dicha. Exigimos, a veces, a otros lo que no alcanzamos a cumplir nosotros mismos sin tener en cuenta que ello erosiona enormemente nuestra credibilidad.

Por otro, no debemos ignorar nuestro déficit o defecto democrático. No me refiero solo a que el Parlamento Europeo tenga más o menos competencias ni que en las elecciones europeas la participación sea insuficiente en la mayoría de los Estados miembros; la cuestión es que los problemas se enredan y enfrentan a las instituciones europeas entre sí retrasando las decisiones hasta un punto de no retorno, en algunas ocasiones. Hoy el Consejo Europeo detenta un verdadero poder omnímodo en la Unión y ello está pervirtiendo el buen método comunitario que busca los equilibrios.

Setenta años después resulta exasperante que, más allá de haber conseguido aumentar el número de países miembros, nuestro Estado de Derecho europeo no comience por una auténtica división de poderes y un verdadero control democrático del gobierno europeo.

Estos defectos son especialmente sensibles para España. Un país que mantiene en buena forma su compromiso y su adhesión al proyecto de la Europa unida. Los españoles reconocen una legitimidad superior a «lo que dice Bruselas» incluso por encima de las propias instituciones nacionales. España, por su europeísmo transversal, debería formar parte del grupo de países llamados a liderar los cambios que necesita la Unión para ser una verdadera federación de Estados, acelerar los tiempos y actualizar el sueño europeo para las generaciones más jóvenes.

Del pacto original a los pactos esenciales

Los cambios deberían empezar por la renovación del gran pacto original llamando a una Convención europea con ambición de dar el salto que la Unión necesita para sobrevivir en las próximas décadas.

Los últimos años han venido marcados por algunas crisis que dejan clara la urgencia de ir más allá de la gestión ordinaria de los problemas creando nuevos instrumentos comunes.

Europa debe poner en marcha mecanismos específicos para enfrentar lo que podríamos llamar «el problema de la escasez» y garantizar los «bienes estratégicos» o «bienes de supervivencia».

—La energía. La generación, disponibilidad, transporte, consumo, costes, precios de la energía; cualquiera de estos elementos justifica una estrategia común que se sostenga en el tiempo. Sin ello será difícil seguir planificando economías, sistemas productivos y garantizando el bienestar de los ciudadanos.

—El agua. Si la sequía sigue avanzando y no pactamos la gestión de los recursos hídricos europeos hasta el límite que permita la geografía física y la obra pública, en pocas décadas podemos enfrentarnos a un escenario Mad-Max en el que la última tecnología conviva con la máxima escasez y el agua sea causa de terribles conflictos también en Europa.

—Los alimentos. Hacen falta solo unos cuantos puertos bloqueados para poner en evidencia que el tráfico de los alimentos no está garantizado y que los problemas pueden pasar de ser imprevistos a convertirse en irresolubles en pocas semanas. La falta de algunos productos para la agricultura o la alimentación que, en nuestros países puede generar inquietud, en el Sur se convierte en una cuestión vital para grandes capas de población.

—La salud pública: La pandemia de la COVID-19 demostró lo urgente y decisivo que resulta el acuerdo europeo para afrontar una crisis de semejante gravedad y dimensión.

—La inseguridad, los tráficos ilícitos, el crimen organizado. El narcotráfico avanza también en suelo europeo. Algunos países están viviendo con alarma una verdadera espiral de criminalidad. De manera coordinada, valiente e innovadora podríamos tener frente al narcotráfico una victoria similar a la que Europa ha tenido frente al terrorismo: cooperación interna e internacional.

—La demografía. Si el peso económico de Europa en el mundo se va ajustando conforme crecen nuevas potencias, el peso demográfico es nuestro verdadero punto débil. Varias de las grandes tribus europeas no llegan a la tasa de reemplazo. Necesitamos un debate para decidir si estamos dispuestos a apoyar a los más jóvenes en su emancipación y que tener hijos no acabe siendo un deseo inalcanzable. No debemos seguir ignorando la importancia de equilibrar el envejecimiento galopante de nuestras sociedades.

—En la lista de retos urgentes podemos continuar con las migraciones. Nos hemos acostumbrado a una realidad inaceptable desde cualquier
punto de vista. Quienes buscan una vida digna, lejos de la
violencia o la pobreza de sus países, no pueden tener que arriesgar la vida para llegar hasta nosotros. No hay ideología ni razón filosófica, política o religiosa que no nos interpele. Hace falta un gran acuerdo europeo para detener este despropósito inhumano que, además, cuestiona radicalmente los valores éticos que decimos defender.

La prosperidad de nuestros vecinos es fundamental para el futuro de la Unión: Europa es la solución también para ellos. Nuestra política de vecindad es casi perfecta en la teoría, pero deja mucho que desear en su aplicación. Voy a citar un único ejemplo: Túnez. Una democracia que ayudamos a resucitar, una Constitución que hemos inspirado y una primavera fallida por asfixia. Pobre política de vecindad de la UE si no es capaz de salvar a un país de ese tamaño y que había manifestado su deseo de cambio.

