Tiempo de lectura: 10 min.

Se cuenta que Confucio fue preguntado por un discípulo acerca de lo que era esencial para gobernar bien. Le respondió que poner orden en las palabras. Ante la estupefacción del discípulo, Confucio explicó «si los hombres y las palabras no son correctos, el lenguaje no responde a la verdad de las cosas y, así, los asuntos no se pueden abordar adecuadamente, por ello se perjudica a la justicia y los pueblos no sabrán dónde tienen el pie y la mano».

El diálogo ha sido desde el principio la materia prima de la democracia, no hay gobierno democrático que no necesite del ejercicio continuo del diálogo para desarrollar sus funciones. Su ausencia conduce a la aplicación de la fuerza que, como señala Chesterton, «es el derecho de los animales».

De ahí que no resulte tan sorprendente que en los últimos tiempos el diálogo se haya convertido en un concepto recurrente que, de una forma u otra, afecta a un buen número de las actividades políticas del momento. Se plantea como una especie de fórmula mágica para la regeneración democrática y se convierte en una bandera que acompaña la política en temas tan diversos como la política exterior, a través de la Alianza de Civilizaciones, la política antiterrorista o la política laboral.

pvd001.jpg

Frente a esta concepción demiúrgica del diálogo, son muchos los que cuestionan su alcance y posibilidades, y en sus críticas terminan cuestionando el propio concepto. Su postura plantea preguntas claves para el desarrollo de la sociedad democrática. ¿Es posible el diálogo con los violentos cuando éstos no han renunciado a la violencia?, ¿y con aquellos que amenazan el sistema democrático? Cada vez son más los que ante estas preguntas responden relegando el diálogo, como si fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Así se enfrentan las políticas de diálogo con las de confrontación, acudiendo con frecuencia al ejemplo de sir Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial tras las desastrosas consecuencias de la política de apaciguamiento de Chamberlain frente a la amenaza del régimen de Hitler. En esta línea se interpreta el diálogo como apatía, como muestra de debilidad, una actitud cómoda y completamente inútil. El diálogo no sería más que una estrategia de retardo, de falta de compromiso que nunca funcionaría contra los que amenazan al sistema democrático, con los que no hay diálogo posible.

Ambas actitudes, consecuencia de ese adagio que empieza a ser un clásico según el cual «en comunicación política no hay matices», provoca el descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia. Tanto el abuso del término, aplicado a todo, como su rechazo sin ninguna explicación lo han convertido en un concepto vacío, arrastrando de una forma u otra consigo al propio concepto de democracia.

De ahí que sea en la vida política donde se escenifica principalmente lo que José María Barrio ha denominado la pérdida del etos dialógico en la sociedad, «cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos»1. El debate es la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo el caso en el que vea amenazada su posición, momento en el que recurrirá a toda una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas. El diálogo entonces se convierte en arma arrojadiza.

No basta con la constatación de lo obvio, aunque sea para lamentarse, es necesario tratar de analizar las causas para tratar de reconstruir en la vida pública el sentido del verdadero diálogo.

HOMO VIDENS, EL HOMBRE SENTIMENTAL

Entre las causas de esta pérdida de la capacidad de diálogo en la sociedad, es interesante señalar la disminución de la capacidad de raciocinio provocada por la cultura audiovisual, algo contra lo que alertaba Giovanni Sartori en su obra Homo videns.

Hoy la imagen ocupa el primer lugar en la educación, especialmente de los más pequeños. Cualquier europeo, que pasa una media de tres horas frente al televisor, se va educando con una acumulación de impactos visuales, de imágenes, que no tiene necesidad de convertir en ideas, limitándose a recibir de forma pasiva una acumulación de sensaciones. El progresivo debilitamiento de la capacidad de abstracción, provocado por esta situación, hace que las personas reciban información perplejas ante la falta de una estructura sobre la que configurar esa información, sin un plano en el que ir situando los ladrillos de la experiencia diaria. El hombre es incapaz de distinguir y, sobre todo, es incapaz de llegar al fondo, a lo que está detrás de las imágenes. Se convierte en receptor pasivo, incapaz de transformar los impulsos audiovisuales que recibe pasivamente en partículas de saber. El conjunto de estos factores impide la transformación de la información en conocimiento, de las imágenes en conceptos, en ideas, dificulta enormemente la noble tarea de pensar. Como dice Sartori, el homo sapiens es cada vez más homo videns, sólo reacciona ante aquellas imágenes que entre un millón consiguen provocar en él algún sentimiento y el hombre no puede evitar convertirse cada vez más en un ser sentimental. Esta reacción sustituye al criterio racional, moral, por el que las cosas podían ser buenas o malas, convenientes o inconvenientes, más o menos bellas…; ahora las cosas son más o menos impresionantes, «molan», «dan buen rollo» o son «un horror».

RELATIVISMO Y EMOTIVISMO

El hombre sin capacidad de raciocinio es un hombre amoral que juzga los hechos en función de sus sentimientos. No hay actuaciones buenas o malas, todas son admisibles, y será cada hombre el que decida lo que es el bien y el mal. Benedicto X V I lo señalaba antes de ser elegido Papa, «el relativismo, dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos». El hombre, que se mueve sólo por sus preferencias, se vuelve un ser profundamente egoísta. Como señala José María Marco, «el relativismo, templado por la razón, acabó con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto»2.

