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Ahora resulta que los cisnes blancos son la excepción: primero el Brexit, ahora Trump. ¡Dos cisnes negros en seis meses! A primera vista, ambos acontecimientos representan la normalización de lo inesperado en la escena política contemporánea: la materialización de aquello que parecía imposible. Sin embargo, quizá el problema está en la mirada del observador, que descarta como imposible aquello que le parece ante todo indeseable o no puede comprender. Tras el triunfo del Brexit, la segunda gran victoria del populismo global -la presidencia de Trump- no podía ser descartada en absoluto. Menos aún tratándose de un país que, como observó en cierta ocasión Don Delillo, produce más historia de la que sus novelistas pueden absorber. Ahora, la histórica presidencia de Obama, primer negro en llegar a la Casa Blanca, da paso a la histórica presidencia de un empresario lenguaraz que representa el summun de la incorrección política. He ahí una paradoja para la que no tenemos respuesta, salvo que elijamos la más sencilla y veamos en el trumpismo una reacción -en sentido propio- al obamismo. Sea como fuere, la victoria de Trump demanda explicaciones y lo que sigue es un intento por ofrecerlas: aunque ya se ha dicho todo y seguirá diciéndose estos días. Nada de lo que se diga, por lo demás, logrará modificar un hecho que posee más fuerza que todas sus interpretaciones. En lo que sigue se ofrecen algunas, eludiéndose de manera consciente aquellas -influjo polarizador de las redes, perdedores de la globalización, brechas geográficas campo/ciudad, crisis de los partidos tradicionales- sobre las que ya se está haciendo mayor hincapié en otros lugares.

1. La nueva incertidumbre. Si en la mañana del miércoles 9 de noviembre nos hemos despertado estupefactos, es en buena parte porque las encuestas han vuelto a fracasar. Son comprensibles las dificultades logísticas que presenta un país de dimensiones continentales, pero algo distinto parece asomarse en el horizonte: nuestra incapacidad para detectar fenómenos de fondo que no se transparentan mediante el trabajo de campo tradicional. Hubo alguien que sí acertó, sin hacer encuestas: un profesor de historia, Allan Lichtman, que no ha fallado en ninguna elección presidencial desde 1984. Su método consiste en responder a trece preguntas, entre las que se cuentan la existencia o no de una recesión, si el presidente aspira o no a la reelección, si existe descontento social o terceros candidatos con apoyos significativos. Lichtman se pregunta, en definitiva, por los factores que nos permiten explicar las decisiones reales de los ciudadanos, no por aquel voto que sería deseable o permisible a la vista de las cualidades morales de los candidatos. Y funciona. Es verdad que Hillary ha ganado en votos y perdido en delegados; que, por tanto, la elección ha sido muy reñida. Pero no lo es menos que esperábamos una cosa y ha sucedido la contraria. Eso habla de instrumentos que necesitan refinarse, o de expectativas sobre su utilidad que hemos de reajustar.

2. El viejo lenguaje. Difícilmente podemos explicar la victoria de Trump sin introducir el factor decisivo de nuestra especie: el lenguaje. Porque ha sido a través del lenguaje, del discurso, que Trump ha convencido a sus conciudadanos de que Estados Unidos es un país en decadencia. Un discurso acompañado de elementos simbólicos que lo reforzaban a ojos de una buena parte del electorado: un empresario blanco que dice lo que piensa sin componendas de politicastro. Por supuesto, hay muchos ciudadanos que se sienten left behind, como hay territorios del país que padecen una pobreza sorprendente; pero esto no es suficiente para darle una presidencia a nadie. Hace falta un lenguaje que conecte con el sentimiento de un número considerable de votantes, capaz de desplegar una ficción -un relato- que dé forma a la realidad. Ningún modelo basado en la elección racional posee la sensibilidad necesaria para capturar esa diferencia que el discurso, en un sentido amplio que incluye cualidades carismáticas y corporales, es capaz de producir. Su memorable lema de campaña, Make America Great Again, apunta en esa dirección y contrasta con la ausencia de un mensaje claro en el lado de Clinton: nadie sabría decirnos hoy cuál era su frase de ayer.