Hay que acordar de manera sosegada pero sincera y responsable, entre nosotros los miembros de la UE y con ellos, los vecinos, cuáles serán las relaciones sin crear falsas expectativas. Tanto en los Balcanes y otros territorios que son europeos según el mapa, como en la orilla Sur del Mediterráneo y más allá. Muchos millones de personas originarias de todos esos países viven ya entre nosotros, así que parece razonable planificar con ellos su porvenir y el nuestro que será compartido. En esta realidad geopolítica cambiante pactar con nuestros vecinos el camino que, en todo caso, vamos a recorrer juntos es estratégico.

Tras varios siglos de evolución política y jurídica internacional civilizada, vivimos un retorno al caos. La guerra es híbrida; se ha dejado de respetar el derecho internacional humanitario; combaten los ejércitos privados, soldados sin estandartes ni distintivos y sin responsabilidad legal. Se invaden países, destruyen ciudades y masacran poblaciones y lo primero que se pisotean son las reglas del orden internacional que nos habíamos dado en 1949. Hoy, en pleno siglo XXI ni la Cruz Roja ni la Media Luna Roja pueden garantizar hacer de escudo contra artefactos teledirigidos sin límites a la crueldad.

Resucitar en el multilateralismo

Es necesario renovar un multilateralismo consciente de los cambios que se han ido produciendo en el escenario geopolítico para eliminar desconfianzas y amenazas que pueden desembocar en conflicto. El mundo es otro del que hemos conocido en los últimos 50 o 60 años. Europa no es el centro de ese mundo ni es valorada por grandes regiones del planeta como el modelo a seguir. A mayor complejidad en el escenario global, mayor necesidad de conversación y de cooperación internacional. El juego entre potencias debe empezar por el respeto y seguir por el (re)conocimiento mutuo. El multilateralismo renovado debe plasmarse en pactos como aquellos que supusieron el principio del fin de la Guerra Fría. Pactos a los que hemos ido renunciando de manera irresponsable.

A muchos nos gustaría que la Política Exterior y de Seguridad Común diese el gran salto adelante. Estamos en el momento de hacer de la necesidad virtud y, por qué no, convertir la que hasta ahora ha sido tan sólo una rama de la construcción europea, en el tronco de una verdadera federación de poderes que optimicen nuestras capacidades en la escena internacional.

Mientras llega ese salto, deben fortalecerse la coordinación y las operaciones conjuntas. Imaginemos que los aliados que buscan nuestro apoyo no tuvieran que girar por siete u ocho capitales para obtener la ayuda que necesitan. O bien pensemos en 27 ejércitos concentrados en uno solo, dirigido por generales europeos que planifican la nueva operatividad de la Alianza Atlántica en un plano mucho más equivalente con sus colegas norteamericanos.

—Se debe consolidar la presencia de la UE en el G7, el G20 y demás foros de alto nivel con una representación sólida evitando la multiplicidad de líderes de la Unión, cada uno buscando su protagonismo, porque resulta muy poco eficaz.

—Exigir un asiento para la UE en el Consejo de Seguridad debería ser el primer paso de una reforma a fondo del sistema de Naciones Unidas. En las grandes crisis recientes la ONU ha dado muestras de una cierta desorientación cuando no de ausencia.

En definitiva, mientras juega sus bazas, la UE debe promover un gran pacto por el multilateralismo que reforzaría nuestro papel como actor global y nuestro liderazgo en la cooperación internacional, en defensa de un orden basado en normas, los derechos humanos y el imperio de la ley.

En el núcleo de nuestra ambición para convertirnos en una verdadera potencia mundial debe estar, sin duda, el mantenimiento de la paz. A falta de métodos más eficaces, la Unión Europea deberá seguir insistiendo en la distensión, la disuasión y finalmente, el acuerdo.

En los últimos años hemos asistido a la decadencia de todos los acuerdos armamentísticos que sirvieron para garantizar la supervivencia del mundo. Ahora deberíamos ser los propios europeos quienes los reconstruyéramos. Entre otras razones porque no está escrito que Europa no vuelva a ser el escenario del peor conflicto, el definitivo.

Unirnos más

El método es conocido y lo hemos probado: acordar, pactar, convenir, paso a paso, forjando y consolidando las alianzas, los europeos entre nosotros, y después con los demás. Es la senda que emprendimos, por ejemplo, con los acuerdos para combatir el calentamiento global y que, ahora, corren también el riesgo de resquebrajarse.

Las fuerzas del mal, aquéllas que buscan imponer su visión totalitaria utilizando la violencia y el terror siempre han existido. En muchos lugares del mundo se mueven corrientes ultranacionalistas y excluyentes que niegan la universalidad de los derechos humanos. Y la única forma de combatirlas es uniéndonos más. Lo aprendimos con dolor en la reciente historia de nuestro Continente. Hemos llegado muy lejos; hoy los jóvenes europeos ya no comparten trincheras sino universidades, ya no se matan entre ellos, se escuchan. Es tiempo de poner en valor nuestros éxitos y corregir nuestras debilidades. No es fácil predecir cómo será la Unión Europea en los próximos cincuenta años, pero es seguro que seremos lo que consigamos pactar entre todos.

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Presidenta de la Fundación Mujeres. Fue vicesecretaria general del PSOE, diputada del Congreso y diputada del Parlamento Europeo.