En la nueva sociedad del conocimiento, inmersa en un acelerado proceso de globalización económica y cultural, se generan, con una rapidez desconocida hasta la fecha, necesidades y problemas que requieren soluciones estructurales no siempre fáciles de adoptar. Las dificultades proceden unas veces de problemas objetivos, técnicos, por así decir; otras, porque que entran en conflicto con «intereses paralelos» nacidos con la situación que se trata de modificar y que constituyen un factor decisivo de resistencia al cambio1. Las dificultades son aún mayores cuando se trata de situaciones agravadas por esa dinámica social, pero que dimanan -con una causalidad «cuasi necesaria»- de sistemas y normativas vigentes durante décadas.
Tal es el caso del problema de la escasez y carestía del suelo apto para edificar, problema de excepcional gravedad por su incidencia negativa en aspectos muy sensibles en la vida de los españoles. Si, en efecto, el suelo constituye la base insustituible de toda actividad social y económica, su carestía y escasez han de producir necesariamente disfunciones importantes, a veces incluso alarmantes, en la vida social en su conjunto. Sus efectos negativos se harán notar, por ejemplo, en la competitividad de las empresas -mayores costes- y en el atractivo de las ciudades y regiones urbanas para el establecimiento de actividades productivas. Pero el efecto más significativo, dada su enorme e inmediata trascendencia pública, es el aumento progresivo del precio de la vivienda, que convierte en insolvente a una gran parte de la demanda potencial -especialmente a los más jóvenes- y contribuye a inducir otros efectos, como el retraso en la edad de emancipación y la formación de nuevos hogares.
Pero si las características de nuestro mercado inmobiliario no son muy diferentes de lasde lospaíses de nuestro entorno y el problema no se plantea en ellos con el dramatismo con que lo tenemos planteado en España, hemos de concluir que, también en esto, «España es diferente»; y que algo tendrá que ver con ello la estructura y funcionamiento de nuestro sistema urbanístico.
LAS CAUSAS DEL ENCARECIMIENTO
El sistema urbanístico español -un todo compacto y técnicamente muy bien estructurado- es una creación de la Ley de Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, de 12 de mayo de 1956, cuyos principios han inspirado además toda la legislación posterior.
En su exposición de motivos la ley lamenta que el suelo necesario para el desarrollo de la ciudad no esté municipalizado, y puesto que conseguirlo sería legal y económicamente inviable, diseña un sistema rabiosamente intervencionista para que la gestión del urbanismo se aproxime en el mayor grado posible a la que se haría si el suelo fuese de propiedad municipal.
La propia Administración pudo constatar la ineficiencia del régimen legal establecido y así, tanto la Ley de 21 de junio de 1962 como el Decreto-Ley de 27 de junio de 1970, facultaron a la Administración pública para expropiar y realizar operaciones urbanísticas, sin plan o contra plan, con el fin de facilitar la ejecución del Plan Nacional de la Vivienda. Pero la iniciativa privada tenía que seguir operando con el rígido sistema de la ley que el propio legislador consideraba inadecuado para hacer frente al creciente déficit de viviendas.
Sin embargo, la reforma 75/76 (Ley de Reforma de 1975 y Texto Refundido en 1976) mantiene el esquema conceptual de la ley reformada e introduce dos novedades importantes: la cesión obligatoria del 10% del aprovechamiento, con objeto de potenciar los Patrimonios Municipales de Suelo creados por la ley reformada y como medio eficaz de participación en las plusvalías; y otra novedad, que fue la creación de la figura del suelo urbanizable no programado -primer intento (fallido como todos los demás) para abrir brecha en la rigidez del planeamiento-.
Aunque los Estatutos de Autonomía otorgan a las comunidades autónomas la competencia exclusiva en materia de urbanismo y vivienda, el texto refundido de 1976 continuó aplicándose pacíficamente hasta que la reforma de los años noventa (Ley de Reforma 8/1990, de 25 de julio, y Texto Refundido de 1992) y la STC 61/1997, de 20 de marzo, provocaron el «caos en que nos encontramos sumidos […] y la lógica del disparate en que hemos venido a quedar apresados»2. El régimen del suelo, el planeamiento, los sistemas de gestión y la pluralidad legislativa se reparten, en proporciones diversas, la responsabilidad de la situación. Veamos por qué.