3. You are fired! Aunque hizo su fortuna en el mercado inmobiliario, Trump se hizo célebre como maestro de la telerrealidad. He ahí un entrenamiento que le ha permitido escenificar su personaje político con una maestría que el disgusto moral no nos ha permitido apreciar en toda su medida. David Foster Wallace escribió lúcidas páginas sobre la televisión norteamericana, que ahora encuentran plena vigencia política. Trump ha hablado el lenguaje de la democracia ocular, estableciendo una relación directa con la audiencia, como si se presentase a un plebiscito (rasgo que la democracia presidencialista norteamericana viene por sí mismo a reforzar). Si la audiencia lo adoraba en su papel de empresario capaz de despedir sin contemplaciones a los aspirantes a trabajar para él, ¿por qué no iban a elegirlo presidente? Ante la aparente incapacidad de los políticos profesionales para get things done, el fanfarrón se ha presentado como el atajo perfecto para poner en evidencia al establishment de Washington y recuperar las virtudes perdidas de una Norteamérica nostálgica de un pasado mejor. De manera que la audiencia lo ha investido afectivamente de rasgos redentores, fuertemente arraigados en la psique humana y especialmente presentes en el imaginario norteamericano: la historia del loser que vuelve a ganar, el desarraigado que encuentra un valle donde vivir, el ex-alcohólico que consigue rehabilitarse.

4. La extraña pareja. Que los norteamericanos hayan debido elegir entre dos malos candidatos no es culpa de los norteamericanos, sino de sus partidos; muchos de ellos han decidido no votar a ninguno de los dos. Hay quien protesta ante la sugerencia de que Hillary Clinton ha hecho posible la victoria de Donald Trump, pero hay buenas razones para creerlo así: no ha movilizado lo bastante a sus mujeres y latinos, al tiempo que desmovilizaba a antirrepublicanos potenciales. Bien haría el partido conservador francés, enfrascado en el proceso de primarias que habrá de identificar al rival de Marine Le Pen en las elecciones del año próximo, en tomar nota. Se ha dicho que los norteamericanos no se estaban dispuestos a elegir a una mujer como presidenta; es más verosímil concluir que no han querido elegir a esta. Hillary es ya la chica de ayer, pero quizá lo era desde hace tiempo y no quisimos verlo: presentar a una eximia representante del «sistema» en plena ola de descontento antielitista no era la mejor idea, desventaja de partida que sus deficiencias oratorias y empáticas no han sabido -no podían- compensar. ¿Nadie supo ver este problema en el Partido Demócrata? En cuanto al Partido Republicano, otrosí: el disgusto con que sus principales oligarcas han recibido la candidatura de Trump habría podido remediarse con un candidato inicial de consenso. Parece una banalidad, pero no lo es: Trump obtuvo la nominación porque concurrían hasta 16 candidatos y el voto «razonable» se fragmentó irremediablemente. Por lo demás, estas elecciones demuestran que los más movilizados son siempre los activistas, que no por casualidad son, asimismo, los más radicales: en Estados Unidos, en Gran Bretaña, en España. Y en cualquier comunidad de vecinos.

5. Democracias sentimentales. Quien se sorprenda de que un candidato como Trump pueda ganar unas elecciones es un ante todo un optimista; entendiendo por tal, como suele decirse, a alguien mal informado sobre la naturaleza de la realidad. Tal como intento explicar en un libro que llega estos días a las librerías (La democracia sentimental. Política y emociones en el s. XXI, Ed. Página Indómita), la descripción del ciudadano como sujeto racional, que toma sus decisiones mediante una deliberación interior e informada, no deja de ser una bienintencionada exageración. Aunque los jefes de campaña saben desde hace tiempo que la gran mayoría de los votantes decide sobre la base de la pura percepción del candidato, percepción teñida de tonalidades emocionales, el giro afectivo experimentado por las ciencias sociales y las humanidades durante la última década confirma sin género de dudas nuestra alta vulnerabilidad emocional. Somos seres sujetos a influencias y sesgos de toda clase, tanto racionales como afectivos, y solo quien hace un verdadero esfuerzo reflexivo se vacuna con ello en alguna medida. No es este el lugar donde extenderse al respecto, pero la sentimentalización de nuestras democracias es menos un fenómeno nuevo que un fenómeno, ahora, más intenso y visible que nunca. Sucede que el liberalismo pluralista estará siempre en desventaja ante aquellos rivales que, como el populismo o el nacionalismo, juegan abiertamente la carta emocional. Quien logra que le adjudiquen la portavocía de la ira en tiempos turbulentos, tiene mucho camino recorrido.