Así se plantea el relativismo como fundamento de la democracia, que se basaría en que nadie debe alzarse con la pretensión de conocer el camino recto y viviría de que todos los caminos se reconocieran mutuamente como fragmentos del intento por llegar a lo mejor. En este camino desaparecería el concepto de verdad y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común.

Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo hace falta que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.

pvd002.jpg

Pero nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de discernir lo que está bien y lo que está mal. Si no se admite esto, será bastante difícil fundar razonablemente una verdadera democracia. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal acaba por prevalecer el interés del más fuerte.

EL LENGUAJE

La pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, hace que se pierda la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos»3. El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría a lo que otro llama miedo y uno crueldad a lo que otro denomina justicia, uno hable de la prodigalidad cuando otro se refiere a la magnanimidad…, nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio»4 .

Quizás esta desconexión entre lenguaje y realidad sea el principal obstáculo para el diálogo. Éste se ha convertido en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad.

Es George Lakoff el que nos ofrece una explicación más detallada de este fenómeno en su último libro, Don’t think of an elephant!, que se autopresenta como «Guía esencial para progresistas». El autor plantea que la clave del éxito republicano en EE.UU. de los últimos veinte años se ha basado en la determinación de la agenda (agenda setting) a través de la fijación del lenguaje. El autor explica cómo nuestra forma de pensar gira en torno a estructuras mentales (frames), conceptos construidos en torno a imágenes. Parte de la premisa de que tras las palabras hay unos conceptos que calan en la opinión pública, a veces con significado distinto del literal, lo que provoca que siempre que se hable de un concepto, sea a favor o en contra, redunde en beneficio del «dueño» de la palabra. Por ejemplo, en España cada vez que se hablaba de la guerra de Irak, aunque fuera para justificarla, se estaba generando rechazo en la opinión pública. El debate público es una lucha por conquistar las palabras, no cabe la interpretación aséptica del lenguaje, cada parte tratará de utilizarlo en beneficio propio, y cada cual tratará consolidarlo en el imaginario público con ingentes réditos. Qué se puede decir sino de palabras como «derecho de elección», para referirse al aborto, «clonación terapéutica» o el maleadísimo concepto de «progresista».

Quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.

EL FALSO CONCEPTO DE TOLERANCIA

Otro obstáculo para el diálogo sería el falso concepto de tolerancia. La tolerancia entendida como respeto a la opinión ajena, aunque uno no la comparta, es letal para el diálogo porque si el titular del derecho a ser respetado es por la misma razón el opinante y su opinión, cualquier forma de discrepar del vecino sería una forma de faltarle al respeto. Frente al respeto que la persona siempre merece, piense lo que piense, y haga lo que haga, sus opiniones ya sea por falsas, por infundadas o por disparatadas, pueden provocar rechazo, enfado, risa o incluso compasión.

pvd003.jpg

La tolerancia tiene mucho que ver con la actitud de permitir el mal menor; lo que se considera malo, aunque no tan malo, eso es lo que se considera tolerable; se tolera el mal sabor de una medicina; un sabor que suele ser malo, pero no tanto como las consecuencias de no tomarla. Sin embargo, se ha producido una mutación semántica por la que la tolerancia pase a significar el poner en pie de igualdad, y por tanto, mantener una actitud de crasa indiferencia respecto de una cosa o su contraria. Como consecuencia, cada vez se escucha menos. Cuando la opinión del otro es simplemente tolerable, basta con no interrumpirle ni mandarle callar, no es necesario prestar atención a su diálogo, sólo esperar a que terminé su tiempo para poder iniciar la propia intervención.

Se confunde el derecho de todos a opinar en condiciones de igualdad, y se hace valer la opinión propia como la verdad única, con la valoración de cada una de las opiniones. Se cae en el error de pensar que todas las opiniones valen lo mismo, sin discriminar una opinión autorizada, de una que no lo es. Se confunde el derecho a opinar con la valoración de cada opinión, de ahí que a diario suframos las opiniones de futbolistas metidos a médicos o artistas metidos a políticos. Es evidente que «si yo me pongo a opinar sobre las causas del cáncer, teniendo en cuenta que yo no soy oncólogo, y no se nada sobre eso, probablemente diré tonterías; y desde luego un señor que sabe de eso dirá cosas más sensatas y más razonables»5.

POLARIZACIÓN

Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada»6, según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos.

pvd004.jpg

Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos», que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.

CONCLUSIONES

El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El verdadero diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el británico, era conocido como el mejor club de Londres.

De ahí que reivindiquemos un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ad hominen y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Hoy, más que nunca, es preciso que las decisiones que determinan el futuro de la sociedad se adopten tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, sólo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.

 

NOTAS

1 J. M. Barrio Maestre (2003), «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152.
2 José María Marco ( 2 0 0 5 ) , «La política como servicio público», Alfa y Omega, n.° 472.
3 Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 4.
4 Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 5.
5 J. M. Barrio Maestre (2003), «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152.
6 José Luis Martín Delcalzo, «La gran coartada», Buenas Noticias, Planeta, 2001.

Profesor de Derecho Constitucional de la UCM. Subdirector de Estudios e Investigación del Centro de Estudios Constitucionales y Políticos. Asesor en el área de comunicación política.