Si el derecho de propiedad es lo que dice el plan y el ius aedificandi simplemente una «concesión administrativa», la «Administración concedente» puede definir lo que se debe edificar, dónde, cómo y cuándo debe hacerse, y establecer las contraprestaciones económicas exigibles. Y lo hace a través de un planeamiento rígido, inflexible, con determinaciones más propias del planeamiento de desarrollo y predeterminación de usos que fraccionan aún más los mercados.
Los planes generales limitan la oferta y crean «escasez administrativa» de suelo pordos vías diferentes y complementarias: a) al clasificar como no urbanizable, además de los suelos en que concurran valores objetivos, merecedores de protección y predeterminados por ley, aquellos otros que «racionalmente» se estime que deben quedar excluidos del proceso urbanizador; b) al limitar el suelo urbanizable, por regla general, a las superficies que el planificador considera suficientes para cubrir las necesidades previstas para los ocho años de vigencia del plan. Pero es esta una dificilísima predicción, como pone de manifiesto la necesidad de modificaciones, recalificaciones y cambios de uso -planes generales ha habido que han necesitado másde mil modificaciones puntuales-. Y como la autorización de esos cambios es decidida discrecionalmente por la Administración, fácilmente se generan situaciones de injusticia comparativa y se da pábulo a la sospecha que engendra toda ley particular, sobre todo cuando de ella se derivan consecuencias económicas de cuantía nada despreciable. Por tanto, todo depende del criterio del planificador y de las directrices políticas que reciba.
Los sistemas de actuación y su tramitación se prolonga no menos de cinco o siete años desde la iniciación del proceso y, por tanto, demoran la puesta en el mercado de suelo urbanizado, generan importantes costes (al menos, los financieros), dificultan la adaptación de la oferta a una demanda cambiante y provocan incertidumbres y riesgos para los agentes económicos.
Hablemos porúltimo de lapluralidad legislativa.
Por «efecto colateral» de la citada STC 61/1997 todas las comunidades autónomas (excepto, por el momento, el País Vasco y Baleares) cuentan con su propia Ley del Suelo. En este momento, además de lo que queda vigente de la legislación común, tenemos quince leyes autonómicas con normas diferentes sobre planeamiento, gestión, competencias administrativas, intervención en el mercado del suelo, régimen de licencias y disciplina urbanística3.
Tal «irracionalidad legislativa» genera necesariamente «irracionalidad económica», y ese es otro factor determinante para que una nación como España, con la más baja densidad de población de entre los países de su entorno y grandes extensiones de terreno sin valor ecológico ninguno, padezca una agobiante «escasez administrativa» de suelo apto para edificar, y el que hay es probablemente de los más caros de Europa4.
Esa es la situación del urbanismo tras medio siglo de intervencionismo y acusada discrecionalidad administrativas. Las exposiciones de motivos de las sucesivas leyes del suelo proclamaban, como su finalidad última, el deseo del legislador de combatir la especulación y evitar el encarecimiento del suelo, pero los medios elegidos para conseguirlo han generado más escasez, más carestía y mayor especulación. Pero no se ha legislado en la dirección adecuada, ni se ha hecho el planeamiento adecuado, ni hay una gestión ágil y eficaz.
Seguramente la línea intervencionista dogmática y arbitrista de nuestro sistema haya alcanzado su cota de inflexión, pero si no somos conscientes de que tenemos un sistema que lleva en sí mismo el germen de la escasez y carestía del suelo, de la especulación pública y privada y hasta de frecuentes episodios ética y socialmente aún más censurables, no seremos capaces de enfocar adecuadamente el futuro.
LA POSIBLE REFORMA DEL SISTEMA
El punto de partida de la reforma del sistema5 debe ser un serio trabajo de profundización doctrinal en los conceptos de la propiedad y de urbanismo.
La propiedad es un concepto unitario de cuyo contenido esencial forma parte el ius aedificandi y un derecho preexistente a la propia Constitución, que ésta reconoce y ampara. Constituye, por tanto, un prius para el urbanismo, lo que no significa negar al legislador la posibilidad de delimitar el contenido de derechos patrimoniales, pero sí que que den determinados con precisión y objetividad los criterios legales que definen qué es suelo no urbanizable; y también que las limitaciones y condicionantes al ejercicio de la facultad edificatoria queden limitadas a las estrictamente necesarias para el cumplimiento de las finalidades específicas del plan -«hacer ciudad, ordenar la ciudad»-; y que, en fin, respondan a criterios objetivos; y todo ello con una adecuada ponderación entre intereses públicos y privados, sobre la que también deben juzgar los tribunales ordinarios.