6. Complejidad/simplificación. Si empleamos la categoría propuesta por Margaret Canovan, podemos decir que Trump representa la faceta redentora de la política democrática: un populismo que se dirige directamente al ciudadano medio, asegurándole que sus sueños pueden realizarse sin mayores especificaciones. Ha dicho Trump en la noche de su victoria: «¡Qué hermosa e importante noche! El hombre y la mujer olvidada nunca volverán a caer en el olvido. Todos nos uniremos como nunca». ¡No es el primero en hablar así! Se trata de una promesa de mejoramiento, de comunidad, de reconocimiento: una apelación a los descamisados. Y es que la democracia no sería democracia si no pudiera formular esa promesa; por eso los defensores del populismo dicen que este es la ideología de la democracia: la defensa del pueblo ante sus enemigos. El problema es que este anhelo romántico casa mal con la complejidad del mundo moderno; o sea, con el aspecto tecnocrático que conforma el grueso de las políticas estatales. Si Trump hace la mitad de lo que dijo que haría, sus votantes no tardarían en ver unos resultados deprimentes; igual que el deterioro económico provocado por el Brexit amenaza con perjudicar ante todo a sus defensores. Es por eso que los referéndums son una mala idea: la democracia debe ser defendida de sí misma. O de otro modo: una democracia contaminada por el populismo termina, de catástrofe en catástrofe, por entregarse a un cirujano de hierro. Sucede que la Gran Recesión ha sido interpretada por muchos votantes como un fracaso de los tecnócratas y, sintiéndose impotentes para comprender un mundo inasible, se entregan a alguien que habla como ellos y sabe decirles lo que esperan oír. Alguien «auténtico» en su simpleza, con arreglo a un mecanismo básico pero eficaz de identificación emocional.

7. De Mussolini a Reagan. Se ha dicho de Trump que es un fascista, pero la conclusión parece precipitada. De momento, tenemos a un bufón que se ha convertido en rey, sin que podamos saber si su parlamento delirante es el de un loco o el de alguien que se hace el loco. A quien recuerda es a Berlusconi, pero convendría no olvidar que Ronald Reagan, mediocre actor de westerns, interpretó el papel de su vida como presidente norteamericano. De manera que hay razones para temer lo peor, pero tambien pudiera ser que Trump -un empresario sin ideología casado con una extranjera- hiciese equilibrismos en el interior de un sistema político que limita el aventurerismo gracias a su eficaz sistema de checks and balances. Acaso el mayor peligro resida en el proteccionismo económico, aunque en su breve discurso de ganador Trump no ha hablado de aranceles ni de muros, sino de crear empleo reparando las pobres infraestructuras estadounidenses. Es pronto, en fin, para saber cómo será el Trump presidente. Solo podemos esperar que sea diferente al Trump candidato. Y tampoco eso sería del todo nuevo.

8. La tentación del tremendismo. Antes y ahora, con demasiada facilidad, cedemos a la tentación de la hipérbole: describimos el mundo como una catástrofe sin paliativos y al hacerlo formulamos sin quererlo una profecía que acaba por traernos aquello que queríamos evitar. Si la Union Europea es la gran culpable de los males británicos, ¿cómo no votar contra ella? Si Estados Unidos no tiene remedio, ¿por qué no elegir a un salvapatrias populista? Nada de esto quiere decir que no haya votantes justamente frustrados en sus expectativas, bien por efecto de la globalización y el cambio tecnológico, bien a consecuencia de un cambio cultural y demográfico que les ha hecho perder estatus de manera acelerada. O, como parece suceder en Estados Unidos, una minoría sociológica que solía ser mayoría y ha visto cómo los protagonistas pasan a ser otros: minorías pugnaces, mujeres emancipadas, ingenieros informáticos. No obstante, la batalla por la atención del público -así como la expresión del público mismo a través de la autocomunicación digital de masas- ha producido un relato tremendista del estado de las sociedades occidentales que amenaza con devorarlas. Véanse, sin ir más lejos, los comentarios del día sobre la victoria de Trump: parecen anunciar el fin de los tiempos. Pero este rara vez tiene lugar y conviene no perder la perspectiva: esperar y ver sigue siendo la receta más aconsejable. Ya hemos visto a dónde conducen los diagnósticos simplistas.