Por su parte, el urbanismo (que es, en su concepto nuclear, el que la CE utiliza para delimitar los ámbitos competenciales respectivos del Estado y de las comunidades autónomas) es una disciplina de contenido plural, con tanto de ciencia como de arte, y cuyo objeto es, nada más y nada menos, que la ordenación física del espacio y del asentamiento de las distintas actividades «según conviene a las necesidades de la vida humana (DRAE)».
Esto supuesto, el Estado debería dictar una Ley General Urbanística de aplicación en todo el territorio nacional, que facilite y estimule la producción y puesta en mercado de suelo apto para urbanizar, recupere la unidad de mercado, de sistema y de actuación como medio para hacer efectivo el principio constitucional de libertad de empresa; garantice el ejercicio igualitario de todos los derechos fundamentales, incluido el de propiedad; y ponga fin al «desencuentro» entre la legislación estatal y autonómica y el de las leyes autonómicas entre sí, racionalizando la clasificación del suelo, el planeamiento, la gestión y la recuperación de plusvalías.
La clasificación del suelo debería responder a criterios positivos, basados en datos objetivos. Así, el plan clasificaría como urbano todo el que reúna las condiciones materiales de edificación y/o urbanización que, según la ley, caracterizan el fenómeno urbano. Ello tiene capital importancia por su carácter de principio básico, coherente con el régimen de derechos y obligaciones establecido por la ley. Y clasificaría además como no urbanizable aquel en el que concurran condiciones objetivas merecedoras de protección o haya sido «catalogado» en aplicación de leyes sectoriales -motivos todos ellos que han de ser objetivos y debidamente justificados-.
La distinción entre suelo urbano consolidado y no consolidado obedecería también a diferencias materiales, que corresponde apreciar al planeamiento y, si bien la legislación autonómica podría complementar ese régimen mínimo y los rasgos diferenciadores marcados por la legislación estatal, no podrá alterar ni los conceptos ni ese régimen básico y mínimo.
Por último, el suelo urbanizable es el que queda una vez delimitados el urbano y el no urbanizable, criterio «residual» quesupera la delimitación voluntarista por motivos subjetivos.
En los sistemas de actuación, la intervención administrativa debe reducirse al mínimo indispensable, a saber: la aprobación de los instrumentos de planeamiento, desarrollo, programación y equidistribución, atribuyendo a la iniciativa privada su impulso y ejecución. La actuación procedimental podrá realizarse también por vía notarial, sustitutoria de la municipal, y debe extenderse a la subasta pública notarial de los inmuebles cuyos propietarios no se hayan adherido al proceso, en sustitución de la vía expropiatoria actual, pues el mejor modo de fijar el valor de mercado de esos bienes es precisamente el propio mercado.
Las cargas y cesiones encarecen los costes de las actuaciones urbanísticas y de edificación, lo que repercute en el precio de los productos finales. Constituyen un impuesto injustamente distribuido porque sólo lo pagan, en forma de mayor precio de las viviendas, los adquirientes de esas viviendas en las nuevas áreas de desarrollo de las ciudades.Y los suelos procedentes de esas cesiones, una vez incorporados a los Patrimonios Municipales de Suelo, se convierten en fuente de financiación de las entidades locales a través de una gestión especulativa de esos patrimonios; las subastas de esos suelos, realizadas en momentos en que los precios de mercado están tensionados al alza, se convierten en punto de referencia para las transacciones entre particulares. Por tanto, tales cesiones, así como los Patrimonios Municipales de Suelo, deben suprimirse, dados sus efectos inflacionarios y gravemente distorsionantes del mercado, radicalmente opuestos a las finalidades pretendidamente justificativas de su creación.
Es de justicia que el Estado (en su sentido amplio) participe de las plusvalías generadas en el proceso urbanizador, pero su recuperación debe hacerse, como en las demás áreas de actividad económica, a través del sistema impositivo que debe recuperar, en plenitud y en exclusiva, la función redistribuidora. También es de justicia que los sistemas generales, que como su propio nombre indica están al servicio de toda la ciudad, se financien con cargo a los impuestos generales.