9. Rebelde con causa. Nadie quiere a un conformista: miremos donde miremos, en el cine y la publicidad, en el deporte y en la moda, los rebeldes tienen la buena prensa de que carecen los obedientes. Tarde o temprano, el fenómeno había de llegar a la vida política y esta crisis ha terminado por precipitarlo. Incluso la HBO tiene su cuota de responsabilidad: su forma de representar la política institucional dar la razón a quienes piensan que los pasillos del poder solo los recorren las alimañas del cinismo. De nuevo: si repetimos que el sistema está podrido, prestigiamos al insurrecto y depreciamos al reformista. Jaleamos a Varoufakis, pero gana Trump.

10. Una cierta izquierda y el momento populista. Se ha hablado estos meses del «momento populista» que, para la teórica Chantal Mouffe debe permitir -al socaire de la crisis económica- aglutinar a las fuerzas de la izquierda alrededor de un proyecto unificado de transformación del capitalismo global. Por ahí se explican el éxito de Podemos y Corbyn, el fenómeno Sanders o la victoria de Syriza en Grecia. Pero Podemos y Corbyn no gobiernan, Sanders perdió las primarias y Syriza anda veinte puntos por detrás de los conservadores en las encuestas. Hay, sin duda, un momento populista: pero no lo protagoniza la izquierda. Ha ganado el Brexit, Trump será presidente, Marine Le Pen amenaza con serlo. Nos encontramos así con la paradoja, nada desconocida históricamente, de que las esperanzas de la izquierda en tiempos de tribulación se ven frustradas por el triunfo de la derecha. Desgastar al centro-izquierda, por tanto, no sirve para nada: la aspiración a lo mejor termina a menudo en lo peor. Tal vez convendría reflexionar al respecto: no por casualidad se ha dicho que la divisoria izquierda/derecha tiene ya menos utilidad que la que separa a cosmopolitas de antiglobalistas. Tampoco lo es que la izquierda populista se cuente entre estos últimos, compartiendo de facto más con Trump y Le Pen que con la socialdemocracia reformista y, como se ha dicho, complicando a esta última su tarea. Nada refleja mejor esa actitud que la preferencia de Zizek por una victoria de Trump, a fin de que -ya saben- el sistema se corrompa desde dentro.

11. El fin de la inocencia. De un plumazo, los shocks suministrados por los electorados británico y norteamericano han terminado con la confianza que pudiéramos conservar en la capacidad de las democracias para tomar, siempre y en todo caso, buenas decisiones. De repente, la idea de que la democracia presenta la ventaja de que, si nos equivocamos, al menos no sequivocamos nosotros mismos, no nos parece ya tan buena. Quien sostenga que los ciudadanos nunca se equivocan cargará, de ahora en adelante, con la carga de la prueba. Es fácil extraer de aquí las conclusiones equivocadas, cargando sobre los hombros del proyecto ilustrado el peso de un fracaso amenazante. Ahora bien, ¿de verdad estamos ante una enseñanza que el siglo XX no nos había proporcionado? ¿No se trata más bien de que olvidamos sistemáticamente aquello acerca de lo cual se nos instruye? Hay, como se ha dicho antes, nuevos datos sobre las deficiencias racionales del individuo; pero de ellos no se deduce, o no todavía, que hayamos de renunciar a un ideal de autonomía que ha traído consigo indudables progresos civilizatorios. De hecho, buena parte de los padres de la Ilustración eran conscientes de ello: Hume anticipó a Freud cuando dijo aquello de que la mente es una esclava de las pasiones. En realidad, la sociedad abierta no se funda sobre el principio de racionalidad; ese atrevido mérito hay que atribuirlo, como señala Boris Groys, al comunismo soviético. Las democracias constitucionales asumen de entrada los agujeros de la racionalidad: por eso se organizan en torno al imperio de la ley, la división de poderes y los contrapesos institucionales. No está de más recordarlo, no sea que tiremos al niño junto al agua de la bañera.

En los días que siguen iremos ordenando nuestras ideas y comprobando, de paso, qué tipo de presidente quiere ser Donald Trump: si un Orban o un Reagan. Su populismo agresivo es una mala noticia para todos los amigos de la razón; pero el populismo es menos una ideología que un estilo político: una estrategia para alcanzar el poder. Esperemos que, cuando de ejercer ese poder se trate, las instituciones democráticas frenen sus peores instintos. Más preocupante es el daño que para la cultura política democrática supone comprobar que el extremista puede ganar por medio de la descalificación directa, la xenofobia y la provocación. Lo ha dicho alguien: es como si la sección de comentarios de una página web accediese a la presidencia. Al menos, nos queda el humor.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).