Todas las actuaciones de las Administraciones públicas en el campo del urbanismo deben ser regladas y por ello ha de eliminarse el actual y amplísimo margen de discrecionalidad, para dar paso a una generalizada «cultura del urbanismo» que elimine de raíz prácticas que rozan -y a veces superan- el límite de lo éticamente correcto. En cambio, debe exigirse a las Administraciones públicas que, con todos los medios a su alcance (que son muchos), hagan frente al principal reto de política económica que tienen planteado: garantizar el funcionamiento eficiente de los mercados de bienes y servicios -y muy en primer lugar el mercado del suelo-, evitando, corrigiendo y sancionando, en su caso, las situaciones de monopolio o cuasi monopolio, así como la retención especulativa del suelo -aquellas situaciones, en fin, que hoy se ven incluso favorecidas por el sistema vigente-.
Estas son, en líneas muy generales, las modificaciones imprescindibles para que el sistema responda a las necesidades reales de la sociedad. Pero debo añadir una última cuestión que considero de excepcional interés
Antes he aludido a los «intereses paralelos» que dificultan e incluso impiden la adopción de las medidas necesarias para la solución de problemas concretos. Hoy, por desgracia, el urbanismo se ha convertido ante todo en fuente de poder político y de financiación, al menos de las entidades locales. Ello es injusto, por ser antisocial, éticamente condenable y radicalmente opuesto a una política que tienda a evitar la especulación, el incremento del precio del suelo y la carestía de la vivienda. Pero hasta tal punto está arraigada esta práctica extra legem que, aunque se resolviese -y debe resolverse- el problema de las haciendas locales, es muy dudoso que se consiga eliminarla, sino es del siguiente modo: estableciendo medidas legales correctoras y sancionadoras.
Todas estas medidas, de fuerte contenido político, se verán facilitadas si una objetiva y serena labor de divulgación permite a la opinión pública de nuestro país conocer dónde están las causas reales de los problemas de carestía de suelo y vivienda. Sólo así se podrán concretar las soluciones reales a sus actuales demandas genéricas de remedios.
NOTAS
1· M. Martí Ferrer, ha hecho una descripción bastante exacta de esos grupos de interés a los que he denominado «intereses paralelos», expresión que he tomado de Tomás Calleja.
2· Ibídem.
3· La legislación valenciana ha introducido un nuevo sistema, el del «Agente urbanizador», con aspectos positivos y otros necesitados de modificación como, por ejemplo, la debida salvaguarda de los derechos de los propietarios. Alguna otra legislación autonómica también ha introducido mejoras positivas como la de reducir al 50% la superficie adherida necesaria para aplicar el sistema de compensación.
4· Los intentos de liberalización llevados a cabo por la Ley 61/998, nunca pudieron aplicarse por dos motivos fundamentales: su disposición transitoria tercera condicionaba la aplicación de los nuevos criterios de clasificación de suelo a la reforma de los planes, reforma que nunca llegó a producirse, y porque las leyes autonómicas, tanto anteriores como posteriores a dicha ley, ignoraron la legislación estatal y algunas de ellas pusieron especial empeño en hacer ostensible su distanciamiento. Además, la Ley de 20 de mayo de 2003 ha consagrado lo que en la práctica nunca dejó de hacerse, es decir, que el planificador clasifique como no urbanizable -con criterios subjetivos de «racionalidad»- terrenos en los que no concurran valores objetivos, merecedores de protección.
5· Con el título «Hacia un nuevo urbanismo» la Fundación de Estudios Inmobiliarios ha promovido y dirigido un curso -desarrollado a lo largo del pasado mes de junio- dividido en cuatro módulos: Constitucional, Derecho civil, Derecho administrativo y Economía. Es importante resaltar que, a pesar de esos cuatro enfoques diferenciados, la coincidencia de los especialistas ha sido total en cuanto al diagnóstico de la situación, sus causas y propuestas de soluciones, con las que son congruentes las que aquí formulamos.
En él han intervenido un total de 43 ponentes y presidentes de mesa. Entre ellos: el presidente del Tribunal Constitucional y otros 25 catedráticos de universidad de diferentes especialidades; profesionales de amplia experiencia y reconocido prestigio en los campos jurídico, económico y financiero, dos de los cuales fueron miembros de la Comisión Redactora de la Constitución; los presidentes del Consejo General del Notariado y de la Asociación de la Prensa de Madrid, etc. La fundación se había ocupado con anterioridad de este problema en su libro «La carestía del suelo: causas y soluciones», cuya tercera edición es de mayo de 2003.